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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
LUZ DE GRANADA

(La Vanguardia, 7-VII-1943, p. 3; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 1.018-1.021)

La mañana del día del Corpus, viendo, con mirar descendido del bosque de la Alhambra, la ciudad dormida a su pie, un epigrama a lo nipón se vino solo a los puntos de la pluma:
«Luz de Granada:
Ni siglos ni pasiones te han vuelto dorada;
Te dejan nacarada».
¡Cuán lejos estamos —hablando el lenguaje de la pura sensación cromática—, del oro salmantino! Aquí el conjunto es más bien plateado. Salamanca arde como un carbón; Granada encanece como un rescoldo.
Ciudad, ésta, rubia, que no morena —hablo, ya se entiende, de la luz que la alumbra, no de los hijos que ella alumbra—. Rubio rostro, el de Granada; y mejor aún en esta hora matinal, como si encima de él volase, muy ligera, una tenue capa de polvos de arroz.
* * *
Como es tan corriente, entre humanos, lo de «tener ojos y no ver», y como, en este capítulo, se habla tanto de memoria, ciertas observaciones auténticas no pueden dentro de él producirse sin encontrar acogimientos de paradoja. Me parece oír a más de uno: «¡Vaya, con Granada rubia! ¡Qué ganas de escribir cosas extrañas!». Porque uno se sentiría capaz de explicarle ciertas verdades sobre el color a un ciego; pero no a un ciego que hubiese leído a Pierre Loti, pongo por colorista.
Se me acuerda otra ocasión, en el castillo de Rue, y en la mesa de Andrée de Stoutz. Vino aquel día, invitado, el excelente pintor Bosshard, hijo también de Friburgo y que acababa de pasar las vacaciones de verano en Marsella. «Lo que más nos sorprende en Marsella a nosotros, pintores del Norte —dijo Bosshard, que tenía más razón en lo meteorológico que en lo topográfico para no considerarse meridional—, es ver que allí el cielo es más oscuro que las casas». La protesta general de los comensales recibió esa declaración. «¡Mire que decir que el cielo de Marsella es oscuro», chirrió el lugar común, en el fondo de cada convicción… Yo no protesté: demasiado recordaba el contraste entre el cielo casi blanco de París y(1) sus edificios negros. Demasiado había visto en las telas de Joaquín Mir, por ejemplo, un azul, que es casi un azul marino, pesar sobre los tiernos rosas o verdes o blanco marfil de las cosas de la tierra.
Es como lo del paisaje de Fuendetodos, cuando una comisión oficial de Madrid visitó el lugar nativo de Goya, en sazón de su centenario. Cada cual con la perra de que aquel paisaje era el que el artista pintara; y que la influencia de la tierra, y que el «medioambiente» y que patatín y que patatán… Cuando precisamente lo que había hecho el Goya paisajista era renegar de la luz de Fuendetodos —ni un rayo de sol aragonés, en obra, sin embargo, tan variamente polícroma— y preferir, como fondo, los caminos que van al Norte, de gama finamente gris.
O, a veces, nacarada también. El cuadrito de la pradera de San Isidro se parece bastante a lo que hoy vemos desde los altos de la Alhambra.
* * *
En ciertas «Notas de un profano», sobre la estética de las corridas de toros, que he dejado publicar recientemente, al hablar de la incompatibilidad que en ellas creo advertir entre los valores plásticos, esculturales, que en su elogio se alegan, y los otros, no ya pictóricos, sino pintorescos, fatalmente condenados al impresionismo y predilectamente invocados por su habitual apología, tuve que denunciar lo inarmónico de estos últimos, la estridencia agria con que se mezclan el rosa cárdeno de las medias de los toreros, el vinoso de burladeros y barreras, el color como de puertas de estanco en suburbio, el gris enfermo de los caballos, etc., sobre todo cuando la tarde avanza y una sombra lívida invade la arena. A punto estuve entonces de salvar con dos notas la generalidad de mi condenación; notas que sólo se omitieron por temor a que el artículo, en peligro, por largo, de salir impreso en letra muy chica, no diese margen a la subordinación de una añadidura, en tipografía ya, por lo diminuta, imposible.
La primera de las notas en proyecto trataba de justipreciar(2) una observación de mi docto cofrade Emilio García Gómez, quien me había hablado de una para él famosa tarde de toros en Sevilla, en que un toro asajarado contendía sobre la arena dorada con un matador en traje de luces tabaco y oro viejo, dentro de la más caliente de las sinfonías… Lo extremadamente excepcional de este logro confirmaba, es claro, la generalidad de la regla.
Más pesaba el contenido atribuible a la segunda nota. Referíase éste a Granada, justamente. En el aire de Granada, la atenuación de los colores les lleva a tan delicado matiz, que, entre ellos todos, la armonía se produce como por sí sola; cualesquiera que sean los atentados con que la amenace el capricho particular, inclusive si se trata de alguno de los atrevimientos y ultranzas del novillero Albaicín. Como un nácar que la vecindad del(3) incendio arrebola apenas, Granada, en su luz, quita estridencia a la misma violencia; vulgaridad, a la barbarie; disonancia, al chasquido. Y acierta así a dejar incólume la alegría, allí un poco pálida, de la fiesta, al melancólico avanzar de los grises vespertinos… ¡Falibilidad de los destinos y de los gustos personales! No es el pintor Santiago Rusiñol quien hubiera debido ir a Granada para captar con exactitud el encanto de sus jardines, sino su amigo Ramón Casas, el que supo dar dos inolvidables notas perla, al reproducir una procesión de Barcelona o una ejecución capital.
* * *
A punto de que la tarde se convierta en noche, tampoco el horizonte de Granada se viste con resplandores sangrientos, como los que dan tanta fuerza trágica a la puesta de sol, detrás del Palacio Real de Madrid. Un vaho del finísimo salmón se levanta, más bien, de la vega. Ni siquiera Venus, al aparecer, tiene un fulgor diamantino: mejor se le diría de color de carne; del color de la diosa cuyo nombre le han puesto.
Y, en cuanto a los faroles, una vez la noche cerrada, los que yo allí prefería, los que tengo cantados, eran los de gas. Ahora las luces son demasiado blancas; puede ser que, mucho antes de conocer yo la ciudad, si es que tuvo candiles, fueran demasiado amarillentas, o demasiado rojizas. El gas daba a las casitas un verde pálido que las nacaraba nocturnamente aún.

(1) y] sobre La Vanguardia
(2) justipreciar] justiciar La Vanguardia
(3) del] de un La Vanguardia

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Última actualización: 19 de enero de 2009