LOS IDEALES DE LA VIDA
(DISCURSOS A LOS MAESTROS SOBRE PSICOLOGÍA PEDAGÓGICA)


William James (1899)

Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904)









SEGUNDA PARTE

DISCURSOS A LOS MAESTROS SOBRE PSICOLOGÍA PEDAGÓGICA


I
LA PSICOLOGÍA Y EL ARTE DE ENSEÑAR



En la actividad difusa de la vida americana y en la agitación de los intereses ideales que el que vive con los ojos abiertos puede notar por todos lados, no existe quizás un fenómeno más preñado de promesas que la fermentación que de unos doce años a esta parte se ha venido manifestando entre los que se dedican a la enseñanza. En cualquier esfera del profesorado en que se ejerza su actividad, puede verse la llama de una verdadera pasión por todas las cuestiones más elevadas que con su profesión se relacionan. La renovación de las naciones se inicia siempre en las capas superiores, entre los que piensan, y lentamente se difunde hacia abajo. Ahora puede decirse que los maestros de este país tienen sus destinos en la mano. La pertinacia con que actualmente procuran fortificar e iluminar su mente es un indicio de la probabilidad que la nación tiene de progresar en todas las direcciones del ideal. La organización extensa de la educación que existe en los Estados Unidos es quizá, en conjunto, la mejor que existe.

Los sistemas de las escuelas del Estado ofrecen tal variedad y tal flexibilidad, una oportunidad de experimentar y una finura de comparación, que es imposible hallarlas en otra parte alguna en tan grande escala. La independencia de tantos Liceo y de tantas Universidades; los cambios de estudiantes y profesores; sus emulaciones y su excelente relación orgánica con las escuelas inferiores; las tradiciones de instrucción que existen, fruto de la evolución del antiguo sistema americano del recitado (merced a las cuales se evita, por una parte, el simple sistema de las lecciones, que prevalece en Alemania y en Escocia, el cual considera demasiado poco al individuo que estudia, y por otra parte no llega al sacrificio del profesor al alumno en que tan fácilmente se puede caer con el sistema tutelar de los ingleses) —todas estas cosas (dejando a un lado lo de la coeducación de los dos sexos, en cuyos beneficios muchos de nosotros creemos firmemente) —todas estas cosas, digo, son las más felices notas de nuestra vida escolar y de ellas podemos deducir los más lisonjeros auspicios.

Teniendo una organización tan favorable, lo que ahora interesa es impregnarla de genialidad, convertirnos en hombre y mujeres excelentes que se dediquen a esa tarea con entusiasmo siempre creciente; y así, dentro de una o dos generaciones, la América estará a la cabeza de todas las naciones del mundo, en el campo educativo. Debo añadir que dirijo con la mayor confianza la mirada hacia el día feliz en que todo esto será un hecho.

En los círculos pedagógicos, ninguno de nuestros psicólogos ha sabido aprovechar esta fermentación. El deseo, por parte de los maestros de las escuelas, de una instrucción profesional más completa, y su aspiración a crear el "espíritu profesional" por medio de un perfeccionamiento cada vez mayor de su obra, les han impulsado cada vez más a dirigirse a nosotros para iluminar los principios fundamentales de su ciencia. Y estoy seguro de que en estas pocas horas que debemos pasar juntos, esperáis obtener de mí nociones sobre las operaciones mentales que os permitan trabajar con más facilidad y eficacia en las diversas escuelas en que ejercéis vuestra misión.

Lejos de mí el negar que sean justificadas estas esperanzas. La Psicología debe, sin duda alguna, dar a la enseñanza un auxilio radical, pero os confieso que sabedor como soy de la alteza de vuestras aspiraciones, me atormenta un poco el pensar que al final de estas conferencias alguno de vosotros se sienta un poco desilusionado ante la simplicidad de los resultados. Temo que os hayáis forjado ilusiones exageradas, lo cual no me asombra, pues en este país la Psicología ha tenido un periodo de extraordinario predicamento, durante el cual se han fundado cátedras, laboratorios y revistas, y los directores de diarios y de revistas se han visto precisados a darse aires de estar a la altura de la novedad del día, algunos profesores han cooperado y no han faltado editores que también lo hicieran. La nueva "Psicología" ha llegado a ser así una palabra evocadora de ideas portentosas, y vosotros, maestros, dóciles y maleables, llenos de aspiraciones, habéis sido arrojados a nuestra ciencia, en medio de una atmósfera de indeterminación que más ha servido para extraviaros que para iluminar vuestros pasos. En conjunto, parece como si una fatalidad de mixtificación se haya cernido durante cierto tiempo sobre los profesores de nuestros días. La sustancia de su profesión, bastante consiguiente, no es garantía de que seamos unos buenos maestros. Para obtener este último resultado debemos poseer completamente otras cualidades: tacto fácil e ingenuidad para saber qué cosas determinadas debemos hacer, qué palabras pronunciar cuando el niño está delante de nosotros. Esta ingenuidad respecto del niño, este tacto para resolver la situación concreta, con ser el alfa y la omega del arte de enseñar, son dotes para cuya consecución puede servir muy poco la Psicología.

La ciencia psicológica como cualquiera otra de Pedagogía general que se base en aquélla, tienen gran semejanza con la ciencia de la guerra. Una y otra tienen unos principios muy sencillos. En la guerra todo consiste en encerrar al enemigo en una posición en la cual los propios elementos naturales le impidan la huída si quiere apelar a ella; caerle entonces encima con un número mayor de hombres, en el momento en que os suponga más lejos de aquel sitio; y así, exponiendo lo menos posible vuestras tropas, podréis matar a un buen número de contrarios y hacer prisioneros a los demás.

Lo mismo ocurre con el arte de enseñar: debéis despertar en vuestro discípulo tal interés respecto de lo que vais a enseñarle, que destierre de su atención todo otro objeto; entonces revelarle las cosas de un modo tan impresionante que las recuerde durante toda su vida; y, en fin, inspirarle una curiosidad ardiente de saber lo que vendrá después del tema que es objeto de la lección. Con tan sencillos principios, todo debiera ser victorias para los que poseen tan hermosas ciencias, así en el campo de batalla como en la escuela, si maestros y generales no debiesen contar con una cantidad incalculable como es la mente de su adversario. La mente de vuestro especial enemigo, el escolar, trabaja por su parte con tanta finura y constancia como la mente del caudillo del ejército enemigo de aquel que dirige el general sabio, hasta el punto de que es tan difícil para el maestro como para el general, indagar lo que piensan y desean, lo que saben y lo que no saben sus respectivos contrarios. En estos casos, ha de buscarse la ayuda en la adivinación y en la percepción, no en la Estrategia teórica, ni en la Pedagogía psicológica.

Sin embargo, aun cuando el uso de los principios psicológicos fuese negativo, no por eso dejaría de producir utilidad. En primer lugar para limitar el campo de las experiencias y de las tentativas, toda vez que como psicólogos sabemos desde luego que ciertos métodos nos conducirán al error. En segundo lugar, da mayor claridad y lucidez a nuestro campo de operaciones, pues en cuanto una vez adoptado un método observamos que la teoría y la práctica lo recomiendan de consuno, adquirimos mayor confianza en él. Sobre todo, el ver desde dos ángulos diferentes nuestro objeto, el obtener, por decirlo así, una vista estereoscópica del organismo lleno de vida que tenemos en frente, y, al mismo tiempo, manejarlo con todo el tacto y perspicacia de que somos capaces y podernos representar los interesantes elementos interiores de su máquina mental, hace fructífera nuestra independencia y aviva nuestro interés. Este conocimiento completo del escolar, a la vez intuitivo y analítico, debe ser ciertamente la aspiración de todo maestro.

Afortunadamente para vosotros profesores, los elementos del mecanismo mental pueden aprenderse rápidamente, y comprender con facilidad su mutua dependencia. Y como quiera que los elementos y los mecanismos más generales son precisamente la parte de la Psicología que el maestro estima más útil, resulta que la parte de esta ciencia que es indispensable a todos los profesores de enseñanza, no es necesariamente muy extensa. Todos los que amen este tema pueden avanzar en él tanto como les plazca, sin temor de volverse peores que los otros maestros, aun cuando corren el riesgo de una ligera pérdida de equilibrio, a causa de la tendencia que en todos nosotros se observa, de exagerar alguna parte especial del tema que estamos estudiando intensamente y de un modo abstracto. Para la mayoría de vosotros una mirada general, mientras que sea verdadera, es lo que basta; puede decirse que cabría en la palma de la mano.

Evitad especialmente la creencia de que como profesores de enseñanza tengáis el deber de contribuir a la ciencia de la Psicología, de hacer de un modo sistemático e intencionado observaciones psicológicas. Mucho me temo que algún entusiasta de los estudios sobre la infancia os haya llenado demasiado las orejas con este estribillo. Seguramente debéis continuar el estudio de los niños, porque esto aviva vuestro sentido de la vida infantil. Hay maestros que hallan espontáneamente un placer inmenso en llenar registros, anotando observaciones y recopilando estadísticas.

Ciertamente el estudio de los niños embellecerá su existencia, y aunque los resultados obtenidos parezcan en conjunto insignificantes, las anécdotas y las observaciones de que constarán, les darán un conocimiento bastante más íntimo de sus discípulos. Nuestros ojos y nuestros oídos se harán más pronto cargo de que existe un niño determinado, un proceso semejante a aquel cuya relación habíamos leído a propósito de otros niños, proceso que de otra suerte se hubiera borrado por completo. Pero, por el amor de Dios, dejad que el ejército de los maestros dé pasivamente sus lecciones, si así lo prefiere, y que se sienta en libertad de no contribuir a acumular el material psicológico. No se debe imponer semejante tarea como un mandato o como una regla a aquellos para quienes constituya una carga insoportable, a aquellos que no sientan vocación alguna en tal sentido. Jamás aplaudiré con bastante calor a mi colega el profesor Münsterberg cuando afirma que la actitud del maestro en frente del discípulo, es concreta y ética, y por lo tanto opuesta positivamente a la del observador psicólogo, que es abstracta y analítica. Si alguno de nosotros consigue concordar ambas actitudes, serán en mayor número aquellos que no puedan tenerlas reunidas.

Lo peor que se le puede ocurrir a un buen maestro es formar de sí mismo una mala opinión como profesor por el mero hecho de sentirse incapaz de cultivar la Psicología. Nuestros maestros están ya demasiado ocupados y el que a su abrumadora carga pretende añadir un pero innecesario, por pequeño que sea, es un enemigo de la educación. Una mala opinión de sí mismo, aumenta al peso de toda carga; y yo sé que el estudio psicológico de los niños ha suscitado una mala opinión de sí mismos a muchos pedagogos.

Me consideraría feliz si con estas palabras mías lograra disiparla, porque precisamente es uno de los frutos de la mixtificación que lamentaba al principio. El mejor enseñador puede ser el más insignificante coleccionista de materiales para el estudio de los niños, y el mejor coleccionista puede ser el más infeliz maestro. No hay hecho más evidente.

Con esto entiendo haber dicho lo bastante acerca de la actitud del profesor respecto del tema que vamos a tratar.



II
LA CORRIENTE DE LA CONCIENCIA



He dicho —hace poco— que todo lo que el maestro necesita conocer para sus fines se reduce a los elementos y a las relaciones más generales de la mente.

Ahora bien: el hecho inmediato que debe estudiar la Psicología, la ciencia de la mente, es también el hecho más general: este hecho es que en cada uno de nosotros durante la vigilia (y a veces hasta durante el sueño) se desenvuelve de continuo una conciencia de alguna especie. Existe una corriente, una sucesión de estados, de ondulaciones, de campos (llamadlo como queráis) de conocimiento, de sentimiento, de deseo, de deliberación, etc., etc., que constantemente pasa y repasa, constituyendo nuestra vida interior. La existencia de esta corriente es el hecho primitivo fundamental de nuestra ciencia, y su naturaleza y sus orígenes constituyen el problema esencial. Mientras clasificamos los estados o campos de la conciencia, fijamos sus diversas naturalezas y reseñamos sus hábitos de sucesión, permanecemos encerrados en el campo descriptivo y analítico. En cuanto tratamos de averiguar de dónde provienen o por qué son tales como son, entramos en el campo explicativo.

En estas conferencias prescindiré por completo de cuantos problemas se refieren a este segundo campo. Débese confesar francamente que no conocemos en modo alguno fundamentalmente de dónde provienen nuestros sucesivos estados de conciencia o la razón de que tengan la especial constitución interior que en ellos se revela. Ciertamente estos estados siguen o acompañan nuestros estados cerebrales, y naturalmente sus formas especiales son determinadas por nuestras experiencias precedentes y por nuestra educación. Pero si nos preguntamos cómo son determinados por el cerebro, no sentimos la más remota inclinación a contestar en un sentido o en otro; de modo que si nos preguntamos de qué manera la educación modela el cerebro, no podemos responder sino en los términos más abstractos, generales e hipotéticos. Por otra parte, si dijésemos que los estados de conciencia son debidos a cierto algo espiritual llamado Alma, que reacciona sobre nuestros estados cerebrales según su forma particular de energía espiritual, nos serviríamos, es cierto, de vocablos que nos son familiares, pero todos vosotros convendréis conmigo en que la explicación real que con ellos se consigue es bien mezquina. La verdad es que nosotros ignoramos la solución de los problemas que se encuentran en el campo explicativo. En vista de los fines que ahora me propongo, prescindiré completamente de ellos, limitándome a la simple descripción. A este estado de cosas me refería al afirmar, hace un momento, que no existe una "Nueva Psicología" que merezca en realidad este nombre.

Tenemos, pues, campos de conciencia; este es el primer hecho general. El segundo es que los campos concretos son siempre complexos. Contienen sensaciones de nuestros cuerpos y de los objetos que nos circundan, recuerdos de las experiencias pasadas, pensamientos de cosas distantes, sensaciones de satisfacción o de necesidad, deseos y aversiones, y otras condiciones emocionales, y esto con toda la variedad de combinaciones posibles e imaginables.

En la mayor parte de nuestros estados de conciencia concretos, simultáneamente reunidos en mayor o menor grado, pues oscila fuertemente la proporción relativa de su intervención. Un estado de conciencia determinado parecerá compuesto exclusivamente de recuerdos, etc. Pero alrededor de las sensaciones, si examinamos minuciosamente las cosas, se encontrará una orla de pensamiento o de voluntad, y alrededor del recuerdo algún borde o nimbo de emoción o de sensación. En la mayoría de nuestros estados de conciencia existe una esencia de sensación, un núcleo de sensación muy pronunciado. Vosotros, por ejemplo, aunque estéis ahora pensando y sintiendo, asumís a un tiempo por vuestros ojos numerosas sensaciones de mi rostro, de toda mi persona, y por vuestros oídos, sensaciones de mi voz. Tales sensaciones son el centro, el foco; los pensamientos y los sentimientos, el margen de vuestro campo consciente actual.

Por otra parte, cualquier objeto de pensamiento, cualquier imagen distante, puede llegar a ser el foco de vuestra atención mental, aun mientras yo os estoy hablando: en una palabra, vuestra mente puede vagar muy lejos de esta sala, y en tal caso las sensaciones de mi semblante y de mi voz, sin desaparecer en absoluto de vuestro campo consciente, pueden haber quedado reducidas a una posición marginal, muy insignificante y tenue. Del mismo modo, para presentaros otra variante, puede una sensación de vuestro propio cuerpo pasar desde un punto marginal a un punto focal, mientras os estoy hablando.

Las expresiones "objeto focal" y "objeto marginal" que tomo prestadas a Lloyd Morgan no necesitan ser explicadas.

La distinción que simbolizan es sumamente importante y son los primeros términos técnicos que habré de rogaros retengáis en la memoria.

En las mutaciones sucesivas de nuestros campos de conciencia, el segundo proceso en que cada uno de estos se disuelve al transformarse en otro, ofrécese algunas veces con infinitas gradaciones, y tiene a menudo todas las especies de coordinaciones interiores que aquellos campos contenían. Unas veces, el foco no se modifica casi nada, mientras los contornos los alteran rápidamente; otras, cambia el foco y los márgenes permanecen. Otras, aún, se modifican el foco y márgenes; cambiando de situación. Otras, quizás, se retiran de improviso produciendo una súbita alteración del campo en sus contornos y en su núcleo. Es difícil hacer una descripción estricta de estos cambios: todo lo que sabemos redúcese a que la mayor parte de esos campos puede clasificarse llamándoles a unos, estados de emoción; a otros, estados de perplejidad; a otros, estados sensitivos; a otros, estados de pensamiento abstracto, estados de voluntad, etc., etc.

Vaga y nebulosa como es una descripción semejante de la corriente de nuestra conciencia, tiene la ventaja de hallarse a cubierto de todo error fundamental y limpia de toda mezcla de conjeturas y de hipótesis. Una escuela psicológica muy influyente, para evitar la nebulosidad en los principios fundamentales, ha tratado de dar a las cosas una apariencia más exacta y más científica, haciendo un análisis más agudo. Los diversos campos de conciencia, según dicha escuela, resultan de un número limitado de estados mentales elementales, perfectamente definidos, asociados mecánicamente como un mosaico, o tal vez combinados químicamente. En opinión de los diversos pensadores —Spencer y Taine, por ejemplo, — estos estados se resuelven en muchas pequeñas partículas psíquicas elementales, o átomos de "polvo mental", del cual, dícese, están compuestos todos los estados mentales más inmediatamente conocidos. Locke dio a esta teoría una forma indeterminada bastante aceptable. Las simples "ideas" de la sensación y de la reflexión, como él las llamaba, eran para él la masa y la piedra de que estaba construida nuestra arquitectura mental. Si alguna vez debiese en lo sucesivo referirme a esta teoría, la indicaré con el nombre de teoría de las "ideas". Sin embargo, procuraré hacerlo lo menos posible, porque, verdadera o falsa, es de todos modos hipotética, y para los fines que a vosotros como profesores os interesan, la concepción infinitamente menos pretenciosa de la corriente de la conciencia con todas sus oleadas y todos sus campos en incesante mutación es más que suficiente. 1



III
EL NIÑO COMO ORGANISMO EDUCABLE



Prosiguiendo ahora la descripción de las particularidades de las corrientes de la conciencia, veré si es posible determinar sus funciones de un modo inteligible.

Desde luego, es cosa obvia que la conciencia tiene dos funciones: conduce al conocimiento, e impulsa a la acción.

¿Se puede decir cuál de estas dos funciones es la más esencial?

A este propósito, hace su aparición en escena una antigua e histórica divergencia de opiniones. La creencia popular se ha inclinado siempre a apreciar el valor de los procesos mentales de un hombre según el efecto que de los mismos se manifiesta en la vida práctica. Pero los filósofos se han encarnado más en una opinión diversa. "La suprema gloria del hombre —han dicho siempre— consiste en ser un ente racional y conocer, gracias a eso, la absoluta, eterna y universal verdad". Que aplique su inteligencia al cuidado de sus intereses prácticos es cosa perfectamente secundaria. "La vida teórica es la que principalmente incumbe a su alma". Nada puede conducirnos a resultados más diferentes respecto de nuestra conducta personal, que el adoptar uno u otro de estos dos puntos de vista, esto es, el profesar el ideal práctico o el teórico. Profesando éste último, resulta, no ya excusable, sino meritorio el abstraerse de las emociones y de las pasiones, el alejarse de las luchas de la vida humana. Adoptando el primero, al contrario, el hombre contemplativo apenas será considerado como un ente humano: una vez más las pasiones y los medios prácticos volverán a ser las glorias de nuestra raza, una victoria concreta sobre los poderes oscurantistas externos de la tierra tendrá el mismo valor todavía que una cantidad cualquiera de cultura espiritual pasiva, y la conducta vendrá a ser la medida y el sello de toda la educación digna de este nombre.

Es imposible desconocer el hecho de que en la Psicología de nuestros días, la atención ha pasado desde las funciones puramente racionales de la mente, donde Platón, Aristóteles y lo que puede llamarse toda la tradición filosófico-clásica la habían colocado, hasta al lado práctico por tanto tiempo desatendido y menospreciado. Débese principalmente este fenómeno a la teoría de la evolución. Si el hombre (alguna razón existe para creerlo), ha surgido por evolución de predecesores infrahumanos, es preciso reconocer que en estos la pura razón, admitiendo que existiese, debía ser rudimentaria, y que su mente, dado que tuviese algunas funciones, no pasaría de ser un órgano destinado a adaptar los movimientos a las impresiones del ambiente para sustraerse a las causas de su destrucción. La conciencia no hubiera sido otra cosa positivamente que una especie de perfección biológica inútil de todo punto si no hubiese servido para una aplicación práctica e inexplicable fuera de esta consideración.

En el fondo de nuestra propia naturaleza persisten, no disfrazados ni disminuidos, los fundamentos biológicos de nuestra conciencia.

Nuestras sensaciones existen para llamarnos la atención y para relacionarnos; nuestras memorias para corregirnos y para darnos valor; nuestros sentimientos para animarnos; nuestros pensamientos para contener nuestra conducta, de modo que por la acción combinada de todos estos elementos, podemos prosperar y pasar nuestros días sobre la tierra. Así es que todo cuanto relativo a nuestra visión ultraterrena metafísica, a nuestra percepción estética prácticamente inaplicable o a nuestro sentimiento ético llevamos en nuestro interior, puede ser considerado como una parte de aquel exceso incidental de funcionamiento que acompaña necesariamente la acción de toda máquina muy complicada.

Sin entender con esto haber cerrado la cuestión teórica, sino tan sólo porque me parece este punto de vista el de mayor valor para vosotros, como profesor os invitaré desde luego a adoptar en nuestras conferencias la concepción biológica que acabo de exponer, dando un gran valor al hecho de que el hombre, sin perjuicio de todo lo demás que pueda ser, es en primer término un ser práctico y que la mente de que está dotado la ha recibido para adaptarse a la vida en este mundo.

Cuando se trata de aprender una materia especial debe partirse de algún aspecto profundo de la cuestión, haciéndose la cuenta de que es el único aspecto posible, sin perjuicio de ir, después, paulatinamente, corrigiéndolo al adicionarle todas las particularidades, al principio desatendidas, que sirven para completar el asunto.

Nadie cree más firmemente que yo, que todo lo que conocen nuestros sentidos como "nuestro mundo" no es sino una parte de lo que nos circunda y forma el objeto de nuestra mente. Pero como constituye la parte primera, es la condición sine qua non de todo el resto. Si conseguís abarcar fuertemente todos los hechos de esta porción más próxima, podréis elevaros cómodamente a las regiones más elevadas. Mas como quiera que hemos de pasar poco tiempo juntos, prefiero no pasar de elemental y resultar completo, y por eso os propongo que os atengáis estrictamente al punto de vista más sencillo.

Las razones fundamentales están pronto expuestas.

Ante todo, la Psicología humana y la de los animales resulta menos discontinua. Es verdad que para muchos de vosotros una raza semejante tendrá poco atractivo, pero en cambio complacerá a los demás.

En segundo lugar, la acción mental es determinada por la acción cerebral, y las dos corren paralelamente. Pero el cerebro, según lo que podemos comprender, nos ha sido dado para la conducta práctica. Toda corriente que desde la piel arriba al cerebro, ora proceda de los ojos, ora de los oídos, se manifiesta de nuevo en los músculos, en las glándulas, en las vísceras, y ayuda al animal a adaptarse al ambiente de donde tal corrientes proviene. Nuestro modo de ver se generaliza, pues, y se simplifica cuando tratamos la vida cerebral y la mental como si tuviesen un mismo género de propósitos fundamentales.

En tercer lugar, las funciones verdaderamente mentales que no se refieren directamente al ambiente de este mundo, las utopías éticas, las visiones estéticas, las miradas dirigidas a los campos de la verdad eterna y las fantásticas combinaciones lógicas no podrían, de seguro, ser concebidas y desarrolladas por un individuo humano cuya mente fuese incapaz de dar productos más prácticamente útiles. Estos últimos son, por lo tanto, los resultados más esenciales o, a lo menos, los más primordiales.

En último término: las actividades no esenciales, "no prácticas" están por sí mismas y más estrechamente enlazadas con nuestra conducta y con nuestra adaptación al ambiente, de lo que pudiéramos figurarnos a primera vista. Ninguna verdad, aun siendo abstracta, puede ser percibida de tal manera que alguna vez no influya en nuestras acciones terrenas. Debéis tener entendido que cuando os hablo de acción, me refiero a la acción en el sentido más lato. Me refiero a hablar, a escribir, afirmar y negar, tendencias de las cosas y tendencias a las cosas, y determinaciones emocionales; y todo esto tanto en lo futuro como en el presente más inmediato. Mientras yo hablo y me escucháis vosotros, parece que no se realiza acción alguna. Podéis creer que asistís a un proceso puramente teórico, sin resultados prácticos. Y, sin embargo, todo esto tendrá su resultado práctico; esto no puede ocurrir, no puede suceder, sin influir vuestra conducta. Si no hoy mismo, en algún día lejano, contestaréis de un modo diferente a una pregunta por razón de lo que es estéis pensando ahora. Cada uno de vosotros, por causa de mis palabras, emprenderá alguna vía de investigaciones, leerá algunos libros especiales que desenvolverán sus opiniones en pro o en contra de las mismas; y estas opiniones, a su vez serán criticadas por otros en vuestro ambiente y estos modificarán el juicio que de vosotros tienen formado. No podemos sustraernos a nuestro destino que es práctico, y por esto, aun nuestras facultades más teóricas contribuyen a su actuación.

Estas pocas razones quizás facilitarán vuestra conformidad con mi opinión. Para vosotros, maestros, creo con sinceridad que es una concepción suficiente la de considerar los jóvenes fenómenos psicológicos que debéis cuidar y dirigir, desde el punto de vista de sus relaciones con la conducta futura de los sujetos en que se producen. Debéis considerar vuestro oficio profesional como si consistiera principalmente en acostumbrar a vuestro discípulo a contenerse, tomando la palabra contenerse, no en el sentido más estricto con relación a los modales, sino en el sentido más amplio posible en cuanto atañe a toda especie posible e imaginable de reacción adaptada a las circunstancias en que le colocarán las vicisitudes de la vida.

Es verdad que la reacción puede a veces ser negativa. No hablar, no moverse, es, en ciertas contingencias prácticas de la existencia, uno de nuestros deberes más importantes. "¡Debes refrenarte, renunciar, abstenerse!" Esto reclama a menudo un gran esfuerzo que considerado psicológicamente es una función nerviosa tan positiva como el movimiento.



IV
EDUCACIÓN Y CONDUCTA



En nuestra conversación precedente tratamos de delinear una concepción simplicísima de lo que significa educación. En último análisis ésta se reduce a reduce a organizar los resortes que se hallan en el ser humano, las facultades de conducta que deben adaptarlo a su mundo físico y social. Es una persona ineducada la que se halla en un estado de confusión de todas las situaciones no habituales. Al contrario, el que está educado sabe portarse, aun en las circunstancias que se le ofrecen por primera vez, sirviéndose al efecto de los ejemplos que halla almacenados en su memoria y de las concepciones abstractas que tiene reunidas. La educación no puede en pocas palabras definirse mejor que diciendo: la organización de los hábitos de conducta adquiridos y de las tendencias a contenerse.

