Seminario del Grupo de Estudios Peirceanos
Universidad de Navarra, 15 de diciembre del 2005

Significado, interpretante y mediación.
Una aproximación a la comunicación en Charles S. Peirce


Ignacio Redondo
iredondo@alumni.unav.es




"El mundo no funciona sino por el malentendido"
Charles Baudelaire


La comunicación humana es uno de los conceptos que más atención ha reclamado a lo largo del siglo XX en el pensamiento científico, humanístico y social. Tanto es así, que en nuestros días, la comunicación ha pasado a ser un concepto ubicuo y polivalente, apto para describir gran número de fenómenos muy distintos entre sí. Así, no es raro leer en los manuales de autoayuda al uso que lo que realmente necesitamos las personas es más comunicación, o que un directivo debe saber comunicar sus decisiones a sus subordinados, a la vez que se habla de la necesidad de incrementar o mejorar los canales de comunicación o que la influencia de los medios de comunicación en la configuración de la opinión pública es decisiva en nuestros días. Ahora bien, no está claro cómo todos estos fenómenos tan diversos pueden estar refiriéndose a una misma parcela de la realidad. En muchas ocasiones, la comunicación aparece como un bien indispensable, ligado por necesidad a otros valores, como el diálogo o la tolerancia, que la sitúan como un prerrequisito de la sociedad democrática. De hecho, ésta se define en no pocas ocasiones como una sociedad de la comunicación, como si con este sintagma se quisiera remarcar la decidida apuesta de nuestra época por la reconciliación, el diálogo y el entendimiento entre los hombres. Sin embargo, parece que la realidad desmiente esa declaración de intenciones, subrayando las fallas y deficiencias de la comunicación como medio para la resolución de problemas. La cultura popular y el discurso ordinario reflejan con gran acierto esta flagrante disonancia cognitiva, como si la comunicación fuera un bien frágil y huidizo, una utopía que permanece en el imaginario colectivo como ideal al que aspirar, a la par que inalcanzable en la práctica.

Las grandes obras de la literatura y el cine del siglo XX han sido prolíficas en mostrar las deficiencias de la comunicación humana, cuando no su total inexistencia: Kafka, Eliot, Beckett, Bergman, todos ellos reflejaron la insatisfacción, e incluso el derrotismo ante el lenguaje, que aparece e sus obras como un medio muy deficiente de comunicación entre los individuos. Pensadores como Ludwig Wittgenstein ―al menos en su primera etapa―, o C. K. Ogden y I. A. Richards han expresado una misma inquietud en su búsqueda de un lenguaje perfecto que nos permitiera escapar del fantasma del solipsismo, con la suposición de fondo de que, realmente, el lenguaje esconde más de lo que muestra. Lo que subyace a todas estas concepciones es que, de algún modo, la comunicación es algo que debería permitir a un individuo hacer llegar a otro individuo una idea que el primero tiene en la cabeza. Visto así, resulta bastante sencillo pensar en las dificultades de semejante proceso. ¿Cómo podemos estar seguros de que un determinado contenido mental pueda llegar a estar en las cabezas de otras personas? Ciertamente no podemos. De hecho, nuestra experiencia como hablantes nos demuestra una y otra vez que fallamos a la hora de "conectar" con otros individuos. Porque si bien es verdad que al final logramos comunicar nuestros pensamientos, lo cierto es que nunca quedamos plenamente satisfechos, bien por la incapacidad del receptor de "ponerse en sintonía", bien por la propia incapacidad de materializar dichos pensamientos. En última instancia, este modelo transmisivo remite a la idea implícita de que existe una ruptura o salto infranqueable entre los individuos, entendidos como conciencias autónomas, y que la brecha sólo puede suturarse de manera imperfecta en la comunicación lingüística, que sería una traducción aproximativa de las ideas previamente contenidas en las mentes de esos individuos. Como ha señalado John D. Peters1, la comunicación como puente siempre sugiere que hay abismo que saltar.

