El tratamiento apropiado de las hipótesis
(Capítulo preliminar para un examen del argumento de Hume
contra los milagros, en su Lógica y en su Historia)

Charles S. Peirce (1901)

Traducción castellana de Roberto Narváez (2009)



MS 692. Este texto es el segundo de una serie de tres que Peirce redactó en sus intentos de satisfacer la petición que Samuel Langley, el entonces secretario del Smithsonian Institute, le hizo a través de una carta fechada el 3 de abril de 1901, y consistía en examinar el cambio en la idea de “ley natural” desde la época de David Hume, concretamente desde que éste publicó su famoso ensayo sobre los milagros (como el capítulo X de su obra An Inquiry Concerning Human Understanding). El proyecto era incluir el escrito en el informe anual del Smithsonian. Sin embargo, las formas en que Peirce abordaba el asunto contrariaban una y otra vez las expectativas de Langley. Los dos hombres trataron de conciliar sus visiones en un intercambio epistolar que se prolongó hasta septiembre. Al final ninguna de las diferentes versiones fue aceptada. Este artículo en particular, no obstante, muestra con claridad el valor que concedía Peirce al estudio minucioso de los métodos historiográficos como una instancia crucial en el desarrollo de la lógica objetiva. La fuente del texto adoptado para esta traducción es Carolyn Eisele (ed.), Historical Perspective’s on Peirce’s Logic of Science. A History of Science, Mouton Publishers, Berlin/New York/Amsterdam, 1985, Vol. 2, pp. 890-904.

Los instructores psicológicos de mis días de universidad solían decirme que cuando se observa a un perro actuar como si razonara, éste actuaba en realidad no a partir de la razón, sino de la "asociación de ideas". Pero un estudio más avanzado me enseñó que eso era un abuso impactante de una frase que fue inventada para marcar el descubrimiento más grande jamás realizado en la ciencia de la mente, a saber, que todas las operaciones del alma tienen lugar de acuerdo con una fórmula general que se aplica tanto al razonamiento como a la acción instintiva. (La edición de Sir William Hamilton de las obras de Thomas Reid muestra que Aristóteles había formulado cuidadosamente la ley de asociación. Pero Aristóteles no percibió que ésta gobierna todas las operaciones de la mente. Ese gran descubrimiento fue hecho sólo por Gay —1733 y 1747, siendo la última fecha la de un tratado anónimo que el Dr. Samuel Parr, en una nota taquigrafiada que poseo, atribuye a su autor incuestionable—, a quien se le ha hecho tan escasa justicia que no puedo encontrar siquiera su primer nombre, aunque eso al menos sería fácil de averiguar en las listas del Sidney Sussex College de Cambridge. No me confiaré a mí mismo el calificar el intento de los alemanes de reclamar el descubrimiento, bajo un nombre modificado, para su propio pueblo). Luego, en 1863 aparecieron las Lectures on the Minds of Men and Brutes ("Conferencias sobre las mentes de los hombres y los brutos") de Wundt, las cuales enfatizaban tanto la analogía entre los procesos de pensamiento del perro y los del filósofo que yo, por una vez, perdí de vista temporalmente la distinción que mis viejos profesores habían hecho —una distinción de sustancial importancia, a pesar de su manera viciosa de expresarla.

Ciertamente los perros, en ocasiones, razonan realmente. Una vez vi al perro de un ciclista correr hacia un camino desconocido detrás de su amo, quien lo aventajaba por varias millas. El perro llegó a una bifurcación en el camino y, perplejo, se detuvo. Tras examinar primero un camino y después el otro, regresó a la bifurcación, se sentó y esperó. Después de un tiempo, otro ciclista pasó por el camino en la misma dirección, y mediante una investigación me convencí de que éste era completamente desconocido para el perro. Pero tan pronto como el perro vio el camino que tomó el segundo ciclista, echó a correr por ese mismo camino a máxima velocidad, dejando muy atrás al ciclista de quien había obtenido su información. Ese perro había ciertamente razonado. Por otro lado, estoy igualmente convencido de que los hombres a menudo piensan que han actuado por la razón, y se dirán a sí mismos cuál fue su razonamiento, cuando no han razonado en absoluto, habiendo sido su presunto proceso inventado con posterioridad.

Rehúso llamar proceso mental al razonamiento a menos que la conclusión sea aprobada deliberadamente y el procedimiento entero se halle bajo control consciente, de manera que esté abierto a la autocrítica. Porque si no es así, aunque sea satisfactorio o de otra manera, justo como lo es la acción del corazón de un hombre, no puede sin embargo estar sujeto a censura o alabanza. Ahora, la distinción entre las acciones que deberían ser ejecutadas de una forma y los movimientos de la mente que no pueden ser influenciados directamente, es demasiado importante para ser dejada sin señalar con términos apropiados. Lo que yo significaría con razonamiento es o bien un razonamiento correcto o uno incorrecto. La lógica, en efecto, puede ser considerada como una rama de la ética. El razonador lógico pone una restricción a sus tendencias naturales de pensar sobre un principio, igual [que] el hombre moral lo hace con todas sus acciones.