Expliquemos esta definición. Vosotros y nosotros somos educados: cada cual de un modo diverso, y manifestamos nuestra educación en el momento actual comportándonos de un modo diferente. Para mí, con el cerebro organizado técnica y profesionalmente como lo tengo, y con los estímulos ópticos que me procura vuestra presencia, sería imposible permanecer aquí sentado sin decir una palabra y sin hacer un movimiento. Algo me dice que se espera que yo hable, y yo debo hablar; después, algo me obliga a seguir hablando. Mis órganos fonéticos están continuamente enervados por corrientes centrífugas, puestas en movimiento por las corrientes centrípetas que a través de mis ojos han penetrado en mi cerebro; y los movimientos particulares de dichos órganos siguen una forma y un orden exactamente predeterminados por todos los años en que he dado lección. Vuestra conducta, en cambio, puede a primera vista parecer receptiva o inactiva, prescindiendo de algunos que tomáis notas; pero, a no dudar, la atención con que me escucháis es en sí misma un modo determinado de conducta. Todas las tensiones musculares de vuestro cuerpo se hallan, mientras me prestáis atención, distribuidas de un modo particular. Vuestra cabeza y vuestros ojos tienen una actitud característica. Y mi conferencia, cuando habrá terminado, se resolverá, a no dudar, en alguna modificación de vuestra conducta: quizás os conduciréis de un modo diverso dentro de la escuela en cualquier contingencia especial que ocurra, por causa de las palabras que ahora estoy pronunciando.

Y lo mismo sucede con la impresión que vosotros producís en vuestros alumnos. Debéis, pues, considerar tales impresiones como hechos que ayudan al discípulo a adquirir cierta capacidad útil para su conducta, ya sean emocionales, ya somáticas, vocales, técnicas o de otro género cualquiera. Y siendo esto así, debéis sentiros llenos de buena voluntad, en tesis general; y sin tergiversaciones ni discusiones, aceptar, para los fines de esta conferencia, la concepción biológica de la mente que os la presenta como una cosa que nos ha sido concedida para los usos prácticos, concepción que bastará seguramente para la máxima parte de vuestra labor de educadores.

Si examinamos los diversos ideales de educación que prevalecen en los distintos países, notaremos que todos tienden a organizar las diferentes capacidades para la conducta. Esto es más visible en Alemania que en otra parte alguna; pues allá el fin explícitamente confesado de la educación superior es transformar al estudiante en un instrumento apto para contribuir al progreso de los descubrimientos científicos. Las universidades germánicas se muestran orgullosas del número de jóvenes especialistas que ponen en camino todos los años; jóvenes no precisamente provistos de fuerza original intelectiva, pero si habituados de tal manera a las investigaciones, que cuando el profesor les confía la preparación de una tesis filológica o histórica, o alguna parte de la tarea de laboratorio, les bastan dos palabras indicándoles la dirección general y el método más conveniente para que se valgan por sí mismos, sirviéndose de los aparatos y consultando las fuentes, y llegan a dilucidar, en un periodo determinado de meses, un pedacito de verdad nueva. En Alemania pocas cosas son tan reconocidas como el título útil para el adelanto académico como la idoneidad para ser un buen instrumento de investigación.

En Inglaterra parece a primera vista que la educación universitaria superior tiende más bien a la producción de ciertos tipos estéticos de carácter, que a desenvolverse lo que pudiera llamarse la eficacia dinámica científica de los alemanes. Dícese que interrogado el profesor Jowett acerca de lo que podía hacer Oxford para sus alumnos, contestó simplemente: "Oxford puede enseñar a un gentilhombre inglés a ser un gentilhombre inglés." Si le preguntaseis qué entiende por ser un gentilhombre inglés, la sola respuesta que obtendríais se referiría a la conducta. Un gentilhombre inglés tiene un haz de reacciones específicamente calificadas: es una criatura que en todas las emergencias posibles de la vida cuenta con una línea de conducta claramente trazada ante sí desde largo tiempo. Por esto Inglaterra puede esperar que, llegada la ocasión, cada uno de ellos cumplirá su deber.



V
NECESIDAD DE LAS REACCIONES



Admitido lo que antecede, surge desde luego un aforismo general, que en buena ley debe dominar toda la conducta del profesor de escuela.

No se debe recibir nada sin reaccionar: ninguna impresión sin expresión, —esta es la gran máxima que el maestro jamás debe perder de vista.

Una impresión que atraviesa simplemente los oídos y los ojos del escolar y no modifica poco ni mucho su vida activa, es una impresión caída en el vacío, una impresión fisiológicamente incompleta que no puede producir fruto alguno. Ni siquiera como simple impresión produce un efecto particular sobre la memoria, toda vez que aun para lograr únicamente las adquisiciones de esta última facultad, la impresión debe entrar en el ciclo completo de nuestras aspiraciones. —Sus consecuencias motrices son las que fijan este ciclo. Cualquier efecto de la impresión en forma de una actividad cualquiera, debe volver a la mente en forma de sensación de haber obrado y combinarse con la impresión. Las impresiones más duraderas son aquellas a propósito de las cuales hablamos y obramos, o que de algún modo conmueven lo íntimo de nuestro ser.

El antiguo método pedagógico de aprender las cosas de memoria y de recitarlas como un papagayo en la escuela, se fundaba sobre un principio verdadero: el de que una cosa simplemente vista u oída y nunca reproducida verbalmente contrae adhesiones demasiado tenues en nuestra mente. La recitación verbal o la reproducción es una forma muy importante de reacción respecto de nuestras impresiones, y es de temer que con la moderna reacción contra el antiguo recitado a lo papagayo, como principio y fin de la instrucción, queda excesivamente relegado el altísimo valor de la repetición verbal como elemento de ejercicio completo.

Cuando observamos la pedagogía moderna, vemos cuán grandemente se ha extendido el campo de nuestra conducta reactiva, merced a la introducción de todos aquellos métodos de enseñanza completa objetiva que constituyen la gloria de las escuelas contemporáneas. Las reacciones, verbales, aunque útiles, son insignificantes. Las palabras del alumno pueden ser exactas, pero a veces los conceptos que corresponden a aquellas palabras son espantosamente equivocados. En una escuela moderna, las recitaciones constituyen, pues, una mínima parte de lo que se exige al alumno que se ve obligado a tomar notas, hacer dibujos, planos y mapas; tomar medidas, frecuentar laboratorios y hacer experimentos, consultar autores y redactar memorias. Debe hacer, a su manera, aquello de que se ríen a menudo los demás maestros cuando lo ven anunciado en los prospectos con el epígrafe "trabajos originales", pero que es, en realidad, el único ejercicio mediante el cual puede llegarse a realizar verdaderos "trabajos originales". La mejora más colosal obtenido durante los últimos años en la educación secundaria es debida a la institución de escuelas para los trabajos manuales, no porque con ellos se produzca gente más diestra, más práctica para la vida doméstica, más apta para el comercio, sino porque se producirán ciudadanos de una fibra intelectual muy distinta. El trabajo del laboratorio y el de los talleres engendrarán tales hábitos de observación, tal conocimiento de la diferencia que existe entre la precisión y la indeterminación, y tal idea de la complejidad de la naturaleza y de la insuficiencia de todas las definiciones verbales abstractas de los fenómenos de la realidad, que si la mente la adquiere una sola vez, ya la adquisición es para mientras dure la vida del individuo. Con el trabajo manual se consigue la precisión, porque, si se hace una cosa, ha de hacerse decididamente bien o decididamente mal. Esto, además, infunde honradez, porque cuando os expresáis haciendo algo, es decir, no por medio de palabras, no podéis disimular vuestra confusión o vuestra ignorancia con ambigüedades. Y asimismo, produce un hábito de confianza en sí mismo, mantiene continuamente despiertos el interés y la atención y reduce al minimum las funciones disciplinarias del que enseña.

Entre los varios sistemas de ejercicio manual, si me es permitido tener opinión en esta materia, es seguramente el mejor, por lo que respecta a las labores en madera, el sistema sueco Sloyd, desde el punto de vista psicológico. Afortunadamente los métodos del trabajo manual van lenta, pero seguramente, penetrando en todas nuestras grandes ciudades; pero aun falta recorrer por este camino una muy gran distancia.

Ninguna impresión sin expresión; por consiguiente, este es el primer fruto pedagógico de nuestra concepción evolucionista de la mente como una especie de instrumento para una conducta de adaptación. Pero se puede añadir algo. La misma expresión, conforme exponía hace un momento, vuelve a nosotros en forma de impresión ulterior, esto es, impresión de lo que hemos hecho. Recibimos, así noticias sensibles de nuestra conducta y de los resultados que hemos obtenido. Oímos las palabras que hemos pronunciado, nuestro fiato mientras lo hacemos salir del pecho; al mismo tiempo leemos en los ojos de nuestros oyentes la aprobación o la desaprobación de nuestra conducta. Así es que esta onda retornante de la impresión sirve para completar la totalidad de la experiencia, de modo que no estará fuera de lugar unas palabras sobre su importancia en la escuela.

Parece muy natural decir que así como obtenemos normalmente, después de haber obrado, alguna impresión reactiva del resultado, sería conveniente que el alumno se acostumbrase a recibir una impresión semejante en la mayor parte de los casos. Mas en la escuela donde se mantiene el secreto de las votaciones, de la "posición" y de los demás resultados obtenidos por el discípulo, falta a éste la terminación natural del ciclo de su actividad y muy a menudo experimenta una sensación dolorosa de incertidumbre y de incompletez. No falta, sin embargo, quien defiende semejante sistema por entender que anima al escolar a trabajar por trabajar, sin atender a consideraciones extrañas. Naturalmente que en ésta como en otras cuestiones, la observación concreta debe prevalecer sobre la deducción psicológica; pero lo cierto es que ésta nos enseña que el deseo ardiente, por parte del muchacho, de saber en qué grado ha obrado bien, corresponde regularmente al complemento adecuado de sus funciones normales, y jamás debiera serle defraudado como no fuese por razones bien definidas.

Decidle, pues, cuantos puntos ha hecho, y en qué "posición" se encuentra, a menos que en el caso individual de que se trata tengáis alguna razón práctica especial para proceder de otra suerte.



VI
REACCIONES CONGÉNITAS Y REACCIONES ADQUIRIDAS



Henos ya completamente lanzados al mar de la concepción biológica. El hombre es un organismo que debe reaccionar a las impresiones: su mente sírvele para determinar las reacciones y el fin de su educación es conseguir que sus reacciones sean numerosas y perfectas. Nuestra educación significa, en pocas palabras, un cúmulo de posibilidades de reacción, adquiridos en casa, en la escuela y en el trato de los negocios. El ministerio del profesor consiste en velar el proceso de su adquisición.

Ya llegado aquí, estableceré inmediatamente un principio que es la base de todo el proceso adquisitivo, y gobierna por completo la actividad del educador.

Helo aquí:

Toda reacción adquirida es, por regla general, ya una complicación añadida a una reacción congénita, ya un substituto para una reacción congénita que un mismo objeto solía provocar.

El arte del educador consiste en determinar la substitución o la complicación, y un éxito obtenido en este arte presupone un conocimiento simpático de las tendencias reactivas congénitas.

Si un patrimonio de reacciones congénitas por parte del muchacho, el profesor no podría ejercer presión alguna sobre su atención o sobre su conducta. Podéis conducir un caballo hasta el borde del agua, pero no podéis obligarle a beber. Del mismo modo, podéis meter un niño en la escuela pero no hacerle aprender las cosas nuevas que queráis enseñarle, a no ser que empecéis a solicitarlo por medio de alguna cosa que congénitamente provoque en él una reacción. El es quien por sí mismo debe dar el primer paso: debe hacer algo antes que vosotros podáis apoderaros de él, y lo que haga puede ser bueno o malo, pero siempre vale más una mala reacción, que la carencia de reacciones. Suponiendo que una reacción sea mala, podréis poneros en relación con consecuencias que presenten al niño la idea de la maldad de la reacción realizada. Mas imaginad un niño apático hasta el punto de no reaccionar en modo alguno a los primeros reclamos del profesor: ¿cómo os las compondréis para emprender su educación?

Para ofrecer con más claridad esta cuestión concreta, pongamos por ejemplo el caos de tener que enseñar a un niño los buenos modales, y que este niño tiene la tendencia intuitiva de echar mano de todos los objetos que atraen su curiosidad; la tendencia, además, de retirar las manos cuando se le pega en ella; de llorar en este último caso; de reír cuando se le hable con cariño y de imitar los gestos que ve hacer.

Ahora bien: os presentáis al chiquillo con un juguete nuevo. En cuanto lo habrá visto, procurará agarrarlo en seguida. Entonces le dais en las manos, él las retira y se echa a llorar. En seguida levantáis bien alto el juguete y le decís sonriendo: "¡Anda! ¡Pídelo por favor!". Y el niño para de llorar, os imita, obtiene el juguete y se aleja contento. El pequeño ciclo del ejercicio se ha cerrado: habéis substituido la nueva reacción del pedir por la reacción congénita de coger, para todas las veces que se le vuelva a presentar la misma impresión.

Ahora bien: si el niño no tuviese memoria, el proceso no resultaría educativo. Tantas veces como entraríais con un juguete, tantas se realizaría fatalmente la misma serie de reacciones, cada una de éstas provocada por su correspondiente impresión: ver y coger; ser pegado y llorar; oír y pedir; obtener y sonreír. En cambio, el niño, gracias a la memoria, en el instante preciso en que va a coger el objeto, se representa la experiencia pasada, piensa en los golpes y en el juguete negado, recuerda el acto de obedecer y la recompensa, o inhibiéndose del instinto de agarrar, substituye a éste la reacción "cortés" y obtiene en seguida el juguete eliminando los pasos intermedios. Cuando el primer impulso de coger es excesivo en un niño, o éste no tiene una memoria feliz, puede ser que se requieran muchas repeticiones del ejercicio, antes que la reacción adquirida se convierta en una costumbre, sólida; pero en un muchacho eminentemente educable bastará una sola experiencia.

Así, pues, la primera cosa que el educador debe estudiar, son las tendencias reactivas congénitas —los impulsos y los instintos de la infancia, — a fin de hallarse en aptitud de substituirlas.

Se ha repetido mucho que el hombre se distingue de los animales inferiores porque posee un contingente mucho menor de impulsos y de instintos congénitos. Esto constituye un grande error. Naturalmente, el hombre no tiene el instinto admirable de depositar los huevos que poseen algunos vertebrados; pero si lo comparamos con los mamíferos que le son más afines, nos veremos obligados a confesar que se interesa por un número infinitamente mayor de objetos que cualquier otro mamífero, y que sus reacciones en frente de tales objetos son muy características y determinadas del modo más evidente. Los simios, y principalmente los antropoides, son los únicos seres que se aproximan al hombre por su curiosidad analítica y por lo extenso de su espíritu de imitación. Es verdad que en el hombre, los impulsos instintivos están dominados por las reacciones secundarias debidas a su facultad superior de razonamiento, y por esto en él desaparece pronto la simple conducta instintiva. Pero la vida del instinto no está suprimida, sino solamente disimulada. Tanto es así, que cuando, como ocurre en los caos de imbecilidad, faltan las funciones mentales superiores, los instintos del hombre se manifiestan algunas veces de la manera más brutal.

Quiero, pues, deciros, algunas palabras sobre las tendencias instintivas más importantes desde el punto de vista de la enseñanza.



VII
CUÁLES SON LAS REACCIONES CONGÉNITAS



En primer término el miedo. El temor al castigo ha sido siempre la gran arma de los maestros y siempre conservará, naturalmente, un cierto lugar en el orden interior de la escuela.

Lo mismo puede decirse del amor y del deseo instintivo de agradar a los que amamos. El maestro que consiga hacerse amar de sus discípulos, obtendrá resultados que otro maestro, de temperamento más distanciador, por decirlo así, jamás conseguirá.

Debemos decir algo de la curiosidad. Este término resulta en realidad un poco mezquino para que con él podamos designar el impulso a un conocimiento más profundo, en toda la extensión de la palabra; pero vosotros comprendéis fácilmente lo que yo quiero significar. La novedad de los objetos sensibles, en especial si tienen una cualidad sensacional muy grande, brillante e imprevista, atrae seguramente la atención del niño y le entretiene hasta que el deseo de conocer otras cosas relativas a aquel objeto se ha calmado completamente. En su forma más elevada, más intelectual, el impulso hacia el conocimiento más completo de un objeto toma el carácter de curiosidad científica o filosófica. En sus dos formas, sensacional e intelectual, este instinto es más vivaz en la infancia y en la juventud que en las edades ulteriores. Los niños se sienten movidos de curiosidad a cada nueva impresión que reciben. A un niño le sería imposible prestar atención, como vosotros ahora, a una conferencia durante más de unos pocos minutos, pues las impresiones ópticas y acústicas que llegan del exterior la desviarían inevitablemente. En cambio, para muchas personas de mediana edad sería de todo punto imposible la especie de esfuerzo intelectual que se requiere para aprender el latín o el griego, el álgebra o la física. El ciudadano de mediana edad presta atención solamente a las minucias de sus negocios: las verdades nuevas, especialmente cuando reclaman series evolutivas de razonamientos cerrados, exceden de la órbita de su capacidad. La curiosidad sensorial de la infancia es particularmente puesta en acción por ciertas especies determinadas de objetos. Las cosas materiales, las cosas que se mueven, las cosas vivas, las acciones humanas y las narraciones de éstas, conquistarán mejor su atención que cualquier asunto abstracto. Y aquí es de oportunidad elogiar de nuevo la enseñanza objetiva y los métodos del ejercicio manual. La atención del niño se mantiene espontáneamente respecto de cualquier problema que envuelva la presentación de un nuevo objeto material, o de una actividad por parte de alguno. Esto quiere decir que las primeras llamadas del maestro a la atención del niño deben hacerse con objetos puestos de manifiesto, o sino con actos realizados o referidos. La curiosidad puramente teórica, la curiosidad acerca de las relaciones racionales entre las cosas, difícilmente se despierta antes de la adolescencia. Las preguntas metafísicas comunes en los niños, como por ejemplo: "¿Quién ha hecho a Dios?" "¿Por qué tenemos cinco dedos?" no son precisamente del género al que aludimos. Pero apenas apunta en el niño el instinto teórico, empieza para él un orden de relaciones pedagógicas completamente nuevo. Las razones, las causas, las concesiones abstractas adquieren para él de improviso un sabor intenso, y este hecho no lo ignora profesor alguno. Así en su desenvolvimiento sensible, como en su desenvolvimiento racional, la curiosidad desinteresada puede ser mucho más fácilmente puesta en acción en el niño que en el adulto, en el cual ordinariamente este instinto intelectual se ha entorpecido hasta el punto de no poderse despertar como no sea asociándose a algún interés egoísta. Luego me ocuparé de este último punto.

Imitación.—Siempre se ha reconocido en el hombre al animal imitador por excelencia, y no hay libro de Psicología, por antiguo que sea, que no dedique a este hecho un parrafito. Es de admirar, sin embargo, que sólo de doce años a esta parte se haya llegado a reconocer y apreciar la importancia y el interés del impulso imitativo en el hombre. Les lois de l’imitation, de Tarde, obra extraordinaria, ha abierto el camino, y en América los profesores Royce y Baldwin han seguido su huella con laudable entusiasmo. Cada uno de nosotros, es, en efecto, lo que es casi exclusivamente gracias a su espíritu de imitación. Conseguimos la conciencia de lo que somos, imitando a los demás: lo primero es la conciencia de lo que son los otros, y el sentido del yo se desenvuelve según los modelos que encuentra.

Todo el bienestar acumulado de la humanidad —idiomas, artes, instituciones y ciencias— se transmite de una a otra generación por medio de lo que llama Baldwin la herencia social, es decir, imitando una generación a la que le ha precedido. No tengo tiempo de penetrar en los particulares de este asunto que constituye uno de los capítulos más seductores de la Psicología. De todos modos, es un hecho que sólo oyendo formular la proposición de Tarde, se siente ya toda la verdad que encierra. La invención —tomando esta palabra en su más lato sentido— y la imitación son las dos piernas, por así decirlo, sobre las cuales ha andado la humanidad en su evolución histórica.

La imitación se transforma imperceptiblemente en la emulación, que es el impulso de imitar lo que hace otra para no parecer inferior a él, y de tal suerte mezclan sus efectos que es difícil separar sus respectivas manifestaciones. La emulación es la verdadera espina dorsal de la sociedad humana. ¿Por qué me estáis escuchando? Si no hubieseis oído nunca hablar de que un colega hubiera frecuentado una "Escuela" o algún "Instituto para maestros", ¿se os habría ocurrido a cada uno independientemente romper la rutina y realizar un acto tan contrario a la costumbre aceptada? Probablemente no. No acudirían a vosotros vuestros alumnos si los niños de los vecinos no fuesen simultáneamente mandados a la escuela por sus padres. No gustamos de estar aislados y echárnoslas de excéntricos, ni deseamos que nos separen de nuestro grupo, a no ser por cosas que parezcan a nuestros vecinos privilegios apetecibles.

La imitación y la emulación tienen un oficio vital en la escuela. Todos los maestros saben muy bien cuán ventajoso es que una cosa sea realizada simultáneamente por un grupo de chiquillos. El profesor que obtiene más resultados es aquel cuyas maneras particulares sean más fácilmente imitables. Un maestro jamás debe disponer que los alumnos hagan una cosa que él no sepa hacer. "Venid para que os enseñe cómo se hace" es un estímulo infinitamente más fuerte que éste: "Id y hacedlo como enseña el libro". Los niños admiran a un profesor que tenga habilidad. Lo que hace él les parece fácil y se esfuerzan por imitarle. No basta que un profesor estúpido exhorte a sus muchachos a estar atentos y tomar interés por la lección, sino que él mismo debe interesarse por ella y sólo entonces logrará con su ejemplo una eficacia que no hubiera conseguido de ninguna otra manera.

Toda escuela tiene su tono moral e intelectual propio, y este tono es simplemente una tradición, que la imitación ha conservado, y debida al ejemplo dado por ciertos maestros y ciertos discípulos que tenían quizás un carácter agresivo o dominador, ejemplo copiado y transmitido de año en año de modo que los alumnos nuevos lo adoptan inmediatamente. Un tono semejante varía con lentitud, pero varía y siempre bajo la influencia modificadora de nuevas personalidades de carácter suficientemente agresivo para erigirse en modelos nuevos y no copiar mansamente lo antiguos.

El ejemplo clásico de esta especie de tono es el caso frecuentemente citado de Rugby bajo la administración del doctor Arnold, que imprimió como un modelo el mismo carácter en la imaginación de los muchachos más antiguos y estos lo fueron imprimiendo a su vez en la imaginación de los más jóvenes. El contagio del genio de Arnold era tan grande que se decía que un hombre de Rugby podía ser reconocido durante toda su vida, gracias a ciertas cualidades de carácter que había adquirido en la escuela.

Es obvio que la Psicología como tal no puede dar en esta materia preceptos particulares. Como en otros muchos campos de la enseñanza, el proceso depende principalmente del genio nativo del profesor, de su simpatía, de su tacto, de su percepción, dotes que le hacen capaz de aprovechar el momento oportuno para proponer el ejemplo justo.

Entre las reformas recientes de los métodos de enseñanza se ha tratado muchas veces de desacreditar la emulación como impulso útil para la actuación del alumno. Ya Rousseau en su Emilio declaraba hace más de un siglo que la rivalidad entre dos escolares era una pasión demasiado vil para entrar a formar parte de una educación ideal. "Que Emilio —escribía— no se contraponga nunca a los demás jovencitos. Ninguna rivalidad, ni aun en la carrera, desde que tenga uso de razón, pues sería cien veces mejor que no aprendiese que hacerle aprender mediante la envidia y la vanidad. En cambio tened en cuenta todos los años los progresos que haya realizado y se los pondréis en parangón con los progresos de los años sucesivos, diciéndole: "Has crecido tantos centímetros, —alcanzas a saltar este foso—, puedes lanzar el disco;— sabes correr tanto tiempo y con tal rapidez sin perder el resuello;— mira cuánto más sabes hacer ahora". Así quería excitarle sin ponerle celoso de nadie; quería que él desease sobrepujarse a sí mismo; y en verdad no sé ver inconveniente alguno en semejante emulación con su yo anterior.

A no dudar, la emulación con el propio yo precedente es una noble forma de la pasión de la rivalidad y tiene buena parte en la educación de los jóvenes. Pero el excomulgar toda rivalidad posible entre dos jóvenes porque puede degenerar en excesos egoístas y brutales paréceme puro romanticismo por no decir fanatismo. El sentido de la rivalidad yace en el fondo de nuestro ser y a ella se debe en gran parte el mejoramiento social. Existe una forma de rivalidad noble y generosa, y existe una forma mezquina.

El principal atractivo de los juegos consisten en que estos se fundan principalmente en la emulación, y sin embargo son el medio más adecuado de habituar a los niños a la cortesía y a la magnanimidad. ¿Podía, por lo tanto, un maestro permitirse el lujo de prescindir de este resorte? ¿Es posible esperar que los puntos, las distinciones, los premios y las demás recompensas del esfuerzo, que se basan en el reconocimiento de la superioridad, sean desterrados de nuestras escuelas? Como psicólogo obligado a conocer el carácter profundo e insinuante de la pasión de la emulación, debo manifestar que lo dudo mucho. El profesor sagaz se servirá de este instinto como se sirve de los demás, aprovechando las ventajas que ofrece, de modo que obtengan un máximum de utilidad con un mínimum de fatiga; porque, después de todo, es preciso confesar con un crítico francés de la doctrina de Rousseau, que el mayor impulso de nuestras acciones lo encontramos en las acciones de los demás. Ese espectáculo del esfuerzo es lo que despierta y sostiene nuestro esfuerzo. Ningún andarín en una pista sabrá encontrar en su propia voluntad la fuerza de estímulo que le proporciona la rivalidad con los demás andarines cuando siente que le van pisando los talones. Cuando un caballo está desalentado es preciso ponerle al lado de un caballo que galope para mostrarle el paso.

Así como la imitación se transforma en emulación, ésta degenera en ambición. Y la ambición se enlaza estrechamente con la rivalidad. Por lo tanto, estas cinco tendencias instintivas forman un grupo estrechamente conexo y difícilmente diferenciable en la determinación de una gran parte de nuestra conducta. Todo el grupo pudiera llamarse con propiedad impulsos ambiciosos.

La ambición y la rivalidad se han considerado a menudo como pasiones que no debieran ser excitadas en los jóvenes, pero la verdad es que en sus formas más refinadas y nobles tienen un gran lugar en la escuela y en la educación en general, pues por muchas razones constituyen uno de los estímulos más potentes del esfuerzo. No debe entenderse la rivalidad simplemente como combatividad física, sino que puede considerarse en el sentido de una resistencia genérica a dejarse abatir por toda suerte de dificultades. Merced a ella se adquiere tenacidad, ánimo para afrontar las pruebas más difíciles. Es cualidad indispensable de todo carácter vivo y emprendedor. Recientemente hemos oído hablar mucho de la filosofía de la ternura en la educación. Según ella, debieran atenuarse todas las dificultades, allanarlas todas delante del discípulo. Esa Pedagogía de agua de rosas quiere tomar el sitio del antiguo áspero camino de la enseñanza. No alentaría en ella el hábito vivificador del esfuerzo. Es un contrasentido suponer que todo paso en el camino de la educación puede ser interesante para el alumno; tanto es así, que muchas veces debe ser provocado artificialmente el impulso combativo. Haced que el alumno se avergüence de ser derrotado en la lección de quebrados, o sobre la ley de la caída de los graves; provocad entonces su rivalidad y su ambición, y lo veréis correr a los lugares de peligro, llevando en sí una especie de impetuosidad interior que formará una de sus mejores facultades morales. Una victoria conseguida en condiciones semejantes puede ser el punto de partida de una crisis en su carácter. Representa el nivel máximo de su potencia y puede servir después como modelo ideal de su conducta futura. El profesor que no excita un empeño semejante en sus alumnos, se priva de uno de sus auxiliares más preciosos.

