Seminario del Grupo de Estudios Peirceanos
Universidad de Navarra, 17 de febrero de 2010

Algunos comentarios sobre la continuidad de práctica y teoría en Peirce


Ramon Vilà




La continuidad de práctica y teoría ha sido considerada como uno de los aspectos más definitorios y a la vez más controvertidos de la filosofía de Peirce (Anderson, 27). La mayoría de los comentaristas consideran que nunca fue capaz de ofrecer una defensa plenamente convincente de esta tesis, y algunos de ellos pondrían en duda incluso si Peirce sostuvo realmente esta posición a lo largo de toda su carrera, pues parece afirmarla y rechazarla alternativamente en distintos momentos. De modo significativo, admisión y rechazo de la tesis parecen coexistir en las páginas del artículo que ha funcionado en buena medida como su manifiesto filosófico: "La fijación de la creencia" (1877). Mi tesis será que una lectura más caritativa del texto sugeriría que la inconsistencia —o en términos más suaves, la tensión, la falta de claridad, etc.— se hace más aparente cuanto más nos empeñamos en plantearle al texto la clase de pregunta que menos dispuesto se muestra a responder. Diría también que este es un desencuentro —más que un error propiamente dicho— que lastra buena parte de la recepción de Peirce.

Como he dicho, existe un cierto acuerdo entre los comentaristas de que "La fijación de la creencia" contiene tensiones que no pueden resolverse con los materiales que provee el texto. En su ya clásico comentario a este artículo, Anderson define  dicha tensión como la dificultad "de saber si Peirce está buscando una creencia práctica en base a la cual actuar o una creencia teórica y provisional que nos encamine a la verdad" (Anderson, 83). De hecho, la tesis ostensible —aunque implícita— del artículo es que existe una continuidad entre la perspectiva práctica y la teórica, de modo que los esfuerzos humanos por hacerse una opinión acerca de su entorno evolucionarán de forma natural e inevitable de la primera a la segunda. A propósito de esta misma tesis, sin embargo, el artículo ha sido considerado "uno de los más curiosos y menos satisfactorios que Peirce escribió jamás," pues no parece ofrecer ningún tipo de base aceptable en la que apoyarla: simplemente, no hay modo de mostrar que todos los métodos de fijación de la creencia a corto plazo —pues tal sería la definición relevante de lo que es una perspectiva práctica en el contexto del artículo — "fallarán a largo plazo" (Murphey, 163-4).

Otros comentaristas, sin embargo, están dispuestos a asumir una lectura más generosa: "tal vez podríamos... interpretar el fracaso de los tres primeros métodos no tanto como una incapacidad para gestionar creencias prácticas a corto plazo, sino como una incapacidad de dar respuesta al impulso social de personas cuyo interés primario se dirige hacia la pregunta lógica" (Anderson, 85). En otras palabras, en la medida en que interpretemos que aquello que realmente anima a los personajes de la historia —entre bastidores, por así decir— es la pregunta lógica por la verdad última, no puede haber ninguna sorpresa en el resultado final del proceso. Desde esta perspectiva, "la descripción darwiniana [de dicho proceso] podría verse como un mero efecto exterior de una preocupación cuasi-kantiana subyacente por cumplir con las condiciones de la verdad y la validez" (Anderson, 85). Hookway por su parte está de acuerdo en que "si el argumento de Peirce se agotara realmente" en el intento de inferir que el horizonte de nuestras investigaciones debería ser ilimitado a partir del supuesto hecho psicológico de que a todos los efectos presentes no lo es, se trataría de una sugerencia "vacía" que parecería apoyar más bien la conclusión contraria (Hookway 52-53). Parece pues que la transición continua desde la perspectiva práctica hasta la teórica que Peirce —al menos a primera vista— parece perseguir en este artículo sólo puede rescatarse si asumimos que la perspectiva teórica está ya presente desde el primer momento, sea de forma oculta o disfrazada.

Por otro lado, la especulación ontológica de Peirce sobre la evolución de la investigación desde un estadio práctico a uno teórico está imbricada en un argumento epistemológico en virtud del cual las implicaciones del hecho mismo de preguntar la pregunta lógica llevan inevitablemente al método científico. De acuerdo con este proyecto, el escenario del proceso se ha definido en función de estas mismas implicaciones, y su supuesta inevitabilidad se propone como un argumento a favor de la validez del método científico como principio-guía para responder a la pregunta (CP 5.369). En la medida en que el experimento ontológico en su versión más literal se considera en general fracasado, el argumento epistemológico queda también fatalmente dañado: Murphey de hecho sugiere que Peirce debería estar descubriendo a estas alturas que no tenía realmente prueba alguna de la validez del método científico (más probablemente, que no podía hallarse ninguna prueba de este tipo, contra lo que supuestamente habría sido su postura anterior); Anderson por su parte prefiere pensar que el proyecto de Peirce no podía ser "probar demostrativamente la validez del razonamiento sintético" (Anderson 109). Desde su punto de vista, el argumento se dirigiría más bien a mostrar que si uno asume de partida un punto de vista lógico o teórico, no encontrará ninguna razón para abandonarlo; pero no hay fundamento ninguno de por qué alguien debería asumirlo en primer lugar, o de qué respuesta podría darle a alguien que asumiera un punto de vista práctico (Anderson, 85, 112).