Este es, ciertamente, el modo en que de ordinario solemos hablar de la comunicación. Pero, como espero demostrar, no es ni mucho menos el único modo de pensar y hablar sobre la comunicación. Como recuerda Peters, este concepto transmisivo de la comunicación existe sólo desde finales del siglo XIX, como consecuencia de la irrupción de los canales físicos de comunicación que permitieron traspasar las barreras del espacio y del tiempo al poner en contacto grupos de personas muy alejados entre sí2. La historia de cómo la comunicación se convirtió en un problema para nosotros es la historia de cómo un concepto mecánico relativo a fenómenos de transmisión y control de señales se hizo extensivo a los fenómenos comunicativos humanos, que poco o nada tienen que ver con el transporte o la transmisión. Efectivamente, durante mucho tiempo se creyó que la comunicación consistía en el paso de un contenido o mensaje desde un emisor a un receptor. Hay, sin embargo, recorridos inexplorados que podrían ser tierra fértil para el estudio de la comunicación y que me gustaría rehabilitar. En concreto, me gustaría reivindicar la figura de Charles S. Peirce, cuya recepción ha sido insuficiente en los estudios comunicativos, pero que podría ser de gran ayuda para clarificar pragmáticamente lo que entendemos por comunicación. En esta perspectiva, la comunicación no tiene nada que ver con la transmisión de informaciones, sentimientos, intenciones, deseos o experiencias, sino con la construcción cooperativa de la vida en comunidad. La semiótica de Peirce nos permite rehabilitar una noción largamente olvidada de comunicación, relacionada con términos como "compartir", "participación" y "asociación" que recalcan el carácter social, histórico y perfectivo de la acción humana. Asimismo, la aproximación pragmatista nos permite entender el significado, no como una entidad unívoca y permanente, propiedad privada de las mentes individuales, sino como una comunidad de acción en un universo de experiencia compartido. Veremos cómo las doctrinas del signo y del significado de Peirce pueden clarificar nuestra concepción de la comunicación y cómo podrían ayudar a una mejor comprensión de los fenómenos comunicativos, más acorde con la complejidad de las prácticas en las que tienen lugar dichos fenómenos.

En los siguientes epígrafes abordaré algunas cuestiones del pensamiento de Peirce que pueden ser iluminadoras para comprender los aspectos sociales, dinámicos y normativos de la comunicación humana que han sido desatendidos por las distintas teorías de la comunicación, a favor de concepciones implícita o explícitamente mentalistas y conductistas, y de raigambre fuertemente individualista. En concreto, me referiré a la teoría semiótica de la personalidad y a la noción pragmática del significado. En primer lugar, intentaré reconstruir una teoría de la subjetividad a la luz de la teoría de los signos, atendiendo a algunas cuestiones de los escritos semióticos de juventud. Se trata de la visión comunitaria del sujeto, en la que el hombre aparece como un signo siempre abierto a la expresión y al crecimiento. Para ello trataré de clarificar algunas nociones clave, como las de signo e interpretante. Por otra parte, me aproximaré a la noción pragmatista del significado como hábito, que sitúa a ese sujeto semiótico como un agente perfectivo capaz de aprender de la experiencia mediante la auto-corrección y el auto-criticismo. Por último, señalaré algunas de las claves netamente comunicativas que el pensamiento de Peirce puede ofrecer para una teoría no reduccionista de la comunicación.