El instinto que quiero recordar ahora es el de la apropiación que constituye una de las cualidades fundamentales de nuestra raza. Es a menudo el contrapeso de la imitación, hasta el punto de no poder afirmarse si el progreso social se debe más a la pasión de conservar cosas y costumbres antiguas, o a la pasión de imitar otras nuevas y adoptarlas.

El sentido de la propiedad empieza en el segundo año de la vida. Entre las primeras palabras que aprende a pronunciar el niño encuéntranse mío y mía, y ¡pobres padres de gemelos que no adquieran dos ejemplares de cada uno de sus regalos! La profundidad y primitividad de este instinto arroja anticipadamente cierto descrédito psicológico sobre todas las formas radicales de la utopía comunista. No puede prácticamente ser abolida la propiedad privada sin variar de antemano la naturaleza humana. Parece esencial para la salud mental del individuo, que éste, además de las costumbres adoptadas, tenga alguna cosa sobre la cual pueda afirmar su exclusiva posesión, y defenderla encarnizadamente contra todo el mundo. Aun las órdenes religiosas que hacen los más rigurosos votos de pobreza, han sentido la necesidad de hacer alguna concesión al corazón humano, caído en la infelicidad con la reducción a los términos de un interés demasiado absoluto. El monje puede tener sus libros; la monja su pequeño jardín y las imágenes de los santos en su celda.

El instinto de la propiedad es fundamental en la educación y es dable provocarlo de muchas maneras. En la casa, los hábitos de orden y cuidado comienzan obligando al niño a tener limpias y bien acondicionadas sus cosas. En la escuela, la apropiación es particularmente importante por lo que se relaciona con una de las formas especializadas más importantes de su actividad; me refiero al impulso coleccionista. Un objeto que por sí no tiene gran interés, como una concha, un dibujito, adquiere valor si llena una laguna en una colección, o contribuye a completar una serie. Una gran parte de la labor escolar del mundo —digámoslo así— en cuanto es simple bibliografía, memoria, erudición, despierta principalmente nuestro interés porque satisface nuestro instinto de acumular y de hacer colecciones. Un hombre desea una colección completa de noticias, aspira a conocer sobre un asunto determinado más de lo que conocen todos los demás, de la misma manera que existe quien desea poseer más dólares que otro, o más ediciones antiguas, o más obras ilustradas que otro cualquiera.

El profesor que consiga encauzar este impulso hacia lo que conviene para la escuela, puede considerarse afortunado. Casi todos los niños hacen colecciones. Un profesor avisado puede inducirles a hacer colecciones de libros; colecciones ordenadas y limpias, de notas; a conservar los dibujos... La limpieza, el orden y el método son cualidades que se adquieren con poseer una sola colección. Una cosa tan estúpida como una colección de sellos puede ser utilizada por el profesor para excitar el interés por las noticias históricas y geográficas que se proponga enseñar a sus alumnos. El hacer colecciones constituye la base de todos los estudios de historia natural y probablemente nadie llega a ser un buen naturalista sin haber sido desde niño un coleccionista de gran actividad.

La constructividad es otra gran tendencia instintiva con la cual debe afirmar estrecha alianza el profesor. Hasta los ocho o nueve años el niño casi no debe hacer otra cosa que tocar los objetos, explorar las cosas con las manos, hacer y deshacer, unir y separar, pues desde el punto de vista psicológico, construcción y destrucción son dos nombres de una misma actividad manual. Uno y otro significan modificación, y, por lo tanto, manifestaciones de los efectos sobre las cosas exteriores. De todo esto resulta una íntima familiaridad con el ambiente físico y un conocimiento de las propiedades de las cosas materiales, que constituyen en realidad el fundamento de la conciencia humana. en el fondo, la mayoría de nosotros limitamos nuestro conocimiento de los objetos a la noción de lo que se puede hacer con ellos. un "bastón" significa algo en que apoyarse y con que pegar; "fuego" es algo que sirve para "cocer", para calentarse o para quemar otras cosas;"cuerda" es una cosa con la que se unen y sujetan las cosas. Para la mayor parte de las personas no hay en estos objetos otro significado. En geometría, el cilindro, el círculo, la esfera, se definen como el resultado o efecto de ciertos procesos especiales de construcción, haciendo girar un paralelograma sobre uno de sus lados, etc., Cuantas más cosas llega a conocer un niño tratándolas y manejándolas, tanta mayor familiaridad consigue con el mundo en que vive. Un adulto indiferente se maravilla del número de horas que un niño consume interesado hasta la pasión con sus cubos, poniéndolos en orden y esparciéndolos de pronto para reordenarlos; pero de este mismo hecho, una sabia educación sabe sacar partido y dedica los primeros años a ejercitar a los niños en la construcción y en las lecciones objetivas. No tengo necesidad de repetir lo que antes he dicho, acerca de la superioridad del método experimental objetivo que ocupa al niño de un modo más acorde con los intereses espontáneos de su edad y le absorbe dejando en él impresiones profundas y duraderas. En comparación con los niños sometidos a este método, aquel que ha sido educado exclusivamente con los libros, adolece toda la vida de una cierta distancia de la realidad; está, por así decirlo, fuera del mundo, y sufre a veces una especie de melancolía al pensar lo que habría podido obtener con una educación más real.

Existen otros impulsos, como el deseo de la aprobación o vanidad, el recelo, la reserva, de los cuales algo podría decirse, pero son demasiado comunes para que haya necesidad de explicarlos y vosotros mismos podréis reflexionar sobre ellos.

Sin embargo, hay una ley general que se refiere al mayor número de nuestras tendencias instintivas, y que tiene mucha importancia para la educación: se la ha llamado "ley de transitoriedad de los instintos". Casi todas nuestras tendencias instintivas maduran en un momento determinado; de modo que atendiendo a ellas con oportunidad y acierto se pueden obtener hábitos de conducta que lleguen a ser estables. Si, por el contrario, no se acude a esos impulsos en su sazón y lugar, puede darse el caso de que se extingan antes que se forme el hábito, y más tarde puede ser ya difícil enseñar a la criatura a reaccionar en la dirección conveniente. El instinto de mamar en los animales, el de seguir a la madre en ciertos pájaros y en ciertos cuadrúpedos, son ejemplo de lo que decimos: poco tiempo después del nacimiento desaparecen por completo si no son mantenidos en ejercicio.

Hemos observado que, en los niños, en los impulsos y las aficiones maduran con un orden determinado. El arrastrarse, el caminar, el encaramarse, la imitación de los sonidos, el construir, el dibujar y el calcular ocupan sucesivamente al niño, de modo que en ocasiones una afición de éstas llega a ser exclusiva y luego puede llegar a disiparse completamente. Es natural que el momento pedagógico propicio para enseñar bien y para consolidar la costumbre útil, es aquel en que está más vivo el instinto congénito. Debéis, pues, aprovechar el momento que os parezca oportuno para desarrollar las disposiciones al atletismo, al cálculo mental, a aprender los versos de memoria, a dibujar, a la Botánica. Quizás este momento dure poco, de modo que no importa que mientras dure releguéis todo lo demás al segundo término. Haciéndolo así economizáis tiempo y lográis un resultado mejor, pues muchos hijos pródigos para las artes y para las matemáticas tienen, sin embargo, una eflorescencia de algunos meses con relación a esas ramas del saber.

Para todo esto es imposible especificar reglas, ya que todo depende de la asidua observación de cada caso particular, observación que es mucho más fácil a los padres que a los maestros, de suerte que la ley de la transitoriedad de los instintos se puede aplicar a la escuela en una escala muy reducida.

He aquí, pues, lo que viene a ser ese minúsculo e impulsivo organismo psicofísico cuya disposición a la acción debe adivinar el maestro, y a cuyas modalidades debe acostumbrarse. Partiendo de las tendencias congénitas, debe ampliar toda la experiencia activa y pasiva de su discípulo. Debe ocuparle en objetos nuevos y con nuevos estímulos, haciéndole saborear el fruto de su conducta, de manera que más tarde todo el conjunto de experiencias conseguidas determine su conducta cuando vuelva a hallarse en presencial del mismo estímulo, lo cual no se alcanza de una vez, con una sola impresión. Aunque de esta suerte la vida del niño se amplifica, llenándose cada vez más de recuerdos, asociaciones, sustituciones, el ojo habituado al análisis psicológico discernirá siempre debajo de todo esto las líneas fundamentales de nuestro simple esquema psicofísico.

Respetad siempre, pues, os lo ruego, las reacciones originarias, hasta cuando tratéis de vencer su conexión con determinados objetos, sustituyendo éstos por otros sobre los cuales deseéis establecer una regla. Una mala conducta, con relación al arte de enseñar, es un punto de partida tan oportuno como puede serlo una conducta buena; y hasta a riesgo de pareceros una afirmación paradoxal, me atrevo a sostener que muchas veces una mala conducta es mejor punto de partida que una conducta buena.

Las reacciones adquiridas deben convertirse en habituales desde el momento en que son convenientes y apropiadas. Por esto os invito a tratar de la Costumbre como nuevo tema de nuestro estudio.



VIII
LAS LEYES DE LA COSTUMBRE



Es esencial que el profesor se dé cuenta de la importancia que tiene la costumbre y la Psicología debe servirle para eso. Es verdad que hablamos de buenas y malas costumbres, pero cuando aplicamos la palabra costumbre generalmente nos referimos a una mala costumbre, pues a nadie se le ocurre decir: "la costumbre de ser sobrio o de tener templanza", y si decir la costumbre de embriagarse o de fumar. Sin embargo, nuestras virtudes son costumbres ni más ni menos que nuestros vicios. Toda nuestra vida, en cuanto tiene una forma definida, es solamente un cúmulo de costumbres prácticas, emocionales e intelectuales —organizadas sistemáticamente para nuestro provecho o para nuestro daño—, las cuales nos impulsan irresistiblemente hacia lo que constituye nuestro destino.

Como quiera que los escolares pueden comprender esto en una edad relativamente muy tierna, y como el haberlo comprendido contribuye en gran medida a que se desarrolle en ellos el sentimiento de la responsabilidad, convendría que el maestro estuviese en condiciones de hablarles de la filosofía de la costumbre, de una manera un poco abstracta, tal como trato yo ahora de hacerlo con vosotros.

Yo creo que por el hecho de poseer un cuerpo, nos hallamos sometidos a las leyes de la costumbre. La plasticidad de la materia viva de nuestro sistema nervioso es la razón de que hagamos con dificultad una cosa por vez primera, y siempre con mayor facilidad las veces sucesivas, y al cabo, ya lograda cierta práctica, casi mecánicamente y como sin conciencia de ello. Nuestro sistema nervioso ha evolucionado (adoptando la palabra del doctor Carpenter) en el sentido de su ejercicio, del mismo modo que un pliego de papel o un traje que han estado doblados en cierto sentido, tienden siempre, apenas se ofrece la ocasión, a adoptar el mismo doblez.

La costumbre es una segunda naturaleza, o mejor, como dice Lord Wellington, es "diez veces la naturaleza", a lo menos por la importancia que tiene en la vida de los adultos, puesto que nuestras costumbres adquiridas absorben y destruyen la mayor parte de nuestras tendencias impulsivas. El noventa y nueve por ciento o, si se quiere, el novecientos noventa y nueve por mil de nuestra actividad es cosa puramente automática y habitual, desde que nos levantamos por la mañana hasta que nos acostamos por la noche. El vestirse y el desnudarse, el comer y el beber, el saludar, el quitarse el sombrero y ceder la preferencia a las señoras, el mayor número de las locuciones, son cosas que a fuerza de repetición se han determinado de un modo tan sólido que se pueden muy bien clasificar entre los reflejos. Para cada clase de impresión tenemos dispuesta una contestación automática. Las palabras que oís ahora son ejemplo de esto: la circunstancia de haber ya dado una conferencia sobre la costumbre y de haber escrito sobre el mismo tema un capítulo de un libro y haberlo leído una vez impreso, hace que ahora mi lengua incida inevitablemente en las viejas frases que han llegado a serme habituales, y que vaya repitiendo lo propio que tengo dicho.

Por lo mismo que somos simples fases de hábitos o costumbres, somos criaturas estereotípicas, imitadoras y copiadoras de nuestro Yo pasado. De aquí se sigue que la preocupación esencial del maestro debe ser el engranar en el niño la serie de costumbres que puede serle más útil en el curso de la vida. La educación atiende a la conducta, y las costumbres son la sustancia de que se alimenta la conducta.

Para no ir más lejos, os citaré aquel libro mío de que hace poco os hablaba: en él he dicho que lo más importante en la educación es el procurar que nuestro sistema nervioso sea nuestro aliado y no nuestro enemigo. Es preciso hacerse un fondo de caja, de adquisiciones; capitalizarlas y después vivir cómodamente de los intereses del capital. Con este objeto, debemos convertir en automáticas y habituales, cuanto antes, el mayor número de acciones útiles que podamos, y procurar no adquirir hábitos que puedan sernos perjudiciales. Cuanto mayor sea el número de particularidades de la vida de cada día que podamos confiar a la custodia, que nada cuesta, del automatismo, tanto más la potencialidad más elevada de nuestra mente se hallará en libertad de dedicarse a lo que es su propia labor. No hay ser más digno de compasión que el que carece absolutamente de hábitos, todo él indecisión, que no acierta a encender un cigarro, ni tragas una bebida, ni consigue acostarse o levantarse, sin un mandato especial de la voluntad. Una buena parte de la vida de un hombre semejante piérdese en indecisiones y lamentaciones sobre cosas que debieran ya estar engranadas en su naturaleza y no existir prácticamente para su conciencia. Si mis oyentes no tienen bien engranados tales deberes, empiecen a ponerlos en esta condición desde luego. En el capítulo que el profesor Bain dedica a "Las costumbres morales" he leído algunos datos prácticos de gran valor, de los cuales surgen dos máximas principales.

La primera es que para adquirir una costumbre nueva o para abandonar una mala costumbre debemos lanzarnos con toda la iniciativa de que seamos capaces. Acumulad todas las circunstancias que puedan reforzar el motivo justo; poneos asiduamente en las condiciones que os animen en la nueva dirección; adoptad nuevos empeños incompatibles con el antiguo; si conviene, haced público el empeño en que os habéis colocado; en una palabra: apoyad vuestra resolución con todos los auxilios de que seáis capaces. Esto dará tal peso a vuestra renovación que la tentación de volver atrás tardará en presentarse y cuanto más tarde, más probabilidades hay de resistirla.

Recuerdo haber leído en un diario austriaco un aviso de cierto Rodolfo X, ofreciendo cincuenta florines de regalo al que después de la fecha del aviso encontrase en la posada de Ambrosio y "hago esto —terminaba el aviso— para cumplir una promesa que he hecho a mi mujer". Con una mujer semejante y con esta manera de conseguir nuevas costumbres, se podría apostar casi con seguridad por el éxito del amigo Rodolfo.

La segunda máxima, es: No toleréis una sola excepción, mientras la nueva costumbres no está bien arraigada en vuestra vida. La continuidad del ejercicio es lo que hace que el sistema nervioso actúe rectamente. Por esto dice el profesor Bain:

"La peculiaridad de las costumbres morales por la cual se distinguen de las adquisiciones intelectuales, es la presencia de dos potencias hostiles, una de las cuales debe gradualmente imponerse a la otra. Importa en grado máximo, en tal situación, no perder una sola batalla. Una ventaja, la más leve, del bando malo, contrasta el efecto de muchas conquistas del lado bueno. La precaución esencial consiste, pues, en regular las dos potencias opuestas de modo que la una tenga una serie no interrumpida de buenas fortunas, hasta que la repetición la haya reforzado hasta el punto de que pueda luchar con la potencia adversa en cualquier circunstancia. Este es teóricamente el mejor camino del proceso mental".

Una tercera máxima débese añadir: Aprovechad la primera oportunidad que encontréis de obrar con arreglo a la resolución tomada, y seguir cualquier estímulo emocional que advirtáis en el sentido de las costumbres que deseéis adquirir. No es, en efecto, en el momento de formarse, sino en el momento en que produzcan efectos motores, cuando las resoluciones y aspiraciones imprimen la nueva disposición en el cerebro.

Aun cuando esté llena de máximas la mente, aun cuando sean excelentes los sentimientos, si el individuo no ha sabido aprovechar para obrar ninguna oportunidad concreta, no conseguirá, de seguro, que mejore su carácter. Ya dice el proverbio que el infierno está empedrado de buenas intenciones. "Un carácter —como dice Stuart Mill— es una voluntad completamente acostumbrada"; y una voluntad, en el sentido que él entiende esta palabra, es una agregación de impulsos de obrar de una manera firme, pronta y exacta, en todas las principales ocasiones de la vida. Una tendencia a obrar se adapta a nosotros solamente en proporción de la frecuencia no interrumpida con que se suceden las acciones y el cerebro se adapta a ellas. El consentir que una resolución o un ardor de sentimiento se desvanezcan sin obtener efectos prácticos, es cosa mucho peor que desaprovechar una buena ocasión, pues semejante consentimiento contribuye a impedir que las emociones y las resoluciones futuras sigan su vida normal de realización y éxito. No existe un ser humano más despreciable que el sentimental enervado y el soñador que diluye su propia vida en un mar de sensiblerías sin realizar jamás una empresa concreta.

Esto se relaciona con una cuarta máxima: No prediquéis demasiado a vuestros alumnos: no prodiguéis los discursos abstractos. Esperad sobre todo la oportunidad práctica; agarraos a ella cuando pase, y así, en un solo acto, conseguís que vuestro niño piense, sienta y obre. Los golpes directos a la conducta crean la nueva disposición del carácter y hacen de las costumbres nuevas un tejido orgánico. Predicar y relatar demasiado se reduce a una fatiga inútil.

En la breve autobiografía de Darwin existe un pasaje citado con gran frecuencia, pero que, como encaja exactamente en lo que llevo dicho sobre la costumbre, quiero citarlo una vez más:

"Hasta la edad de treinta años todos los géneros de poesía me proporcionaban un placer extraordinario; y ya cuando iba a la escuela gozaba intensamente con los dramas de Shakespeare, en particular con los que tenían un argumento histórico. La pintura también me proporcionaba grandes satisfacciones y la música me arrebataba. Ahora, en cambio, y de esto hace ya muchos años, no puedo leer un verso. Recientemente he intentado leer a Shakespeare y lo he encontrado estúpido hasta un punto intolerable, y me ha dado hastío. Del mismo modo, he perdido el gusto de la música y la pintura. No parece sino que mi mente se ha convertido en una máquina que sólo sirve para deducir de los hechos, leyes generales; pero no acierto a concebir cómo esto puede hacer determinado la atrofia de aquella parte del cerebro de que dependen los gustos más elevados... Si tuviese que volver a vivir mi vida, impondríame como regla de conducta el leer alguna poesía y escuchas un poco de música a lo menos una vez por semana, pues así tal vez la costumbre mantendría la vitalidad en aquellas porciones de mi cerebro que se han atrofiado. La pérdida de estos gustos es una pérdida de felicidad y quizás pueda perjudicar a la inteligencia: más bien debe dañar al carácter moral, debilitando la parte emocional de nuestra naturaleza".

Mientras somos jóvenes cualquiera de nosotros cree poder llegar a ser todo lo que puede ser un hombre. Deseamos y creemos poder goza siempre con la poesía; que cada día seremos más inteligentes en pintura y en música; que llegaremos a comprender las ideas espirituales y religiosas, y en fin, que no dejaremos que los grandes pensamientos filosóficos de la época pasen por fuera de nuestra vida. Todo esto creemos durante la juventud, y sin embargo, ¿cuántos hombres y cuántas mujeres, en la edad adulta, han realizado esta esperanza buena y honrada? Ciertamente, muy pocos, y las leyes de la costumbre nos indican la razón. En un momento dado se despierta en nosotros el interés por alguna de estas cosas, pero si no es pertinazmente alimentado, en vez de convertirse en hábito poderoso y necesario, se atrofia y muere, cortado de raíz por los intereses rivales fomentados diariamente. Hacemos ni más ni menos que Darwin. Ya decimos, ya, en abstracto: "Quiero divertirme con la poesía, quiero firmemente mantener mi gusto por la música, leer los libros que imprimirán una nueva dirección al pensamiento de mi época, mantener viva mi porción espiritual más elevada, etc., etc.". Pero no tomamos estas resoluciones de un modo concreto, y no empezamos hoy. Parece que pretendemos desmentir que todos los bienes, que valen la pena de ser poseídos, deben ser pagados con un esfuerzo continuado. Lo dejamos para más tarde y muy pronto se desvanece hasta la posibilidad de hacerlo. ¡Y pensar que diez minutos diarios de poesía, de lectura o de meditación, una hora o dos de música, de pintura, de filosofía, por semana —mientras que empezásemos en seguida— nos darían infaliblemente, a su tiempo, la plenitud de lo que deseamos! No cuidando de realizar la tarea concreta necesaria, sustrayéndonos a la insignificante fatiga de todos los días, estamos cavando la tumba de nuestras potencialidades más elevadas. Este es un punto acerca del cual, vosotros, maestros, debéis reclamar repetidamente la atención de vuestros alumnos más antiguos que muestren aspiraciones más elevadas.

Según que una función se ejercite diariamente o no, el individuo resulta un ser diferente en la vida ulterior. Recientemente recibimos en Cambridge la vista de varios individuos indios cultos con quienes hablamos libremente de la filosofía y de la vida. Más de uno de ellos me ha dicho en confianza que la vista de nuestros rostros contraídos por la hipertensión y la intensidad de la expresión propia de los norteamericanos, y nuestras actitudes contorsionadas y sin gracia cuando estamos sentados, le producía una impresión muy penosa. "Yo no comprendo —me decía uno de ellos— cómo podéis vivir de esta manera, sin conceder deliberadamente ni un solo minuto a la meditación y a la tranquilidad en todo el día. Es una cosa común e invariable en nuestra vida de la India el permanecer retirados durante una media hora por lo menos todos los días, en la soledad, en el silencio, relajando todos los músculos, respirando rítmicamente y meditando en las verdades eternas. Todos los niños indios se acostumbran a esto desde los primeros días de su vida". Los buenos frutos de una disciplina semejante resultaban evidentes observando la falta de tensión, la maravillosa dulzura, la calma de la expresión del rostro y la imperturbabilidad de las maneras de aquellos orientales. Comprendí entonces que mis paisanos se están privando de una gracia esencial del carácter. ¿Cuántos niños americanos se han oído aconsejar por sus padres y por sus maestros que moderen su voz estridente, que relajen los músculos cuando no se sirven de ellos y que, en lo posible, se abandonen cuando están sentados? Ni siquiera el uno por mil, ni el uno por cien mil tal vez. Y, sin embargo, por la influencia refleja que tiene sobre nuestros estados mentales interiores, esta incesante hipertensión, hiperactividad, hiperexpresión, están elaborando el daño de nuestra nación de un modo terrible.

Os ruego, maestros, que reflexionéis seriamente sobre esta cuestión. Quizás os está confiado el ayudar a la generación americana que surge, a tener una nueva y mejor forma de ideales personales.

Volviendo ahora a nuestras máximas generales, puedo prescribiros como quinta y última, la siguiente: Mantener viva en vosotros la facultad del esfuerzo mediante un pequeño ejercicio diario. Esto quiere decir: sed sistemáticamente heroicos todos los días en las pequeñas cosas no necesarias, haced uno o dos días alguna cosa por la sola razón de que es difícil y de que preferiríais no hacerla. Y así cuando suene la hora del peligro o de la necesidad os encontrará animosos y dispuestos. Un ascetismo de esta naturaleza parécese al seguro que uno paga por su casa y por sus bienes. Pagar el premio no le gusta y es posible que jamás le sea útil, pero si ocurre que el fuego le destruye la casa, el haber pagado le salvará de la ruina. Y lo mismo pasa al hombre que se ha acostumbrado cada día a concentrar su atención, a querer enérgicamente, a privarse de lo superfluo. En medio del ciclón, estará sólido como una torre mientras a su alrededor todo se derrumbará y sus compañeros de desgracia serán arrebatados como la paja del grano que se cierne.

Me han echado en cara, cuando he tratado el tema de la costumbre, el mostrar tan fuertes los hábitos antiguos, tan difícil el adoptar los nuevos y hasta imposible una reforma o una conversión de improviso. Naturalmente esto bastaría a condenar mi doctrina, pues aun cuando son muy raras, todavía ocurren conversiones repentinas. Pero nótese que no existe incompatibilidad entre las leyes generales que he establecido y las modificaciones más sorprendentes del carácter. Se pueden tomar costumbres nuevas, lo he dicho expresamente, cuando hay estímulos y excitantes nuevos. Si una vida abunda en estos últimos o tiene aquellas experiencias críticas revolucionarias que derrumban toda la escala de valores de un individuo y todo el sistema de sus ideas, no es admirar una conversión improvisada; el viejo orden de sus costumbres se derrumbará, y si los motivos nuevos tienen valor positivo se formarán las nuevas costumbres reconstruyendo en el individuo una naturaleza nueva o regenerada.

Todo esto lo reconozco y concedo fácilmente, pero las leyes generales de la costumbre no por esto deben ser alteradas, y el estudio fisiológico de las condiciones mentales continúa siendo todavía en su conjunto el aliado más poderoso de la ética exhortativa. El infierno de que habla la Teología, no es peor que el infierno que nos creamos en nuestra vida, dejando que nuestro carácter adopte una mala forma. Si los jóvenes se hicieran cargo de lo que muy pronto que las acciones se transforman en costumbres, prestarían más atención a su conducta, mientras se hallan en la edad plástica. Nosotros mismos engendramos nuestros destinos buenos o malos. Nada se pierde; cada pequeño rasgo de virtud o de vicio deja su huella nunca demasiado leve. El borracho Rip Van Winkle, de la comedia de Jefferson, a cada nueva recaída en su vicio predilecto, se excusa exclamando: "¡Esta vez no se cuenta!" Está muy bien: él puede no contarla aquella vez, un cielo benigno puede tampoco contarla; pero resulta contada de todos modos, porque, en el fondo, entre sus células y sus fibras nerviosas, las moléculas la cuentan, la registran y la almacenan para servirse de ella contra él a la primera ocasión en que la tentación se reproduzca. Nada de lo que hacemos queda a un lado en el sentido literal de la palabra.

Naturalmente esto tiene su punto de vista malo y su punto de vista bueno. Del mismo modo que se llega a borracho por una serie de bebidas separadas, se llega a santo en moral, y a autoridad en lo científico gracias a muchas obras y trabajos separados. Ningún joven debe dudar del éxito final de su educación en cualquier situación en que se encuentre. Si se aplica con fe durante todas las horas laborales del día puede estar seguro del resultado, puede tener la certeza de despertarse un día siendo uno de los competentes de su generación en la facultad que haya escogido. Silenciosamente, entre todos los detalles de sus tareas, la facultad de formar juicio en la materia de que se ocupe se habrá elaborado por sí misma como una propiedad que nunca más se pierde. Los jóvenes deben tener desde luego noción de esta verdad, pues el ignorarla ha sido probablemente lo que más que otra causa alguna ha engendrado el descorazonamiento en muchos jóvenes que habían emprendido carreras arduas y difíciles.