Vemos pues que la lectura más caritativa del artículo de Peirce debe contentarse con rescatar en él un "giro práctico" (Anderson 109) que apenas ofrece una débil fundamentación para la validez del método científico. Anderson define este argumento como una "abducción trascendental" y observa que Peirce recurre con frecuencia a un lenguaje trascendental para dar mayor fuerza a sus argumentos, aunque insiste en que Peirce sólo lo hace con "fines retóricos" —Anderson dice incluso que Peirce "cuela" esa clase de lenguaje en sus textos— (Anderson 165-166), pues a diferencia de Kant mantiene consistentemente una reserva falibilista que en último término convierte su posición en cualquier cosa menos trascendental. De hecho, el estatus que deba atribuirse a esta reserva abre la puerta también a este nivel a esa "curiosa ambigüedad" acerca de si Peirce pretende ofrecer una prueba práctica o una propiamente teórica (Anderson 110). Peirce vincula sistemáticamente el método científico a la "hipótesis de la realidad" (cursiva mía), y por lo tanto parece asumir que la prueba de su validez debería hacerse en sus propios términos (véase Anderson 108), aunque extrañamente no gasta una sola línea en confirmar que es así, y más bien insiste en negar que podamos tener ningún interés en tal prueba, todo lo cual no hace sino ahondar en las tensiones ya advertidas en el texto.

Se concede habitualmente que Peirce afronta estas tensiones en textos posteriores, y que resuelve y clarifica parcialmente algunos de los problemas que hemos esbozado. Anderson recurre en este punto a "Un argumento olvidado a favor de la realidad de Dios", donde Peirce desarrolla con más detalle la relación entre las perspectivas práctica y teórica, y explicita que una creencia desde el punto de vista práctico no es más que una abducción o hipótesis desde el punto de vista teórico. La idea difícilmente puede verse como una novedad completa en la filosofía de Peirce, pero ciertamente arroja luz sobre una cuestión no muy tratada hasta el momento, y también parece alentar la idea de que detrás de cualquier creencia práctica hay siempre un impulso teórico. El terreno escogido para esta elaboración podría parecer extraño, sin embargo, pues no cabe dar mucha credibilidad —al menos a juzgar por el crédito que le han dado la mayoría de comentaristas— a la idea de que pueda concebirse alguna experimentación relevante para una hipótesis como la de Dios. Y cuando el artículo revisita la hipótesis de la ciencia, la situación se vuelve aún peor: la dificultad para concebir algún género de experimentación en este terreno se convierte ya en imposibilidad, pues cualquier intento en este sentido sería en último término circular, lo cual no es sino otro modo de formular la misma clase de objeciones que se habían planteado a su artículo anterior: decir que la experiencia no impondría jamás la perspectiva lógica a un sujeto que la desconociera por completo, equivale en cierto modo a decir que alguien que partiera de hecho de una perspectiva lógica no alcanzaría a demostrarla experimentalmente jamás. Anderson considera que esto es algo que Peirce también "debe admitir", aunque igual que antes éste parece optar más bien por guardar silencio sobre la cuestión y si acaso revertir discretamente hacia formulaciones más trascendentales (Anderson 165).

Sin embargo, al final del artículo sí parece que Peirce se enfrenta al problema y admite —con bastantes más matices de los que parecerían necesarios— que "podría decirse con alguna justicia que el argumento de [La fijación de la creencia] es una petición de principio" (CP 6.485). Murphey por su parte cita otro pasaje (Murphey 355, citando CP 5.28) donde Peirce lamenta abiertamente el reduccionismo psicológico de su perspectiva cuando escribió aquel artículo, con lo que parece asumir de hecho en lo esencial las críticas que hemos visto hasta ahora. Sin embargo, el primer pasaje citado deja claro que el argumento de "La fijación de la creencia" es sólo una petición de principio en la medida en que sólo ofrece razones "débiles", no que no puedan encontrarse otras más fuertes. Y el segundo pasaje también deja bastante claro que la debilidad de las razones consiste en limitar la hipótesis evolutiva que debe fundamentar la validez de la investigación a la sección humana de dicha evolución, con lo que se asumen como dados estados mentales como la creencia y la duda. La investigación encontraría una base más sólida si la hipótesis se extendiera al conjunto de la evolución natural ("¿por qué la evolución ha dado esta forma a la mente humana?"), y a juzgar por el desarrollo efectivo de las investigaciones de Peirce en años posteriores, deberíamos decir que también habría que extenderlo al conjunto de la evolución cósmica. De este modo, la respuesta a la objeción genérica de circularidad parece ser que no es más que una apariencia derivada del horizonte limitado de la investigación. Vemos pues que finalmente Peirce sigue sin admitir lo que según Anderson debería, a saber, que si pretendemos escapar a la circularidad por la vía de ampliar el horizonte de la investigación lo que deberíamos hacer es de hecho extenderla más allá de la propia investigación: ¿cómo puede Peirce dar sentido a una idea así?

Estoy de acuerdo con la mayoría de los comentaristas en que Peirce no da respuesta realmente a esta pregunta. Pero diría que su silencio o mejor dicho su vaguedad sobre la cuestión no es una forma de disimular un problema irresuelto, sino la solución propuesta para el problema (o, en la línea de lo que sugiere Peirce en "La fijación de la creencia", la denuncia de un falso problema). Dicho en los términos más simples: Peirce no tiene respuesta para esta pregunta porque todavía no está en posición de realizar la experimentación relevante; de modo que no tiene nada que decir sobre la cuestión. Esto es ciertamente una posición más débil que ninguna de las que hemos visto atribuidas a Peirce hasta aquí —en cierto modo, es la posición más débil posible—, aunque ciertamente abriría la vía a la más fuerte de todas.