Los signos y sus objetos

Lo primero que hay que resaltar es que para Peirce, todo pensamiento se da en signos. Ya en sus artículos de 1868 sobre la cognición, Peirce ofrecía en estos términos una crítica devastadora de la epistemología moderna, en particular, del concepto de intuición (EP 1:11-26)3. Para Peirce no tenemos un acceso directo a los objetos de la cognición excepto por mediación de otras cogniciones. Esto significa que todo conocimiento es inferencial, tiene la forma de un silogismo. Es decir, toda cognición viene determinada por cogniciones previas y, a su vez necesariamente da lugar a sucesivas cogniciones que se derivan de ella (CP 5.265). Dos importantes consecuencias pueden sacarse de esta negación del conocimiento intuitivo: por un lado, no tenemos un acceso privilegiado a nuestros estados mentales sino que, más bien, la mente misma tiene la forma de un signo que se desarrolla y crece de forma dialógica. Por otro, la "cosa-en-sí" kantiana, es decir, lo incognoscible, no tiene sentido. Conocer una cosa significa conocerla representada bajo algún aspecto o cualidad, es decir, mediante signos que podrían estar equivocados. Pero, a su vez, todo signo es signo de algo, por lo que nunca podemos tener concepción de lo absolutamente incognoscible (EP 1:11). En otras palabras, si bien no podemos desterrar totalmente el error de nuestros modos de conocimiento, ese es el único modo de conocimiento posible para nosotros4.

Es importante dejar claro lo que es, para Peirce, un signo. Un signo es cualquier cosa capaz de estar en lugar de otra cosa para algo o para alguien que lo interpreta bajo algún aspecto o capacidad (CP 2.228). Se trata de una relación esencialmente triádica entre un signo o representamen, su objeto y el pensamiento que interpreta al signo como representando a su objeto. En otras palabras, el signo media entre el objeto que lo causa y el pensamiento que lo interpreta, de tal manera que se encuentra con éste último en la misma relación que mantiene con su objeto (CP 1.541). Decir que la significación es una relación triádica significa que no puede ser reducida a relaciones diádicas, es decir, que un signo no es signo si no está conectado con cualquiera de los otros dos correlatos. Veámoslo más detenidamente. Un signo debe representar un objeto por el cual está en una relación de sustitución (CP 2.230). Para que un signo sea signo, debe poder tener la capacidad de estar por algo diferente de sí mismo, es decir, tomar el lugar de otra cosa. Ahora bien, el signo debe representar ese objeto bajo algún aspecto o capacidad (CP 2.228); es decir, el signo no representa a su objeto en todas sus cualidades, sino en virtud de un fundamento (ground) que sirve de base para la representación. A su vez, el signo debe poder determinar, potencial o actualmente un signo interpretante (cfr. CP 2.92; CP 2.228, 2.308, 5.253), entendiendo por interpretante un signo que traduce y desarrolla el signo original en algún sentido diferente en el que estaba en la relación anterior. Por tanto, debe poder representar algo que representa la representación en cuanto representación (W 1:323). En definitiva, debe representar algo para alguna mente capaz de usar e interpretar signos. La relación existente entre un signo, el objeto que lo determina y el interpretante que el signo determina en función del objeto debe ser irreductiblemente triádica.

Una primera característica de esta descripción del signo que tiene especial valor para nuestra explicación es que para Peirce el objeto del signo no es un objeto en sentido físico o material. Un objeto puede ser:

"una única cosa existente que se cree que haya existido, o que se espera que exista, o una relación de tales cosas, o una cualidad o relación o hecho conocidos, cuyo objeto singular puede ser una colección, o el todo de unas partes; o puede haber tenido otro modo de ser, como un acto permitido de cuyo ser no previene su negación de ser igualmente permitido; o algo de naturaleza general deseado, requerido, o invariablemente encontrado bajo ciertas circunstancias" (CP 2.232).