IX
LA ASOCIACIÓN DE IDEAS



Al pronunciar mi última conferencia, tratando de la costumbre, referíame principalmente a nuestras costumbres motrices o sea a las costumbres de la conducta exterior. Pero nuestros procesos del pensamiento y de la sensación también hállanse sometidos a las leyes de la costumbre, y resultado de esto es el fenómeno conocido con el nombre de "asociación de las ideas". ahora me propongo estudiar este fenómeno.

Recordaréis perfectamente que hemos descrito la conciencia como una corriente continua de objetos, de sentimientos y de tendencias impulsivas. Hemos visto ya que las fases de ésta son semejantes a campos u ondulaciones, teniendo cada una de éstas un punto central de atención más vivaz, en correspondencia con el objeto que es más prominente en nuestro pensamiento, mientras alrededor se encuentra un margen de otros objetos de menor relieve que casi se funde y confunde con el campo de las tendencias emocionales y activas que todo lo reúne y abarca. Describiendo la mente de este modo, nos atenemos lo más posible a la naturaleza de las cosas. Puede a primera vista parecer que en la fluidez de estas ondas sucesivas todo esté indeterminado; pero si bien se observa, se ve que cada onda posee una constitución que puede en cualquier grado ser explicada estudiando la constitución de las ondas que inmediatamente le han precedido. Esta relación que existe entre cada onda y las que le han precedido, viene expresada en las dos llamadas "leyes de la Asociación", de las cuales la primera lleva el nombre de Ley de contigüidad, y la segunda el nombre de Ley de similaridad.

La ley de contigüidad enseña que los objetos en que se piensa con la onda que surge, son los que en alguna experiencia precedente se encontraban junto a los objetos representados por la onda que estaba pasando. Cuando recitáis el alfabeto o una oración, cuando la vista de un objeto os recuerda su nombre o el nombre os recuerda el objeto, os halláis en otros tantos casos de aplicación de la ley de contigüidad.

La ley de similaridad afirma que, cuando la contigüidad no consigue describir los objetos tal cual son, los objetos que surjan probarán de igualarse a los objetos que se retiran, aunque unos y otros jamás antes hayan sido experimentados juntamente. En nuestros vuelos de la fantasía ocurre esto con mucha frecuencia.

Si deteniendo el flujo de nuestra reverie nos hacemos esta pregunta: "¿Cómo me he puesto ahora a pensar que este objeto?" podemos casi siempre desandar la vía que hemos recorrido, llegando hasta aquello que ha introducido en nuestra mente el objeto de referencia, con sujeción a una u otra de estas leyes. Toda la rutina de nuestras adquisiciones mnemónicas, por ejemplo, es una consecuencia de la ley de contigüidad. Las palabras de un poema, las formas trigonométricas, los hechos de la Historia, las propiedades de los cuerpos, son cosas que conocemos como sistemas definidos o como grupos de objetos que están en nuestra mente ordenados de cierto modo determinado por repeticiones innumerables, de las cuales una pequeña parte nos hace recordar todo lo demás. En las mentes áridas y prosaicas casi todas las series mentales fluyen a lo largo de estas dos líneas de la rutina habitual: la repetición y la sugestión.

En las mentes dispuestas y llenas de poder imaginativo, en cambio, la rutina se interrumpe a cada momento de facilidad, y un campo de objetos mentales sugiere otro campo que quizás no se había enlazado con aquél durante toda la historia del pensamiento humano. En estos casos, el anillo de conjunción es, comúnmente, alguna analogía entre los objetos sucesivamente pensados, a veces tan sutil, tan tenue, que aun cuando le sentimos presente y vivo, apenas podemos analizar sus términos: como cuando, por ejemplo, encontramos algo masculino en el color rojo, y algo femenino en el azul pálido, o cuando de los caracteres humanos decimos que uno nos sugiere la idea de un gato, otro el de un perro, y otro, en fin, el de una vaca.

Los psicólogos, naturalmente, han profundizado la cuestión de las causas posibles de la Asociación y algunos han tratado de demostrar que la contigüidad y la similaridad no son dos leyes radicalmente diversas, sino que cada uno presupone la presencia de la otra. Yo mismo me siento inclinado a creer que los fenómenos de asociación dependen de nuestra constitución cerebral, y no son consecuencia directa de nuestra cualidad de racionales. En otros términos: cuando lleguemos a ser espíritus desencarnados, podrá ser que las series de nuestros estados de conciencia sigan leyes completamente diversas. Tales cuestiones son muy discutidas en las obras de psicología y en ellas hallaréis noticias más extensas. No quiero prescindir de estos problemas, porque en mi calidad de maestro es el hecho de la asociación lo que me interesa, así sus fundamentos sean cerebrales o espirituales, así sean o no sus dos leyes reducibles a una sola. Vuestros alumnos son pequeños mecanismos de asociación, y su educación consiste en organizar dentro de ellos ciertas tendencias determinadas a asociación: una cosa determinada con otra, impresiones con consecuencias, éstas con reacciones, aquéllas con resultados, y así sucesivamente hasta lo infinito. Cuanto más abundantes son los sistemas asociativos, es tanto más completa la adaptación del individuo al mundo en que vive.

El maestro puede formular su función, ya en los términos de "asociación", ya en los de "reacción congénita adquirida". Su función consiste principalmente en constituir sistemas útiles de asociación en la mente del muchacho. Esta definición es más amplia que la formulada al principio. Pero cuando se piensa que nuestras series de asociación, cualesquiera que sean, se reducen normalmente a reacciones adquiridas, o sea, a la conducta, se comprende que, en tesis general, la misma masa de hechos viene comprendida en las dos fórmulas.

Es maravilloso el número de operaciones mentales que nos es permitido explicar apenas hemos concebido el principio de la asociación. El gran problema que éste trata de resolver, es el siguiente: ¿Por qué aparece ahora en mi mente este campo de conciencia, constituido de este modo particular? Y el aludido campo puede estar constituido por objetos imaginados, por objetos recordados, o por objetos percibidos, del mismo modo que puede encerrar una acción decidida. En uno y otro caso, cuando analizamos las diversas partes del campo, se puede demostrar que provienen de pactos de campo que precedentemente hallábanse en la conciencia y se han derivado con arreglo a una u otra de las referidas layes de la asociación. Estas leyes ponen la mente en movimiento; el interés, excitando a un lado y otro, toma la medida, y la atención, como veremos más tarde, obrando como timón, impide que la marcha siga un zig-zag exagerado.

Cuando uno se hace perfecto cargo de esos factores, se comprende de un modo sólido y sencillo el mecanismo psicológico. La naturaleza y el carácter en un individuo equivalen, en realidad, a la forma habitual de sus asociaciones. El oficio principal del educador es interrumpir las asociaciones equivocadas o malas, crearlas mejores, y constreñir las tendencias asociativas por los cauces que se ofrecen más propicios. En esto, como siempre que se trata de principios simples, la mayor dificultad es la aplicación. La Psicología puede establecer las leyes, pero únicamente el tacto y el talento pueden conducir a resultados útiles.

Es un hecho de la más vulgar experiencia que nuestras mentes pueden pasar de un objeto a otro a través de muy diversos campos de experiencia. La indeterminación de nuestra vida de asociación in concreto es una particularidad tan notable como lo es la uniformidad de su forma abstracta. Partiendo de una idea cualquiera, toda la sucesión de vuestras ideas está potencialmente a vuestra disposición. Si tomamos como punto de partida de asociaciones, como botafuego —digámoslo así— cualquier simple palabra que yo pronuncie delante de vosotros, es ilimitado el número de diversas sugestiones que puede suscitar en vuestra mente. Suponed que yo diga "azul", por ejemplo: uno de vosotros puede pensar en el cielo azul y en la calurosa estación actual, de aquí a pasar a pensar en la meteorología general; otro puede pensar en el espectro solar y en la fisiología de la visión de los colores, de aquí a pasar a los rayos X y a las recientes especulaciones de los físicos sobre el incognoscible actual; otros pueden pensar en una camisa azul o en las flores que una amiga llevaba en el sombrero y seguir por esta línea de reminiscencias personales. A otros tal vez sólo les sugiera dicha palabra disquisiciones filológicas o lingüísticas; y otros, hallando en el azul un sinónimo de melancolía, pueden deducir de esta idea series enteras de interesantes asociaciones relativas a la Psicología morbosa.

En la misma persona, la misma palabra oída en momentos diversos provocará, como consecuencia del variar de las preocupaciones marginales, una u otra cadena de asociaciones posibles. El profesor Münsterberg hacía metódicamente el siguiente experimento: presentaba la misma palabra cuatro veces, en intervalos de tres meses, a cuatro diversas personas que eran sujetos de sus observaciones; y encontró que de ordinario las asociaciones que surgían provocadas de aquel modo no eran constantes. En una palabra: todo el contenido potencial de la conciencia de un individuo es accesible por cualquiera de sus puntos. Esta es la razón de que nunca podamos desarrollar mucho las leyes de la asociación: partiendo del campo mental presente jamás podremos predecir ni definir lo que pensará la misma persona cinco minutos más tarde. Los elementos que pueden lograr en el proceso una gran preponderancia, las partes de los campos sucesivos a cuyo alrededor girarán las asociaciones, las posibles bifurcaciones determinadas y la sugestión, son tan numerosas y ambiguas que no se pueden determinar antes de realizarse. Pero si no podemos desarrollar las leyes de la asociación hacia delante, podemos seguir su curso en sentido inverso. No podemos decir lo que nos pondremos a pensar dentro de cinco minutos, pero sea lo que sea, podremos seguir su derivación a través de los anillos intermedios de contigüidad y de semejanza. Lo que frustra nuestras previsiones es el impulso desviatriz que se engendra entre el margen y el foco.

Yo estoy, verbi gratia, recitando el poema Locksley Hall para distraer mi mente de un estado de suspensión de ánimo en que me encuentro respecto de las disposiciones testamentarias de mi pariente que acaba de fallecer. El testamento permanece en el foso de la escena mental como una porción extremadamente periférica del campo de mi conciencia. pero el poema distrae gratamente mi atención hasta que llego al verso que empieza:

"Yo, el heredero de todas las edades"...

Las palabras "Yo, el heredero..." forman inmediatamente un contacto eléctrico con la idea marginal del testamento, el cual, a su vez, hace palpitar mi corazón representándome el posible legado a mi favor, hasta el punto de que tiro el libro y paseo a grandes pasos por la estancia excitado por las visiones de próxima fortuna que atraviesan mi imaginación.

Cualquier porción del campo de la conciencia que tenga una excitabilidad mayor que la que se halla actuando puede ser provocada y obrar desde luego e un modo predominante. La acción desviatriz del interés hace torcerse la corriente, del modo más caprichoso.

Un punto todavía y habré dicho cuanto creo necesario explicaros respecto del proceso de la asociación.

Habréis visto con cuánta prepotencia una simple palabra excitante evoca sus propios asociados, haciendo desviar todo el orden de nuestro pensamiento del camino que venía siguiendo. Esto quiere decir que toda porción del campo tiende a imponer sus propios asociados. Si se da el caso de que estos sean muy diversos, se entabla una especie de rivalidad; pero apenas uno de ellos empieza a obrar por su propia cuenta, los demás quedan como absorbidos. Raramente, sin embargo, ocurre como en el ejemplo referido, que todo el proceso mental se forma alrededor de un particular único. Hay algo como una constelación por la cual entran en juego pasiones ya pasadas del campo mental. Así, volviendo al poema que os he contado, cada palabra de él, mientras yo le recito todas por su orden viene sugerida no solamente de las palabras precedentes que una a una expiran sobre mis labios, sino asimismo de todas las palabras precedentes tomadas en conjunto. La palabra edades, por ejemplo, reclama las palabras "en las primeras filas del tiempo" si viene precedida por las palabras "Yo, el heredero de todas las..."; mientras que cuando viene precedida, como en otro verso del propio poema, de las palabras "Porque yo no dudo que a través de las"... reclama "un solo propósito corre". Análogamente si yo escribo en el encerado las letras A, B, C, D, E, F, probablemente estas os sugerirán G, H, I... Pero si escribo ABADE os sugerirán como complemento SA para decir Abadesa.

La razón práctica para recordaros una ley semejante es que desarrollando las asociaciones en la mente de vuestros discípulos no debe reducirlas todas a pocos excitantes, sino multiplicar estos cuanto sea posible. Asociad las reacciones que deseáis obtener a múltiples constelaciones de antecedentes: no hagáis nunca una pregunta con una misma palabra y de un mismo modo. Ahí va un ejemplo: no os sirváis siempre de las mismas combinaciones de números en los problemas de Aritmética. Cuando lleguemos al capítulo de Memoria hablaremos de todo esto con mayor difusión.

Esto basta en cuanto al tema general de la asociación. Abandonándolo para tratar otros puntos (con los cuales repetidamente se relaciona este mismo asunto) no puedo menos de insistir en una exhortación: la de que os acostumbréis a pensar en vuestros alumnos en términos asociativos. Si pensáis en vuestros discípulos como en tantos otros pequeños sistemas de un mecanismo asociativo, os quedaréis maravillados de la penetración de vuestra vista en sus operaciones, y de lo práctico de los resultados que obtendréis. Nosotros juzgamos que nuestros conocimientos, por ejemplo, están caracterizados por ciertas tendencias. Ahora, cada vez que los examinemos, veremos demostrado que son tendencias de asociación. Ciertas ideas van continuamente seguidas de otras ideas; éstas, de ciertos sentimientos e impulsos a aprobar o desaprobar, a aceptar o rechazar. Si el sujeto rechaza una de estas primeras ideas, el éxito práctico puede fácilmente ser previsto. En resumen: los tipos de carácter son, en amplio sentido, tipos de asociación.



X
INTERÉS



En la última conferencia hablé de la tendencia del alumno a reaccionar según maneras característicamente definidas, a consecuencia de estímulos o circunstancias excitativas diversas. Traté, en sustancia, de los instintos del discípulo. Algunas situaciones se refieren desde el primer momento a instintos especiales; en otras esta relación no se establece sino después que las conexiones oportunas están organizadas mediante el ejercicio del individuo. Del primer grupo de objetos o situaciones decimos que son interesantes por sí mismas originariamente, y del otro, que originariamente carecen de interés, debiendo éste ser adquirido ulteriormente.

Ningún tema ha obtenido atención mayor que éste por parte de los pedagogistas. Si algunos objetos son originariamente interesantes, y para los otros el interés debe ser adquirido artificialmente, el que enseña debe saber cuáles son aquéllos para asociarlos con estos y lograr así que se les comunique el interés despertado por los últimos.

Los intereses originarios de los niños residen casi todos en la esfera de las sensaciones. Las cosas nuevas que ven los nuevos sonidos que oyen, el espectáculo de cualquier especie de acción violenta harán desviar siempre su atención de los objetos enseñados verbalmente. El castillo de naipes que está disponiendo Juanito, la riña de perros en la calle, el sonido de la campana que avisa de un incendio, son los adversarios que debe combatir la buena voluntad del maestro constantemente. El niño atenderá más siempre a lo que el maestro hace que a lo que el maestro dice. Mientras se está preparando un experimento o el maestro escribe sobre la pizarra, los niños permanecen tranquilos y atentos. Yo he visto toda una multitud escolar quedarse callada y atenta de improviso, viendo que el maestro cortaba la corteza de un palito para servirse de ella en un experimento, y volver a mostrarse ruidosa y turbulenta apenas el profesor empezó a explicar el experimento mismo. Una señora me refería que un día durante una lección se sintió entusiasmada de haber mantenido fija la atención de uno de sus alumnos. Ni un momento había dejado de mirarle a la cara, pero terminada la lección, el alumno le dijo: "Os he estado mirando mientras ha durado la lección y nunca habéis movido el labio superior". Era la única cosa que había llamado la atención de aquel muchacho.

Las cosas vivas, pues, las cosas que se mueven, o por lo menos las cosas que tienen apariencia de peligro, alguna cosa de dramático, son las que originariamente interesan a la infancia, más que otra cosa alguna. Por esto los maestros de niños pequeños, hasta tanto que se hayan avivado en ellos intereses más artificiales, deben mantener siempre el contacto con ellos valiéndose de aquellas cosas. La instrucción debe hacerse objetivamente, anecdóticamente, experimentalmente. A cada momento los dibujos en la pizarra y los cuentos deben amenizar las lecciones. Pero, naturalmente, este método solo sirve para los primeros pasos.

¿Es posible, pues, formular algún principio general mediante el que los intereses ulteriores y más artificiales se pongan en conexión con estos primeros que el niño lleva consigo en la escuela?

Sí, afortunadamente: existe una ley sencillísima que pone en relación los intereses adquiridos con los intereses originarios.

Cualquier objeto que carezca de interés por sí mismo puede llegar a hacerse interesante asociándose a un objeto ya interesante de suyo. Entonces los dos objetos asociados, se desenvuelven, por decirlo así, unidos: la porción interesante difunde la propia cualidad a todo el resto, y así cosas no interesantes por sí mismas logran un interés que llega a ser tan fuerte como el de cualquier otra cosa originariamente interesante. Lo más curioso es que la difusión del interés no empobrece el objeto de donde éste surge, sino que a veces los objetos tomados conjuntamente son más interesantes que no lo fue nunca por sí sola la cosa naturalmente interesante.

Esta es una de las mejores pruebas del grado en que es aplicable el principio de la asociación de las ideas en Psicología. Una idea comunicará a la otra el propio interés emocional cuando las dos hayan estado asociadas en cualquier especie de complexo mental. Como quiera que no existen límites para las diversas asociaciones en que puede combinarse una idea interesante, bien claro se desprende de cuántos modos se puede evocar un interés.

Fácilmente comprenderéis esta consideración abstracta, si os expongo el más insignificante ejemplo concreto: el del interés que despiertan las cosas por el solo hecho de relacionarse con nuestro bienestar material. El objeto más originariamente, más fundamentalmente interesante para un hombre es su yo y la muerte de éste. Por esto apenas una cosa se relaciona con la muerte del yo, es ya en gran manera interesante. Entregad al niño los libros, las plumas, los lápices y demás cosas de que tiene necesidad; dádselas luego, hacedlas propiedad suya y atended a las nuevas luces que esta circunstancia hace brillar a sus ojos. El muchacho se toma por dichas cosas una vez suyas un cuidado perfectamente nuevo. En toda la vida adulta las inferioridades de la profesión y de los quehaceres de un hombre, intolerables por sí mismas, son soportados porque se enlazan con la fortuna personal del individuo. ¿Qué cosa menos interesante que un horario de ferrocarril? Y, sin embargo, ¿qué otra cosa de más interés si tenéis que emprender un viaje y buscáis un tren que os acomode? En ocasión semejante, el horario absorberá todo el interés del individuo, por la sola razón de que se relaciona con su vida personal. De todos estos hechos se deduce un programa abstracto simplicísimo, que el maestro debe seguir para entretener sólidamente la atención del niño; debe empezar en la línea de sus intereses congénitos y ofrecerle solamente objetos que tengan con aquéllos relación inmediata. El método de los jardines de la infancia, el sistema de las lecciones objetivas, el ejercicio de la pizarra y la labor manual responden a estos principios. Las escuelas que emplean estos métodos son aquellas en que la disciplina es más fácil, en que el maestro jamás necesita levantar la voz para reclamar orden y atención.

Después, poco a poco, asociad a estas primeras ideas y a estas primeras experiencias los objetos y las ideas ulteriores que deseéis infundir en vuestros alumnos: Reunid lo nuevo a lo viejo en forma natural y eficaz, de suerte que el interés, atraído de continuo de un punto a otro, acabe por abarcar todo el sistema de objetos del pensamiento.

Tal es la regla, en abstracto, y abstractamente no hay cosa más fácil de entender. La dificultad está en la aplicación de la regla, porque la diferencia entre un profesor que interesa y un profesor que aburre consiste en el don de la inventividad merced a la cual el primero sabe establecer las conexiones y asociaciones, y el segundo, o no acierta a encontrarlas o lo hace tarde y premiosamente. En los relatos de aquél abundarán las anécdotas y el estímulo del interés pasará de detrás a delante, enlazando lo nuevo a lo viejo, de un modo brillante y atractivo. Otro profesor no tendrá tanta fecundidad de invención y su lección será siempre una cosa muerta y pesada. Este es el significado psicológico del principio herbartiano, de preparar para cada lección lo nuevo con lo viejo, y el significado psicológico, asimismo, de todo aquel método de concentración en los estudios, de que recientemente tanto habéis oído hablar. Cuando la geografía, y la gramática, y la historia y la aritmética se cruzan y entrecruzan entre sí, obtenéis toda una serie interesante de procesos.

Si queréis, pues, conquistar el interés de vuestros discípulos, seguir un camino que os diré: aseguraos de que tienen en la mente algo a que prestar atención desde el momento que empezáis a hablarles. Este algo puede consistir en un grupo precedente de ideas, interesantes por si mismas, y de tal naturaleza que los nuevos objetos que les presentéis puedan incrustarse en aquéllos, formando una especie de todo lógicamente asociado y sistemático. Afortunadamente, son muchas las conexiones que pueden despertar el interés. ¡Qué auxiliar tan grande ha sido la reciente guerra de Filipinas para estudiar la geografía! Pero aun sin la guerra, habríais podido preguntar a vuestros alumnos si comerían huevos con pimienta, y de dónde suponían que la pimienta provenía. Y también preguntarles si el ladrillo es una piedra y sabido que no lo es, explicarles cómo están formadas las piedras y cómo se fabrican los ladrillos. El interés una vez puesto en un objeto puede decirse que permanece en él. Nuestras adquisiciones llegan a ser dentro de ciertos límites porciones de nuestro yo personal, y poco a poco, con la multiplicación de las asociaciones que se entrecruzan y el acrecentamiento del hábito de familiaridad y de práctica, el sistema entero de los objetos de nuestro pensamiento se consolida, haciéndose interesante por algún motivo y en algún grado la máxima parte de él.

Los intereses de un individuo son en su mayoría profundamente artificiales: se han formado lentamente. Los objetos del interés profesional en su mayor parte fueron al principio repulsivos, pero por su conexión con objetos congénitamente interesantes, como la fortuna personal, o la responsabilidad social, y especialmente por la fuerza de la costumbre inveterada, llegan a ser, a la mitad del camino de la vida, lo único en que el hombre pone todo su cuidado. Mas aun en todo esto, la extensión y la consolidación llegan por el mismo camino que os he explicado. Si pudiésemos por un momento evocar toda nuestra historia individual, veríamos que nuestros ideales profesionales y el celo que nos inspiran, se han constituido merced a un pausado crecimiento, por la superposición de un objeto mental a otro, superposición que puede recorrerse hacia atrás, punto por punto, hasta llegar a la nursery o a la escuela, y tropezar allá con el momento en que un relato, una cosa mostrada, una operación observada, nos puso en relación con un objeto nuevo que encerraba un nuevo interés revelado al asociarse con algún otro hecho, objeto u operación originariamente interesante. El interés que ahora se extiende a todo el sistema, comenzó merced a aquel pequeño acontecimiento. Del mismo modo que las abejas se colocan en algún sitio pegándose unas a otras de manera que son muy pocas las que se hallan en contacto con el tronco de que pende el enjambre, se disponen los objetos de nuestro pensamiento: cuelgan unos de otros por medio de eslabones asociados; pero la fuente originaria del interés es para todos aquel interés congénito en que los más antiguos se incrustaron una vez.



XI
ATENCIÓN



No se puede tratar del interés sin tratar de la atención, porque decir que un objeto es interesante vale tanto como decir que llama la atención. Mas, aparte de la atención que atrae cualquier objeto interesante, a la cual podemos llamar atención pasiva o espontánea, existe una forma más deliberada de atención: atención voluntaria o con esfuerzo, que podemos prestar a los objetos poco interesantes o por sí mismos no interesantes. La distinción entre atención activa y pasiva, hállase en todo los tratados de psicología, y se relaciona con los aspectos más profundos del asunto. Nosotros, considerando el hecho desde nuestro punto de vista actual no necesitamos complicar las cosas.

Cuanto más continuamente es sostenida la atención pasiva, tanto menos necesaria es aquella forma de atención que requiere un esfuerzo, y tanto más dulce y plácidamente discurre la labor de la clase.

Hablemos ahora de la atención voluntaria o deliberada. Se oye repetir a menudo que el genio consiste en el poder de mantener fija la atención, y está muy extendida la opinión popular de que los hombres de genio se distinguen por su poderosa voluntad en este sentido. La observación introspectiva más ligera, demuestra, sin embargo, que la atención voluntaria no puede sostenerse continuamente, sino por periodos. Cuando estamos estudiando un tema que no logra interesarnos, si nuestra mente propende a divagar, nos vemos obligados a cada momento a concentrar nuestra atención por medio de esfuerzos que vivifican por un instante el tema, de manera que la mente puede correr durante algunos minutos en el sentido de éste, hasta que una idea incidental la detiene y la desvía. Entonces hay que repetir el proceso del reclamo volitivo. En pocas palabras: la atención voluntaria sólo se mantiene pocos momentos. La atención sostenida del hombre de genio, que se mantiene fija en un objeto durante horas y horas, es, en su mayor parte, de naturaleza pasiva. Las inteligencias de los genios están llenas de asociaciones copiosas y originales. El tema del pensamiento, una vez en marcha, desarrollada toda suerte de consecuencias fascinadoras. La atención es llevada de una de estas consecuencias a la otra, de la manera más interesante, y ni por un momento intenta desviarse.

En una mente vulgar, por el contrario, un tema cualquiera desarrolla asociaciones mucho menos numerosas y acaba por morirse tranquilamente; y si el individuo quiere absolutamente pensar sobre el tema de que se trata, debe hacer retroceder a cada momento su atención merced a un esfuerzo violento. En él, en cambio, la facultad de la atención voluntaria halla de continuo oportunidades de ocuparse. El despreciado mercachifle, el vulgar hombre de negocios (tan menospreciado por los superhombres distribuidores de renombre), tal vez sea quien tenga más desarrollado este sentido, porque tiene que oír tantos discursos de un gran número de personas poco interesantes, y descontar tantos detalles inútiles, que la facultad de que os hablo debe tenerla siempre en ejercicio. El hombre de genio, por el contrario, es la persona en quien encontraréis menos desarrollada la facultad de estar atento a una cosa insípida o por sí misma desprovista de gracia. El hombre de genio no puede regir sus asuntos, no contesta las cartas, descuida irremediablemente todos sus deberes de familia, porque es incapaz de desviar la atención de la serie de imágenes con que su genio le ha poblado la mente.

La atención voluntaria es un asunto esencialmente momentáneo. Podéis reclamarle en la escuela ahuecando la voz y conseguirla fácilmente; pero si el tema sobre el cual con semejante vozarrón llamáis la atención de los discípulos no tiene el poder de interesarlos, no la mantendréis firme por mucho rato, y muy pronto las mentes de los escolares tomarán el camino de los espacios infinitos. Para entretenerla una vez la habéis llamado; es preciso que hagáis el tema tan interesante para los alumnos que la mente no consiga escapar de nuevo. Para obtener esto hay que observar un precepto, abstracto como todos ellos, de modo que para aplicarlo con fruto se requiere un conocimiento singularísimo.

