Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO 
GERONA
(Destino, núm. 334, 11-XII-1943)

De no haberme llevado imperiosamente a Barcelona, doble, fijo y grato quehacer, académico y nupcial, ¡cuánto me hubiera complacido el acudir, hace un mes, según fue en mi deseo y propósito, a las fiestas de San Narciso, en Gerona!… Ésta es la sazón del año («sazón» = «saison»: ¡qué delicia!) en que a mí me gusta la ciudad.
A las ciudades españolas no se les puede generalmente llamar, tomada cada una en su conjunto, bellas. Algunas lo son en el Norte de Italia y en los Países Bajos. En España, no. Exceptuemos, naturalmente, a la reina entre todas las nuestras, Salamanca. También a Úbeda, con sus palacios y sus iglesias en estilo Renacimiento. Las excepciones confirman la regla. Toledo es patéticamente grandiosa; pero su gracia la capta sólo el transeúnte y se evapora ante los ojos de quien se detiene a contemplarla.
No representa una belleza ciudadana total el hecho de que una ciudad contenga monumentos, aspectos, parajes de gran belleza, maravillosos si se quiere; como los contienen tantas entre nosotros; muchas con abundancia gloriosa. Lo habitual es que, en la vecindad misma de tales primores estéticos, se vea su ambiente afeado y en falla la general impresión, por culpa de una muchedumbre de construcciones o de ornamentaciones bastardas; y peor, casi, cuando no se trata de muchedumbres, sino de tal cual extravagancia o vulgaridad aislada —es decir, según el rigor etimológico, «idiota»—, hija del ímpetu fantástico edilicio o burgués, y que añade a la nota del sacrilegio, la del desorden… A escuela del Ochocientos, los principios del Novecientos han resultado, en este capítulo, fatales. En términos comunes, cabe decir, que para la arquitectura española, mucho peor que el de don Fernando VII, resultó el reinado de don Alfonso XIII. Gran fatiga cuesta el tener siempre, como antídoto de tanta nueva Plaza de Toros y de tanta Caja de Pensiones, que levantar la vista a una Giralda o evocar la memoria de un entierro del conde de Orgaz.
Por esto conviene buscar, para nuestros paisajes urbanos, una de las dos atmósferas extremas: o la incendiada por un sol rutilante, donde los detalles son absueltos, porque parece que todo vibra y reverbera; o la velada por un vestido neblinoso, que preferentemente decore por el oro otoñal de unos agostados árboles. Ciudades para junio —y no se dice julio, en atención a otros inconvenientes—, o ciudades para octubre —y no se adelanta más en el otoño, porque a su cabo acostumbran a volver a brillar soles—, la visita a cada una tiene un punto óptimo en el calendario, a cuya cita resultara imprudente el marrar.
Gerona acertó, al poner su fiesta principal en las vecindades de los días de Todos los Santos y de Difuntos, es decir, cuando son más grises las opacidades que se levantan del río y más tenues y más pomposos a la vez los amarillos que coronan la «Devesa»… Como premio, un día sonó una voz, en sus Juegos Florales, para decir: «Gerona, a punto de otoño, no es menos hermosa que Venecia, en hora primaveral».

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Otoñal, igualmente, la llegada de un libro sobre la Gerona arqueológica y monumental, con que su autor, don Joaquín Plá, miembro meritísimo de la Comisión de Monumentos de su provincia, completa los dos anteriormente publicados sobre la Gerona histórica y la Gerona popular, sustituye, para mi «rebusca del tiempo perdido» y evocación de ciertos desvanecidos fantasmas, el viaje que las circunstancias impidieron realizar. Bien que aquel libro la desoriente un poco, por su índole híbrida, con demasiado peso material para lo turístico y, al contrario, demasiada ligereza doctrinal para la histórico, la sola presencia de algunos nombres y de algunas imágenes resulta ya deliciosamente evocadora.
No nos asaltan en vano, al correr de estas páginas, sugerencias de la pompa vegetal de la «Devesa» o de las columnitas gráciles de la Pía Almoina; del bajo claustro de San Pedro de Galligans o de la subida a San Félix; de la torre Gironella y de las dos torres de Sobreportas. No en vano comparecen los soportales en arco, tan anchos y de tan poca altura, sobre la turbiedad del río o los portales, tan altivos al contrario, en la negra calle de la Forsa; y Nuestra Señora de la Pera o la «Esperanza», en la dulce policromía de su alabastro. Y los apellidos ilustres, los Burgués y los Foxá y los Salietti. Y los Alemanes, que dieron nombre a la calle. Y Godofredo de Cruylles y Fray Berenguer de Castellbisbal, a quien el rey don Jaime cortó la lengua. Y Guillén de Peratallada. Y San Carlomagno, con su barba florida y el aire, entre catalán y borgoñón, en la Sala Capitular de la Catedral.
¡Son de la campana Beneta; desnudo de Apolo en el mosaico del Manso Bell-lloch; sepulcros de San Félix con el rapto de Proserpina, que ha cogido flores con los Hijos del Océano; las miniaturas en el libro del Venerable Beda o las otras de Magius, «el archipintor», en el Apocalipsis del Beato de Liébana, con las hojas de loto y los cuerpos de los gigantes ahogados en el Diluvio; tapiz de la Creación, con los Ángeles de la luz y los de las tinieblas y los cuatro vientos, Septentrión, Subsolano, Céfiro y Austro!… Una sola fotografía, nocturna, de Cadaqués, entrevista en la colección «Apología turística de España», de Rafael Calleja, bastó, el verano pasado, para que un nuestro amigo renunciara a un viaje al extranjero, para el cual le habían concedido, tras de larga y enojosa espera, pasaportes y visados. No fue tampoco a Cadaqués, es verdad; pero se pasó la estación ensoñando sobre aquella fotografía. Así yo con Gerona, en este momento. Gozándome en la sutilidad del encanto de Gerona y en el que llamaríamos su divino temblor.
Porque, eso es de advertir: que, en la otoñal ciudad, una especie de inquieta irisación mortecina hace vibrar la figuración de toda esta riqueza, privándola de asegurarse en aquel linaje de aplomada pedantería, que suele tener lo monumental, a la vez que en aquella profusa suficiencia de lo arqueológico. Nada aquí parece ofrecido al catálogo; todo, al pintor; y, más aún que al pintor, al amante. Calidad común todavía a Gerona y a Valencia, la de provocar ciertos estremecimientos de la sensibilidad.