En otras palabras, el objeto de un signo puede ser, básicamente, cualquier cosa. Lo que hace de algo el objeto de un signo es el hecho de estar representado como tal por el signo. Otra cuestión importante es que a medida que su teoría evolucionaba, Peirce comenzó a distinguir diferentes tipos de objetos e interpretantes. Todo signo tiene dos objetos, el objeto inmediato, que es el objeto "tal y como está representado en el signo", es decir, el objeto interno a la semiosis; y el objeto dinámico, que al ser exterior a la semiosis, ofrece resistencia, impone un límite, y por tanto determina e impulsa la semiosis. Para Peirce siempre hay un objeto externo al signo que no queda afectado por la representación concreta (CP 8.012) pero que para poder ser conocido debe tomar forma en el signo. El objeto dinámico actúa sobre el signo y, a su vez, el signo hace al objeto significativo, inteligible. Es decir, conocemos el objeto en cuanto representado en el signo mismo, como objeto inmediato, pero siempre limitados por un objeto dinámico que se impone a la interpretación. Ahora bien, no hay que cometer el error de considerar el objeto dinámico como si fuera un mero objeto físico o material. Ejerce un dinamismo sobre la semiosis que implica reacción y oposición, pero eso no significa que tenga que ser entendido siempre como una cosa física5. De hecho, un objeto dinámico puede ser una ley general, una ficción, un pensamiento, un sentimiento, o cualquier cosa capaz de imponerse a nuestras representaciones.

De acuerdo a Peirce, el objeto dinámico, que es externo al signo, determina de algún modo a este y, a través de la mediación del signo determina a su vez un interpretante. El interpretante puede ser entendido de muchas maneras, e incluso Peirce ofrece múltiples definiciones que no siempre coinciden entre sí. Sin embargo, creo que es razonable entender el interpretante como un hábito que coloca al objeto en una relación tal con el agente interpretativo que pueda determinar su conducta en relación a dicho objeto. Es decir, si el interpretante es falso, si no se corresponde con su objeto dinámico, nuestra conducta inteligente no tendrá éxito. El objeto dinámico actúa, pues, como una barrera con la que chocan las regularidades de la conducta humana, desecha las menos aptas y conduce a la búsqueda de nuevas hipótesis explicativas más satisfactorias. Esto es importante, porque enfatiza el elemento realista de la semiótica peirceana. Nada puede ser representado sin hacer referencia a la experiencia6. Supone decir que en última instancia es el mundo externo el que determina la mente y, por tanto, cualquier representación, interpretación y comunicación. No podemos pensar lo que queremos, sino que toda acción humana tiene lugar en un contexto de acción y experiencia que es independiente de nuestra voluntad:

Debe haber tal cosa por la que encontremos un constreñimiento a nuestras opiniones; hay algo, por tanto, que influencia nuestros pensamientos, y no está creado por ellos. Es cierto, no tenemos nada inmediatamente presente a nosotros sino pensamientos. Sin embargo, estos pensamientos han sido causados por sensaciones, y dichas sensaciones están constreñidas por algo externo a la mente. Esta cosa fuera de la mente, que directamente causa la sensación, y a través de la sensación pensamiento, porque está fuera de la mente es independiente de lo que nosotros pensemos de ella y es, en definitiva, lo real. He aquí una visión de la realidad, aunque una muy familiar. (CP 8.012)

Los signos del hombre: dialogismo y comunicación

Hemos dicho que un signo significa porque se dirige a otro signo que lo interpreta, representando al mismo objeto en el mismo sentido del signo original, aunque más desarrollado. A un signo desprovisto de la capacidad de producir futuros interpretantes se le está negando su esencia, la posibilidad de ser un signo7. Por su estructura triádica, el signo necesita ser siempre interpretado en otro signo que desarrolle algún aspecto para otro interpretante, lo que lo coloca en una situación de apertura potencial a sucesivas interpretaciones de sí mismo que le hagan crecer y evolucionar como signo. Esta apertura incontrovertible del signo peirceano tiene consecuencias muy importantes para nuestra exposición, por cuanto expresa, por un lado, el falibilismo de todo conocimiento ―en la medida en que un signo siempre está abierto a revisión― pero por otro, la capacidad de crecer siempre hacia nuevas y mejores formas de actuar en el mundo. Más importante todavía es el hecho de que el sujeto humano no es un mero agente pasivo que se limita a recibir signos, sino que, según Peirce, el incremento del significado supone a la vez el crecimiento del ser humano como agente inteligente capaz de dirigir y controlar su conducta con respecto a sus fines:

Los hombres y las palabras se educan recíprocamente unos a otros, cada incremento de información de un hombre implica y es implicado por un incremento correspondiente de información de la palabra. (EP 1: 55)