He aquí el precepto: debe procurarse que el tema presente siempre aspectos nuevos; que ofrezca cuestiones nuevas, que, en una palabra, varíe incesantemente. De un tema que no cambie, huye la atención inevitablemente, y esto podéis probarlo en el más sencillo de los ejemplos: con el de la atención sensorial. Procurad estar incesantemente atentos a una mancha hecha en un papel o en la pared. ¿Sabéis lo que os pasará? Que muy pronto el campo de vuestra visual se habrá hecho ceniciento, de suerte que nada veréis distintamente, o involuntariamente habréis dejado de mirar la mancha y estaréis mirando otra cosa cualquiera. Pero si a vosotros mismos os hacéis sucesivamente variadas preguntas acerca de la mancha: qué fuerza tiene, a qué distancia está, qué gradaciones de color ofrece, etc., etc., en una palabra, si la variáis en vuestro interior, si la pensáis de un modo diverso, formando distintas asociaciones, podréis estar con la mente fija en ella durante un tiempo relativamente largo. Esto es lo que hace el genio en cuyas manos los temas se agigantan. Esto es lo que debe hacer el maestro sobre cada tema, si desea economizar los reclamos violentos a la atención de los alumnos. El fiarse a la atención violentada es un método desastroso, porque irrita y enerva, y sólo conduce a resultados imperfectos. Por esto el profesor que acierta a tener siempre despierto el interés de sus alumnos, debe ser considerado como el maestro más sagaz.

En la labor de toda escuela, existe, sin embargo, una gran cantidad de material por fuerza enojoso y poco excitante, y al cual es imposible incrustar de un modo permanente un interés obtenido por medio de la asociación. Para esto existen ciertos métodos externos, conocidos por todos los maestros. Fitch ha hecho un especial estudio de estos procedimientos para fijar la atención, y pasa revista a muchos de ellos. se debe hacer cambiar de posición a los alumnos. Se les debe hacer cambiar de lugar. Después que se han obtenido contestaciones individuales, se debe hacer contestar las preguntas a coro. Se debe hacer preguntas elípticas, las cuales ha de completar el alumno. El maestro debe procurar sorprender al alumno más distraído y despabilarse. Se debe fomentar el hábito de las respuestas prontas y rápidas. Las recapitulaciones, las ilustraciones, los ejemplos, los cambios de orden, las interrupciones de la rutina, son medios oportunos para mantener despierta la atención y reflejar un poco de interés sobre un tema pesado. Sobre todo, el maestro debe ser vivo y listo, y difundir estas cualidades con su ejemplo.

Pero, después de todo, existe además el hecho de que algunos maestros tienen en su fisonomía alguna cosa que naturalmente atrae, y puede hacer interesantes los ejercicios merced a esta cualidad, mientras que otros carecen de esta condición. La Psicología y la Pedagogía general se declaran impotentes en presencia de este conflicto.

Un breve resumen de la teoría fisiológica del proceso de la atención puede ilustrar un poco estas indicaciones prácticas, y ratificarlo presentándolo desde un punto de vista ligeramente distinto.

¿Qué es el proceso de la atención psicológicamente considerado? La atención por un objeto existe cuando éste ocupa por completo la mente. Suponemos para mayor sencillez que el objeto sea un objeto de sensación: una figura que se acerca a nosotros en la calle. Mientras está distante se destaca mal y apenas se nota su movimiento; no sabemos con seguridad si es un hombre. Un objeto semejante si lo miramos sin intención, difícilmente atraerá nuestra atención por completo. La impresión óptica puede no obstante herir nuestra conciencia hállase interesada por otras cosas. Hasta, podemos, no ver en efecto la figura hasta que alguien nos avise. Pero, ¿de qué modo? Señalándola con el dedo o descubriendo su apariencia: esto es, creando una imagen premonitoria del punto a donde debemos mirar y de la cosa que debemos esperar ver. La imagen premonitoria es ya una excitación de los centros nerviosos que han recibido la impresión. Entonces el objeto entra en el foco del campo mental, pues la conciencia ha sido atraída, no sólo por la impresión, sino además por la imagen premonitoria. Pero el máximum de la atención no se ha conseguido todavía. Aun cuando veamos el objeto, y nos fijemos en él, puede darse el caso de que no nos importe, que no nos sugiera nada que valga la pena, y que una corriente opuesta de objetos o de pensamientos la aparte rápidamente de nuestro campo de conciencia. en cambio, si nuestro compañero acierta a descubrírnoslo de un modo muy expresivo, si hace revivir en nuestra mente un grupo de experiencias relativas al caso —pronuncia el nombre de un enemigo o el de un mensajero de noticias importantes— las ideas marginales se alían con la del objeto, y se combinan con éste en un solo sistema, y la mente tiende a él con toda su fuerza.

El proceso de la atención, pues, en su punto máximo, puede compararse a una célula nerviosa excitada por dentro y por fuera. Las corrientes centrípetas que surgen de la periferia la despiertan, y las corrientes colaterales provenientes de la memoria y de la imaginación la refuerzan.

En este proceso la impresión centrípeta es el elemento más nuevo: las ideas que la refuerzan y lo sostienen están entre los más antiguos procesos mentales. Puede decirse, pues, que se realiza el máximum de la atención cada vez que tenemos una armonía sistemática o una unificación entre lo nuevo y lo viejo. Es una circunstancia curiosa la de que ni lo nuevo ni lo viejo sean por sí mismo interesantes: lo viejo carece de sabor, y lo que es absolutamente nuevo no es suficiente para llamar la atención. Lo viejo en lo nuevo es lo que más la excita: lo viejo con un leve quid de novedad. Nadie desea oír una lección sobre un asunto que no tiene conexión alguna con sus cogniciones anteriores; pero a todos agrada escuchar disertaciones sobre un tema de que ya sepan una pequeña cosa. Lo mismo ocurre con la moda: todos se complacen con la pequeña o ligera modificación que introduce cada año en los trajes del año anterior, mientras un salto de la moda de una década a la de la década siguiente parecería una ridiculez y una exageración.

El secreto del profesor que sabe interesar consiste en una adivinación simpática (dando a esta palabra un sentido más etimológico) de la clase de materia que con mayor espontaneidad hará vibrar el interés del niño en un momento dado; y en el ingenio que le hace descubrir vías de conexión entre tal material y las cosas que debe enseñarle. El principio es fácilmente comprensible, pero es muy difícil ponerlo en práctica. Esto significa que el conocimiento de una psicología como la que os estoy exponiendo, no puede crear un buen maestro, del mismo modo que las leyes de la perspectiva no tienen poder para dar una habilidad efectiva a un insignificante pintor de paisajes.

Mas, podría a alguno de vosotros ocurrir cierta duda. Hace poco, a propósito del instinto de la combatividad, os hablé de nuestra moderna pedagogía como de una cosa demasiado suave. Ahora vosotros mismos podréis decirme si el esfuerzo exclusivo del enseñante para excitar el interés espontáneo del alumno evitando las vías severas de la atención voluntaria, violentada hacia el objeto repulsivo, no peca un poco de sentimentalismo. La mayor parte del trabajo escolar debe, por su propia naturaleza, ser desagradable. El hallarse en presencia de insulseces poco interesantes es cosa muy común en la vida. ¿Por qué, pues, exponerse por desterrarla de la escuela, o atenuar el rigor de esta ley?

Dos palabras bastarán a obviar esta mala inteligencia. Es indudable que la máxima parte del trabajo de la escuela, hasta que ha llegado a ser habitual y automático, es repulsivo, y no puede llevarse a cabo sino con un voluntario y continuo llamamiento de la atención. Haga el enseñante lo que quiera, esto es inevitable, porque deriva de la naturaleza misma del asunto y de la mente que aprende. El proceso repulsivo de enseñar de memoria al pie de la letra, debe hacerse interesante, al principio, por medios puramente exteriores, asociando al éxito del esfuerzo de atención el interés personal del alumno, como por ejemplo, el mejorar de lugar en la escuela, el evitar un castigo, etc., etc. Sin este interés el niño nunca prestará atención. Sin embargo, aunque en estos procesos una cosa llegue a ser bastante interesante para que se le preste atención, no quiere esto decir que se le pueda prestar atención sin esfuerzo. El esfuerzo debe estar constantemente presente y activo, pues si el interés derivado del objeto ya por sí sola de lo fácilmente atrae la atención, este debe llamarse espontáneo. El interés que el maestro más hábil puede reflejar sobre el objeto es siempre y solamente un interés suficiente a determinar el esfuerzo; y para ello debe aprovechar todas las fuentes de interés que sepa descubrir respecto del objeto, determinando conexiones entre su naturaleza propia y la de los alumnos, ya en la línea de la curiosidad teórica, ya en la del interés personal, ya en la del impulso de combatibilidad. Las leyes mentales podrán entonces provocar suficientes sensaciones de esfuerzo para mantener al discípulo en la dirección del objeto. No existe, en efecto, escuela de mayor esfuerzo que aquella en que se procura incesantemente estar atento a objetos de pensamiento por sí mismos repulsivos, difíciles, y cuyo único interés se ha conseguido por la vía de sus asociaciones como medios para un fin ideal remoto.

La doctrina herbartiana del interés no debe, pues, por sistema, ser acusada de suavizar excesivamente la Pedagogía. Si ocurre así, consiste en que la doctrina es desarrollada de un modo poco inteligente. No queráis simplemente por amor a la disciplina, reclamar la atención de vuestros alumnos, atronándolos con la voz; tampoco muy a menudo la solicitéis como un favor; ni la exijáis siempre como un derecho, ni abuséis de excitarla preconizando la importancia del asunto. Tal vez, en verdad, no podréis eludirlo siempre, pero cuantas veces lo hagáis tantas menos pruebas daréis de ser buenos maestros. Despertad, deducid el interés del fondo mismo, fomentadlo en el calor con que vosotros mismos os apasionáis por el tema, según las leyes que acabo de exponeros.

Si un asunto es excesivamente abstracto, ilustrad su naturaleza por medio de ejemplos concretos. ¿Es poco familiar? Presentad algún punto de analogía que tenga con cosas ya conocidas. ¿No es bastante humano? Intercaladlo en un relato. ¿Es difícil? Asociad su conocimiento con el punto de vista de alguna ventaja personal. A cada cosa imprimid variaciones, porque ningún objeto invariable puede ocupar largo tiempo el campo mental. Procurad que vuestro discípulo pase desde un asunto a otro completamente diverso, pues la variedad en la unidad es el secreto de todo relato y de todo pensamiento interesante.

Otro punto nada más y habré dado fin a este tema. Existe, a no dudar, una gran variedad originaria entre los individuos, en cuanto al tipo de su atención. Algunos de nosotros son, por naturaleza, distraídos, y otros siguen apaciblemente una serie de pensamientos relacionados entre sí sin sentir tentaciones de desviar su mente hacia otros objetos. Parece que esto consiste en una diferencia de tipo individual del campo de la conciencia. Este se halla en algunos intensamente localizado y concentrado, y las ideas que ocupan el punto focal predominan en la determinación de las asociaciones. En otras personas debemos suponer que el margen es más amplio y que de vez en cuando los atraviesan como meteoros ciertas imágenes que eclipsan la idea focal, y conducen en sentido distinto de ésta al impulso asociativo. Las personas de este último tipo encuentran que su atención divaga de continuo y que se ven obligados a hacerle retroceder por medio de esfuerzos voluntarios. Los primeros, en cambio, caen profundamente en un tema de meditación, y para salir de él, se sienten como suspensos o perdidos por un momento antes de volver al contacto y relación con el mundo exterior.

Es una gran fortuna el poseer semejante facultad de fijar la atención. Los que la tienen pueden trabajar con más rapidez y con menos dispendio nervioso; y yo me inclino a creer que los que naturalmente carecen de ella, a pesar de los esfuerzos que hagan, no pueden aquistarla en gran escala. Esta facultad es probablemente una característica fija, determinada, del individuo. Sólo deseo hacer una observación que habré de repetir luego: es que nadie debe lamentar indebidamente la inferioridad que reconozca en sí mismo, respecto de alguna facultad elemental. El tipo de la atención concentrada es una de estas facultades y puede ser reconocida y medida en los laboratorios de Psicología experimental. Pero cuando la hayamos medido en un cierto número de personas, no podremos establecer entre ellas una escala de valor mental efectivo con relación al grado de aquella facultad, porque el valor mental de un individuo es la resultante de la labor coordinada de todas sus facultades, de suerte que ninguna de ellas tiene el voto decisivo. Si una de ellas lo poseyese, sería probablemente la fuerza del deseo y de la pasión, la intensidad del interés que el individuo pone en sus propósitos. La concentración, la memoria, el raciocinio, la inventividad, la excelencia de los sentidos, son facultades auxiliares de la que hemos propuesto como primera. No importa que el tipo de los sucesivos campos de conciencia de un individuo sea todo lo desordenado que se quiera. Si realmente se apasiona por un asunto, volverá, a no dudar, sobre sus divagaciones repetidas, y en conjunto, hará más y obtendrá mejores resultados que otro individuo cuya atención puede ser más continuada durante cierto intervalo, pero cuya pasión por el tema es más tenue y menos permanente. Casi todos los trabajadores más eficaces que conozco tienen el tipo ultradistraído. Un amigo mío cuya producción es prodigiosa, me ha confesado que si tiene necesidad de formarse concepto de un asunto, se pone a pensar en otro, pues los mejores resultados que obtiene proceden de sus divagaciones mentales. Esto es una exageración humorística; pero hablando en serio, lo cierto es que nadie debe desesperarse por su inferioridad desde este punto de vista. Nuestra mente puede ser todo lo inquieta que se quiera, pero no por esto ha de carecer de la eficacia de cualquier otra por extraordinaria que sea.



XII
MEMORIA



Reconozco que estamos siguiendo un orden bastante arbitrario. Hubiera sido natural tratar de la memoria después de hablar de las asociación, y estudiar luego la atención y el interés. Pero, ya que hemos empezado por estas dos últimas operaciones, pasemos enseguida a ocuparnos de la memoria cuyos fenómenos son las más simples e inmediatas consecuencias del hecho de que nuestra mente es una máquina asociativa. Entre los principios del análisis psicológico, no puede ofrecerse ejemplo mejor que la memoria para poner de relieve la fecundidad de las leyes de la asociación. Por otra parte, la memoria es una facultad tan importante en la escuela que probablemente esperáis con curiosidad el saber qué ayuda puede prestaros respecto de ella la Psicología.

Si en los tiempos pasados hubieseis preguntado a una persona por qué podía recordar algún incidente particular de su vida, la sola respuesta que os hubiera dado hubiese sido “que tenía un alma y que ésta hallábase dotada de una facultad llamada memoria cuya función era recordar, y gracia a ella tenía de presente un conocimiento de aquella porción determinada de su pasado”. Esta explicación basada en la facultad ha quedado completamente desterrada merced a la teoría de la asociación. Si diciendo que tenemos la facultad de la memoria no se entiende sino el hecho de que podemos recordar, es decir, sin no es más que una denominación abstracta aplicada a nuestro poder interno de tener presente el pasado, no hay dificultad en admitirla; tenemos esta facultad porque tenemos dicho poder. Pero si con la palabra facultad se entiende exponer un principio de explicación de nuestro poder general de recordar, nuestra Psicología suena a hueco. La Psicología asociacionista, en cambio, da una explicación de cada hecho particular de la memoriación, y haciéndolo así, da una explicación de la facultad en general.

He aquí demostrado lo que quiero deciros. Suponed que yo callo durante unos segundos y que luego grito con acento de mando: "¡Recordad! ¡Haced memoria!" ¿Obedecerá a esta orden vuestra facultad de la memoria y reproducirá alguna imagen definida de vuestro pasado? Ciertamente que no. Nuestra mente permanecerá atónita y acabaréis por preguntarme: "¿Qué queréis que recordemos?" Es necesario un punto de partida o de apoyo. "Recordad la fecha de vuestro nacimiento, lo que habéis cenado, o la serie de las notas musicales". En este caso vuestra facultad de la memoria produce inmediatamente el resultado apetecido: el punto de partida encamina su amplia potencialidad hacia un objeto particular. Y si ahora tratáis de averiguar cómo ocurre esto, tened presente que el punto de apoyo es una cosa asociada contiguamente con el objeto evocado. Las palabras "fecha de mi nacimiento" están directamente asociadas con un número, un mes y un año particular; las palabras "desayuno de esta mañana" interrumpen todas las vías de revocación, excepto aquellas que se refieren a "café, jamón y huevos"; las palabras "escala musical" se asocian en la mente con do, re, mi fa, sol, etc. En efecto, las leyes de la asociación gobiernan toda la serie de nuestros pensamientos no interrumpidos por las sensaciones que sobre nosotros descienden desde lo exterior. La mente se asimila todo lo que halla eco en ella; y una vez dentro, lo asocia a cuanto antes contenía. Esto es tan cierto en lo que se refiere a cualquier cosa de que se haga memoria, como lo es en lo que se piensa en cualquier momento dado.

Reflexionando, hallaréis que existen en vuestra memoria ciertas peculiaridades que nos parecerían extrañas e inconcebibles, de vernos obligados a considerarlas como producto de una facultad puramente espiritual. Si la memoria fuese una facultad de este género, la cual se nos hubiese concedido tan sólo para uso práctico, deberíamos recordar más fácilmente todo aquello que mayor necesidad tuviésemos de recordar; y ninguna influencia tendría la frecuencia de las repeticiones, la proximidad en el tiempo, ni otras circunstancias semejantes.

El recordar mejor una cosa reciente o repetidamente observada, y el haber olvidado una cosa antigua o vista una sola vez, constituiría una anomalía desde el punto de vista de que fuese la memoria solamente una facultad espiritual. Pero si recordamos por virtud de nuestras asociaciones, y si éstas son debidas (como enseñan la Psicología fisiológica) a la organización de nuestras vías cerebrales, comprendemos fácilmente que prevalezcan las leyes de la proximidad en el tiempo y de la multiplicidad de repeticiones. Los senderos más frecuentados y más recientemente recorridos, son siempre los más expeditos, los más fáciles de seguir. Las leyes de nuestra memoria son incidentes de nuestra constitución asociativa, que durarán mientras nuestro cerebro conserve su constitución actual.

Podemos, pues, establecer que la evocación de los recueros es una resultante de nuestro poder asociativo, y éste, en último análisis, es debido, según todas las probabilidades, a la acción de nuestro cerebro.

Descendiendo para analizar más particularmente la facultad de la memoria, impórtanos distinguir entre su aspecto potencia, como un almacén o un depósito, y su aspecto real de evocación actual de un suceso particular. Nuestra memoria contiene todas las clases de particulares, no que debamos recordar ahora, sino que podamos tener precisión de recordar en cuanto se ofrezca un estímulo suficiente. Así la retentiva general como la especial explícanse por la asociación. Una memoria nutrida depende de un bien organizado sistema de asociaciones, y su bondad depende de dos cualidades: en primer término, de la persistencia de las asociaciones; y después, del número de las mismas.

Consideremos aisladamente cada uno de estos dos puntos.

En primer lugar, la persistencia de las asociaciones. Esta idea da al individuo lo que puede llamarse la cualidad de la retentiva natural. Si, conforme yo creo, admitimos que el cerebro sea la condición orgánica de la asociación de los vestigios de nuestra experiencia, podemos suponer que algunos cerebros sean cera para recibir y mármol para retener, de suerte que en ellos se conserve la más tenue impresión. Nombres, datos, precios, anécdotas se conservan de un modo indeleble, y sus diversos elementos permanecen en la más perfecta coherencia, de suerte que el individuo llega a ser una especie de enciclopedia ambulante. Todo esto puede ocurrir sin que se tenga en la cabeza un plan filosófico, ni el impulso de utilizar los materiales así adquiridos, según cierto sistema lógico. En los libros de anécdotas, y más recientemente en los tratados de Psicología, encontramos citados ejemplos de verdaderas monstruosidades de esta memoria asistemática, en personas muchas veces estúpidas. Esta condición no es, sin embargo, incompatible con una mente filosófica, porque las características mentales son infinitamente variables. Por esto, cuando la memoria y filosofía se combinan en una misma persona, se consigue la más elevada especie de eficiencia intelectual. Los Walter Scott, los Leibnitz, los Gladstone, los Goethe, todos los autores de los infolio de nuestra biblioteca ha pertenecido a este tipo. La actividad mental muy desarrollada parece, en efecto, exigir tal combinación, puesto que si vuestra mente filosófica sistemática, se halla privada de una buena memoria asistemática aunque conozca el modo de lograr resultados y recuerde en qué libros podrá encontrarlos, el tiempo que pierde en buscarlos constituye una inferioridad para vosotros como pensadores, mientras que el individuo del tipo más rápido tiene con esto solo una ventaja en la economía mental.

El tipo opuesto, en su forma extrema, el tipo de las asociaciones efímeras, lo encontramos en aquellos que no poseen ni sombra de memoria asistemática. Si estos son además deficientes en poder lógico y de sistematización, puédeseles clasificar entre los individuos de mentalidad débil; pero este no es lugar para ocuparse de este asunto. Podemos imaginarnos que su materia mental es como fluida gelatina, en la cual las impresiones se hacen con la mayor facilidad, pero una vez separado lo que imprime, la substancia se nivela de nuevo, volviendo de nuevo el cerebro a su condición originaria de indiferencia.

Mas así y todo, como en cualquier otra substancia gelatinosa, puede darse el caso de que una impresión vibre a través de todo el cerebro, transmitiendo ondas a otras partes de éste. En caso semejante, si bien la impresión inmediata puede desaparecer rápidamente, modifica, no obstante, la masa cerebral, toda vez que la vía que ha trazado puede permanecer, de suerte que por ella sea fácil reproducir la impresión cuando algún estímulo nuevamente la excite. La facilidad de la reproducción dependerá naturalmente de la frecuencia con que tales vías sean recorridas. Cada una de estas vías es un proceso asociado, y el número de ellos puede llegar a sustituir la tenacidad de la impresión originaria. Ha escrito un autor: cada uno de los asociados es un eslabón del cual depende el otro por toda la vida, y un medio de pescarlo de nuevo cuando se sumerge. Forman, por así decirlo, una red completa, la trama de todo el tejido de nuestro pensamiento. El “secreto de una buena memoria” es el secreto de formar tantas asociaciones diversas como hechos se trata de recordar. Pero esto de formar asociaciones diversas como hechos se trata de recordar. Pero esto de formar asociaciones con un hecho —¿qué otra cosa es sino pensar lo más posible en este hecho?— En una palabra, pues: entre dos hombres con las mismas experiencias externas, el que piense más en estas experiencias y las combine con las relaciones de la vida de un modo más sistemático, será el que tenga la mejor memoria.

Mas si nuestra habilidad de recordar una cosa depende tan principalmente de las asociaciones que pueda tener con las otras cosas que vengan a ser de esta suerte sus estímulos o excitantes, podemos deducir esta consecuencia pedagógica importante: No se puede obtener un mejoramiento de la facultad general o elemental de la memoria, pero si es dable mejorarla respecto a especiales sistemas de cosas asociadas, y esto último es debido a la manera de entretejer dichas cosas en nuestra mente. Si se entretejen mucho o muy profundamente, se conservan; si poco y superficialmente, tienden a desprenderse tanto más rápidamente cuanto más escasa es la retentiva congénita del cerebro.

Y en cuanto los ejercicios, en cuanto las repeticiones sean adecuadas para un sistema de objetos, para la aprender la Historia, por ejemplo, no servirán para mejorar ni la duración, ni la facilidad de retener objetos pertenecientes a un sistema completamente distinto: por ejemplo, el sistema de los hechos químicos. Cada sistema debe ser almacenado, digámoslo así, con separación y por sí mismo en mi mente; porque un hecho químico tenderá a permanecer en cuanto haya sido pensado en conexión con otros hechos químicos, y será fácilmente borrado si ha sido pensado de otra guisa.

No tenemos, por consiguiente, una facultad, sino facultades de la memoria, en tanto número cuantos son los sistemas de objetos que son pensados habitualmente con conexión entre sí. Un objeto determinado es mantenido en la memoria por medio de los asociados que ha conseguido exclusivamente dentro de su propio sistema. El aprender hechos de otros sistemas no le ayudará en manera alguna a ser retenido en la mente, por la simple razón de que no tiene estímulos adecuados en aquel sistema. A cada paso vemos ejemplos de este hecho. La mayor parte de los hombres posee una excelente memoria para los hechos que se relacionan con las cosas en que se ocupan de ordinario. Un atleta de vuestra Universidad, algo estúpido cuando se trata de libros, os sorprenderá con el conocimiento que tiene de los records establecidos en todos los ejercicios y juegos, y puede resultar un diccionario ambulante deportivo. La razón del hecho consiste en que él continuamente trabaja en su mente sobre aquellos datos, confrontándolos y disponiéndolos en series. Para él no son solamente una serie de datos curiosos sino un sistema conceptual: este es el motivo de su permanencia. De una manera análoga, recuerda el comerciante los precios del mercado, el hombre político las discordias de los demás hombres políticos y los diversos votos emitidos, y todo esto con una abundancia que maravilla al profano, pero que fácilmente se explica considerando la cantidad de pensamientos que unos y otros dedican a tales asuntos.

La gran memoria que para los hechos demuestran en sus libros un Darwin o un Spencer no impiden que posean una grado muy mediano de retentiva fisiológica. Que un hombre todavía joven asuma la misión de verificar una teoría como la de la evolución, y los hechos se le presentarán, por sí mismos, adheridos los unos a los otros como los granos de uva en el racimo. Sus relaciones con la teoría los mantendrán unidos, y cuantas más relaciones sepa discernir la mente, tanto mayor será la erudición del individuo. Puede, pues, el teorista poseer poca memoria inmediata, si es que alguna tiene. Tal vez los hechos que no puede utilizar se le escaparán sin advertirlo, y no los recordará apenas observados. Una ignorancia tan enciclopédica como su misma erudición puede coexistir con esta última, escondida en los intersticios del tejido de ésta.

El mejor sistema de insertar una cosa en la mente, es un sistema racional o lo que se llama una "ciencia". Poned la cosa en su casilla, en una serie clasificativa; explicadla lógicamente mostrando sus causas y las deducciones necesarias; encontrad de qué leyes naturales puede servir de ejemplo, y la conoceréis del mejor modo posible. Una "ciencia"es, en efecto, la mejor invención para ahorrar fatigas, pues economiza a la memoria un gran número de particulares, sustituyendo las simples asociaciones de contigüidad con las asociaciones lógicas de identidad, semejanza o analogía. Si conocéis una ley, podéis descargar vuestra memoria de una infinidad de ejemplos particulares, porque la ley os los representará cada vez que lo necesitéis. Tomemos, por ejemplo, la ley de la refracción: si la conocéis, podéis representaros sen seguida cómo alteran la apariencia de un objeto una lente cóncava, una convexa o una prismática. Pero si no conocéis la ley general, no tenéis más remedio que recargar vuestra memoria con las tres serie de efectos separados.

Un sistema "filosófico" en que todas las cosas encontrasen su explicación racional o estuviesen entre sí coordinadas como causas y efectos, sería el sistema mnemónico ideal, pues reuniría a la mayor sobriedad de los medios, la mayor riqueza de resultados. Así es que, los que tengan la memoria inmediata poco feliz, pueden salvarse cultivando su espíritu en el sentido filosófico.

