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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
ELCHE

(La Vanguardia, 10-VIII-1943, p. 1; no recogido en Nuevo Glosario)

Si se compara, desde el punto de vista de la intensidad, cualquiera de los temas suscitados por la patética actualidad internacional de estos días, con el hecho de que, en un rincón de España, un pueblo celebre según tradición los festejos de la Asunción de María —provisto, tal vez, hogaño de tales o cuales aditamentos—, esto último ha de parecer indudablemente cosa de tal pequeñez, que ya en sí mismo el parangón sea tenido por ridículo… Es posible, empero, que, desde el punto de vista de la eternidad, la tabla de valores se presente muy otra. Y se invierta acaso.
¿No fue Carlyle quien nos enseñó a tener por uno de los acontecimientos más considerables de la historia de Inglaterra, y de la del mundo, el que, un buen día, se le antojara a Juan Knox el hacerse confeccionar un traje de cuero, para que le durase toda la vida? Aquí, el gran germanófilo inglés no hacía más que dar versión nueva a la lección de su maestro Goethe; cuando éste, en punto y sazón de atroces guerras y conflictos y de innúmeras turbaciones políticas en Europa, declaraba no tener atención sino para la controversia que, en la Academia de Ciencias de París, venían sosteniendo Cuvier y Geoffroy-Saint-Hilaire, sobre si la clasificación de la Historia Natural denunciaba o no la existencia de un plan —y, por consiguiente, de una inteligencia—, en el orden de los seres vivos.
A nadie se le ocurrirá el pensar que la Teología contenga menos substancia trascendente que la Historia Natural o que la Sastrería, o bien el Talabarte, que a entrambos registros cabe atribuir como propia la proeza vestimentaria de Juan Knox. Si, pues, Elche logra, por fin, dar significación teológica activa a su celebración asuncionista anual; si, encima de un descubrir, en la representación de su famoso «Misterio», el valor de una apoteosis, a un tiempo teatral y litúrgica, del «eón» o «constante» de la Eterna Feminidad, entiende manifestar con él una especie de voto colectivo en pro de las anheladas definición y proclamación del dogma de la inmortalidad corporal de María, la palpitación de los tiempos en ello involucrada revestirá a nuestros ojos un ideal contenido, que en vano buscaríamos en muchos de los varios —y volubles— fastos y nefastos de la guerra y de la revolución.
Ya andaba ello implícito, por otra parte, en la tradición misma del «Misterio». Religiosa es la esencia de cualquier auténtico teatro. Así como de la escultura se ha podido afirmar —ya lo he dicho— que no hay término medio para la estatua, que si no es una divinidad es, simplemente, un bibelote, así, cualquier producto escénico no asistido por un soplo siquiera de lo sobrenatural — llámese Providencia, llámese Destino, cause el terror del misterio o la serenidad de la liturgia—, no pasa de los límites de un frívolo divertimiento. Su poeta, cuando no llegue a augur, se quedará en juglar; su actor se encontrará casi al nivel del payaso, cuando no se encuentre casi al nivel de un sacerdote… Religioso, el teatro griego; religiosa, la tragedia francesa o la elisabetina. Y no hay que decir si nuestro Calderón, nuestro Tirso, buena parte de nuestro Lope… Como, en lo moderno, un Wagner, voz de la mitología germánica del Walhala; un Ibsen, voz de la mitología anárquica del individuo; un Maeterlinck, voz de la mitología panteística del inconsciente. Y es claro que los «Autos sacramentales», directamente ligados a la gloria de la Eucaristía. Y que el «Misterio de Elche», directamente ligado —más profundamente aun por la emoción subterránea que por el asunto— a la gloria de la Asunción.
La gloria de la Asunción es la gloria de la Mujer… Cuando, hacia el fínal de la Fiesta ilicitana, una corona baja de las mismas manos de la Santísima Trinidad hasta la frente de la Virgen que asciende, en alma y en carne —adelantado eximio de la resurrección de los cuerpos—, esta corona no es tan sólo para María de Nazaret. Es para las mujeres todas, las de cualquier siglo, desde Eva; las de cualquier lugar, sin excluir a la de la Samaria réproba o a la del exótico Egipto: para las mujeres, las señeras como las humildes; Clemencia Isaura, que en los Juegos Florales se hace llamar reina, como Eloísa, la discípula-esposa del filósofo mutilado. Es para lo que Goethe llamó el «Ewig-weibliche», el Eterno Femenino. Bien lo saben las mujeres de Elche, que llenan tempestuosamente el templo de Santa María y allí se agitan, lloran, sollozan, claman, en el momento de la Coronación, el verbo oscuro de la femenina vindicación inmemorial.
Lo saben las mujeres —al modo como ellas saben todas las cosas, es decir, gestándolas—. Los hombres, no; no lo saben. Y menos los hombres eruditos, siempre lamentablemente a vueltas con que si el siglo XIV, si el siglo XVIII. Y los folkloristas, menos aún, acaparados como están por una mezquina visión que deja al «Misterio» en la misma categoría pintoresca de unas tracas o unos cabezudos. (Y bien pudiera ser, después de todo, que un día se descubriese también en tarascas y fuegos artificiales algún íntimo sentido religioso…) Y, menos que nadie los comentadores sedicentes líricos, despistados entre los perifollos de su propia garrulería.
No, esos no lo saben. Ya se lo enseñaremos.

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Última actualización: 22 de enero de 2009