En ese sentido, cada vez que un hombre razona realmente es clara u oscuramente consciente de que su inferencia presente pertenece a una clase general de casos en los cuales podría extraerse una conclusión análoga; y su aprobación de este razonamiento consiste en una creencia en que actuando sobre el mismo principio en todos los casos él estará incrementando en general su conocimiento más que si no extrajese tales conclusiones. Si esto es verdadero, como la auto observación del lector podrá convencerlo de que lo es, un hombre no puede realmente razonar sin tener algunas nociones acerca de la clasificación de los argumentos. Pero la clasificación de los argumentos es el asunto principal de la ciencia de la lógica; así, todo hombre que razona (en el sentido mencionado arriba) tiene necesariamente una ciencia rudimentaria de la lógica, buena o mala. El argot de las universidades medievales llamaba a esto su logica utens —una "lógica en posesión"—, en distinción a la logica docens, o la doctrina legítima que ha de aprenderse por estudio.

Una ciencia de la lógica completamente satisfactoria sería uno de los conocimientos más vitalmente importantes de todos los conocimientos posibles referentes a todas las cuestiones controvertidas y desconcertantes, tal como la del método apropiado de tratar los documentos históricos. Por desgracia, sin embargo, la ciencia aún permanece en ese estado de desarrollo en el que sus primeros principios están en disputa entre aquellos que han consagrado sus vidas enteras a elucidarlos. Es deseable averiguar las causas de este lamentable estado de cosas, a fin de que se pueda remediar. Algunas de ellas me parecen manifiestas. Podría mencionar, primero, el hecho de que la práctica debe preceder en cierta medida a la teoría. ¿Podría uno, por ejemplo, esperar una buena lógica del razonamiento científico en la Edad Media, cuando nadie se ocupaba de practicar el razonamiento científico? Muy bien, es sólo a partir de Weierstrass, fallecido hace apenas unos años, que incluso los matemáticos han hecho esfuerzos para razonar con precisión; y en tanto que ni siquiera los pensadores más exactos, como ciertamente y por mucho lo son los matemáticos, no se veían en la dificultad de razonar con precisión ¿cómo podría esperarse que surgiera y creciera una ciencia exacta de la lógica? En segundo lugar, un hombre no puede cultivar una ciencia puramente teorética a menos que sea rico o se halle en una posición en la cual recibirá comida y atavío a cambio del tiempo que consuma en ese empeño. No importa cuán devoto pueda ser a ese estudio, descubrirá —como lo sé yo, para mi desventaja— que los obstáculos materiales son casi insuperables, especialmente cuando casi todo hombre en este planeta tiene la presunción de ser el único individuo que nunca razona mal. Ahora, las cátedras de lógica han sido usualmente llenadas desde los seminarios teológicos —y no diré que desde sus posos. Como sea, los escritores sobre lógica principalmente respiran la atmósfera del seminario, donde la idea de y el sentimiento por la verdad se hallan en un estado retrógrado de desarrollo. No se requiere de un gran discernimiento para ver, por ejemplo, que la obra del gran lógico matemático Boole padeció por sus nociones teológicas. Las dos causas que he mencionado han sido demasiado reales e influyentes; sin embargo, han sido débiles en comparación con una tercera.

Si preguntamos por qué la vasta inteligencia de Aristóteles fracasó tan completamente en física como lo hizo, en comparación con sus éxitos en todos los demás ámbitos de su actividad, sus libros de física están ante nosotros para mostrarnos muy claramente la razón: fue que compartió con casi todos los griegos la opinión de que la física era una ciencia en la que era peculiarmente deseable adoptar perspectivas amplias y no descender a las minucias. Que este era el secreto del asunto se demuestra por el hecho de que los pocos griegos que no estuvieron inoculados con esta noción —Arquímedes, Eratóstenes, Hiparco, Posidonio y Ptolomeo— tuvieron gran éxito en las investigaciones físicas. Galileo y los otros fundadores de la física moderna, aunque su objetivo era elevarse hasta las leyes generales tan rápidamente como pudieran, siempre basaron sus conclusiones en la observación y el razonamiento minuciosos. El obispo Berkeley intentó ser sarcástico cuando llamó a los miembros de la Royal Society "filósofos minuciosos" (minute philosophers); pero ellos, por su lado, estaban plenamente contentos con la designación. Ahora, la opinión que los griegos tenían de la física es precisamente la opinión general de los modernos sobre la lógica. Para mí es muy asombroso encontrar incluso científicos, y hasta físicos, cuyos razonamientos son de lo más exacto y minucioso en sus propios ámbitos, que no sólo razonan vagamente sobre lógica, sino que se hallan evidentemente impresionados con la idea de que el razonamiento vago y general es meritorio en lógica. Esta, en mi opinión, es la razón principal de que la gran masa de lo que ha sido escrito sobre la materia en tiempos modernos carece tanto de valor como la física de Aristóteles. La lógica de los teólogos medievales, estrecha como era, es en todo caso más sólida hasta donde llega que el volumen de la espuma que el siglo XIX ha condenado al estudiante a atravesar. De los libros ingleses puedo reconocer que, si bien carecen de agudeza científica, al menos están marcados por el buen sentido y gusto literario; pero los de Alemania no tienen ninguno de los tres méritos. Si los modernos estuviesen de acuerdo mutuamente, parecería sin duda presuntuoso de mi parte formular tal juicio; pero ya que hay unas doce escuelas y los partidarios de cada una declaran que todos los otros se han equivocado completamente, acepto con fe implícita su declaración autorizada sobre el único punto en el que todos ellos acuerdan unánimemente —el del poco valor de cualquiera de ellos que puede mencionarse.

