Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO 
EL CASO DE MARGARITA
(Destino, nº 336, 24-XII-1943)

Por la tan madrileña y tan finamente ochocentista calle del Barquillo avanzaba, tardes atrás, y no sin algún discontinuo estorbo en el tránsito, una joven pareja, de las compuestas por «ella» y «él». La mujer iba deshecha en llanto y hacía al otro lo que suele llamarse «una escena». —«¡Miserable!», vociferaba entre sollozos. «¡Mal nacido! Para esto me engañaste y me sacaste del pueblo, para abandonarme, así que te has cansado de mí». Él, según la referidora del caso, una elegante y discretísima amiga nuestra, que luego nos lo contaba, entre la tarta del té y el fuego de la chimenea, «la oía a ella como quien oye llover».
En este punto del relato, iba yo a lanzarme a advertir la posibilidad de que la caradura fuera aquí tan sólo aparente; hija, más bien que de la indiferencia, del corrimiento; y quizá, de un cierto buen gusto púdico, más frecuente en el sexo del impasible que en el contrario, cuando otro interlocutor mostró su impaciencia, en una interrupción vivaz. Notoria es la misoginia de este amigo nuestro tanto como su vehemencia diserta; en la coyuntura, lo que se precipitó a atajar fue la simpatía, y hasta la misma compasión, que instintivamente empezaba a nacer en nosotros por aquella que, en el incidente, por tan húmeda vía y de tan sonora manera había clamado su cuita. El papel de víctima, según nuestro amigo, estaba lejos de pertenecerle. —«¡Valiente víctima!… Cómodo en demasía resulta el sistema de buscar un provecho mediante algo que no está bien; y luego, si el provecho no resulta, poner el grito en el cielo y pretender que eche el resto todo el mundo, saliendo a favor de la frustrada. A mí, una mujer que se queja de una seducción no me inspira más lástima que un comerciante metido en cualquier estraperlo y que se coge los dedos en él». Y repetía a este propósito el zaheridor la frase ya popularizada del escultor Manolo, cuando, ante cierto reproche, diz que decía: «Quieren comprar barato; y luego quieren que no les pase nada».
Refiramos de los merendantes —no anticipo ahora si en elogio de su candor—, que al oírse opinión semejante, hasta la misma tarta, o el resto de la misma, se levantó contra aquélla. Digamos también que lo hizo, con más vehemencia que nadie, algún francés allí presente, acaso más imbuído por ciertos prejuicios románticos sobre la santidad del amor o menos fácilmente ganado por otros prejuicios, demasiado reverentes hacia la majeza varonil. Pero tampoco en la gente hispana ha dejado de afincarse, si no el Romanticismo de ayer, la vieja Caballería. Don Quijote de la Mancha está, por naturaleza, poco dispuesto a tolerarle los entuertos a Don Juan Tenorio. Allí donde no alcanzan entre nosotros la blanduras de la piedad, empiezan las arrogancias del honor. Punto de honor se vuelve entonces, a la vez que salir a defensa del débil, suponer que los derechos de esta debilidad asisten por excelencia a la mujer.
Si a la procura de libertad para una cuerda de presos se arroja el Caballero Andante, sin meterse en averiguaciones, sin entrar en cálculo de culpas, sin atender a la posibilidad de que el forzado lo sea justamente por haber sido forzador, y sólo en vista de que él tiene las manos trabadas, y no su esbirro, ¿cómo este mismo impulso no se despertaría en él, ante el espectáculo de la fragilidad burlada, aún antes de saber si lo frágil era aquí precisamente una virtud? La presunción de ésta será tomada como una de aquellas que en derecho se llaman «iuris et de iure»: para quebrar tal presunción habrá que demostrar cumplidamente lo contrario. Y hasta, ya traída esa demostración, la galantería se obstinará contra la evidencia. Sin contar con un instinto más profundo, victorioso inclusive de la sinrazón.
Lo de parangonar el fracaso producido en aquellas condiciones con el del especulador de lucros materiales a quien le sale el tiro por la culata fue, en la discusión levantada por un parecer que a todos se antojó paradójico, ya que no avieso, la más clara muestra del error del mismo y de la impropiedad de los argumentos presentados. No faltó quien advirtiese que, hasta en la quiebra de un negocio ilícito, interesa al juicio moral separar aquellos casos, donde la intención inherente al principio de la empresa tiene el desnudo carácter de un medro, de aquellos otros donde elementos ideales, equívoco si se quiere, han entrado en liza. Una jugada de Bolsa no será medida según el mismo rasero que una conspiración. El peso de la Ley podrá caer con mayor fuerza –y esto es aparte—, con no menor justicia para expiación de la segunda que de la primera. Mas no por esto nuestra actitud en la condena dejará de variar. Ni en vano se han inventado en las mismas cárceles celdas para condenados políticos.
En las cárceles de nuestra estimación moral, ¿no ha de haber así igualmente celdas para amorosos? La política más personalmente ambiciosa contendrá, por lo menos, un elemento de ambriaguez, que ha de ser tenido en cuenta en el momento de juzgar. Al amor más anecdóticamente interesado, acompañan parecidamente sentimientos —y hasta, ¿por qué no?, emociones— que, ni siquiera en el fingimiento, anulan totalmente el valor de la autenticidad. Lo que en el móvil primero no lograra absolver, absolverá el instrumento empleado. Greschen fue tentada por el resplandor de unas joyas con que adornó su garganta ante el espejo. Pero lo que fue tenido en cuenta para el perdón de sus pecados horribles no era su ilusión ante el prestigio de las alhajas, sino su ilusión ante el de los camelos de Fausto.
Total: que, al cerrarse nuestra merendera discusión —o, mejor dicho, amainar, porque ya está entendido que las discusiones no se cierran nunca, y quien espera de ellas la luz está fresco—, ya la común simpatía nos había ganado, más aún que al comienzo, haca la plañidera Greschen de la calle Barquillo. Y otro total: que, cuando tarde en la velada, se procuró distracción a los contertulios con un nuevo juego de sociedad, donde, por la exploración de varias preguntas y el registro de las contestaciones que se juzgan sinceras se trata de trazar una suerte de retrato psicológico del interrogado, a una de aquellas en el cuestionario contenidas y que pide el confesar cuál oficio o profesión no querría ser uno, se encontró entre nosotros quien, categóricamente, respondiese: «Juez»


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