De hecho, para Peirce el hombre mismo es un signo. Como hemos visto, no tenemos un acceso privilegiado a nuestra conciencia, sino que se deriva de forma inferencial de nuestro conocimiento del mundo externo. Contrariamente a las concepciones modernas de la subjetividad, no somos sino un signo para nosotros mismos. La concepción semiótica del sujeto nos lleva a una concepción de la identidad que puede resultar extraña a nuestros oídos, pero que es consecuente con su idea de que existe una continuidad irreductible entre mente y materia. Peirce rompe con la tradición moderna, para la que el pensamiento es algo privado y escondido del resto del mundo. Si el pensamiento y la conciencia son ellos mismos procesos semióticos, no pueden residir en las mentes individuales, sino en la estructura sígnica públicamente accesible en y por la que nos comunicamos.

Hoy tendemos a identificarnos con nuestra conciencia, como si ésta fuera una sustancia inmaterial contenida en un cuerpo biológico. Pero para Peirce, dada la naturaleza dialógica y comunicativa del pensamiento, la conciencia no es sino una permanente producción e interpretación de signos, en cuyo proceso nos hacemos conscientes de la existencia de las cosas y, sólo derivativamente, de nosotros mismos como individuos. De hecho, son la ignorancia y el error, y, en última instancia, el testimonio de los otros, los que determinan el origen de la auto-conciencia. A través de la conciencia del error, suponemos que hay un yo que es falible. Así, mediante el poder del testimonio y la opinión ajena, que se imponen a la propia ignorancia, somos conscientes de nuestra individualidad. De ese modo, se pone de manifiesto la naturaleza comunicativa del yo, que está intrínsecamente imbricado con el testimonio de los otros. Hay que hacer hincapié en un aspecto, y es que la identificación del individuo y el error no hay que entenderla en términos negativos. Para Peirce, el error constituye nuestra verdadera esencia individual, pero, como ha defendido Vincent Colapietro8, eso es algo que remarca nuestra naturaleza perfectiva, siempre inacabada y susceptible de mayores grados de crecimiento y auto-control. Como veremos en el siguiente epígrafe, el yo no es una entidad permanente y homogénea en el tiempo, sino un manojo de hábitos y disposiciones que crece y se desarrolla en el tiempo en la interacción comunicativa con los demás.

Los efectos de la semiosis: hábito, interpretante y significado

En este epígrafe trataré algunas cuestiones de la teoría pragmática del significado, relacionadas con ciertos aspectos normativos de la semiótica. Como es bien sabido, el pragmatismo de Peirce, a diferencia de otros pragmatismos, como el de James o Dewey, es, estrictamente hablando, un método para clarificar los conceptos abstractos. En contraposición a las nociones modernas de claridad y distinción, para alcanzar el mayor grado de claridad de un concepto, su significado debe ponerse en relación con las consecuencias prácticas concebibles de dicho concepto. Supone, en definitiva, reconocer que el significado de un concepto está relacionado con los hábitos generales de conducta que dicho concepto podría generar. Peirce entiende el significado como una función de nuestros hábitos que crece histórica y dialógicamente en relación con los diversos contextos de acción en los que los hábitos emergen y se desarrollan. Esto enfatiza, si cabe aún más el carácter temporal, dinámico e histórico del conocimiento humano. Es en el mismo proceso de nuestras prácticas comunicativas donde puede emerger el significado. La cuestión del significado se define, entonces, en función de prácticas de auto-críticismo y auto-control en el seno de comunidades de investigación. Lo verdaderamente interesante es que esa concepción pragmaticista del significado puede iluminar otras prácticas que tienen lugar en contextos no estrictamente científicos, pero igualmente determinados por procesos normativos de auto-control y criticismo, como ocurre en las conversaciones cotidianas. El propio Peirce llegó a darse cuenta de que su semiótica general podía considerarse una abstracción de nuestras prácticas comunicativas ordinarias (CP 1.82). Así como la ciencia es una empresa social y colectiva que se despliega en el contexto histórico de las prácticas de investigación de una comunidad dada, el significado se desarrolla social y temporalmente como un proceso dinámico de producción e interpretación de signos. Es un proceso continuado y progresivo de auto-corrección, auto-crítica y auto-control de cara a alcanzar hábitos cada vez más desarrollados. La misma historia de la semiosis puede verse como un desarrollo de esos procesos de generación y determinación de hábitos generalizados cada vez más perfeccionados9.