En primer lugar, esta lectura es harto consistente con la descripción que de hecho hace Peirce de la evolución de la investigación, en la que realmente parece que el progreso depende en último análisis de esperar a que surja cierta experiencia relevante. No hay garantía posible de que se presente en ningún punto en concreto de la historia, aunque en la hipótesis de Peirce parece estar destinada a presentarse, en un punto u otro. Por supuesto, siempre podríamos imaginar un escenario en el que eso no ocurriría, como hace Murphey cuando observa, a propósito del "método de autoridad", que "la imposibilidad de un Estado completamente autoritario no puede sobrevivir la historia del siglo XX" (Murphey 164). De hecho, los Estados autoritarios cayeron en el siglo XX, aunque ciertamente no había necesidad de que lo hicieran justamente entonces, y la historia previa a este siglo ofrece casos de Estados autoritarios mucho más perdurables. Pero adoptemos la hipótesis del Estado autoritario perfectamente exitoso, uno que encontrara siempre el modo de superar los obstáculos que la historia pudiera poner en su camino. La cuestión es que Peirce no ofrece ningún argumento mejor contra esta posibilidad que decir que algún día debe caer (y deberíamos asumir que este día podría quedar indefinidamente pospuesto a mañana). Y sin embargo ese parece ser justamente el argumento que interesa a Peirce —en lugar de ser, como sugiere Murphey, la prueba del fracaso de su argumento.

Echando una mirada atrás desde un estadio posterior de la evolución de Peirce, Murphey critica la descripción de la evolución de la investigación que realiza Peirce en "La fijación de la creencia" por ser demasiado anancástico [Murphey 356-7]; sin embargo, podría decirse que eso que reclamaba en su trato previo con el artículo era justamente una forma anancástica de necesidad. La forma como se formula concretamente la objeción —"el desarrollo no se inicia por la idea como causa final, sino por la irritación de la duda como causa eficiente— resulta bastante significativa: en realidad, la causa final no es nunca perceptible en el momento de la iniciación de un proceso, pues aquélla sólo surgirá a la vista cuando el proceso haya llegado a su culminación y se revele su propósito general (e incluso entonces, dicho propósito sólo será aparente a este nivel de análisis: a cualquier nivel de descripción centrado en causas eficientes el proceso seguiría sin parecer necesario, sino el resultado de una cadena accidental de eventos). Murphey interpreta el hecho de que Peirce describa el proceso en términos de causas eficientes (duda y satisfacción) como prueba de que persigue un tipo de necesidad anancástica; pero como ciertamente él mismo reconoce, no hay un rastro mínimamente aceptable de esta clase de necesidad en el artículo. Leer "La fijación de la creencia" como un grosero fracaso en el intento de describir un proceso concebido como anancástico es ciertamente una posibilidad, pero una muy poco razonable desde mi punto de vista. Tiene más sentido verlo como un esfuerzo temprano de subrayar la diferencia crucial entre (lo que Peirce más tarde llamaría) un desarrollo anancástico y otro agapástico por la vía —probablemente poco afortunada— de exponer un proceso del segundo tipo en los términos propios del primero. En todo caso, resulta difícil sustraerse a la impresión de que lo que Peirce describe en términos de causas eficientes se parece mucho a al despliegue de una causa final, de acuerdo con la definición que más tarde da de ambas.

Por otro lado, tratar de explicar el progreso como hace Anderson por la vía de asumir la presencia disfrazada del resultado desde el principio equivale de hecho a dejar en nada la hipótesis evolutiva que parecía ser la idea clave del artículo. Más aún, Peirce parece rechazar categóricamente esa lectura desde el comienzo, e incluso si debiéramos concluir que hay declaraciones contrarias más adelante, parecería que la jerarquía está de su lado: ese rechazo —a saber, "que la fijación de la opinión es el único fin de la investigación" (CP 5.375)— es la "muy importante proposición" que se supone que establece los términos esenciales de todo el argumento que viene a continuación. Pero en realidad no parece haber ninguna declaración contraria en la descripción que hace Peirce de la evolución de la investigación, es más, el empeño de Peirce parece ser más bien atenerse tercamente a consideraciones de corto plazo al explicar su progreso —de acuerdo, de hecho, con los términos que establece la "muy importante proposición acerca de cómo se ha de contar el relato—, sin la menor insinuación de que los individuos obedezcan secretamente, a nivel individual o colectivo, a aspiraciones de más largo plazo. Se diría más bien que la auténtica razón de Anderson para leer el texto tal como lo hace es la casi total implausibilidad de la idea de que las consideraciones prácticas y a corto plazo puedan llevarnos en algún momento a consideraciones teóricas, o de plazo propiamente ilimitado —tal como decía Hookway, no puede ser que el argumento de Peirce sea éste. Al adoptar esta línea de lectura ambos están aplicando ciertamente un principio razonable de caridad interpretativa, pero este mismo principio reclamaría que antes hiciéramos otro esfuerzo para dar sentido a la lectura más literal posible del texto. Y una forma posible de salvar su literalidad es más bien suponer que el relato de Peirce no llega realmente al final de la historia —a diferencia del relato de Hegel, por ejemplo— sino que se queda en algún punto previo.