Mientras tanto ha habido, desde la aurora de la ciencia moderna, algunos pocos individuos que han creído en investigar la lógica con minuciosidad y exactitud. En el pasado fueron, por ejemplo, Pascal (1623-62), Nicolas Bernoulli (1687-1759), Euler (1707-83), Ploucquet (1716-90), Lambert (1728-77), La Place (1749-1827), De Morgan (1806-71), Boole (1815-64); y unos pocos hombres en diferentes países aún continúan, bajo todos los desánimos posibles, los mismos métodos de estudio. Pocos como han sido, han logrado algunos avances, entre los cuales puede mencionarse el origen y el desarrollo de la teoría de probabilidades (que se usa continuamente hoy en las ciencias exactas y en el negocio de las aseguradoras), la lógica de relativos (que ha arrojado una nueva luz sobre todas las partes de la lógica) y la teoría exacta del razonamiento inductivo, una forma de inferencia previamente desconocida llamada silogismo de la cantidad transpuesta, la teoría de la inferencia Fermatiana, un análisis de la lógica del número, la multitud infinita y la continuidad, pasos considerables en geometría tópica (la cual subyace a la geometría proyectiva como ésta, a su vez, subyace a la geometría métrica), contribuciones a muchas ramas de las matemáticas puras, sistemas para representar en formas intuitivas las relaciones entre premisas y conclusiones, y otras cosas de similar naturaleza.

La franqueza me compele a admitir que la gran mayoría de los profesores universitarios de lógica desdeñan todo esto aún más enérgicamente de lo que se desdeñan unos a otros; y mientras persista este estado de cosas —como lo hará por otra generación— no puede aseverarse que se hayan establecido los principios de la lógica exacta y minuciosa. No obstante, podría quizá resultar que las opiniones de un hombre que ha dedicado años al estudio arduo y minucioso de los principios sobre los cuales el testimonio histórico debe ser juzgado no están, después de todo, mucho más alejadas de la verdad del asunto que las resultantes de ociosas reflexiones ocasionales y razonamientos vagos; y desde esa perspectiva el lector puede considerarlas dignas de atención, así sea meramente como asunto de curiosidad. Las pruebas de sus alegatos, que el lógico exacto estaría bien preparado para aducir, deben aquí suprimirse porque se las podría encontrar demasiado matemáticas y fatigosas para el lector. Algunas pocas consideraciones muy secundarias pueden mencionarse aquí. Tras este prefacio y reconocimiento no se me puede entender mal al expresar positivamente aquellas posiciones respecto a las cuales asumo la responsabilidad de decir que el examen crítico me ha hecho confiar en que están destinadas a la aceptación general, con el tiempo.

En tiempos antiguos la mayoría de los filósofos solía declarar que el material de nuestro conocimiento es en parte un regalo de nuestros sentidos y en parte del ojo de la razón. Otros dijeron que proviene exclusivamente de los sentidos, y unos pocos, que el conocimiento verdadero sólo proviene de un poder innato de conocer. Hoy parece que la primera opinión es incorrecta y las otras dos correctas en diferentes sentidos. Se verá más abajo en qué sentido todo conocimiento es el desarrollo de un poder interior de conocer. Que todo nuestro conocimiento se funda en la observación es verdadero en este sentido; que todo depende de la observación es verdadero en este sentido: que todo depende de perceptos (percepts), es decir, conocimiento directo de las cosas percibidas, y que la crítica lógica no puede ir detrás de los perceptos. Los psicólogos nos prueban que los perceptos son ellos mismos productos de operaciones mentales y muy diferentes de las primeras impresiones del sentido. Pero esas operaciones están más allá de nuestro control y sólo pueden ser criticadas en el sentido en que el funcionamiento óptico del ojo puede ser criticado. Para los propósitos de la lógica, entonces, los perceptos son los primeros datos del conocimiento.