Parece claro, entonces, que esta descripción pragmática del significado se articula coherentemente con la descripción de los interpretantes, pues al comprender el significado como una función de los hábitos, convergen la noción de interpretante y la de significado. No puedo permitirme hacer aquí una descripción detallada de la división de los interpretantes. Sin embargo, creo necesario realizar una breve anotación al respecto. La naturaleza del interpretante es, ciertamente, conflictiva, pues ni siquiera en los escritos de Peirce aparece de forma coherente. Adoptaré, por motivos prácticos, la definición de interpretante como producto o efecto significado producido por el signo, que puede ser un efecto mental (CP 1.564; 1.339); otro signo que traduce el signo precedente a otro sistema de signos (CP 2.228, 2.303); o la misma interpretación del signo (EP 2:496). Así como distinguía dos tipos de objetos, el objeto dinámico y el objeto inmediato, Peirce llegó a establecer varias tricotomías de interpretantes. Las más conocidas son las que clasifica los interpretantes en interpretante inmediato, dinámico y final y la que los clasifica en interpretante emocional, energético y lógico. Existe, también una tercera tricotomía, mucho menos conocida, que describe los efectos de la semiosis desde una perspectiva abiertamente comunicativa. Esta clasificación, que veremos en el siguiente epígrafe, divide el interpretante en intencional, efectual y comunicativo. Baste decir, por ahora, que las clasificaciones se refieren a distintos momentos en el proceso de producción de los interpretantes, y tienen que ver con cuestiones de las categorías, a las que no haremos alusión aquí. En esta clasificación, el interpretante lógico final al que me refería anteriormente es un cambio de hábito, que resulta en una modificación de la conducta del intérprete.

Tal y como he señalado, el significado pragmático, propiamente hablando, se refiere a los hábitos implicados en el signo. Es la conducta potencial que se sigue de la aceptación o desarrollo del signo mediante interpretantes sucesivos. En última instancia, es la modificación semiótica del conjunto de hábitos de un intérprete o grupo de intérpretes. Por tanto, el significado-hábito indica una disposición a hacer cosas de cierto modo si se dan las condiciones adecuadas (CP 2.148). El hábito implica direccionalidad, esto es, la referencia al futuro como guía de interpretación; pero también apertura a sucesivas revisiones críticas y, por tanto a nuevas determinaciones que modifiquen el rango de aplicación de un signo. Esta aplicabilidad no se agota en un número específico de acciones, sino que supone una total apertura orientada hacia la acción futura. En consecuencia, el significado pragmático es, a efectos prácticos, lo mismo que el interpretante lógico, o mejor dicho, el interpretante lógico final. Esto no quiere decir que interpretante y significado se identifiquen. De hecho, como advierte Mats Bergman, es preciso distinguirlos para evitar confusiones10. Es cierto que Peirce da a entender en ocasiones que el interpretante es equivalente al significado de un signo, pero esto es sólo así en los signos conceptuales. El significado de un signo no se comprende hasta que se reconoce, no sólo su interpretante, sino también su objeto (EP 2:429). El significado, por tanto, no puede ser únicamente una cuestión del interpretante, sino que implica una perspectiva más amplia de la relación sígnica.