Anderson observa que la lista de métodos considerados por Peirce "no encaja bien con el diseño categorial de Peirce", y comenta que la selección es para muchos comentaristas "uno de los elementos menos satisfactorios" del artículo (Anderson 98-99). Murphey por ejemplo concluye que "Peirce parece haber derivado su lista más o menos arbitrariamente para tener unas cuantas alternativas contra las que mostrar la superioridad del método de la ciencia" (Murphey 164-5). Sin embargo, mi impresión es que la lista sí encaja con las categorías, y que el único motivo por el que no parece así es que, de hecho, no estamos situados en el último estadio que éstas permitirían. El hecho de que Peirce no las mencione en su artículo puede explicarse sin mucho problema observando que estaba destinado a una publicación popular (de hecho, Peirce también se escudaría en este hecho cuando más adelante revisara algunos aspectos del mismo). Permitidme pues que haga un intento de mostrar cómo podría exponerse el progreso de la investigación de "La fijación de la creencia" en términos de las categorías.

Tratándose de una lista de "principios-guía" en lógica, queda claro que todos ellos pertenecen generalmente a la tercera categoría, pero como es sabido las categorías pueden aplicarse recursivamente sin límite, de modo que podemos especificar ulteriores sub-clasificaciones hasta que lleguemos al nivel de descripción que deseemos. Así, el método de tenacidad puede relacionarse con la primeridad, pues el principio de inferencia consiste en que el individuo se guía por su propia opinión, con independencia de nada más. Los dos métodos siguientes pueden remitirse a la segundidad, pues en ambos casos la opinión del individuo está determinada por la de otro. Habría sin embargo una versión genuina, el método de la autoridad, donde la opinión del individuo está directa y totalmente determinada por la de otro individuo, y una versión degenerada, donde la opinión determinante no es estrictamente la de otro individuo sino la del propio individuo en cuanto idéntica con la de otros. Con el método científico se diría que entramos en el terreno de la terceridad, y deberíamos esperar encontrarnos al menos una versión genuina y dos degeneradas. Como sabemos, no encontramos ninguna de estas distinciones en el texto, pero en lugar de interpretarlo como una inesperada —e inexplicable— ruptura con el esquema categorial, me parece más razonable asumir que dichas distinciones no aparecen simplemente porque nos quedamos en el primero de los estadios que éstas prefigurarían. El hecho de que Peirce no aluda a ningún desarrollo posterior, por lo demás, es consistente con su estrategia general de presentar los estadios de la evolución en los términos disponibles en cada uno de estos estadios. Pero naturalmente podría decirse que hay ciertos problemas de orden en esta lectura, y después de todo también podría ser que Peirce hubiera omitido —conscientemente o no— un caso de segundidad monádicamente degenerada previo al método de autoridad, y que el método a priori fuera en realidad un caso de terceridad monádicamente degenerada, mientras que nuestra ciencia actual fuera un caso de terceridad diádicamente degenerada (lo que ciertamente encajaría con un buen número de comentarios de Peirce sobre la ciencia tal como se practica hoy). Mi tesis no es tanto que deba leerse de uno u otro modo, o aun de un tercero que no se me haya ocurrido, sino que cualquiera de estas lecturas parece más razonable que asumir la irrelevancia de las categorías en el diseño de la evolución de la investigación.

En una digresión reveladora, Anderson trata de complementar las aclaraciones ofrecidas en "Un argumento olvidado a favor de la realidad de Dios" con lo que entiende como el último recurso de Peirce para "tratar de superar las dificultades" que encuentra a su paso (Anderson ): el sinequismo. Partiendo de la tercera proposición cotaria —a saber, que "la inferencia abductiva se funde indefinidamente en el juicio perceptivo sin que exista ninguna línea clara de demarcación entre ambos" (CP 5.181)—, Anderson sugiere que las creencias se encuentran análogamente en un límite inextricable entre el instinto a corto plazo y la abducción a largo plazo, lo que apunta en su perspectiva a lo que llama una dependencia recíproca entre las dimensiones práctica y teórica (Anderson 170). Anderson no establece directamente la conexión, pero es claro cómo encaja todo esto con su idea de que algún tipo de interés teórico debe estar presente desde el principio para que se produzca algún tipo de progreso en la investigación. Anderson es muy consciente, sin embargo, de que con esta táctica sólo podemos remontarnos atrás hasta cierto punto, y también de que no es éste el tipo de papel para el que el sinequismo entró en escena en la filosofía de Peirce: tal como veremos a continuación, emplear el sinequismo de este modo como un solucionador de problemas supone haber desechado ya de entrada que pudiera "cumplir con su promesa" (Anderson 30, Murphey 407). Pienso sin embargo que no hay razón para desechar tan rápidamente esta promesa.