Ahora, nuestros perceptos y observaciones directas se relacionan exclusivamente con las circunstancias que casualmente existieron cuando fueron hechas, y no con ninguna ocasión futura en la que podríamos dudar sobre cómo actuar. En consecuencia, los hechos observados, en sí mismos, no contienen conocimiento práctico alguno; y a fin de obtener tal conocimiento se deben hacer añadidos a los datos de la percepción. Cualquier proposición agregada a los perceptos, tendiente a hacer que tales datos iluminen otras circunstancias distintas a aquellas bajo las cuales fueron observadas, puede llamarse hipótesis. Por ejemplo, es una hipótesis que trece de los presentes Estados Unidos fueron anteriormente colonias de Gran Bretaña. Porque [esto] no puede ser directamente observado. Todo lo que podemos observar es que se afirma así en los libros y en la tradición, y que dicha afirmación se apoya en algunos monumentos de diversas clases.

Comencemos, pues, examinando los principios sobre los cuales se debería tratar a las hipótesis en general; después de esto podemos inquirir hasta qué punto hay algo peculiar sobre las hipótesis de la historia que demande un tratamiento diferente, y llegar así a la consideración del famoso argumento de Hume.

Ahora, en una investigación acerca de una hipótesis en general hay que reconocer tres etapas claras, estando tales etapas gobernadas por principios lógicos enteramente diferentes. La primera etapa consiste en la invención, selección y consideración de la hipótesis. A esto lo llamo abducción. La segunda etapa consiste en la aplicación a la hipótesis de hechos que, simplemente como hechos —sin importar cómo llegaron a presentarse a sí mismos—, tienden a fortalecer o debilitar la hipótesis. Llamo a esto la deducción. La tercera etapa consiste principalmente en basar predicciones en la hipótesis, probar esas predicciones mediante el experimento y, en tanto que sean exitosas, conceder a la hipótesis una cierta medida de creencia. Cuando hablo de "predicciones" me refiero a predicciones hipotéticas, pues en tanto no nos hallamos aún satisfechos con la verdad de la hipótesis no debemos enunciar rotundamente las predicciones basadas en ella. A esto lo llamo la inducción. Difiere de la deducción en esto: en que si los resultados de los experimentos no se hubieran predecido al menos virtualmente, no tendrían la misma fuerza probativa, quizá ninguna en absoluto. Hablando más generalmente, la fuerza de esta tercera clase de razonamiento depende esencialmente, en parte, del hecho de que el experimentador ha seguido una cierta línea de conducta. Ahora, deductivamente no podría afectar de ninguna manera a un argumento sobre un hecho externo de que el argumentador ha elegido comportarse de una manera en lugar de otra. Esto sí afecta a la inducción, porque ésta se relaciona con el curso usual de la experiencia, y la conducta del experimentador ha sido tal como para proporcionarle un ejemplo adecuado del curso de la experiencia. Por ejemplo, cuando Mendeléiev publicó la ley periódica de las propiedades de los elementos químicos predijo las propiedades principales —y algunas de ellas eran bastante extrañas— de tres elementos desconocidos, el galio, el escandio y el germanio, los cuales fueron efectivamente descubiertos poco después. Estas predicciones notablemente exitosas indujeron correctamente a todos los químicos a creer en la ley. Pero si se hubiera averiguado más tarde que Mendeléiev había tenido un conocimiento secreto de esos elementos, y los había adaptado furtivamente a su ley de propiedades, esta ley habría sido revertida al estado de una teoría ingeniosa pero no verificada. No necesito decir, espero, que de hecho ningún truco semejante fue realizado por el gran descubridor. Un hombre puede ajustar una teoría a hechos que conoce; pero si la misma teoría se pliega a hechos que no conoce, sólo la naturaleza, no él, puede haber logrado la conformación.

El servicio preciso que presta la inducción, en todo caso, es mostrarnos el valor que toma una cantidad en el curso presente promedio de la experiencia. Hace esto, y nada más. No nos proporciona ninguna generalización ni idea nueva de ninguna clase. Es verdad que la cantidad para cuya evaluación apelamos a la inducción puede ser la razón de ocurrencias en la cual se verifica una ley hipotética de la naturaleza, y la respuesta de la inducción puede ser que siempre es verificada —o más bien, estrictamente hablando, aproximadamente siempre, porque ningún valor averiguado por inducción puede asumirse como algo más que una aproximación. En tal caso, hay un sentido en el que puede decirse que la inducción nos proporciona una generalización. Sin embargo, la posibilidad de que la ley pudiera verificarse siempre estuvo virtualmente latente en la cuestión "¿con qué frecuencia se verifica?", que es la cuestión que ponemos a prueba; y la inducción sólo nos ha asegurado la realidad de aquello que tratamos virtualmente como posible.