Hacia una concepción comunicativa de la semiosis

Me refería en el primer apartado a la concepción, bastante extendida en nuestros días, de que entre los seres humanos existe una distancia infranqueable que nos impide comunicarnos salvo bajo formas de contacto francamente decepcionantes. Todos nosotros hemos experimentado alguna vez la naturaleza fraudulenta de las palabras, que nos hace imposible expresar lo que queremos transmitir a nuestros semejantes. Sin embargo, una sencilla reflexión acerca de nuestras prácticas comunicativas nos podría demostrar lo enormemente anti-intuitiva que es esa concepción. Decimos que no nos podemos comunicar, y sin embargo participamos continuamente en conversaciones, diálogos y coloquios con otras personas, ya sea para impartir un seminario, como hacemos en este momento los aquí presentes, ya para hacer algo tan cotidiano como pedir una barra de pan en la tienda de la esquina. Por supuesto, existen formas degeneradas que recuerdan la naturaleza imperfecta de la conversación: el malentendido, la diferencia, el desencuentro, la discusión, etc. Y sin embargo, el conflicto inherente a todas estas formas degeneradas no consigue hacernos dudar seriamente de la posibilidad de alcanzar el entendimiento compartido. A pesar de todos sus fallos, rupturas y barreras, la comunicación se da de hecho, sin que en ningún momento el hablante ponga en cuestión que al final, de un modo u otro, habrá entendimiento.

Frente a la aspiración de una comunicación directa e inmediata de las mentes que subyace a nuestra moderna comprensión de la comunicación, Peirce no oculta la naturaleza interpretativa y falible de todo discurso. La filosofía y la semiótica peirceanas están basadas en el dialogismo, pero en modo alguno deja de tener plena conciencia de las dificultades de la mediación: "El pensamiento siempre tiene lugar en forma de diálogo ―un diálogo entre diferentes fases del ego― de tal forma que, siendo dialógico, está compuesto esencialmente de signos, como materia [prima], en el sentido en que un juego de ajedrez tiene a sus jugadores como materia [prima] (…). El pensamiento debe tener alguna expresión posible para algún posible intérprete, esa es la auténtica esencia de su ser…" (CP 4.6). Este carácter dialógico del pensar hay que tomarlo en sentido absoluto y extenderlo, por tanto, a toda forma de razonamiento. Si todo pensamiento es como un diálogo, entonces adquiere la forma de una conversación en la que un intérprete (interpreter) toma y desarrolla un signo proferido por un agente emisor (utterer). De hecho, Peirce dice que si todo pensamiento se da en signos y toma por tanto la forma de un diálogo, está sujeto a casi todas las imperfecciones del lenguaje (CP 5.506).

Por imperfecciones Peirce entiende, no una ominosa inferioridad del lenguaje con respecto al pensamiento, sino más bien todo lo contrario, haciendo partícipe al mismo pensamiento de la naturaleza inferencial y comunicativa del diálogo interpersonal. En concreto, Peirce se refiere a la vaguedad inherente a todo signo, que le hace estar siempre abierto a ulteriores interpretaciones: "Por tanto, lo vago es un principio universal real y no un defecto de la cogitación o cognición" (CP 4.344). De hecho, como hemos visto ya, es una necesidad del pensamiento el poder estar determinado por futuros interpretantes; e incluso una necesidad de las leyes de la lógica, por cuanto "toda evolución lógica del pensamiento debe ser dialógica" (CP 6.551). En su apertura potencial a nuevas determinaciones la semiosis se presenta como siempre falible. Pero esto no aparece como una ruptura o un fallo en la comunicación, sino como la misma precondición de la comunicación. Si no hubiera cierta latitud de interpretación, la comunicación no sería posible, simplemente porque no sería necesaria. En lo que sigue, señalaré algunas claves que podemos encontrar en los escritos de Peirce para comprender mejor los fenómenos comunicativos, no como procesos de transmisión y decodificación, sino como prácticas compartidas de experiencia y acción entre agentes interpretativos. Fundamentalmente, me referiré aquí al fundamento común que debe existir entre emisor e intérprete, la necesaria contextualización de todo discurso y al aspecto intencional, normativo y teleológico del diálogo.