Existen numerosos sistemas artificiales de mnemotecnia: algunos son conocidos de todo el mundo, otros se venden como secretos. Todos en general no son sino medios de pensar, según ciertas manera metódicas y estereotipadas los hechos que se trata de retener. Aun cuando tendría en este asunto cierta competencia, no quiero penetrar en los detalles de estos sistemas. Sin embargo, un solo ejemplo sacado de un sistema popular bastará para demostrar lo que quiero decir. Tomar el alfabeto numerado, el gran medio mnemotécnico para aprender números y datos. En este sistema cada cifra está representada por una consonante. De esta manera: 1 es t o d; 2, n; 3, m;4, r; 5, b; 6, sh, j, eh, o, g; 7, c, k, g, q; 8, f, v; 9, b, p; 0, 1, c, z. Suponed ahora que queréis acordaros de la velocidad del sonido, 1.142 pies por segundo; t, t, r, n son las letras que debéis escoger. Con ellas, como consonantes, podéis formar una palabra o sonido imitativo de los clarines ¡teterín!, y así para recordar la velocidad del sonido, no tenéis sino imitar el sonido de los clarines en la forma dicha. De un modo parecido podéis recordar el año de la batalla de Waterloo, 1815, formando la frase "día funesto de Bonaparte" cuyas iniciales son las letras d, f, d, b, que corresponden a las cifras del indicado año.

Aun dejando aparte la extrema dificultad de encontrar palabras que se presten para este ejercicio; el medio resulta mezquino, trivial y ridículo, y el método a que recurre el historiador para recordar las fechas es mucho mejor. Empieza por conocer toda una serie de datos fundamentales. Conoce el encadenamiento histórico de los acontecimientos, y sabe colocar un hecho en su lugar de la tabla cronológica, recordando sus antecedentes, concomitancias y consecuencias. Los métodos artificiales de mnemotecnia, en cambio, pueden recomendarse para retener los datos fundamentales de un sistema, o para hechos completamente aislados que no tienen lazo racional con todo el resto de nuestras ideas. De este suerte, los alumnos de estudios clásicos, recuerdan con la palabras Mar-Ma-Lu-Ot los nombres de los meses que tienen los Idus el día 16 en vez de tenerlos el día 15; los estudiantes de Anatomía recuerdan con el símbolo AEPI la disposición de los ligamentos cruzados en la articulación de la rodilla, porque el Anterior es Externo y el Posterior es Interno.

El sistema de llenarse la cabeza de las cosas que se quieren retener es un método de estudio muy mezquino. No tiende a otra cosa que a imprimir las cosas mediante una aplicación intensa, poco antes del examen. Pero una cosa aprendida de esta manera, sólo puede formar asociaciones muy flojas. En cambio, la misma cosa representada en días diversos, con diverso contexto, leída, pronunciada, repetida una y muchas veces, y una y muchas veces puesta en relación con otras cosas, se inserta íntimamente en el tejido mental. Por esto debéis insistir con vuestro alumnos para que adopten la costumbre de la aplicación continuada. El método de atiborrarse la cabeza de las cosas que se quieren aprender, sería a no dudar el mejor si diese buenos resultados. Pero esto no sucede, y debéis demostrárselo así a vuestro alumnos más creciditos.

De lo que hemos dicho, se deduce, pues, que la idea vulgar de que la "memoria" en sentido de una facultad general, puede ser mejorada con el ejercicio, contiene un gran error. Vuestra memoria puede ser mejorada realmente ejercitándola respecto de cierto genero de hechos, porque el hecho nuevamente aprendido encontrará entonces toda suerte de hechos análogos y asociados que ya existían y que lo hacen más fácilmente evocable. Pero otro sistema de hecho no logrará ventaja alguna, y quedará abandonado a la simple retentiva del individuo, del cual, como hemos visto, es prácticamente una cantidad determinada. No obstante, óyese decir muy a menudo:"Cometieron conmigo una gran falta siendo joven. Mis maestros no me hicieron ejercitar la memoria. Si cuando iba a la escuela me hubiesen hecho aprender buenas tiradas de cosas, no me hallaría ahora tan pobre de memoria para todo lo que veo y oigo". Eso es un gran error. Aprender de memoria las poesías os dará facilidad para recordar otras poesías, pero nada más; y lo mismo ocurre con la fechas, y con la Química y la Geografía.

No creo necesario insistir en este punto después de lo dicho: prefiero pasar a otro.

Así como he hablado del aprender las cosas a estilo de papagayo, me figuro que no estará fuera de lugar una observación general sobre este asunto. Los excesos del antiguo aprender de memoria literalmente y las inmensas ventajas de la enseñanza objetiva en los primeros estadios de la cultura han inducido quizás a una reacción inmoderada e injusta a los que cultivan la filosofía de la enseñanza: el aprender de memoria es hoy un método demasiado despreciado. Por más que se diga, no cabe negar que el material verbal es en definitiva el material más práctico y útil para el manejo del pensamiento. Las concepciones abstractas no tienen para nosotros otra encarnación que las palabras. Una investigación estadística demostraría que a medida que los hombres adelantan en la vida, tienden a servirse menos de imágenes visibles y cada vez más de palabras. Uno de los primeros descubrimientos de Galton fue la revelación de este hecho en los miembros de la Sociedad Real a quienes se había dirigido para informarse acerca de sus imágenes mentales. Esto quiere decir, pues, que el ejercicio de aprender literalmente de memoria debe ser un ingrediente esencial de toda educación sana. Naha hay más deporable que aquella especie de memoria no articulada e ineficaz, que recuerda el sentido general de una cita, de un caso, de una anécdota, pero no sabe expresarlo con exactitud. Nada, por el contrario, más conveniente, para quien la posee, ni más agradable para sus amigos, que una mente capaz de referir al relatar un sucedido, las palabras exactas de un diálogo, o de dar una definición exacta y completa. En cada rama del saber humano hallánse fórmulas felices, concisas y cómodas que resumen de un modo incomparable los resultados. La mente que puede retener tales fórmulas es por lo mismo una mente superior, y el comunicarlas a los discípulos será siempre una de las funciones favoritas del profesor.

Para aprender de coro, existen, sin embargo, métodos eficaces e ineficaces, y adiestrando al discípulo en los métodos mejores, el profesor puede a un tiempo despertar el interés y disminuir la fatiga. El método mejor, naturalmente, no es martillear las sentencias, repitiéndolas simplemente, sino analizarlas y pensarlas. Por ejemplo, si el niño tiene que aprender este último precepto, haced que primero aísle el fondo gramatical. "El mejor método no es machacar, sino analizar la sentencia". Después añadid las cláusulas simplificativas y restrictivas. "El mejor método es naturalmente no machacar las sentencias, sino analizarlas y pensarlas". Por fin, añadid las palabras"repitiéndolas simplemente". Así la sentencia se completa, y es a un tiempo mejor comprendida y retenida con más facilidad que si hubiese sido aprendida con un método más mecánico".

Antes de terminar, debo decir dos palabras acerca del tributo que han prestado a nuestros conocimientos sobre la memoria los psicólogos de laboratorio. Muchos entusiastas por los estudios científicos acerca de los niños van adquiriendo medidas precisas de las facultades elementales de la infancia, y entre ellas principalmente, de la memoria inmediata que se presta más que otra alguna a la mediación. Para practicarla, no debemos hacer más que enseñar al niño una serie de letras, de sílabas, de números, de figuras o de cualquier otra cosa, con intervalos de uno, dos, tres o más segundos, o pronunciar una serie análoga de nombres, con el mismo ritmo, para observar si él sabe repetir la serie, primero en seguida, después con un intervalo de diez, veinte, sesenta segundos o más. En relación con los resultados de este examen los niños pueden ser colocados en una escala determinada por razón de la memoria, y hasta hay quien opina que el maestro debiera modificar la enseñanza según la fuerza o debilidad de la memoria del alumno demostradas por este procedimiento.

Yo no puedo hacer aquí sino repetiros lo que os dije al hablar de la atención: el hombre es un ser demasiado complejo, para que se pueda apreciar con certeza su valor real midiendo una de sus facultades abstraída del conjunto de su mecanismo mental. Un ejercicio del género indicado, con objetos incoherentes y sin interés, sin que exista entre ellos ningún enlace lógico, sin valor externo práctico, es un ejercicio que no tiene semejante en la vida real, y en esta nuestra memoria siempre entra en acción por algún motivo y para algún fin. Recordamos las cosas que nos inspiran cuidado o que están asociadas con las que se hallan en este caso; y el niño que se halle en el último lugar de la escala establecida con arreglo al experimento, puede si se apasiona por un tema dar muestras de una memoria excelente y llenar sus obligaciones escolares mucho mejor que los pequeños papagayos que ocupan los primeros puestos de aquella lista "científicamente precisa".

La preponderancia del interés, de la pasión, para determinar el resultado de la actividad vital de un ser humano, no se desmiente nunca. No hay medida elemental de esas que se puedan establecer en un laboratorio, que baste a discernir la eficacia real del sujeto, porque su vitalidad, su energía emocional y moral, su tenacidad, no pueden determinarse con un solo experimento, y sólo es dable reconocerlas a la larga en presencia de la complejidad de los resultados. Un ciego como Huber, gracias a su pasión por las abejas y las hormigas, puede observarlas valiéndose de ojos ajenos, mucho mejor que podría hacerlo otro con sus propios ojos. Un hombre nacido sin brazos ni piernas como el pobre Kavanagh —¡cuán negativo hubiese sido en un laboratorio el resultado de un examen de su potencia motriz!— puede ser un viajero de aventuras, un sportman, y vivir una vida atlética al aire libre. Romanes estudiaba el grado de la apercepción en un gran número de personas haciéndoles leer un párrafo con gran velocidad, el cual debían después escribir de memoria lo más completamente posible. Encontró notables diferencias en cuanto a la rapidez, pues unos necesitaban para leer el párrafo un tiempo cuatro veces mayor que otros, y generalmente los que con más velocidad leían eran los que tenían mejor memoria. Pero estos no eran —y este es el punto sobre que yo insisto— no eran los más intelectuales, pues Romanes probó el experimento con muchos hombres eminentes así en la ciencia como en las letras, y muchos de ellos demostraron ser muy lentos en la lectura.

A la luz de todos estos hechos puede presumirse que la impresión en globo que una maestro recibirá de las condiciones de su discípulo según las indicaciones de su temperamento general y de su conducta, de su atención, de su prontitud, de la facilidad con que llenará sus tareas escolares, tendrá un valor mucho mejor que los sabios experimentos fuera de la realidad, como son las pedantísimas mediciones elementales del desarrollo de la memoria, de la asociación, de la atención, etc., que son preconizadas como la única base de una pedagogía genuinamente científica. Estas mediciones pueden dar, es verdad, indicaciones útiles, pero solamente cuando se combinan con observaciones con el conjunto general del individuo hechas por profesores de mirada penetrante, de mucho sentido común, y de corazón dotado de sentimiento para los hechos concretos de la naturaleza humana.

Por consiguiente, nadie debe empequeñecer demasiado si descubre en sí mismo alguna deficiencia con relación a alguna facultad elemental de su mente. Lo que tiene verdadero valor en la existencia es todo el complexo de la vida en acción, y las deficiencias que cualquiera de las facultades pueden ser compensadas con los esfuerzos de todo lo restante. Podéis llegar a ser un pintor aun sin tener imágenes visibles, un lector sin tener ojos, un portento de erudición careciendo casi de memoria elemental, y en cada uno de estos casos lograréis el éxito merced a la pasión que sentiréis por el asunto. Si de veras os interesa un resultado, podéis tener la seguridad de alcanzarlo. Si deseáis llegar a ricos, llegaréis a serlo; si pretendéis ser eruditos, lo conseguiréis; seréis buenos, si queréis serlo. Lo que importa es que deseéis realmente estas cosas, que las deseéis de un modo exclusivo, y no al mismo tiempo y con igual intensidad gran número de cosas incompatibles unas con otras.

Uno de los descubrimientos más importantes en el orden científico y en el campo de la Psicología es seguramente el de Galton y otros, con relación a las grandes variedades que ofrecen los individuos en cuanto al topo de su imaginación. Es ahora bien conocido el hecho de que los seres humanos varían entre sí enormemente por razón de la vivacidad, la completividad, la definidad y la extensión de sus imágenes visibles. Son extraordinariamente perfectas en cierto número de individuos, y en algunos tan rudimentarias que puede decirse que no existen. Lo mismo puede decirse respecto de las imágenes auditivas y motrices, y probablemente es verdad respecto de todas; los recientes descubrimientos sobre el área cerebral distinta para los diversos órdenes de las sensaciones parece ofrecer una base física a tales variaciones y discrepancias. Estos hechos son hoy tan conocidos que me basta llamaros la atención sobre ellos. Puede parecer a primera vista que tienen para el maestro una importancia práctica, y en efecto se ha prescrito a los profesores que clasificaran a sus alumnos, tratándoles luego según los resultados obtenidos. Interrogadles acerca de sus imágenes mentales, se dic a los maestros; presentadles una lista de nombres, recitad luego a su oído una lista análoga, y averiguad por qué vía el niño recuerda mayor número de palabras; y, en consecuencia, al enseñar a cada niño haced que vuestras palabras le lleguen por el camino que hayáis reconocido como mejor para él. Si la clase comprendiese un reducido número de escolares, un maestro que se preocupase mucho de esto conseguiría ciertamente resultados apreciables, pero es obvio que en una escuela común no es posible tal diferenciación de la enseñanza, y que la única lección realmente útil y práctica en las escuelas numerosas, es la lección a que se había llegado por una senda puramente empírica, y que consiste en procurar siempre el profesor producir impresión en su grey escolar por todas las vías sensitivas que le sea posible.

Hablad, escribid y dibujad en la pizarra, dejad que los niños hablen y hacedles escribir y dibujar; enseñadles planos y dibujos; presentadles diagramas con coloridos diversos, y el alumno escogerá entre la compleja variedad de las impresiones la que para él tenga mayor valor. Este principio de las impresiones múltiples se halla bien reconocido en las escuelas primarias y no debo insistir sobre él.

Este principio de multiplicar las vías y de variar las asociaciones y los reclamos es importante, no sólo para enseñar a los niños a recordar, sino para enseñarles a comprender.

Puede decirse que abarca todo el arte de la enseñanza.

Una palabra sobre la parte inconsciente y no reproducible de nuestras adquisiciones, y pongo fin al tema de la memoria.

El profesor Ebbinghaus imaginó un medio de medir el grado de nuestro olvido apoyándose en una ley importante de la mente. Consistía su método en releer más y más veces una lista de sílabas sin sentido hasta que el sujeto la repitiese bien sin vacilación. El número de veces que necesitaba aquél para aprender la lista era el índica de la facultad vencida. Si aprendéis una de estas listas y tardáis cinco minutos en repetirla, hallaréis que es imposible hacerlo con la misma soltura. Es preciso releerla para avivar el recuerdo de lagunas sílabas que se han desvanecido o han sufrido alguna trasposición. Pues bien: Ebbinghaus estudiaba sistemáticamente el número de repeticiones necesarias para reavivar el recuerdo exacto de la lista después de cinco minutos, media hora, una hora, un día, una semana, un mes; y el número de las repeticiones lo fijaba como medida de la cantidad de olvido habida durante el intervalo. El proceso del olvido es mucho más rápido en seguida que más tarde. Parece ser que más de la mitad de la lista se olvida durante la primera media hora; dos tercios a las ocho horas y solo cuatro quintos en el término de un mes. No hizo experimentos en periodos mayores de un mes; pero prolongando idealmente la curva del recuerdo obtenida como inicial en este experimento es natural suponer que por muy largo que sea el tiempo que dejemos pasar, no descenderá la curva hasta cero. En otras palabras, por muy largo tiempo que haya transcurrido desde que aprendimos un poema y aunque seamos completamente incapaces de recitarlo, siempre el haberlo aprendido una vez abreviará el tiempo necesario para aprenderlo de nuevo. En pocas palabras: el experimento del profesor Ebbinghaus demuestra que las cosas que somos incapaces de reproducir de un modo definitivo, han dejado sin embargo cierta impresión particular en la estructura de nuestro cerebro, de suerte que se han modificado las resistencias de las vías de dicho órgano y nuestro aprender procede con más rapidez.

El maestro debe sacar de estos hechos una lección. Todos nosotros tendemos con demasía a medir el aprovechamiento de nuestros alumnos por el poder de repetir como lección o en un examen las materias que han aprendido; pero del poder que no se expresa, pero que en él reside, no apreciamos suficientemente el valor. Al muchacho que dice: "Sé la contestación, pero no acierto a decirla", le colocamos prácticamente entre los que nada saben, y en esto cometemos un grave error, porque es una parte muy exigua de nuestra experiencia de la vida, la que somos capaces de expresar en forma articulada. Aunque una memoria pronta sea en gran fortuna para el que la posee, la memoria más indistinta de un asunto, esto es, la de haberlo tratado otra vez, la de sus similares y la del lugar a donde podemos acudir para estudiarlo, constituyen para muchos hombres y para muchas mujeres el principal fruto de la educación, y aun de la educación profesional, puesto que el médico y el abogado raras veces son capaces de decidir un caso a primera vista, y se diferencian solamente del común de los hombres en que saben encontrar los elementos para una resolución en cinco minutos o en media hora, en tanto que el profano en Leyes o en Medicina no sabría encontrar los mismos elementos, ya por no conocer los libros que los contienen, ya por ignorar los términos técnicos.

Sed pacientes, pues, y no separéis vuestra simpatía del tipo mental que hace un papel mezquino al primer examen, toda vez que puede darse el caso de que, en la larga experiencia de la vida, aquel tipo obtenga una clasificación mejor que la obtenida por el fluido y rápido repetidor de lecciones, ora porque sus pasiones sean más profundas, ora porque sean mejores sus propósitos, quizás por poseer un poder más elevado de combinación de ideas, por tener, en suma, importante el conjunto de su valor mental.

Estos son los puntos principales que he creído oportuno presentaros a propósito de la memoria. Podemos recapitularlos para los fines prácticos, diciendo que el arte de recordar es el arte de pensar, añadiendo con el doctor dic que cuando deseemos fijar una cosa nueva en nuestra mente o en la de un discípulo, nuestro mayor esfuerzo no debe ser el imprimir y el retener, sino el relacionar el objeto con alguna cosa ya poseída por nuestra mente. Relacionar y pensar, y, como nos fijemos claramente en la relación, la cosa relacionada tenderá a permanecer presente sin necesidad de reclamos.

Os invito ahora a considerar el proceso mediante el cual obtenemos nuevos conocimientos, mediante el cual recibimos y tratamos nuevas experiencias y repasamos el fondo de nuestras ideas para formar conceptos nuevos y mejores.



XIII
LA ADQUISICIÓN DE LAS IDEAS



Las imágenes de nuestras pasadas experiencias, de cualquier naturaleza que sean, ópticas o fonéticas, pálidas o confusas, abstractas o concretas, no deben ser por fuerza imágenes mnemónicas en el sentido estricto de la palabras, es decir, no es necesario que surjan ante nuestra mente en una franja marginal o en un contexto de circunstancias concomitantes que para nosotros representan la fecha; sino que pueden ser simples concepciones, aspectos fluctuantes de un objeto, de su tipo o de su clase. Cuando se hallan en esta condición de no referirse a una fecha, se las llama productos de imaginación o de concepción. Imaginación es el término que aplicamos comúnmente cuando el objeto representado lo pensamos como una cosa individual. Concepción, cuando lo pensamos como una cosa individual. Concepción, cuando lo pensamos como un tipo o como una clase. Para nuestro fin actual, esta distinción carece de valor, y yo me permitiré adoptar ya la palabra “concepción”, ya la palabra un poco indeterminada “idea”, para designar los objetos internos de la contemplación, ora sean cosas individuales, como "el sol", o "Julio César", ora clases de cosas como "reino animal", ora, en fin, atributos completamente abstractos como "bondad", "rectitud".

El resultado de nuestra educación es llenar poco a poco nuestra mente, a medida que se acrecienta la experiencia, de un cierto fondo de ideas semejantes. En el ejemplo de que ya me he servido, el niño que agarra el chocolate y recibe un golpecito en la mano, los vestigios de la primera experiencia respondían a otras tantas ideas adquiridas de aquella manera, ideas que permanecían asociadas a la experiencia en un cierto orden, y desde la última de ellas el chiquillo pasaba a la acción. La ciencia de la Gramática como la de la Lógica no pasan de tentativas de clasificar metódicamente todas las ideas adquiridas, delineando entre ellas alguna idea de relación. Las formas de relación que existen entre ellas, advertidas una tras otra por la mente, son tratadas como concepciones de un orden más elevado y más abstracto, como cuando hablamos de una "relación silogística" entre proposiciones, o de cuatro cantidades que están en "proporción", o de la "inconsistencia" de dos concepciones, de la "implicación" de la una en la otra.

Ved, pues, cómo el proceso de la educación, considerado ampliamente, puede ser simplemente descrito como el proceso mediante el cual se adquieren ideas y concepciones, toda vez que la mente mejor educada es la que se halla más provista de ideas dispuestas para ser utilizadas en la mayor variedad posible de emergencias de la vida. Carecer de educación significa carecer de tales concepciones o ideas, de lo cual deriva una facilidad grande de ser "vencido" y "reducido al silencio" en la vida práctica.

En todo este proceso por el cual se adquieren concepciones, actúa un cierto orden instintivo. Existe una tendencia congénita a asimilarse en una edad determinada cierto orden de concepciones, y otro orden en una edad más avanzada. En los primeros siete años de la vida la mente se interesa principalmente por la propiedad de los objetos materiales. La constructividad es el instinto más activo: en el incesante golpear y cortar, en el vestir y desnudar las muñecas, en el reunir y desparramar los objetos, el niño no sólo habitúa sus músculos a la acción coordinada, sino que adquiere una infinidad de concepciones físicas que forman la base de su conocimiento del mundo material para toda la vida. La enseñanza objetiva y el ejercicio manual sirven sabiamente para ampliar la esfera de este orden de adquisiciones.

La arcilla, la madera, los metales y las varias especies de instrumentos contribuyen en gran medida a este almacenamiento. Una juventud fundada sobre una base de este género suficientemente amplia reporta siempre consigo algo útil a la vida. entonces el individuo conoce la Naturaleza y ésta, en cierto sentido, le conoce a él. En cambio, el joven crecido en la soledad, en una casa desierta, sin familiaridad alguna con el exterior más que con las páginas impresas, se siente continuamente afligido como de una alejamiento de los hechos materiales de la vida, y de una consiguiente inseguridad de su conciencia, que le convierte en una especie de ser extraño dentro de la vida en cuyo seno hubiera podido sentirse confiado y gozoso.

Ya hablé algo de eso hablando del instinto constructivo, y no tengo más remedio que repetirme. Por otra parte, tengo la seguridad de que vosotros realizáis perfectamente todo lo que es importante para la vida —para el tono moral de la vida, dejando aparte los fines prácticos concretos— es decir, aquel sentido de preparación para todas las contingencias que adquiere el hombre mediante una precoz familiaridad con el mundo de las cosas materiales. El haber crecido en una factoría, el haber frecuentado las cuadras de una fábrica, el haber manejado caballos y bueyes, barcas y fusiles, es tener ideas y capacidad respecto de estos objetos, y forman una parte inestimable de las adquisiciones juveniles. Después de la adolescencia, es raro que se pueda tener trato familiar con cada una de estas cosas primitivas, porque están ya atenuadas las propensiones instintivas y las costumbres se adquieren con gran dificultad.

En consecuencia, uno de los puntos mejores del movimiento a favor del “estudio de los niños” ha sido el de no prescindir de esa actividad material en todo santo sistema educativo. Alimentad ese ser humano que crece, nutridlo de aquel género de experiencia para la cual demuestre mayor propensión en cada año, y él en su vida adulta desarrollará un tejido mental más sano, aunque parezca que ha perdido buena parte del tiempo de su crecimiento a los que estiman que las únicas vías de la enseñanza son los libros y las lecciones.

Sólo cuando se ha alcanzado la adolescencia puede el cerebro hallarse en aptitud de aprender los aspectos más abstractos de la experiencia, las semejanzas ocultas, las distinciones entre las cosas, y especialmente su relación de causalidad. La noción racional de cosas como las Matemáticas, la Química, la Mecánica y la Biología, es entonces posible; y la adquisición de concepciones de este orden viene a formar la base de la educación. Más tarde todavía, no antes del pleno florecimiento de la adolescencia, se despierta en la mente el interés sistemático por las relaciones humanas abstractas —las relaciones morales propiamente dichas— por las ideas sociológicas, por las abstracciones metafísicas.

En la escuela este orden general síguese ya por tradición. No pretendo otra cosa que establecer el principio general psicológico del orden sucesivo de despertamiento de las facultades sobre que se fundamenta todo lo restante, del cual he hablando ya a propósito de la transitoriedad de los instintos. De la misma manera que muchos jóvenes pueden permanecer constantemente privados de un fondo adecuado de concepciones de un cierto orden, porque no le fueron prestadas experiencias de tal orden en el momento preciso en que la nueva curiosidad era más aguda, así, por el contrario, ocurrirá que muchos jóvenes fracasarán en un tema de estudio (que les habría colmado de gozo un poco más tarde) por haberlos dedicado a él prematuramente, de modo que les resultase insípido y desagradable hasta el punto de descorazonarlos para otra tentativa futura. He conocido muchos estudiantes que se han hecho perpetua y absolutamente incapaces para la Filosofía por haber empezado su estudio un año antes de la época oportuna.

En todos estos estudios ulteriores el material verbal es el vehículo de que se sirve la mente para pensar. Las concepciones abstractas de la Física y de la Sociología pueden ciertamente ser incorporadas a imágenes visibles o en otro género de fenómenos, pero esto no es indispensable: la verdad es que, empezada la adolescencia, "palabras, palabras y palabras" deben constituir gran parte —una parte cada vez mayor según se adelanta en la vida— de lo que el ser humano debe aprender. Esto ocurre en las ciencias naturales en cuanto son simplemente descriptivas, sino causales y racionales. Vuelvo así a lo que decía hace un momento acerca de los recuerdos verbales. Con cuanta mayor precisión se aprendan las palabras, mejor, siempre y cuando el maestro pueda tener la seguridad de que se han comprendido exactamente el significado. La insuficiencia de esta última condición ha determinado la reacción contra las repeticiones de papagayo en las cuales tan familiarizados estamos actualmente. Un amigo mío, al visitar una escuela, fue invitado a hacer una pregunta de geografía. Hojeó el libro de texto y dijo: "Supongamos que caváis un agujero en el suelo, de un centenar de pies de profundidad: ¿cómo encontraréis la temperatura del fondo? ¿más fría o más caliente que en la superficie?" Como ninguno contestara, el maestro dijo: "Estoy seguro de que saben esto, pero me parece que no formuláis bien la pregunta: permitidme que yo lo intente". Tomó el libro y dijo: "¿En qué condiciones se halla el interior del globo terrestre?" y recibía en seguida la contestación de media escuela: "El interior del globo se halla en un estado de fusión ígnea". Vale ciertamente muchísimo más una enseñaza objetiva exclusiva que semejantes recitaciones verbales; pero, con todo, la recitación verbal, enlazada de un modo inteligente con un trabajo más objetivo debe tener siempre un oficio determinante, ha de ser la parte determinante en la educación. Nuestros reformadores hablan en sus libros demasiado exclusivamente de los primeros años de los alumnos. Es verdad que yo mismo insistiendo tanto sobre los impulsos congénitos y la enseñanza objetiva, sobre las anécdotas y otros puntos de vista, he pagado tributo a esta tendencia. Verdad es también que después de la infancia encontramos ya la iniciación de la curiosidad puramente intelectual y la comprensión de los términos abstractos. La enseñanza objetiva sirve principalmente para lanzar los alumnos con algún conocimiento concreto de los hechos de que se deben ocupar cuando aprendan ideas más abstractas.