Antes de abandonar el tema de la inducción será bueno señalar que las inducciones se separan en dos clases, las cuales se distinguen por sus muy diferentes grados de definición y confiabilidad. Toda inducción es razonamiento a partir de una muestra, siendo la conclusión que la clase entera, como se presenta a sí misma en la experiencia, será similar a la muestra extraída de ella bajo condiciones tan cercanamente similares a las del curso ordinario de la experiencia como podamos. Ahora, los dos casos son aquellos en los cuales la muestra consiste de unidades que pueden ser contadas o medidas (y la medida es tan sólo un mecanismo para hacer aplicable la numeración) y aquellas en las que nada parecido es posible. Poner a prueba la ley periódica sería una inducción de la primera clase, porque el asunto podría ser controlado numéricamente. Pero supongamos que, mientras viajo en un ferrocarril, alguien llama mi atención sobre un hombre cercano y me pregunta si acaso, de algún modo, se trata de un sacerdote católico. A partir de ahí empiezo a repasar en mi mente las características observables de los sacerdotes católicos ordinarios, a fin de ver qué proporción de ellas exhibe este hombre. Las características no son susceptibles de ser contadas o medidas, y su significado relativo en referencia a la cuestión planteada sólo puede ser estimado vagamente. En efecto, la cuestión en sí misma no admite una respuesta precisa. No obstante, si el estilo de la vestimenta del hombre —botas, pantalones, abrigo y sombrero— es tal como suele verse en la mayoría de los sacerdotes católicos americanos; si sus movimientos son como los que caracterizan a dichos sacerdotes —delatando un similar estado de nervios— y si la expresión de su semblante —que resulta de una cierta disciplina prolongada— es también característica de un sacerdote, mientras que hay una sola circunstancia muy improbable en un sacerdote romano —como usar un emblema masónico—, puedo decir que no es un sacerdote, pero que lo ha sido o que ha estado cerca de convertirse en un sacerdote católico. A esta clase de inducción vaga la denomino inducción abductoria.

Consideremos brevemente la deducción. Si hubiera resultado que las propiedades del galio, el escandio y el germanio estaban en conflicto insalvable con la ley propuesta por Mendeléiev, ese hecho hubiera refutado la teoría de inmediato. Tampoco la circunstancia de que él hubiera efectivamente predecido otros caracteres hubiera hecho la refutación más o menos completa. Los hechos en sí mismos, aparte de toda predicción u otra circunstancia de la conducta de Mendeléiev al atender a su descubrimiento, habrían decidido la cuestión. Eso, entonces, hubiera sido una inferencia deductiva, aunque una deducción que ocurre como un incidente o ruptura de una investigación inductiva. Frecuentemente, sin embargo, el razonamiento deductivo no es concluyente. Supongamos así que la cuestión es si una persona que me escribe cree o no en la infalibilidad del papa. Si averiguo, no importa cómo, que dicha persona cree en las oraciones por los muertos, en la confesión, en el celibato del clero, y en el sacramento del matrimonio, estas circunstancias no cerrarán absolutamente la indagación, ya que podría tratarse de un "Católico Viejo"; pero sí harán su creencia en la infalibilidad del papa extremadamente probable. O bien, si averiguo que el hombre en cuestión es un violento partisano en política y otras direcciones, y más aún, que ha dado dinero a una institución católica, puedo argüir justamente que es improbable que un hombre de ése carácter haría tal cosa si no abrazara plenamente el catolicismo. Mas esto no excluiría el que fuera deseable probar la hipótesis. De nuevo, si averiguo que el hombre en cuestión es uno en un trío de hermanos casi indistinguibles física y mentalmente, y que los otros dos aceptan la infalibilidad del papa, esa sería una razón fuerte, aunque no concluyente, para pensar que el tercer hermano comparte la misma opinión. Esto, a su vez, sería fortalecido en una cuarta manera si me entero de que los hermanos criados juntos, aunque muy frecuentemente difieren en cuanto a política y otros temas, son, en su mayor parte, o todos protestantes o todos católicos. Todos esos modos de razonar son deductivos, ya que se apoyan exclusivamente en hechos objetivos y no, en absoluto, en el hecho de que el razonador ha seguido alguna línea particular de conducta, como predecir la consecuencia de una hipótesis o extraer una muestra al azar.

Debo ya una disculpa a mi lector por forzarlo a digerir todo esto tan rápidamente; y ahora el tercer plato, la abducción, tiene que ser despachado aún con mayor prisa. La abducción es una ensalada singular cuyos ingredientes principales son su falta de fundamento, su ubicuidad y su confiabilidad. Veremos la clase de mezcla que hacen, y entonces habrá terminado este fugaz bocado de viajero.