En último término, el papel para el que el sinequismo estaba destinado en la filosofía de Peirce era el de apoyar hipótesis evolutivas como la que ensaya en "La fijación de la creencia": esto es, garantizar que puede haber una transición completa entre un término y otro término, y que no nos quedemos encallados en uno u otro —como en las tradicionales paradojas del cambio y el movimiento. Por supuesto, todo lo que dice Anderson del sinequismo es perfectamente cierto y aplicable al caso: en un examen más detallado —como el que emprende Peirce en "Un argumento olvidado..."— se ve claramente que esas inferencias que en "La fijación de la creencia" llevaban infaliblemente la marca de métodos anteriores, como la idea de Dios, muestran ya un cierto rastro de cientificismo. Pero en realidad, esto no hace más que llevar al extremo la idea ya apuntada en la última sección de "La fijación de la creencia" de que aquellas perspectivas que Peirce había distinguido en las fases puras y sin mezcla de una historia virtual podían en realidad coincidir en diferentes individuos de una misma sociedad, o en diferentes instancias mentales del mismo individuo. Pero la difuminación indefinida de cualquier línea de demarcación no tiene por qué significar que no haya verdaderas transiciones. De hecho, usar la noción del sinequismo para mostrar que podemos remontar la presencia de un enfoque científico hasta muy atrás —y "resolver" de este modo las dificultades filosóficas en las que habría incurrido Peirce al sugerir la continuidad de práctica y teoría— parece un intento de conducir los argumentos de Peirce en dirección contraria. Parece ir más en la dirección buscada insistir en que no hay razón para que un sujeto encerrado por su psicología en horizontes discretos no debería desesperar de alcanzar algún día una perspectiva no sometida a ninguno de estos límites. Naturalmente, si estuviéramos dispuestos a adoptar esta lectura no habría problema para encajar en ella las precisiones ulteriores de "Un argumento olvidado": por más que convivieran sinequísticamente distintos horizontes en una misma sociedad, individuo o estado mental concreto, aún cabría sostener que en el horizonte más amplio que pudiéramos destilar de todo ello simplemente se siguen quedando cortos.

Si pasamos ahora a lo que antes llamé el nivel epistemológico del artículo, queda claro que de admitir la hipótesis de la continuidad de práctica y teoría como válida, a condición de la eventual confirmación de su resultado, entonces el argumento epistemológico también sería válido... aunque naturalmente con la misma condición. En el estilo más tradicional, Peirce nos ha prometido una deducción de la validez de las leyes de la lógica, pero en realidad la ha sometido por completo a lo que sólo cabe entender como una inducción todavía en proceso. Tal como defenderé en lo que sigue, creo que no debemos ver esta situación como un caso de falsa representación de la naturaleza —metafísica o científica, o mejor metafísica en el viejo o el nuevo estilo— del argumento, sino como una sutil respuesta a todos los proyectos "imbuidos de esa mala cualidad lógica a la que se aplica comúnmente el epíteto metafísico", de acuerdo con lo que avanza al principio del artículo como el objetivo final de su esbozado "curso de lógica" (CP 5.369). Dicha respuesta es, de hecho, la única deducción propiamente dicha del artículo.

Lo primero que debe subrayarse en esta lectura es que, contra la sugerencia de Anderson, Peirce no se dirige a una audiencia animada por un interés por la pregunta lógica. Y tampoco es eso realmente lo que anima al propio Peirce, a pesar de que el objeto de su exposición sea esbozar un curso sobre lógica. Peirce inicia su exposición con la declaración de que todo el mundo está satisfecho con su propia forma de razonar, y sólo se exceptúa a sí mismo en razón de su interés en realizar la clarificación recién mencionada —y que tal como veremos no es más que una versión generalizada de esta misma idea, a saber, que uno no puede sino estar satisfecho con su propia opinión— para beneficio de su público. Hecho esto, también Peirce se sumerge en la marea general de satisfacción con su propia posición y no tiene interés en plantearse pregunta alguna sobre ella, ni siquiera la pregunta lógica, tal como inequívocamente declara al final de su artículo.

Es importante observar que 30 años después, en el párrafo final de "Un argumento olvidado...", Peirce no es consciente de haber cambiado sustancialmente su opinión, que exalta de nuevo como "casi la clave del Pragmaticismo" (CP 6.48): a saber, en los términos que prefiere emplear ahora, que la verdad consiste en "un estado de satisfacción" (CP 6.485). Sólo lamenta que "los pragmatistas de hoy" hayan ignorado la distinción crucial de que dicha satisfacción o puede ser ninguna satisfacción actual sino una satisfacción última, como afirma haber tratado de mostrar en "la primera parte" de su artículo anterior. Sin embargo, cabría preguntar por qué enreda él mismo la distinción crucial, como ya había hecho en su artículo anterior, al insistir otra vez en una versión mucho más vaga y engañosa de la idea. Tal como insiste Hookway, ¿qué sentido tiene adoptar como "punto de partida" una proposición tan propensa a llevarnos a error (Hookway 51-52)? Mejor aún, ¿no debería corregir Peirce públicamente también la ambigüedad y la vaguedad en las que había incurrido antes, y asumir una cierta complicidad en los errores de los demás pragmatistas?

De hecho, lo que hace Peirce es más bien lo contrario: da el mérito a la vaga identificación de la verdad con la opinión por cualquier acierto que Schiller, James y demás puedan haber demostrado en sus respectivas filosofías. Más sorprendente aún, esa misma indiferencia ilógica hacia la distinción crucial también ha tenido un efecto en gran medida positivo:

Al mismo tiempo, me parece claro que su aceptación aproximada del principio Pragmaticista, e incluso su propia tendencia a dejar de lado las distinciones difíciles (por más que yo no pueda aprobarlo), les ha otorgado un discernimiento poderosamente claro de algunas verdades fundamentales que otros filósofos sólo han visto nebulosamente, y la mayoría no ha visto en absoluto. (CP 6.485)

Parece claro que Peirce no está omitiendo aquí simplemente una crítica por su vaguedad previa —la misma vaguedad, de hecho, de la que se habían estado quejando los comentaristas de "La fijación de la creencia"—, sino que no ve nada malo en ella. Más aún, la vaga declaración contiene una verdad tan "preñada de vida" que funciona incluso aunque alguien no atienda a su vaguedad fundamental; en cierto modo, adoptar esa actitud es mejor que tratar de conferirle una decisiva claridad lógica (probablemente lo que han estado haciendo aquellos "otros filósofos" que no han visto nada). De acuerdo con la lectura que sugiero del texto, la razón de esta curiosa situación táctica es simplemente que no podemos (aún) establecer la distinción lógica implícita en la proposición, sino sólo augurarla. Esa sería, de hecho, la verdadera "dificultad" de una distinción que parece por lo demás bastante sencilla (CP 6.485): que de hecho no cabe establecerla propiamente.

