Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO 
GOETHE, EN EL MERCADO DEL VINO
(Destino, nº 331, 20-XI-1943)

Por mucha mundanal peregrinación que los astros nos asignen, nosotros no nos asemejaremos nunca al Judío Errante. Lo propio de éste es haber perdido Jerusalén, es decir, su centro de gravitación moral. El Católico errante, mientras tanto, conserva el suyo, que es Roma; pese a todos los asaltos pretéritos, presentes y futuros que pueda sufrir Roma; vengan del Condestable Borbón, vengan de quien vinieren.
Quiero decir que las posadas, aun las más azarosas de tal itinerante, eslabonan sendos significados y conjugan sus beneficios espirituales. Yo he podido, por ejemplo, en fasto académico reciente y en función de teatral pedagogía, llevar a mis amigos de Barcelona a la vez el fruto de una experiencia mariana, acontecida en Elche, y el de una experiencia luciferina, con campo en Lucerna. Sin perjuicio de aportarles, también, lo aprendido y vivido sobre el asunto en Delfos o en Salzburgo, en la Isla de Francia o junto al Adriático.

La experiencia mariana y la luciferina

De lo ganado entre las gentiles palmeras ilicitanas he dado ya varia y repetida versión, llevada en prólogos, artículos y discursos hasta donde otras palmeras más chaparras, las de la Côte d'Azur, para no ir más lejos. Y subrayaré siempre la lección estilística que, amen de su trascendencia dogmática —hogaño doble y solemnemente proclamada por los poetas y los teólogos—, trae el «Misteri» de Elche, como expresión extrema de lo barroco. Una multipolaridad, que reparte la atención de los espectadores entre un altar mayor, una alta bóveda y una puerta a la calle, la definen; así como una continuidad, por donde se funden sacerdotes y actores, actores y público, así como el Drama con la Liturgia y la Liturgia con la Acrobacia.
Pan triunfa aquí, presente aunque humillado; rendido por la gracia de la Virgen, bajo su albo pie… Inversa en el sentido, si parecida en el resultado, la manifestación de Lucerna ha repetido por once veces, a lo largo de los últimos agosto y septiembre, la tentativa de dar en pasto el clasicismo de Goethe, en la plaza del Mercado del Vino de la ciudad, transida en relentes dionisiacos, no sólo al Diablo-Mefisto —que para mostrarnos su condición abstracta y fría del intelectual llevaba inclusive careta—, sino a Pan, en persona, al Diablo-Wildermann, al Salvaje del Carnaval de Basilea: únicamente disfrazado por sus ramas y hojas, por sus pieles y cuernos y por la propia desnudez… El poeta había hecho de él el «Espíritu-de-la-tierra». Pero, contra el «Espíritu-de-la-tierra» cada uno de los versos del poeta significaba un exorcismo.

Clasicismo del «Fausto»
Del «Fausto» cabe decir que ni la propia voluntad de su creador, ambicioso de sumergir su monárquico orgullo de humanidad en la plural riqueza de un paisaje cósmico, logró sacarle de la morfología clásica, para darle el pánico desdibujo de lo barroco. Si, pues, el mismo poeta no pudo, ¿cómo iban a conseguirlo, a última hora, los esfuerzos de un sobrevenido realizador escénico, aun tan revolucionariamente ingenioso como Óscar Eberle, de quien dicen no pocos deber ocupar el puesto dejado vacío por la reciente desaparición de Max Reinhardt? Al fracaso de Goethe, obstinado en convertir lo que era poema en tragedia, responde, a un siglo de distancia, el de quienes —en Alemania, primero; ahora, en Suiza— tratan, mediante escenificaciones laboriosas, de representar la tragedia en plan de misterio; rodeándole de una atmósfera de colaboración religiosa y popular.
Inútil ha sido el trueque de la cerrada escena por el abierto y ocasional tablado. Inútil huír del aúlico ambiente, para cuyo goce fue imaginada la obra, para rodearla de una decoración pintoresca de burgo medieval y gremial. Inútil este reducir el asunto a su primer episodio —a lo que en Alemania es costumbre llamar «Uhrfaust»—, y amputarle de copia de las revelaciones de su pensamiento y estrechar su anécdota hasta lo que de ella pudo captar la ópera y pudiera el film. Inútil la presunción de que viniesen a actuar como coro los vecinos de las mansiones del Mercado, asomados a las ventanas, y hasta los perros, con sus no reglados ladridos, desde el interior de los hogares… El «Fausto», que será siempre más filosófico que vernáculo, y más activo en las bibliotecas que sobre las tablas, erizaba las púas de su clasicismo, hostil a todas las tentativas de popularización barroca.
Las erizaba, con terquedad reveladora, en el elemento formal de la representación. Es el gesto, no la palabra, lo que traiciona más frecuentemente al criminal sometido a interrogatorio. En el estilo, que no en las tesis, se vende la idiosincrasia de un autor. El propósito del Diablo en Lucerna había sido un espectáculo que se realizara en la plaza entera. He aquí, no obstante, el laboratorio de Fausto a cuatro pasos de la casa de Margarita; la cárcel, en el entresuelo del Paraíso —¡ay, mi cielo de Elche, a sesenta metros de altura!—; la Iglesia, que, del Infierno, sólo separa un tabique. La misma organización económica del espectáculo habrá de oponerse a cualquier conato de multipolaridad.
En cuanto a su continuidad, a su expansión difusa, el tropiezo con parecidas imposibilidades. Ved cómo todo ha de realizarse en compartimentos, separados, en discontinuas jaulas. Ved cómo ha sido necesario acotar, interrumpir en la vía pública la vida normal. Ved cómo el salto del haz luminoso aisla sucesivamente cada lugar, haciendo cualquier simultaneidad de escenas imposible. El público se sienta en sus bancos paralelos, en sus plazas numeradas. Su separación de las tablas no la hace ni siquiera indecisa una orquesta. Los actores han de esconderse cada vez que una escena ha de transcurrir sin intervención de su papel. ¿Qué nos recuerdan en es aspecto óptico, la informaciones gráficas sobre estas veladas del lucerniano Weinmarck? Más que nada, el de un cumplimiento de pena capital, con tropas formadas al pie del patíbulo. Muy singularmente, el de la Place de la Roquette y la guillotina. Al final, más que a la rendición de Margarita, creemos asistir a su ejecución.
Recuerdo
Hace años, y en nuestra ciudad, conoció el «Fausto» otra tentativa de análogo sentido, si de otros medios. No se trataba, entonces, de una postura en escena, sino de una traducción. Se vertía el poema —siempre el «Uhrfaust», únicamente— al catalán; mejor, al barcelonés y a las costumbres modernas. Para barroquizarlo, vernacularizarlo. Para «llevarlo al pueblo».
No creemos faltar a la memoria y gloria del poeta altísimo cuyo fue el intento, si recordamos ahora que la experiencia naufragó en el ridículo… No mayor éste, de toda maneras, que el de otro ensayo, de inversa dirección, el de hacer del «Misteri» de Elche una restauración erudita y laica, interesada en que si la polifonía y que si el siglo XV, y desprovista de significación religiosa, y con entradas de pago, y fomento del turismo, y tal… No, no. «Habeat sua fata». Y cada cosa, porque su hado, su estilo. La gracia de María da a Pan, por una vez, una ruidosa, si efímera, victoria. En los Alpes, ya un inicial, inquebrantable exorcismo, le ha privado, en esta señalada ocasión, de medrar.

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Última actualización: 16 de julio de 2009