La abducción es esa clase de operación que sugiere un enunciado de ningún modo contenido en los datos de donde brota. Hay un nombre más familiar para ella que abducción, y es nada más y nada menos que conjetura (guessing). Un objeto dado presenta una extraordinaria combinación de caracteres, de los que deberíamos tener una explicación. Que tengan una explicación es una pura suposición; y si la hay, es algún hecho oculto lo que los explica; mientras que hay, acaso, un millón de otras formas posibles de explicarlos, si todas ellas no fueran, desafortunadamente, falsas. Se encuentra a un hombre apuñalado en la espalda en las calles de Nueva York. El jefe de policía podría abrir un directorio y poner su dedo en cualquier nombre y conjeturar que ése es el nombre del asesino. ¿Cuán valiosa podría ser esa conjetura? Pero el número de los nombres en el directorio no se aproxima a la multitud de posibles leyes de atracción que hubieran explicado las leyes keplerianas del movimiento planetario, y que, anticipándose a la verificación mediante predicaciones de perturbaciones, etc., las hubieran explicado perfectamente. Newton, se dirá, asumió que la ley sería simple. Pero, ¿qué fue eso sino apilar conjetura sobre conjetura? En la naturaleza seguramente son más vastos los fenómenos complejos que los simples. Por su misma definición, la abducción conduce a una hipótesis que es enteramente ajena a los datos. Aseverar la verdad de su conclusión de manera tan dudosa sería demasiado. No hay garantía para hacer algo más que ponerla en forma interrogativa. Esto parecería inocente, mas si la interrogación significa algo, ese algo es que ha de probarse. Ahora, probar por experimento es un asunto muy caro, dado que implica un gran dispendio de dinero, tiempo y energía; de este modo, sólo pueden probarse comparativamente pocas hipótesis. Así, incluso la admisión de una conclusión abductiva al rango de interrogación activa es una concesión con la que no se puede concordar a la ligera.

Cualquier novato en lógica podría bien sorprenderse de que yo me refiera a la conjetura como inferencia. Es igualmente fácil definir la inferencia de manera que la abducción sea incluida o excluida. Pero todos los objetos de estudio lógico tienen que ser clasificados; y se ha encontrado que no hay ninguna buena clase en la que poner la abducción salvo la de las inferencias. Muchos lógicos, sin embargo, la dejan sin clasificar, como una suerte de supernumerario lógico, como si su importancia fuera demasiado pequeña para concederle algún sitio regular. Evidentemente olvidan que ni la deducción ni la inducción pueden agregar nunca lo más mínimo a los datos de la percepción; y, como hemos visto ya, los meros perceptos no constituyen ningún conocimiento aplicable a ningún uso práctico o teórico. Todo lo que hace al conocimiento aplicable nos viene viâ abducción. Mirando a través de mi ventana en esta encantadora mañana de primavera veo una azalea en floración. ¡No, no! No veo eso; aunque tal es la única manera en la que puedo describir lo que veo. Eso es una proposición, una frase, un hecho; pero lo que percibo no es una proposición, frase, o hecho, sino sólo una imagen, que hago inteligible en parte mediante un enunciado de hecho. Ese es un enunciado abstracto, pero lo que veo es concreto. Realizo una abducción cuando hago tanto como expresar en una frase cualquier cosa que veo. La verdad es que la fábrica total de nuestro conocimiento es un fieltro enmarañado de puras hipótesis confirmadas y refinadas por inducción. No se puede lograr ni el más pequeño avance en el conocimiento más allá de la etapa de la mirada perdida sin efectuar una abducción a cada paso.

Cuando un pollo emerge por primera vez del cascarón no ensaya cincuenta formas aleatorias de apaciguar su hambre, sino que en cinco minutos está recogiendo alimento, escogiendo mientras pica y picando lo que se propone picar. Eso no es razonamiento porque (no se hace deliberadamente, sino en todos los aspectos, excepto ése) es justo como la inferencia abductiva. En el hombre, dos amplios instintos comunes a todos los animales, el instinto de obtener comida y el instinto de reproducción, son desarrollados hasta algún grado de penetración racional en la naturaleza. Los instintos conectados con la obtención de comida requieren que todo animal tenga algunas ideas justas de la acción de las fuerzas mecánicas. En el hombre, ésas ideas llegan a ser abstractas y generales. Arquímedes y Galileo hacen conjeturas correctas sobre mecánica casi de inmediato. Sólo unas cuantas de sus nociones tienen que ser rechazadas, porque ellos saben cómo adivinar por etapas y en una secuencia ordenada. A partir de sus conjeturas, corregidas por la inducción y la deducción, se ha construido la ciencia de la dinámica. Guiados por las ideas de la dinámica, los físicos han adivinado la constitución de los gases, la naturaleza del calor y el sonido, y el experimento sólo ha corregido errores y medido cantidades. Por procesos análogos, sugiriendo una ciencia ideas a otra, el entero lado físico de nuestro conocimiento teorético ha crecido desde la semilla original de los instintos alimentarios.