En su clásico comentario a la Crítica de la razón pura de Kant, Bennett insiste hasta el agotamiento en este problema del proyecto trascendental: simplemente no es posible ver el funcionamiento de la razón desde fuera —o lo que vendría  a ser lo mismo, desde un punto de vista realmente último— y establecer que la forma como funciona actualmente es la única forma en que podría funcionar. Yo sugeriría que una idea de este tipo está detrás también de la estructura general del artículo de Peirce. Tal como hemos visto, el "curso de lógica" que esboza "La fijación de la creencia" sigue el trillado camino trascendental de extraer las implicaciones necesarias de la propia formulación de la pregunta lógica, para luego mostrar que nos llevan necesariamente a los elementos básicos de nuestra lógica actual. Lo extraño aquí es que la implicación crucial que hace girar las ruedas de esta peculiar "deducción trascendental" es justamente que toda formulación de la pregunta lógica se queda corta, o no es una verdadera instancia de una formulación de la pregunta lógica. Parecería pues que no hemos formulado realmente la pregunta lógica, ni (en consecuencia) obtenido una respuesta —aunque sea al peculiar nivel que Kant llamó "trascendental"— para la misma. Eso al menos explicaría por qué Peirce no parece realmente interesado en la pretendida "prueba" de la validez de la lógica, y también sería consistente con la evaluación que hace Murphey de la respuesta dada a la pregunta lógica como meramente psicológica, aunque no, diría, con su conclusión de que por lo tanto no podemos tener ninguna respuesta propiamente lógica a esa pregunta. Para obtener esa respuesta, parecería que sólo necesitamos formular propiamente la pregunta.

Pienso que esta clase de décalage no es ninguna tensión irresuelta —al menos no una tensión no deliberadamente irresuelta—, sino la idea misma en la que Peirce pretende insistir en este artículo, y que no resolvería sino que más bien ahondaría en ella en textos posteriores. En la medida en que Peirce no está en el punto de vista adecuado no sólo para responder sino también para formular la pregunta lógica —esto es, en la medida en que no está en un punto de vista propiamente teórico—, no puede tampoco decir lo que quiere decir. De modo que sólo puede hacerlo condicionalmente: si formuláramos la pregunta lógica, entonces... lo cual es de hecho la fórmula que la lógica misma que Peirce pretende aplicar dictaría para cualquier investigación reflexiva sobre sí misma, a saber, la máxima pragmática. Por desgracia, nos encontramos bastante lejos de poder extraer las consecuencias relevantes de tal concepto con fines de experimentación —esto es, no podemos extraerlas a un nivel lo suficientemente general como para ser fieles al concepto en cuestión, lo cual no es sino otro modo de decir que no podemos formular realmente la pregunta lógica—, de modo que la única consecuencia útil que podemos extraer de tal aplicación de la lógica sobre sí misma es que no tiene sentido insistir más allá de lo que se hace en este artículo en la pregunta por la validez última de la lógica. Nos encontramos pues en el curioso caso de que la premisa del argumento —de nuevo, la "muy importante proposición"— es en cierto modo su consecuencia principal, en razón, justamente, de que a la vez valida y falsea el argumento.  Más adelante veremos lo que eso implica para la naturaleza de la lógica como ciencia.

En resumen, parece que Peirce está tratando de indicarnos algo que propiamente no puede decir, y que lo hace por la vía de pasearnos —siguiendo el agradable camino de un argumento de estilo kantiano— desde una perspectiva en primera persona a otra en tercera persona sobre la posición que cualquier persona cuerda debería sostener, y por la persistente vaguedad y evasividad de sus comentarios a lo largo del camino. También, si eso puede admitirse como un signo más, por la respuesta telegráfica y casi irritada que da cuando el lector, al final e inevitablemente, plantea de nuevo la pregunta. Pero sobre todo porque nada de lo que dice entonces puede valer como respuesta para la pregunta planteada —a menos que el interrogador concibiera la pregunta de un modo que más bien le habría animado a quedarse en silencio.

Como es sabido, la pregunta que plantea el lector al final de "La fijación de la creencia" no es otro que el "problema estándar de la filosofía moderna" (Anderson 109), la circularidad implícita en tratar de investigar la validez de la investigación. Ya hemos visto también que Murphey es bastante tajante en su evaluación negativa de la respuesta de Peirce. Anderson, sin embargo, rescata una respuesta parcial a la pregunta, aunque sólo logra encontrarla "sugerida" en uno de los cuatro puntos que desarrolla Peirce (Anderson 110). Esta respuesta viene en dos versiones, que en ambos casos apuntan hacia la clase de fundamentación performativa de la lógica que satisfaría a lectores como Apel (Apel, cap V): "la duda misma... presupone que una respuesta es ‘mejor’"; y "si dudo del método, estoy presuponiendo ya... el método". Anderson admite que Peirce no dice nada de eso propiamente, y que en todo caso no parece en absoluto interesado por esa línea de argumentación. La cuestión relevante para Peirce parece ser que la duda simplemente "no se plantea", más que tratarse de una duda propiamente imposible —y por más que sea ciertamente inconcebible—, una idea que queda confirmada por la presentación misma de ulteriores "evidencias" basadas en hechos empíricos y que ni siquiera "tratan de evitar la circularidad en un sentido deductivista" (Anderson 111). Parecería que si nos tuviéramos que tomar en serio el aspecto performativo de los argumentos anteriores, estos últimos serían a todas luces ociosos, y lo mismo debería decirse, en mi opinión, de cualquier otro "lapsus" de Peirce hacia formas de argumentación que aspiraran a una fuerza mayor que la meramente empírica. Examinemos un lapsus de este tipo especialmente revelador, señalado por Anderson:

Sí; debe confesarse que si supiéramos que el impulso de preferir una hipótesis a otra es realmente análogo a los instintos de los pájaros y las avispas, sería una locura no darle juego dentro de los límites de la razón; especialmente porque alguna hipótesis hemos de sostener, o bien renunciar a todo conocimiento más allá del ya obtenido por esos mismos medios. (CP 6.476)

Anderson señala que de hecho no lo sabemos, de modo que no es tanto "especialmente" sino más bien exclusivamente en virtud del segundo argumento que una mente cuerda se da crédito a sí misma. Anderson admite que esta clase de planteamientos se acercan bastante al método a priori, y sugiere que Peirce evita esa recaída cultivando una cierta reserva falibilista (Anderson 165-166). Sin embargo, en la medida en que otorgara una fuerza más que empírica al segundo argumento, no queda claro qué fuerza podría quedarle a esa reserva fruente a él. Si Anderson considera que el segundo argumento es el más "potente" de los dos, yo diría más bien que para Peirce es más bien el primero: de hecho, ese es el único argumento que puede tener en último término alguna fuerza.

Si trasplantamos ahora el argumento al caso más fundamental de la inducción, obtenemos que si supiéramos que dicho método nos ha de llevar a la verdad, sería una locura no aplicarlo. Pero lamentablemente eso no lo sabemos, y por lo tanto si uno va al fondo no es ninguna locura no creer en el método científico. Ya en "Fundamentos de la validez de las leyes de la lógica", un artículo de 1868 donde la fundamentación parece exceder más que nunca las consideraciones meramente empíricas, Peirce comienza por reconocer que el escepticismo absoluto no es lógicamente inconsistente sino tan sólo psicológicamente insostenible, lo cual debería dejar claro por sí solo la clase de fuerza que reconoce a los argumentos performativos. Y cuando a continuación se resuelve a dar respuesta al menos a escépticos más moderados que dudarían de la validez universal de algún principio de inferencia —en cierto modo, lo que sigue haciendo en "La fijación de la creencia"—, deberíamos asumir a fortiori que la posición de dichos escépticos moderados tampoco contiene propiamente ninguna inconsistencia lógica. De hecho, en el próximo pasaje queda bastante claro que la única objeción que plantea realmente Peirce es que exista realmente algún escéptico de este tipo. Por otro lado, el pasaje arroja cierta luz sobre el problema que estamos considerando:

Tal vez pretendan detenerme desde el principio con una objeción general a todo mi proyecto. Se dirá que mi deducción de los principios lógicos, siendo en sí misma un argumento, depende para su entera virtud de la verdad de los principios mismos en cuestión; así que cualquiera que sea mi prueba, debe dar por supuestas las mismas cosas que ha de probar. A esto respondo que no me dirijo a escépticos absolutos ni a personas dominadas por dudas ficticias. Apelo al lector a que sea honesto; y si que si queda convencido de una conclusión, que lo admita. (...) Si tú, lector, encuentras que mis argumentos te convencen de hecho en alguna medida, sería una mera pose por tu parte que los llamaras ilógicos. (CP 5.319)

Al igual que en "La fijación de la creencia", tenemos planteado aquí el problema estándar de la circularidad, y de nuevo encontramos que la respuesta de Peirce no parece ser una auténtica respuesta. El problema parece ser que no se plantea en el nivel relevante, es decir, el nivel positivo de los hechos comprobables —de lo que es o no es— sino más bien lo que podríamos llamar el nivel normativo —lo que deberíamos o no deberíamos hacer. Recurro a esta formulación tan temprana no porque sea la única que podemos encontrar, o siquiera la más clara (CP 2.191, de la Minute Logic, es mejor en este sentido), sino para mostrar que en este punto Peirce es muy consistente. Como sabemos, Peirce clasificará más adelante explícitamente la lógica entre las ciencias normativas, y no hay duda de que una ciencia normativa —de acuerdo con su esencia diádica— no cuestiona su criterio, sino que lo da por supuesto y meramente deduce de él lo que debe ser. Y ese entiendo que es ya el valor que atribuye Peirce a sus argumentos en su artículo de 1868 sobre los fundamentos de las leyes de la lógica: en último término, su fundamento está en esta apelación inicial a nuestra honestidad, lo cual significa que en realidad dan por supuesta nuestra manera actual de pensar y meramente deducen de ella consecuencias que se nos requiere normativamente que admitamos. En consecuencia, no deberíamos leerlos como recaídas en formas trascendentales de argumentación —ni siquiera en versiones neo-kantianas de la misma, formuladas en términos performativos— sino como una traducción enteramente normativa del proyecto kantiano. Ciertamente, lo que leemos se parece mucho a lo que habíamos leído en Kant, pero el hecho es que una ciencia normativa siempre razonará como una ciencia positiva en un estadio pre-científico, es decir, de forma más bien deductiva (eso sólo significa, de hecho, que las ciencias positivas pre-científicas son en cierto modo ciencias normativas que no se asumen como tales). La música es la misma, pero el sentido ha cambiado enteramente.