Por este camino de la enseñanza objetiva, podríais llegar a suponer que la Geografía no sólo comienza, sino que acaba también en el jardín de la escuela y la más próxima colina; y que la Física no es más que una fastidiosa repetición de pesar y medir; cuando es lo cierto que de ordinario bastan muy pocos ejemplos para encarrilar la imaginación sobre vías genuinas, después de lo cual la mente aspira a un tratamiento más rápido y abstracto. Yo he oído decir a una señora que había acompañado a su hijo al jardín de infancia: "pero es tan listo que a los cinco minutos lo había visto y comprendido todo".

Ahora bien: hay un gran número de niños que "ve" con igual rapidez a través de los afectados extremos de una Pedagogía melosa que trata de endulzarles las cosas y de hacérselas interesantes. Estos niños pueden, en efecto, dedicarse desde luego a las abstracciones porque son ya de un orden adecuado a sus facultades; y es una mezquina satisfacción para su deseo de racionalidad el pensar que los cuentos sobre Juanito y Mariquita sean lo único que pueda digerir su mente.

Pero, como todas, ésta es cuestión de más y de menos, y solamente en último término el tacto del profesor es lo que puede servir para obtener el efecto deseado. La gran dificultad que se tropieza con las abstracciones es la de conocer el significado exacto que aplica el alumno a los términos que adopta. Puede darse el caso de que todas las palabras resulten muy bien, pero que su significación sea un secreto que se guarda el niño. Así es que importa grandemente insistir acerca de los significados de las palabras para encontrar la clave del secreto, con lo cual a veces se descubren singularísimas curiosidades. Una parienta mía trataba de explicar a una niñita lo que quiere decir "modo pasivo" en estos términos: "Supón que tú me asesinas: tú que realizas el acto de asesinarme haces el ‘modo activo’, y yo, que soy asesinada, hago el ‘modo pasivo’". —"Pero ¿cómo puedes hacerlo —exclama la niña— si yo te he asesinado?" —Es verdad —contesta mi parienta—, supón que no me has muerto del todo".— Al día siguiente la muchachita fue preguntada en la escuela sobre el modo pasivo y lo definió en esta forma: "Es lo que uno hace cuando está casi muerto".

En un caso como el expuesto hubieran sido necesarios ejemplos más variados. Cualquiera recuerda probablemente ejemplos de conceptos fantásticos que atribuía a ciertas proposiciones verbales —especialmente en poesía— y que nunca habían sido corregidos porque nadie suponía la posibilidad de semejantes errores.

Sé de una persona que leía con una especial cantinela los versos de Manzoni:

"Giace la pia con tremolo

Sguardo cercando il cielo...",

haciendo una pausa después del tremolo como si allí existiese una coma; y es que se figuraba que "la pia" estaba con un "tremolo" —con un temblor— lo cual aumentaba su compasión por la pobre esposa de Carlomagno, pero no su perfecta inteligencia de la poesía.

Otros muchos ejemplos semejantes podría citaros sacándolos de los estudios críticos hechos sobre estas variantes.

La única defensa contra esta especie de errores consiste en insistir y dar diversas definiciones, sometiendo siempre que sea posible a una prueba práctica el concepto formado por el niño.

Pasemos ahora al tema de la "Apercepción".



XIII
LA APERCEPCIÓN



"La apercepción”. He aquí una palabra que tiene gran importancia en la Pedagogía actual. Leed, por ejemplo, el siguiente anuncio de una obra que he encontrado entre los reclamos de un periódico dedicado a la enseñanza:

"¿QUÉ ES LA APERCEPCIÓN? Si deseáis una explicación de la Apercepción, adquirid la PSICOLOGÍA de Blank, vol. N. De la SERIE EDUCATIVA.

La diferencia entre Percepción y Apercepción está explicada para los maestros en el prefacio de la Psicología de Blank.

Muchos profesores se preguntan: "¿Qué significa la APERCEPCIÓN en la psicología educativa?" El libro que les conviene es precisamente la Psicología de Blank, donde esta idea ha sido expuesta por vez primera. La idea más importante de la psicología educativa es la de la Apercepción, que está realizando una revolución en los métodos. Esto se halla expresado en la PSICOLOGÍA de Blank que acaba de ver la luz.

La PSICOLOGÍA de Blank se remite franco de porte contra envío de un dólar."

Pensaba en esta forma de charlatanería, cuando en la primera de nuestras conferencias afirmaba que los maestros sufrían en nuestros días cierta mixtificación industrial por parte de los directores de periódicos y las casas editoriales. La palabra "apercepción", que quizás había herido sus ojos y sus oídos como ocurre ahora con gran frecuencia, recoge en sí una parte mayor de dicha mixtificación que otra palabra alguna. Y, naturalmente, el profesor joven y concienzudo sospecha algún sentido recóndito y portentoso de la aludida palabras, y que si no acierta a penetrarlo ha de resentirse de este deficiencia toda su carrera. Sin embargo, cuando se agarra a los libros y lee en ellos los capítulos que se refieren a la apercepción, se encuentra con una cosa tan triste e insignificante —toda vez que aquélla no es más que el modo de recibir una cosa dentro de nuestra mente— que teme no haber sabido leer a causa de la superficialidad de su inteligencia, y se queda afligido por una sensación de incertidumbre o de estupidez, y en todo caso mortificado al sentirse tan por debajo de su misión.

Esto no quiere decir que la apercepción no sea una palabra muy útil en Pedagogía, pues sirve para dar un nombre adecuado a un proceso a que debe referirse a menudo el profesor, si bien no significa otra cosa que el acto de asumir una cosa en la mente. No corresponde, pues, a nada peculiar o fundamental de la Psicología, siendo solamente uno de los innumerables resultados del proceso psicológico de la asociación de las ideas, y la Psicología puede prescindir de ella, aun cuando sea útil en Pedagogía.

La esencia de la cuestión es la siguiente: toda impresión que penetre, ora una proposición que oigamos, ora un objeto que veamos, ora un efluvio que llegue a nuestro olfato, apenas se halla en nuestra conciencia es llevada en una o en otra dirección, formando conexiones con los demás elementos que ya se hallan en aquélla, y acaba de producir lo que llamamos nuestra reacción.

Las conexiones particulares que se forman son determinadas por las experiencias pasadas, y de "las asociaciones" de la impresión presente con aquéllas. Si, por ejemplo, me oís pronunciar A, B, C, existen en diez casos nueve probabilidades contra una de que reaccionaréis a esta impresión, articulando en vuestra mente o en voz baja D, E, F. La impresión despierta a sus antiguos asociados; estos salen a su encuentro; es por ellos recibida y "reconocida" como "el principio del alfabeto".

El destino de toda impresión es caer de este modo en una mente ocupada por recuerdos o ideas, intereses, y ser por estos acogida. Con la educación que ya tenemos no podemos encontrar una experiencia que sea para nosotros completamente nueva, sino que siempre recuerda alguna cosa semejante por cualidad o por algún contexto que puede haberla circundando anteriormente, cosa que es sugerida por la experiencia aludida. Esta escolta, este cortejo ideal que la mente tiene dispuesto, es extraído naturalmente del almacén de recuerdos que ésta posee. Concebimos la impresión de un modo definido, y disponemos de ella según nuestras posibilidades adquiridas, pocas o muchas, en cuanto a las "ideas". Esta manera de asumir el objeto constituye el proceso de la apercepción. Las concepciones que salen al encuentro del objeto y lo asimilan han sido denominadas por Herbart "masa aperceptiva". La impresión apercibida se engolfa en ella y de esto resulta un nuevo campo de conciencia, del cual, una parte, muchas veces muy pequeña, procede del mundo exterior, y una parte, quizás la mayor, procede del contenido anterior de la mente.

Creo que ahora comprenderéis bien que el proceso de la apercepción es lo que he dicho hace un momento: una resultante de la asociación de las ideas. El producto es una especie de fusión de lo nuevo con lo viejo, en el cual es muy a menudo imposible discernir la porción perspectiva de ambos factores. Así, cuando escuchamos una persona que habla o leemos un página impresa, mucho de lo que pensamos, vemos y oímos, es debido a nuestra memoria. Pasamos sobre las erratas de imprenta, imaginando la letra correspondiente, a pesar de estar viendo la equivocada. Para probar cuán poco oímos cuando oímos hablar, basta asistir a una representación teatral en el extranjero, donde nos parece que la dificultad de comprender estriba en que no oímos bien la palabra de los actores. En cambio, en un teatro de nuestro país, no oímos más ni menos que a los cómicos, y sin embargo, les entendemos bien porque nuestra mente está llena de asociaciones verbales de nuestro idioma, y gracias a ella suple el material verbal que es necesario para comprender merced a un muy leve estímulo auditivo.

En todas las cuestiones aperceptivas de la mente influye una ley general: la ley de la economía. En presencia de un nuevo cuerpo de experiencias, instintivamente procuramos turbar lo menos posible el fondo persistente de nuestras ideas. Tendemos siempre a aplicar a una experiencia nueva un nombre ya conocido, y odiamos cualquier cosa completamente nueva, cualquier cosa que no tenga un nombre y que se deba inventar uno para representarla. Así es que se acaba por aceptar el nombre más próximo, aun cuando no resulte exactamente adecuado. Un niño que vea la nieve por primera vez la llamará azúcar o harina. Los polinesios llamaron cerdos a los caballos del capitán Cook, y Gaspar Hauser llamó caballos a las primeras ocas que vió. Por esto Rooper ha escrito un librito sobre la apercepción y lo ha titulado "Un jarro de plumas verdes", porque un niño dio este nombre a una maceta de helechos al ver estos por vez primera.

En la vida interior, este tendencia económica, a no alterar lo viejo, lo ya admitido, origina los seres a que llamamos "viejas momias". Un hecho o una idea que trajese una reordenación muy extensa en los antiguos sistemas aceptados, es siempre ignorada, o expulsada de la mente, si no se presta a ser interpretada de un modo sofístico, gracias a lo cual puede acomodarse con algún sistema preexistente. Todos nosotros hemos sostenido vivas discusiones con personas de cierta edad, a quienes hemos arrollado con la fuerza de nuestra argumentación, obligándoles a aceptar nuestras opiniones, y a la semana siguiente las hemos encontrado más firmes y más convencidas que nunca de su vieja opinión, como si en toda su vida no hubieran nunca hablando con nosotros. Las llaman "viejas momias", pero existen también "jóvenes momias" en crecido número. Se empieza a ser vieja momia mucho antes de lo que nos figuramos. Aunque hiele la sangre el afirmarlo, es lo cierto que en la mayoría de los seres humanos la transformación sobreviene alrededor de los veinticinco años.

En ciertos libros encontramos codificadas las diversas formas de "apercepción", con las subdivisiones numeradas, etiquetadas y dispuestas en tanto número de tablas que alegran infinitamente la vista pedagógica. Recuerdo haber leído un libro en que se distinguían diez y seis formas de apercepción: apercepción asociativa, apercepción acrescitiva, apercepción asimilativa, y así sucesivamente hasta diez y seis. Excuso deciros que esto es efecto de la crasa artificiosidad que ha contaminado siempre la Psicología —y que perdura aún en nuestros días— y especialmente en los libros que se anuncian como escritos "para uso de los maestros". La fluente vida del pensamiento se halla en ellos fraccionada en porciones y dividida en supuestos "procesos", con largos nombres griegos y latinos, que carecen de existencia singular en la vida real.

Si nos ponemos a clasificar los tipos de apercepción, la misma razón hay para establecer diez y seis como diez y seis mil, pues hay tantos cuantos son los modos posibles de que una mente individual reaccione con relación a una impresión determinada. Hace algún tiempo, en la ciudad de Búfalo, fui huésped de una señora que hacía dos semanas había conducido a un hijo suyo a admirar por primera vez las cascadas del Niágara. El niño contemplaba silencioso la masa de agua imponente, y la madre creyéndole mudo de admiración, le preguntó: "Y bien, ¿qué piensas de esto, hijo mío?" Y el chico respondió: "¿Es como este el vapor que me echas en la nariz en casa?" Tal era la forma en que el muchacho apercibía el espectáculo. Podéis sostener que aquél era un tipo de apercepción rinoterapéutica. Si lo hacéis así, no apareceréis más vulgares y artificiosos que los autores de los libros a que he aludido.

Pérez, en uno de sus libros sobre los niños, ofrece un óptimo ejemplo de los diversos modos de apercibir el mismo fenómeno, según las diversas etapas de la experiencia individual.

Se pegó fuego en una casa, y un niño de la familia que la habitaba, viendo el incendio desde los brazos de su nodriza no expresaba sino el placer que le causaba la vivacidad de las llamas; pero en cuanto se oyó la campana de los bomberos que se aproximaban, fue acometido de un acceso de terror, porque los ruidos insólitos producen como sabéis, mucho miedo a las criaturas. ¡Con qué diverso estado de ánimo apercibirían los padres del niño respectivamente el incendio y la llegada de los bomberos!

La misma persona, según la línea de pensamiento en que se encuentre, o según su estado o motivo, apercibirá la misma impresión de un modo diferentísimo en ocasiones diversas. Un médico o un ingeniero llamado como perito de una parte, no puede apercibir los hechos del mismo modo que lo haría si fuese la otra parte la que lo hubiese designado. Cuando dos personas discuten acerca de la interpretación de un hecho, se ve que ambos contendientes tienen pocos términos de clasificación para apercibirlo, porque por regla general del mismo hecho de que discuten es suficiente para demostrar que ni una ni otra de las dos interpretaciones rivales encaja perfectamente. Los dos contendientes tratan la materia por aproximación, forzándola en el sentido de las concepciones más cómodas y menos perturbadoras, y nueve veces de cada diez valdría más que ambos ensanchasen el bagaje de sus ideas e inventasen para el fenómeno algún título absolutamente nuevo.

Así, en Psicología, se acostumbraba a suscitar discusiones interminables sobre si ciertos organismos unicelulares son animales o vegetales, hasta que Haeckel introdujo el nuevo nombre aperceptivo de Protistas, que puso término a los debates. En el tribunal de Asises no se reconoce ningún tipo intermedio entre la salud y la enfermedad de la mente. Si el individuo tiene la mente sana ha de ser castigado, si la tiene enferma debe ser absuelto, y es raro que no se produzcan dictámenes parciales opuestos sobre un mismo caso. Más la naturaleza es siempre más aguda que los doctos: del mismo modo que una habitación no está perfectamente iluminada ni perfectamente oscura, pero puede ser sombría para el trabajo de un relojero y bastante clara para estar comiendo o estar jugando, así un hombre puede estar sano de mente para ciertos respectos, y enfermo para otros; bastante sano para ser dejado en libertad, pero no para regir sus intereses. La palabra americana "crank" (que corresponde al "mattoide" de Lombroso), que se vulgarizó con motivo del proceso Guiteau, respondía a la necesidad de un tercer tipo. Los términos "desequilibrado", "hereditario", "degenerado", "psicopático", han tratado de dar satisfacción a la misma necesidad.

Todo el progreso de nuestras ciencias se realiza merced al hecho de inventar nuevos nombres técnicos con que designar los aspectos nuevamente revelados de los fenómenos, porque los fenómenos hubieran debido ser violentados para adaptarse a las casillas preexistentes de nuestros almacenes mentales. Con el tiempo va siendo nuestro vocabulario cada vez más voluminoso correspondiendo al depósito cada día aumentado de nuestras ideas aperceptivas.

En este proceso gradual de integraciones entre lo nuevo y lo viejo, no sólo lo nuevo es modificado y determinado de la especie particular de lo antiguo que lo apercibe, sino que la masa aperceptiva, lo viejo mismo, se modifica por la influencia de la especie particular de nuevo que asimila. Así, para tomar un ejemplo de los alemanes, para el niño que ha habitado en una casa en que sólo existen mesas cuadradas, mesa significa una cosa para la cual son esenciales los ángulos rectos, de modo que si entra en una casa donde haya mesas redondas y las oye llamar mesas, su noción aperceptiva de la mesa se acrecienta con un contenido interior mucho más vasto. De esta suerte, nuestras concepciones van eliminando continuamente los caracteres que fueron tenidos por esenciales, e incluyendo otros que se tenían por inadmisibles. La extensión de la palabra "mamífero" a las focas y a las ballenas, y de la noción de "organismo" a la sociedad, son ejemplos comunes de lo que os digo.

Pero, sean o no adecuadas nuestras concepciones, y sea grande o pequeño el patrimonio que en nosotros forman, es el caso que todos debemos servirnos de ellas. Si el hombre educado es, como decía, un grupo de tendencias organizadas, lo que determina la conducta es siempre, en todo caso, la concepción que tiene el hombre de cómo ha de llamar y clasificar la emergencia actual. Cuanto más adecuado es el patrimonio de las ideas, tanto más "hábil" es el hombre, y tanto más fácil que su conducta sea uniformemente apropiada. Cuando más adelante trataremos de la voluntad, veremos que el preliminar esencial para cualquier resolución es encontrar nombres exactos con que clasificar las alternativas de conducta que nos proponemos. El que tiene pocos nombres es, por lo tanto, un deliberante incompleto. Los nombres, y todo nombre corresponde a un concepto o a una idea, son instrumentos que poseemos para tratar nuestros problemas, para encontrar a los dilemas una salida. Al hablar de esto, no es posible olvidar demasiado un hecho importantísimo, y es que en la mayoría de los seres humanos el capital de los nombres y de los conceptos se adquiere durante la adolescencia y en los primeros años de la vida adulta. Probablemente os habrá escandalizado el oírme decir hace poco que los hombres en su mayoría empiezan a ser "viejas momias" a la edad de veinticinco años. Sin embargo, el hecho es que un adulto inteligente adquiere hasta cierta edad muchas nociones de detalles y de casos individuales que se relacionan con su vida profesional o con el núcleo de sus negocios. En ente sentido, sus concepciones aumentan durante un período bastante largo, haciéndose su conocimiento más extenso y detallado. Pero la categoría más amplia de las concepciones, las más extensas clases de relaciones entre las cosas que forman el patrimonio de nuestro conocimiento, penetran todas en nuestra mente en una edad relativamente precoz. Pocas personas pueden penetrarse de los principios de una nueva ciencia más allá de los veinticinco años. Si no estudiáis Economía política en la Universidad, existen mil probabilidades contra una de que las concepciones fundamentales de dicha ciencia serán siempre para vosotros letra muerta. Lo mismo cabe decir de la Biología, como de la Electricidad. Entre cien personas de cincuenta años, ¿cuántas hay que tengan un concepto claro de lo que es un dinamo, o de cómo se han puesto en movimiento los ferrocarriles eléctricos? De seguro una pequeña fracción de uno por ciento. En cambio, los muchachos de la escuela aprenden sin fatiga todas esas cosas.

En todos nosotros, mientras somos jóvenes, existe un sentimiento de potencialidad indefinida que hace que formemos largas listas de libros, cuya lectura nos proponemos para más tarde y que muchos pensemos que ulteriormente podremos aprender una infinidad de cosas que descuidamos con la resolución de estudiarlas después, en los momentos de reposo de nuestra vida fatigosa. Pero estas buenas intenciones casi nunca se traducen en actos. Las concepciones adquiridas antes de los treinta años, son de ordinario las únicas de que vivimos, y el caso excepcional de una juventud, como la de Gladstone, que se renueva continuamente, prueba con la admiración que produce, la universalidad de la regla. Y un maestro debe sentir algo de religioso, algo parecido a la confirmación en sí mismo de la importancia de su misión, conociendo que depende de él exclusivamente, de su acción presente tan sólo, el dotar al alumno de las concepciones que han de nutrir su vida intelectual y quizás también su vida moral toda entera.



XV
LA VOLUNTAD



Toda vez que la mentalidad tiene su término natural en la conducta exterior, el último capítulo de la Psicología debe ser el capítulo de la Voluntad. Mas la palabra voluntad puede ser entendida en un sentido amplio y en un sentido limitado. En aquél significa toda la capacidad que poseemos para la vida impulsiva y activa, incluso nuestras reacciones instintivas y aquellas formas de conducta que han llegado a ser secundariamente automáticas y semi-inconscientes merced a sus frecuentes repeticiones. En el sentido más restrictivo los actos más volitivos son aquellos que no pueden realizarse si no se les presta atención. Una idea precisa de lo que son, y un fiat bien decisivo por parte de la mente deben preceder su ejecución.

Semejantes actos están a menudo caracterizados por cierta vacilación y van acompañados de un sentimiento de resolución absolutamente peculiar, sentimiento que puede o no llevar consigo el sentido ulterior del esfuerzo. He hablado tanto, en los capítulos precedentes, de nuestras tendencias impulsivas, que en las páginas que siguen quiero limitarme a la volición en este segundo sentido más limitado, más restringido.

Los antiguos psicólogos consideraban todos nuestros actos como debidos a una facultad particular llamada "la Voluntad", sin cuyo fiat no era posible que el acto se produjera. Los pensamientos y las impresiones, siendo como son intrínsecamente inactivos, no hubieran podido determinar la conducta sino merced al intermediario de agente superior. Hasta que, por así decirlo, no tiraban del vestido a la voluntad, no podía haber conducta externa. Esta doctrina fue abandonada hace ya muchos años a seguida de haberse descubierto el fenómeno de la acción refleja, en la cual, como es sabido, las impresiones sensitivas producen el movimiento inmediatamente y por sí solas.

El hecho es que no existe especie alguna de conciencia, ya sea una sensación, ya un sentimiento, ya una idea, que no tienda directamente a manifestarse en algún efecto motor. No es siempre necesario que este efecto motor esté representado por una modificación exterior de la conducta. Puede hasta darse el caso de que se limite a una alteración en el ritmo del corazón o de la respiración, a una modificación en la distribución de la sangre, como el sonrojarse y el palidecer, a la secreción lagrimal, etc., etc. Pero, en todo caso en que se tiene una conciencia de alguna especie, encuéntrase un efecto motor, en alguna forma; y constituye una creencia tan fundamental como no lo es otra alguna en la Psicología moderna, la de que los procesos conscientes de todo género, sólo por ser tales, deben dar lugar a alguna clase de movimiento manifiesto o desconocido.

El caso menos complicado de semejante tendencia es el caso de una mente poseída de una idea única. Si se tratase de una idea relacionada con un impulso congénito, el impulso tendería en seguida a producir el efecto referido. Si fuese la idea de un movimiento, el movimiento se realizaría. El aludido caso de la acción determinada por una sola idea se ha distinguido de los casos más complejos, con el nombre de acción "ideomotriz", queriéndose indicar con esto que la acción no ha sido precedida de una decisión expresa o de un esfuerzo. La mayor parte de las acciones habituales que nos son familiares son de este género ideo-motor. Percibimos, por ejemplo, que la puerta está abierta, nos levantamos y la cerramos; vemos uvas en un plato cercano, extendemos la mano y llevamos algún grano a la boca, sin interrumpir la conversación; estando acostados pensamos de pronto que se nos ha hecho tarde para el desayuno, y nos levantamos de un salto, sin una resolución particular y sin esfuerzo. Todos los procedimientos bien engranados gracias a los cuales la vida marcha, —maneras y costumbres, vestirse y desnudarse, saludos, etcétera, etc.,— se realizan perfectamente, sin vacilación, de este modo semiautomático, pareciendo sólo interesado en estas acciones al margen de la conciencia, mientras el foco permanece ocupado en otras cosas completamente distintas.

Llegamos ahora a un caso más complicado. Suponed que existen al mismo tiempo en nuestra mente dos pensamientos, uno de los cuales, A, tomado por sí solo se resolvería en una acción, y el otro, B, sugiere una acción diferente, o una consecuencia de la primera acción contraria a la realización de la misma. Los psicólogos dicen que la segunda idea B, inhibirá los efectos motores de la primera idea A. Digamos algo sobre la "inhibición" en general, para ilustrar un poco este caso particular.

Uno de los descubrimientos más importantes de la psicología, realizado simultáneamente en Francia y Alemania hace medio siglo, fue el de que las corrientes nerviosas no sólo ponen en actividad los músculos, sino que pueden interrumpir también su actividad, o impedir que ésta se produzca cuando podría producirse. Por esto se ha establecido la distinción entre los nervios motores y los nervios de detención. El nervio pneumogástrico, por ejemplo, detiene los movimiento del corazón; el esplácnico, los movimientos del intestino. Pronto se cayó en la cuenta, sin embargo, de que este era un modo bastante mezquino de considerar las cosas, y que una detención o paro semejante era más bien que una función especial de ciertos nervioso, una función general que algunas partes del sistema nerviosos podían ejercer sobre otras partes, en condiciones oportunas. Parece, por ejemplo, que los centros superiores ejercen una influencia inhibitriz sobre la excitabilidad de los centros inferiores. Los movimientos reflejos de un animal a quien se han extraído en todo o en parte los hemisferios cerebrales, se exageran. Si rascáis el lomo de un perro obtendréis un reflejo muy común: el de que mueve la pata posterior del mismo lado para rascarse. Pues bien: en los perros a quienes se ha quitado los hemisferios cerebrales, este reflejo rascatorio es tan incesante que, como observó Goltz, acaban por perder todo el pelo de aquel lado. En los idiotas, las funciones de los hemisferios se hallan en gran parte suspendidas, y por esto los impulsos inferiores no inhibidos como en los seres humanos normales, se manifiestan de la manera más brutal. Bien sabéis que cualquier tendencia emocional elevada suprime otra inferior: el miedo quita el deseo, el amor materno suprime el miedo, el pudor ahoga la sensualidad, y así muchos ejemplos; y en las más pequeñas manifestaciones de la vida moral, la influencia de un ideal muy activo, produce una alteración del equilibrio de toda la escala de nuestros valores motrices. La fuerza de las antiguas tentaciones desaparece, y lo que era imposible un momento antes, llega a ser no sólo posible, sino fácil, a causa de dicha inhibición. A este hecho se ha dado el nombre muy propio de "poder expulsivo de la emoción superior".

Es fácil aplicar esta emoción de la inhibicional al caso de nuestros procesos ideativos. Estoy en la cama y pienso que es hora de levantarse, pero al mismo tiempo se ofrece a mi mente la imagen del rigor extremo de la mañana y del simpático calor del lecho. En semejantes condiciones, las consecuencias motrices de la primera idea quedan en suspenso, y durante media hora o más puedo permanecer acostado, mientras las ideas oscilan delante de mí como una balanza —es decir— mientras me hallo en un estado de deliberación o de duda. En tal situación, la deliberación puede resolverse de una de estas dos maneras:

1ª Puedo olvidar por un momento las condiciones termométricas, y la idea de levantarme se resolverá en acción inmediatamente; o bien,

2ª A pesar de tener presente el rigor de la temperatura, el pensamiento del deber que tengo de levantarme puede hacerse tan agudo que provoque la acción, a pesar de la fuerza inhibitiva. En este caso realizado un esfuerzo enérgico y siento la satisfacción de haber realizado un acto virtuoso.