Los instintos conectados a la reproducción requieren que todo animal tenga algún tacto y juicio sobre cómo se sentirá y actuará otro animal bajo circunstancias diferentes. Ésas ideas asimismo toman una forma más abstracta en el hombre, y nos capacitan para efectuar exitosamente nuestras hipótesis iniciales sobre el lado psíquico de la ciencia —en estudios tales como, por ejemplo, la psicología, la lingüística, la etnología, la historia, la economía, etc.

Evidentemente, a menos que el hombre haya tenido alguna luz interior tendiente a hacer sus conjeturas sobre estas materias mucho más a menudo verdaderas de lo que lo serían por mero azar, la raza humana habría sido extirpada hace mucho por su completa incapacidad en la lucha por la existencia, o si alguna protección la hubiera mantenido en multiplicación continua, el tiempo de la época terciaria a la nuestra habría sido de todo punto demasiado breve para esperar que la raza humana pudiera haber realizado ya su primera adivinanza feliz en cualquier ciencia. La mente del hombre ha sido formada bajo la acción de las leyes de la naturaleza, y por tanto no es muy sorprendente descubrir que su constitución es tal que, cuando podemos deshacernos de caprichos, idiosincrasias y otras perturbaciones, sus pensamientos muestran naturalmente una tendencia a concordar con las leyes de la naturaleza.

Pero una cosa es decir que la mente humana tiene un giro magnético suficiente hacia la verdad para ocasionar las conjeturas correctas a realizar en el curso de los siglos durante los cuales un centenar de buenos adivinadores han estado incesantemente ocupados en el empeño de hacer tal conjetura, y otra cosa muy diferente decir que la primera conjetura que casualmente poseen Tom, Dick o Harry tiene alguna mayor probabilidad apreciable de ser verdadera que falsa.

Es necesario recordar que entre las multitudes que han cubierto el globo, no ha habido más de tres individuos —Arquímedes, Galileo y Thomas Young— cuyas conjeturas mecánicas y físicas fueran en su mayor parte correctas en la primera instancia.

Es necesario recordar que ni siquiera aquellas inteligencias sin paralelo habrían ciertamente adivinado bien si no hubieran poseído un gran arte de subdividir sus conjeturas para dar a cada una casi el carácter de auto evidencia. Así, la prueba por Arquímedes de las propiedades de la palanca, que constituye el fundamento de la ciencia entera de la mecánica, está compuesta de una serie de abducciones o conjeturas. Pero veamos el carácter de esas adivinanzas. [Arquímedes] comienza diciendo que pesos iguales colgando libremente de las extremidades de una balanza de brazos iguales estarán en equilibrio. Ése era un asunto de conocimiento familiar, al menos cuando los dos pesos eran suspendidos a distancias iguales de la balanza. Pero Arquímedes adivinó que la longitud del hilo de suspensión no haría diferencia, como no fuera por su propio peso. No está registrado que él se asegurara de la verdad de esto por experimento, antes de proceder más allá. Debemos esperar que lo hiciera, pues la lógica lo requiere. A continuación supuso que en tanto la suspensión fuera libremente flexible, no haría diferencia cómo distribuyera el peso en cada platillo, apilándolo por ejemplo en una columna en medio del platillo, o dividiéndolo en dos partes iguales y equidistantes del centro. Sin duda, Arquímedes habría ensayado ese experimento, pero el estilo clásico de escribir prohibía la afirmación de todos esos pasos intermedios del proceso de pensamiento. Se seguía, entonces, de la verificación que presumiblemente fue realizada, que si cualesquiera pesos asumidos como unidades colgaran mediante hilos sencillos desde las extremidades de una balanza de brazos iguales, estarían en equilibrio aunque uno de los hilos fuera indefinidamente corto; y más aún, que el peso colgante de este hilo corto podía ser dividido en tres partes, de las cuales una, reducida hasta cero cuanto fuera posible, formaba una línea de equilibrio de la misma longitud que la original, mientras que las otras dos eran iguales y pendían de las extremidades de los brazos iguales de esta segunda balanza. Pero esto traería a una de ellas directamente debajo del punto de suspensión de la primera línea, mientras que la otra distaría de ese punto dos veces la longitud del brazo de la primera línea. Sin embargo, el todo debe estar en equilibrio. A continuación Arquímedes supuso que si cualquier aparato articulado estaba en equilibrio, de modo que no hubiera movimiento en ninguna articulación, no sería sacado del equilibrio aunque dicha articulación se atascara. Esta era una suposición altamente racional, pero ciertamente requería de verificación experimental. Probablemente Arquímedes debió de haber ejecutado tal experimento en la práctica, ya que la balanza portátil de acero romana difícilmente habría dejado de hallarse más o menos en uso en Sicilia —donde él vivía—, y ésta le habría proporcionado los medios para someter su conjetura a una prueba fácil. Habiendo sido hallada correcta tal suposición, se seguía que si una balanza tenía un brazo dos veces más largo que el otro, pero estaba construida de modo que se equilibrara por sí misma; y si del extremo corto de esta balanza se suspendía cualquier peso, y la mitad de ese peso del extremo largo, mientras que un segundo medio peso se colgaba del punto de soporte de la balanza, el todo estaba en equilibrio. Finalmente, Arquímedes supuso que un peso colgado del punto de soporte de la balanza no afectaría su equilibrio. Habiéndose verificado esto, todo el resto de su razonamiento fue puramente deductivo y no necesitamos detenernos en él ahora. Tal es la clase de suposiciones en las que un intelecto poderoso puede confiar para realizar sobre la naturaleza, siempre que no vaya más allá de un solo paso, sin aplicar la prueba del experimento. (Por cierto, aquellos que dudan si el conjeturar es una inferencia ¿estarían dispuestos a decir que Arquímedes no razonó?).