Pero entonces, ¿por qué abre Peirce "La fijación de la creencia" con la resonante declaración de que la lógica es "una cuestión de hechos, no de ideas" (CP 5.365)? En mi opinión, Peirce está tratando de realizar la misma aclaración que acabo de hacer a propósito de su artículo de 1868, pues ciertamente podía tener razones para pensar que no había quedado del todo claro (lo mismo podría pensar, por cierto, de su nuevo intento de aclaración). Si quien hace la pregunta no se da por satisfecho con la respuesta normativa —de hecho, si se niega a tomarla como meramente normativa y persiste en interpretarla como algún tipo de fundamentación inevitablemente a priori—, la única respuesta ulterior que se le podría dar es decir que por supuesto la lógica debería fundamentarse a sí misma de acuerdo con sus propias reglas, ya no sólo como ciencia normativa, sino también como ciencia positiva. De modo que Peirce repite la ya conocida maniobra argumentativa, pero esta vez es como si realmente la planteara en un sentido positivo, es decir, relativo a los hechos, no a nuestra manera de pensarlos. Pero ciertamente la investigación no toma la forma de la vieja ciencia indebidamente llamada positiva, sino de la nueva ciencia pragmática propiamente inductiva: así, como hemos visto, su hipótesis se plantea como un "si... entonces...". La peculiaridad del caso, por supuesto, es que no cabe sostener honestamente ningún "si" en esta ocasión, y por lo tanto no puede haber ninguna investigación "positiva" —no hay verdadera hipótesis— sino sólo una deducción normativa más. Luego el único resultado efectivo de la deducción, como se ha dicho, es que no estamos en posición de plantear una pregunta tan puramente teórica, pues todavía nos hallamos en una perspectiva previa, eminentemente práctica.

Pero entonces, cabría preguntar, ¿por qué no rechaza explícitamente Peirce la pregunta por una fundamentación positiva por la lógica? ¿Por qué se limita a responder con evasivas, declaraciones vagamente contradictorias y sutiles argumentos que se giran contra ellos mismos? La respuesta a eso, entiendo, es que un rechazo de plano de la pregunta equivaldría a responderla —como por ejemplo hace Anderson en p. 109— en sentido negativo. En realidad, la evasión deliberada de la pregunta sería casi el único expediente que le quedaría a quien sostuviera una posición como la que atribuyo a Peirce. Y en la medida en que se siguiera viendo cercado por esa clase de preguntas, encontraría graves dificultades para expresar su idea. De hecho, el interrogador tendría buenas razones para concluir de las respuestas que oía —o mejor, las que no oía— que su interlocutor no podía sostener propiamente la continuidad de práctica y teoría, sino alguna posición más débil. En todo caso, su interlocutor difícilmente podría negárselo de forma clara y tajante. En conclusión, pues, diría que las lecturas que he venido criticando hasta aquí son perfectamente consistentes con los datos disponibles y que en sus mejores versiones resultan prácticamente inatacables; en particular, son totalmente consistentes con una lectura en último término normativa de la lógica de Peirce, de modo que eso tampoco resuelve la cuestión. A pesar de lo cual siguen siendo, en mi opinión, el resultado de dirigir al texto la pregunta equivocada.

De hecho, cuando en textos posteriores Peirce trate de mejorar su estrategia evasiva mediante un esfuerzo por especificar al máximo la estructura y la dinámica de la investigación, no sólo clasificará la lógica como una ciencia propiamente normativa: también transferirá parte del trabajo que la lógica trataba de realizar en artículos como éste —en términos ciertamente confusos— a un nivel aún superior de investigación, uno que no se preocupa ya siquiera por lo que debe o no debe ser, sino por lo que es o no es posible. En cierto modo, es a este nivel máximamente abstracto donde debe investigarse qué preguntas hay que hacer y qué preguntas no hay que hacer. Diría pues que debemos interpretar la tendencia que vimos anteriormente en Peirce a optar por declaraciones más vagas en lugar de más precisas cuando se trata de cuestiones fundamentales de la lógica como una versión incipiente de esta distinción posterior de niveles de investigación. Examinemos pues, para terminar, otra de esas vagas —o pre-fenomenológicas— versiones de la hipótesis de la realidad a las que Peirce recurre tan frecuentemente, a saber, la sugerencia de buscar la verdad en el futuro, no en el pasado. Al igual que ocurría con la identificación de la verdad y la creencia, esta confusa pista es también exaltada al pedestal de división fundamental de toda filosofía posible, e incluso parece que Peirce la prefería a la otra —aunque eso tal vez fuera sólo porque aquélla estaba tan manoseada por los otros pragmatistas. Sea como fuere, da la impresión de que ambas apuntan en la misma dirección, y esta versión captura incluso mejor la esencia de la crítica que pretendo hacer a las otras lecturas de Peirce que hemos visto: esto es, que la verdad debe situarse consistentemente al final de la investigación, y no al principio. Podría ser que el debate acerca de cómo debe leerse a Peirce en el nivel más general sólo pudiera plantearse de forma eficaz en esta esfera máximamente vaga y abstracta, y que cualquier especificación ulterior fuera contraproducente en este caso.




Bibliografía



Fecha del documento: 17 de marzo 2010
Ultima actualización: 17 de marzo 2010

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