Todos los casos de asociación voluntaria propiamente dicha, esto es, de acción consecuencia de excitación y de deliberación, pueden ser cumplidos según uno u otro de estos últimos esquemas. De modo que, conforme veis, la volición en su sentido más restringido ocurre únicamente cuando se hallan en conflicto varios sistemas de ideas y depende de que tengamos un campo de conciencia complexo. Lo que interesa poner de relieve es la extremada delicadeza de nuestro sistema inhibitorio. Una idea motriz fuerte y urgente que ocupe el foco del espíritu puede ser neutralizada y paralizada por la presencia en el margen de la más leve idea contradictoria. Por ejemplo, yo extiendo la mano y teniendo los ojos cerrados me esfuerzo por representarme lo más vivamente posible que tengo en la mano un revólver y que aprieto el gatillo. Ahora mismo me parece sentir temblar mi dedo por la tendencia a contraerse y si estuviese en contacto con un aparato registrador éste revelaría ciertamente su estado de tensión. Pero el dedo no se dobla en realidad, y no completa el movimiento de apretar el gatillo. ¿Por qué? Simplemente porque, aun cuando yo estoy concentrado en la idea del movimiento, me represento, no obstante, la condición total de la experiencia y la franja, por así decirlo, de mi mente conserva la idea simultánea de que el movimiento no ha de realizarse efectivamente. La simple presencia de esta intención maquinal, sin esfuerzo, sin urgencia, sin aparto, sin que mi intención se sienta atraída notablemente por ella, basta a producir la inhibición.

Y esta es la razón por la cual tan pocas ideas de las muchas que bullen en nuestra mente producen consecuencias motrices. La vida sería una continua carrera y un afán incesante, si toda idea, toda fantasía pasajera tuviese que producir efecto. En abstracto es verdadera la ley de la acción ideo-motriz pero en concreto nuestros campos de conciencia son siempre tan complejos que el margen inhibitorio mantiene inactivo el centro durante la mayor parte del tiempo. Como podéis ver, hablo de todo esto, como si las ideas, por el mero hecho de su presencia o de su ausencia determinasen la conducta, y como si, entre las mismas ideas, de una parte, y la conducta, de la otra, no quedase lugar para un tercer principio de actividad intermedia, como el que se llama "la voluntad".

Si os parece que de semejantes concepciones hay que derivar las doctrinas fatalistas o materialistas, os ruego que suspendáis vuestro juicio, hasta que haya expuesto algo más sobre este asunto. Pero, entre tanto, aceptando la concepción mecánica del organismo psicofísico, nada es más fácil que sentirse impresionado por el cuadro del carácter fatalista de la vida. La conducta del hombre aparece como la simple resultante de todos sus variados impulsos y de sus inhibiciones. Un objeto merced a su presencia nos hace obrar, otro deprime nuestra acción. Los sentimientos provocados y las ideas sugeridas por los objetos se influyen en todos sentidos: las emociones complican el cuadro con sus efectos inhibitores recíprocos, aboliendo las superiores a las inferiores, y quizás resultando abolidas ellas mismas. Merced a todo esto, la vida es prudente y moral; pero los agentes psicológicos de este drama no pueden ser descritos de otro modo: bien veis que nada más son las "ideas mismas" —entendiendo con este nombre el entero sistema de lo que nos hemos acostumbrado a llamar "alma", "carácter", o "voluntad" de la persona, y que no es sino un nombre colectivo. Según decía Hume, las ideas son los actores, la escena, el teatro, los espectadores y la comedia. En esto consiste la "Psicología asociacionista" reducida a su expresión más radical; mas vale la pena de conocer su valor como concepción. Pasa con ella como con todas las concepciones luminosas y vivaces, tiende singularmente a imponerse a nuestra creencia, y los psicólogos a base biológica suelen adoptarla como la última palabra de la ciencia en este respecto. Nadie puede tener una noción exacta de las teorías psicológicas modernas si no ha sufrido esta especie de fascinación.

La acción voluntaria es, pues, siempre una resultante de la composición de nuestras impulsiones con nuestras inhibiciones.

Se deduce de esto inmediatamente que existen dos tipos de voluntad: en uno de ellos predominan las impulsiones y en el otro las inhibiciones. Podemos llamarles, si no os parece mal, voluntad precipitada y voluntad obstruida. El ejemplo extremado y patológico del querer precipitado nos lo ofrece el loco: sus ideas se resuelven en la acción con tal rapidez y sus procesos asociativos tienen una vivacidad tan extravagante que no dejan a la inhibición tiempo de llegar, y dice y hace todo lo que apunta en su cerebro sin un momento de vacilación.

Algunos melancólicos, por el contrario, nos muestran el ejemplo del tipo hiperinhibito. Sus mente hallánse como contraídas en una emoción inmóvil, de miedo o de desesperación; sus ideas se reducen a un solo pensamiento: el de que para ellos la vida es imposible. Se hallan en una condición de perfecta "abulia" o incapacidad de querer y de obrar. No pueden cambiar de postura, ni hablar, ni obedecer la orden más sencilla.

Las diferentes razas humanas ofrecen diversos temperamentos desde este punto de vista. Los meridionales son tenidos por impulsivos y precipitados. A la raza inglesa se la supone influida por una infinidad de formas de conciencia deprimida, y condenada a manifestarse a través de un bosque de escrúpulos y reservas.

La forma más elevada del carácter, considerada abstractamente debe, en verdad, estar llena de escrúpulos y de inhibiciones. Pero en un carácter semejante, lejos de quedar paralizada la acción, debe producirse con una determinación enérgica que quizás vence todas las oposiciones o rompe por el punto donde es más leve la resistencia.

Del mismo modo que nuestros músculos flexores obran con más exactitud cuando una contracción simultánea de los extensores los guía y afirma, así la mente de aquellos cuyo campo de conciencia es complejo, y que ven junto con las razones que les inclinan a la acción, las razones contrarias, y en vez de paralizarse por esto, obran teniendo presente todo el campo, constituye la mente ideal, la que debemos procurar reproducir en nuestro niños. La acción puramente impulsiva, la acción que procede hasta los últimos extremos sin atender a las consecuencias es la más fácil y la de tipo inferior. Cualquiera puede parecer enérgico si hace las cosas sin cuidado alguno. El oficio del déspota oriental no exige talento alguno; mientras vive, todo le marcha bien, porque se han formado una línea de conducta absoluta: cuando el mundo no puede a la postre soportar el horror de su presencia, surge un asesino que acaba con él. En cambio, el no lanzarse inmediatamente a los extremos, el saber obrar enérgicamente teniendo un gran patrimonio de inhibición, es verdaderamente raro y difícil. Cavour, solicitado por todas parte en 1859 para que publicase la ley marcial, se resistía diciendo: “De esta manera cualquiera sabe gobernar. Yo quiero mantenerme constitucional”. Los mejores parlamentarios, Lincoln, Gladstone son los tipos humanos más fuertes porque consiguen resultados en las condiciones de mayor confusión. Consideramos a Napoleón I como una muestra formidable de voluntad, y aunque ciertamente lo era, no sé si desde el punto de vista del mecanismo psicológico aventaja a Gladstone en intensidad volitiva, porque Bonaparte se sobreponía a las inhibiciones, pero Gladstone, a pesar de ser un carácter apasionado, gobernaba teniéndolas todas en cuenta.

Un ejemplo común del poder inhibitorio de los escrúpulos se ofrece en el efecto inhibitorio que el ser concienzudo produce en la conversación. Parece que nunca ha sido la conversación tan brillante como en Francia en 1700; pero si leemos los antiguos libros franceses de memorias personales, veremos cuántos frenos de los que contiene nuestra lengua actualmente faltaban entonces. Cuando la mentira, el engaño, la obscenidad y la malicia circulan libremente, la conversación puede ser brillantísima. Su llama palidece, en cambio, cuando la mente se cubre con el temor de violar las convenciones morales y sociales.

El profesor encuentra a menudo en la escuela un tipo anormal de voluntad, que podríamos llamar "voluntad de cuerno de caracol". Algunos niños, si no hacen una cosa bien la primera vez que la intentan, quedan ya respecto de ella completamente inhibidos; ya no hay posibilidad de que lo entiendan si se trata de un problema intelectual, de realizarla si se trata de una operación externa, mientras dura tal estado particular de inhibición. A esos muchachos generalmente se les tienes por gandules y como tales con castigados, o el profesor opone a la voluntad de ellos su propia voluntad, pensando que necesitan ser violentados. "Destruid la voluntad del niño para que no perezca —escribe Juan Wesley—. Destruid su querer antes de que hable de un modo corriente, o antes de que hable. Es preciso obligarle a hacer lo que se le dice, aun cuando para ello fuese preciso castigarle diez veces seguidas. Destruid su voluntad para que viva su alma". Mas esta operación lleva siempre consigo un gran gasto de fuerza nerviosa por ambos lados, y la victoria no siempre es en definitiva para el aspirante a destructor de voluntades.

Cuando se vea claramente planteada una situación de este género, y se halle el niño en un estado de tensión interior y de agitación, es mejor en diez y nueve casos de cada veinte, que el maestro le considere como un caso de patología mental, que no como un caso de culpabilidad moral. Mientras permanezca aquel sentido inhibitorio de imposibilidad en la mente del alumno, no es de esperar que éste consiga vencer el obstáculo, y en esta situación el maestro no debe procurar otra cosa sino que el discípulo olvide el conflicto y lo que lo ha originado. Abandonad el asunto, dirigid la atención del niño a otros objetos, y después, haciéndole retroceder por alguna vía asociativa disimulada, reanudad el famoso tema antes que haya podido reconocerlo, y es muy probable que atraviese la dificultad sin advertirla. De este mismo modo solamente acostumbramos a un caballo a no asustarse de alguna cosa: distraemos su atención haciendo algo junto a su nariz o sus orejas, le hacemos dar una vuelta redonda, y conseguimos que pase por encima de una mancha determinada; mientras que si hubiésemos querido valernos del látigo no habríamos conseguido otra cosa que convertir en invencible la tenacidad del animal. Un maestro que tenga tacto no llevará nunca al extremos las situaciones difíciles.

Ahora, amigos míos, podéis ver claramente en qué consiste vuestra misión como maestros. Aunque como tales debéis infundir en vuestros alumnos un amplio patrimonio de ideas, algunas de las cuales serán de orden inhibitorio, procurad con cuidado que no resulte de ello una excitación ni una parálisis de la voluntad, y que vuestro discípulo conserve toda su potencialidad para una acción vigorosa. La Psicología plantea en estos términos vuestro problema, pero ya veis que es impotente a dotaros de elementos para una solución práctica. Cuando se ha dicho y hecho todo, cuando habéis realizado vuestros mejores esfuerzos, es muy posible que el resultado dependa todavía, más que de otra cosa, de cierto matiz nativo de la constitución psicológica del niño. Parece que algunas personas tienen una focalización singularmente pobre del campo de la conciencia, y en ella, la acción procede fatigosamente, mientras la inhibición halla una gran facilidad.

Pero, penetremos un poco más en el análisis de este tema de la educación de la voluntad. Vuestra misión es formar un carácter a vuestros alumnos, y un carácter —como muchas veces he dicho— consiste en un patrimonio organizado de costumbres y reacciones. ¿De qué están formadas estas costumbres y estas reacciones? Constan de tendencias a obrar cuando se está en posesión de ciertas ideas, y de tendencias a contenerse cuando ciertas otras ideas dominan.

Nuestras costumbres volitivas dependen por lo tanto principalmente del patrimonio de ideas que poseemos: en segundo lugar, de la manera de juntarse habitualmente las ideas con la acción y la inacción. ¿Qué ocurre cuando se presenta a vuestro espíritu una alternativa y estáis incierto sobre lo que debéis hacer? Primero dudáis, luego deliberáis. ¿En qué consistirá vuestra deliberación? En procurar apercibir sucesivamente el caso con cierto número de ideas diferentes que parecen convenirle más o menos, hasta que lo aplicáis a una que le conviene perfectamente. Si esta es una de aquellas ideas que ordinariamente preceden en vosotros a la acción, cesará vuestra vacilación y obraréis inmediatamente. Si en cambio, es una idea que tenga por resultado habitual la inacción, y ésta concuerda con la prohibición, os contendréis en seguida.

El problema consiste, pues, en encontrar la concepción o la idea oportuna para el caso particular, y en esta búsqueda se pueden emplear días y semanas.

He hablado como si la acción fuese fácil una vez hallada la concepción. Muchas veces es así, pero pudiera ser de otro modo, y en este caso nos hallamos en el centro de una situación moral que conviene examinar un poco de cerca.

La concepción exacta, el verdadero término de clasificación, puede ser difícil de conseguir, o puede siquiera ser uno de aquellos respecto del cual no tenemos contraídos hábitos estables de acción. Más aún: puede darse el caso de que la acción que determina sea peligrosa y difícil, y también el de que la inacción aparezca mortalmente fría y negativa, y ardiente nuestro sentimiento impulsivo. Es uno y otro de estos últimos casos es difícil mantener con bastante solidez la idea justa ante la atención de modo que ésta puede ejercer sus efectos adecuados. Sea ésta estimulante o inhibitoria, resulta siempre demasiado racional para nosotros, y entonces la propensión pasional, mas instintiva, tiende a excluirla de nuestra consideración. Para impedirlo debemos realizar un esfuerzo resuelto y traerla desde el margen del campo de conciencia al punto focal del mismo, y mantenerla en él un tiempo suficiente para que se manifiesten sus efectos asociativos y motores. Todos sabéis por experiencia con qué facilidad la mente se sustrae a la contemplación de las condiciones según el tono que en cada ocasión domina al sentimiento.

Pero, una vez llevada al centro del campo de la conciencia y mantenida en él, la idea razonable ejercita inevitablemente sus efectos, porque en tal caso las leyes de conexión entre nuestra conciencia y nuestro sistema nervioso determinan la producción de la acción. Nuestro esfuerzo moral verdadero y propio termina en el hecho que corresponde a la idea apropiada.

Si ahora se os pregunta "¿en qué consiste un acto moral reducido a su forma más simple y elemental?", podéis dar una sola respuesta y es la siguiente: consiste en el esfuerzo de atención merced al cual mantenemos firme una idea, la cual, faltando tal esfuerzo, sería expulsada del mente por las demás tendencias psicológicas contenidas en ella. Pensar es, en una palabra, el secreto de la voluntad, del mismo modo que el secreto de la memoria.

Esto resulta claro de las excusas que frecuentemente alegan las personas a quienes se reprueba alguna culpa o algún olvido. "No he pensado en eso" —dicen— "No he pensado que fuese una acción tan mala". "No he pensado que pudiese tener consecuencias tan graves". ¿Y qué replicamos nosotros? "¿Por qué no lo habéis pensado? ¿Cómo es posible que no lo hayáis pensado?" Y entonces les dedicamos un sermón entero a propósito de su falta de reflexión.

El ejemplo más común de la deliberación moral es el caso del borracho que se halla en presencia de la tentación. Ha tomado una resolución de enmendarse, pero se siente de nuevo excitado a la vista de la botella. Su triunfo o su derrota moral dependen de si encontrará o no el nombre justo aplicable al aso en que se halla. Si dice que se trata de no desperdiciar un licor precioso ya escanciado, o de no mostrarse descortés con los amigos, o de completar su cultura con una clase de vino que no ha probado nunca, o de celebrar una fiesta, o de estimularse a sí mismo para una resolución más enérgica que la que ha hecho en pro de la abstinencia, está perdido. Si, en cambio, no obstante todos los buenos nombres que su sedienta fantasía le sugiere copiosamente, permanece arrimado al nombre innoble y considera que se trata de "ser un borracho" y nada más que de "ser un borracho", ya tiene los pies asegurados en la senda que conduce a la salvación. Se salva gracias a pensar rectamente.

Así es cómo debéis salvar a vuestros alumnos: primero mediante el patrimonio de ideas que les procuráis; segundo, mediante la suma de atención voluntaria de que pueden disponer para mantener sólidamente las ideas justas, aunque poco simpáticas; y tercero, mediante la costumbre que se les debe imbuir, de obrar resueltamente según estas últimas.

En todo esto, lo que importa es el poder de estar atento a lo que se quiere. Del mismo modo que una balanza oscila sobre sus soportes, así nuestro destino moral se apoya sobre esta facultad. Bien recordaréis que cuando hablábamos de la atención, indicamos que nuestros actos de atención voluntaria son mucho más intermitentes y breves de lo que se suele suponer. Si los sumásemos todos, representarían una parte de nuestra vida tan insignificante que os parecería increíble. Pero dije también que su brevedad no era proporcionada a su significación, porque no es la amplitud de una cosa lo único que constituye su importancia, sino su posición en el organismo a que pertenece. Nuestros actos de atención voluntaria, aunque breves, son importantes y críticos, pues nos determinan a destinos elevados o a destinos inferiores. El ejercicio de la atención voluntaria debe ser, pues, en la escuela considerado como uno de los más importantes, y el maestro eminente, con la habilidad de despertar intereses remotos, procurará muchas oportunidades para dicho ejercicio.

Se me ha acusado de dar en este libro una idea mecánica y hasta materialista de la mente. En efecto, la he llamado organismo y máquina. Alguno de vosotros empieza a dudar si yo soy o no un materialista absoluto.

Aunque en estas conferencias sólo aspiro a ser práctico y útil, manteniéndome separado de toda complicación especulativa, no quiero dejar ambigüedades respecto de mi posición, por lo cual y para evitar una mala inteligencia, os diré que sólo en cierto sentido me podéis llamar materialista. No acierto a comprender que una cosa como nuestra conciencia pueda ser producida por un mecanismo nervioso, si bien puedo comprender perfectamente que si las ideas acompañan el funcionamiento de un mecanismo, el orden de las ideas podría seguir el orden de las operaciones del mecanismo. Así nuestras comunes asociaciones de ideas, series de pensamientos o de acciones, pueden ser una consecuencia de la sucesión de ciertas corrientes en nuestros sistemas nerviosos. Análogamente puede ocurrir que el patrimonio de ideas dentro del cual el libre espíritu de un hombre puede desenvolver sus ideas propias, dependa exclusivamente de los poderes congénitos o adquiridos del cerebro. Admitido todo esto, se puede en verdad adoptar la concepción fatalista de que os hablaba hace poco: nuestras ideas vendrían determinadas por corrientes cerebrales y éstas por leyes puramente mecánicas.

Mas, después de lo que hemos visto —esto es, dada la parte de atención voluntaria que se ejercita en la volición— la creencia en el libre albedrío y en una causalidad puramente espiritual hállase siempre libre y abierta antes nosotros. La duración y la suma de esta atención parece indefinida dentro de ciertos límites. Sentimos que realmente podemos acrecentarla o disminuirla, y como si nuestra libre acción en este respecto fuese un punto genuinamente crítico por naturaleza, un punto del cual pudiese depender nuestro destino y el de otros. Toda la cuestión del libre arbitrio concéntrase, pues, en esta pregunta concreta: "¿La apariencia de la indeterminación en este punto es o no es una ilusión?"

Es evidente que semejante cuestión no puede ser resuelta por observaciones precisas, y sí tan sólo por analogías generales. El defensor del libre arbitrio cree que aquella apariencia es una realidad; el determinista la considera una ilusión. Yo me inclino al primero, no porque no pueda concebir claramente la teoría fatalista o porque no me parezca plausible, sino simplemente porque si el libre arbitrio fuese verdadero, sería absurdo que nos viésemos fatalmente obligados a aceptarlo y a creen en él. Considerando la intimidad de las cosas debiérase pensar más bien que el primer acto de una voluntad libre debe consistir en sostener la creencia en la libertad. En consecuencia, creo francamente en mi libertad, y lo hago con la mayor conciencia científica: sabiendo que la predeterminación de la suma de mi esfuerzo de atención jamás podrá ser probada objetivamente, y esperando que, así sigáis como no mi opinión, al menos reconoceréis que las teorías psicológicas y psicofísicas que yo sostengo no obligan necesariamente a un hombre a ser fatalista o materialista.

Diré todavía una palabra sobre este importantísimo tema de la voluntad, después de lo cual cerraré el tema y el libro.

Como existen dos tipos de voluntad, existen dos tipos de inhibición, a los cuales podemos respectivamente llamar inhibición de represión o de negación, e inhibición de substitución. La diferencia entre ellos consiste en que, en el caso de inhibición de represión, tanto la idea inhibida como la inhibitriz, así la que impulsa como la que refrena, permanecen juntas en la conciencia, determinando un cierto esfuerzo o tensión interior; y en el caso de inhibición por substitución, la idea inhibitriz suprime completamente la idea inhibida, de suerte que esta última queda completamente borrada del campo.

Por ejemplo: vuestros alumnos están distraídos porque prestan oído a un ruido de la calle, bastante interesante para conquistar toda su atención. Podéis reclamar ésta mandándoles con grandes gritos que no escuchen aquel ruido, y que se fijen en lo que les estáis explicando, y si no les quitáis la vista por encima es posible que consigáis vuestro objeto. Pero será un efecto de orden inferior e inútil porque apenas habréis disminuido vuestra vigilancia, si persiste el elemento perturbador, la curiosidad infantil les hará volver a la misma distracción. En cambio, si, sin decir una palabra de lo que pasa en la calle, determináis en ellos una acción contraria, empezando un cuento o alguna demostración muy interesante, es seguro que olvidarán el ruido callejero y os seguirán sin esfuerzo. Son muchos los intereses que no pueden ser inhibidos por una simple orden negativa. A un enamorado, verbi gratia, no le es posible anular su pasión por un esfuerzo de la voluntad; pero si "un nuevo planeta surge en su horizonte, el antiguo ídolo cesará de dominar en su mente".

Es evidente que siempre que sea posible se ha de adoptar la inhibición por substitución. Aquellos cuya vida se funda en la palabra "no", que dicen la verdad sólo porque la mentira es pecado, y deben luchar de continuo con sus tendencias envidiosas, o cobardes, o mezquinas, hállanse por todos los respectos en una posición inferior a la que ocuparan si desde su nacimiento hubieran poseído el amor de la verdad y de la magnanimidad, y no sintieran tentaciones de un orden inferior. El gentilhombre de raza es para los fines humanos un ser de mayor valor que el que resiste violentamente al diablo que lleva en sí mismo, aun cuando a los ojos de Dios, según los teólogos católicos, puede este último tener una infinidad de mérito por encima del otro.

Hace muchos años, Spinoza escribió en su ética que toda cosa que un hombre puede evitar, merced a la noción de que es mala, puede también evitarla merced a la noción de que otra cosa es buena. Spinoza llama esclavo al que generalmente obra sub specie mali, tomando por base la noción negativa, la noción del mal. Se llama hombre libre al que obra según la noción del bien. Cuidad, pues, de hacer de vuestros alumnos otros tantos hombres libres. Acostumbradles a decir siempre la verdad, no precisamente mostrándoles la mezquindad del mentir; sino promoviendo su entusiasmo por el honor y por la verdad. disuadidles de la instintiva crueldad, comunicándoles algo de vuestra congénita positiva simpatía por las fuentes internas de alegría de los animales. En las lecciones que por mandato de la ley deberéis darles respecto de los perniciosos efectos del alcohol, hablad menos de lo que suelen hacerlo los libros, del estómago, de los riñones y de los nervios del borracho, y mucho más de la fortuna de poseer un organismo que se mantenga, durante toda la vida, en las condiciones juveniles de elasticidad que da una sangre sana, que desconoce los excitantes y los narcóticos, y para el cual son elementos suficientes de excitación el sol de la mañana, el aire libre y el rocío.

Aquí pongo fin a estos discursos. Si a alguno le ha parecido demasiado corriente y vulgar lo que he dicho, posible es que modifique su opinión cuando dentro de uno o dos años considere en su escuela ciertos hechos de un modo muy diferente, como consecuencia de los conceptos que he tratado de explicaros. Yo no sé librarme de esperar que el considerar a vuestro alumno como un pequeño organismo sensitivo, impulsivo, asociativo, en parte predestinado, en parte libre, os conducirá a una mejor inteligencia de todos sus medios. Concebidlo, pues, como tal diminuto mecanismo. Y si, además de esto, acertáis a verle sub specie boni, y a quererle, estaréis en las mejores condiciones posibles para ser maestros perfectos.

Traducción de Carlos M. Soldevila (1904)




Notas

1. Es muy instructivo, en vista de la gran expectación que reina en ciertos países por la nueva psicología, leer la confesión hecha por su fundador Guillermo Wundt, después de treinta años de vida de laboratorio: "El auxilio que el método experimental puede proporcionarnos consiste esencialmente en el perfeccionamiento de nuestra observación interior, o mejor dicho, en hacer ésta posible. Pero ¿es que nuestra autor observación experimental ha alcanzado ya algún resultado importante? No es dable contestar a esta pregunta en términos generales, porque dada la condición incompleta de nuestra ciencia, aun dentro la línea experimental de la investigación, no existe cuerpo alguno de doctrina psicológica universalmente aceptada.

A pesar de semejante discordancia de opiniones (bastante comprensible en un momento de desenvolvimiento incierto y a tientas) el investigador individual puede decir qué puntos de vista debe a los nuevos métodos. Y si se me preguntase en qué había consistido y consiste para mí el valor de la observación experimental en psicología, diré que a ella debo una ideal completamente nueva, sobre la naturaleza y sobre la conexión de nuestros procesos interiores. Por los procedimientos del sentido visible he llegado a observar el hecho de la síntesis mental creadora... Por mi investigación sobre las relaciones temporales, etc., he adquirido la noción de la intima correlación de todas las funciones psíquicas que suelen separase por medio de abstracciones artificiosas y de nombres diversos, como ideación, sentimiento, voluntad, y he visto la indivisibilidad y la homogeneidad de la vida mental en todas sus fases. En fin, el estudio cronométrico de los procesos asociativos me ha demostrado que la noción de las imágenes mentales distintas (reproducirten Vorstellungen) es una de aquellas numerosas ilusiones que colocan fantasías en lugar de la realidad. He llegado a comprender la "idea" como un proceso no menos transitorio y evolutivo que un acto cualquiera de voluntad o de sensación, y me he convencido de que la antigua teoría de la asociación de las ideas no se puede ya sostener... A más de todo esto, la observación experimental me ha proporcionado muchas otras noticias acerca de la extensión de la conciencia y la rapidez de ciertos datos psico-físicos, y otros semejantes. Pero reconozco que todos estos resultados especiales son producto accesorios relativamente insignificantes y que no afectan poco ni mucho a lo importante". (Philosophische, Studien, X, pág. 121-4). Debiera leerse todo el capítulo todo el capítulo. Según yo acierto a interpretarlo, conduce a la adopción del concepto vago de la corriente de la conciencia y a desterrar todo aquel sistema, tan trabajosamente expuesto antiguamente en infinitos tratados, de especificar la mente en tantas unidades distintas, por composición y por función, y enumerarlas y etiquetarlas con nombres técnicos.


Fin de "Los ideales de la vida (discursos a los maestros sobre psicología pedagógica)", William James (1899). Traducción castellana de Carlos M. Soldevila (1904). Transcripción de Izaskun Martínez en la que ha corregido la ortografía original. El texto original en inglés puede encontrarse en F. Burckhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, vol. X.

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Fecha del documento: 10 febrero 2005
Ultima actualización: 10 febrero 2005

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