Cuando Galileo, casi el par intelectual de Arquímedes, tuvo que adivinar en qué proporción se incrementaría la velocidad de un cuerpo en caída durante su trayecto, adivinó mal al principio; y Kepler, un desvelador de fenómenos tan extraordinario como jamás ha habido, realizó muchas falsas hipótesis que tuvo que corregir en el curso de su gran obra sobre Marte.

Claramente, pues, nuestra única expectativa segura será que cualquier suposición que podamos adoptar provisionalmente probará sólo la primera de una serie total de suposiciones, las cuales tendrán que ser examinadas y rechazadas. A menos que una hipótesis esté apoyada por algunas evidencias deductivas, la probabilidad de que sea la última que debamos ensayar es casi tan valiosa de considerar como la probabilidad de que el presente año sea el último del lector en la Tierra. Es decir, se trata de una cosa a considerar como posible y dotada de lo necesario para serlo, pero una cosa sobre la que sería totalmente necio construir.

Incluso si una hipótesis es apoyada deductivamente, a menos que el argumento deductivo equivalga casi a una prueba concluyente, uno debería ser excesivamente cauteloso para permitirle influenciar al procedimiento abductivo. Se pueden mencionar tres razones para esto. La primera es que la probabilidad es o bien un hecho objetivo estadístico, tal como aquellos que orientan a las compañías aseguradoras —en cuyo caso se vuelve de gran valor siempre y cuando uno tenga un número enorme de casos estrechamente análogos con los que tratar, pero de otra manera carece de valor o significado—, o bien es meramente un parecer subjetivo (subjective likelihood), o sea, una mera expresión de nuestras ideas preconcebidas, que son la gran fuente de decepciones en la formación de hipótesis. La segunda razón es que el argumento deductivo recibirá debida consideración en una etapa posterior de la investigación, en donde surgirá naturalmente, mientras que considerarlo muy pronto ocasiona inevitablemente un procedimiento desordenado muy desfavorable a la suposición acertada. La tercera razón es que en vista de la ausencia de toda fuerza probativa en la operación de suponer, la consideración gobernante al tratar con ella debería ser la de la economía, especialmente cuando se considera el serio costo de la inducción.

La primera cosa que prescribe la economía es que toda adivinanza sea fragmentada en sus elementos y tomada gradualmente. Por ejemplo, suponer que un fenómeno, en tanto se lo conoce, puede ser explicado por una hipótesis cualquiera en un millón. Probar cada una de éstas en su integridad requeriría probablemente 500.000 investigaciones experimentales —suficientes para inundar a un imperio. Pero si se las puede fragmentar de modo que un cierto enunciado hipotético capaz de prueba experimental esté de acuerdo con 500.000 de ellas, y en conflicto con las otras 500,000, entonces una inducción reducirá el número de hipótesis admisibles por la mitad. Bastará repetir este procedimiento diecinueve veces más para reducir la hipótesis a una sola. Es decir, este método costará sólo 1/25,000 lo que el otro.

Existe todo un código sistemático de máximas de economía que deberían ser metódicamente aplicadas en cada operación abductiva. Pero nuestra consideración general del asunto debe aquí tocar a su fin. En el siguiente capítulo veremos cómo esos principios de la lógica minuciosa habrán de aplicarse al tratar con documentos históricos.



Fin de: "El tratamiento apropiado de las hipótesis (Capítulo preliminar para un examen del argumento de Hume contra los milagros, en su Lógica y en su Historia)", Charles S. Peirce (1901). Fuente textual en Carolyn Eisele (ed.), Historical Perspective’s on Peirce’s Logic of Science. A History of Science, Mouton Publishers, Berlin/New York/Amsterdam, 1985, Vol. 2, pp. 890-904.

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Fecha del documento: 9 de agosto 2009
Ultima actualización: 9 de agosto 2009

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