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¿Confesaré que una andadura solitaria, cuando no se persiguen adquisiciones de curioso y, mucho menos, fichas para «trabajo de investigación», es la óptima condición para ensoñar los secretos de Gerona?… De haber yo ido, en esta reciente ocasión, únicamente me hubiera dejado acompañar por alguna sombra, entre aquellas que llamaba Quevedo «frías y desangradas sombras muertas».
Mejor me instruyera ahora que cuando la bienhadada cordialidad de su vida, el arquitecto Massó y Valentí, que a veces averiaba un poco la severidad de mis emociones, con su gusto en construir y habitar mansiones, interiormente pintadas de colores enterizos y violentos, azul ultramar sobre todo, o amarillo calabaza, que entonces se aprendía en la arquitectura y en la decoración alemanas modernas, pero que, una vez aprendidas, pasaban como revelación y resurrección auténticas del «estilo catalán». ¡Cuán poética dulzura caía, sin embargo, desde el brillo de aquellos ojos de profeta que tuvo el arquitecto hasta aquella su barba de misionero joven!… La de otra de las figuras, que un día acompañaban habitualmente mis pasos por Gerona, era una barba, o mejor, una «barbicha» de «pion» de liceo francés, en  juego con unos lentes de otro que tal. Carlos Rahola, también ha muerto; muerto de una manera trágica y extrañada por todos. Y quizá tan sólo en el momento antes de morir llegó a percatarse, en su desorientación, de que Anatole France no representaba precisamente el espíritu de las nuevas generaciones. Luego, había un diputado provincial, que llevaba siempre un sombrero bombín con las alas planas. Luego, otro diputado. Pero, éste, era grande. También ha muerto. El añil y el esmeralda de la marina de Bagur supieron mucho tiempo y quizá recuerdan, como yo, todavía, en medio de la mundanidad que ha ganado recientemente a la Costa Brava, cuál fue la gloria, entonces solitaria, del «Paradis», de Sabater.
Era allí, donde en el comedor puso el propietario dos lápidas de piedra, proclamando en letras de oro, la una, que don Francisco Cambó había comido en aquel lugar; la otra, que yo había almorzado. Era allí donde conocí a una especie de genio del mar, en la figura de un pescador, al cual, no sólo se le podía encargar, sin temor a fallas, un cuarto de hora antes de servirse, el pescado que se deseaba y en la cantidad que se deseaba, sino la busca individual de un pez, pues, individualmente los conocía; por modo que, cuando alguno de los conocidos, tras de cuya pesca iba, se escapaba, le decía irritado: «¡Ya te encontraré, un día u otro!». Y allí fue, en fin, donde un día hube de llegar por mar, en un bien labrado navío —inconscientemente, pero no sin razón, acabo de ponerme a emplear locuciones homéricas—, mandado por el hijo de mi huésped; al cual navío, a tiempo que entraba en la bahía, salieron a recibir, entre las ondas, como otras tantas nereidas, las veintiuna jóvenes sobrinas de Sabater, en recepción y saludo como no lo pudiera desear ni el héroe más glorioso de alguna hazaña marítima; y que, en orden más natural, podía en su pompa equipararse, al de la llegada triunfal de Carlos V a Amberes, según el conocido cuadro del pintor húngaro Hans Mackart.
Esta riente evocación me aleja de las de Gerona. Me devuelve a ellas, la consideración, pronto melancólicamente atinada, de que todo esto pasó.

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Última actualización: 16 de julio de 2009