En un manuscrito de 1908, Peirce señala seis condiciones necesarias para que pueda tener éxito el diálogo entre dos o más agentes comunicativos11. Estos requisitos son: a) el conocimiento de la lengua específica; b) un conocimiento rudimentario de la gramática universal; c) compartir los atributos del género humano; d) una experiencia similar de la vida que responda a determinadas parcelas de experiencia comunes; e) el control del cuerpo y el pensamiento y; f) el conocimiento recíproco de que ambos interlocutores dan por sentado que el otro posee todos estos requisitos. A propósito de estas precondiciones del discurso, Jørgen D. Johansen popone que Peirce podría referirse a una competencia semiótica compartida12. Sin embargo, dicha competencia no debería entenderse en términos de una gramática universal como la de Chomsky, sino como la capacidad pragmática que emisor e intérprete tienen para aprender de la experiencia. En última instancia, se refiere a la necesidad de enmarcarse en un universo de discurso compartido, entendiendo por tal el espectro de posibilidades referenciales dentro del cual ciertas cosas son consideradas verdaderas y otras falsas (CP 6.351).

Toda mediación tiene lugar en un trasfondo de competencia y conocimiento, por cuanto implica una conducta inteligente, teleológica y cooperativa entre los partícipes del acto comunicativo. Además, las prácticas comunicativas implican un número muy elevado de convenciones sociales, como las reglas y las normas que gobiernan el comportamiento interpretativo en una comunidad discursiva. En cualquier acto concreto de comunicación, estos factores que presuponen un trasfondo común (common ground) se actualizan en un entendimiento preliminar compartido, esto es, un repertorio simbólico y pragmático que debe ser común a los hablantes. Ahora bien, ningún almacenamiento de convenciones lingüísticas y pragmáticas puede por sí mismo constituir la referencia del discurso. Por eso un lenguaje puramente simbólico no sería capaz de cumplir ninguna función informativa o denotativa (EP 2:7; EP 2:393). Incluso si un intérprete estuviera en posesión de un conocimiento preliminar perfecto del nivel sistémico del significado, el signo debería directa o indirectamente referirse a una experiencia actual o posible para que pudiera ser pragmáticamente significativo para un intérprete (EP 2:7).

Esto es posible porque a pesar de que el objeto dinámico es independiente de las representaciones particulares, no es una entidad perfectamente auto-suficiente. Para que un signo pueda referirse a un objeto, éste debe ponerse en el contexto de un universo de discurso, en el cual el objeto está localizado. Es decir, para que el signo sea inteligible, el discurso en el que el signo está expresado debe estar relacionado con un mundo o dominio de la realidad. Un signo no sólo es interpretado, sino que es interpretado como siendo signo de cierto universo, en el cual se encuentra su objeto. En otras palabras, el signo debe contextualizarse de alguna manera en una clase de individuos o posibilidades, sobre los que trata el discurso. Lo verdaderamente interesante es que el universo de discurso no puede describirse meramente por signos meramente simbólicos, ya que al ser estos generales, leyes y hábitos no proporcionan la conexión con la experiencia requerida para fijar la referencia del discurso con los objetos del universo. Requiere cierto grado de familiaridad o contacto con el objeto general de la semiosis en cuestión. La cuestión principal, entonces, estriba en cómo se produce esa "indicación" del universo de discurso, y, por tanto, cómo se selecciona un objeto de entre el rango de objetos que hay en el mundo.

La identificación del objeto del discurso implica una serie de factores contextualizadores en muy diferentes niveles de complejidad, como los signos indexicales o los factores colaterales de la semiosis. Su función no es la de portar significado, sino la de dirigir la atención del intérprete hacia el objeto, normalmente implicando para ello algún tipo de deixis. Los índices son necesarios para señalar acerca de qué se refieren las proferencias asertivas e informativas (EP 2:15). Aun así, los designadores y otros signos indexicales serían ineficientes si no hubiese factores colaterales que permitan anclar la semiosis en la experiencia actual o posible. Estos factores, que permanecen fuera de la propia semiosis incluyen experiencias previas y circunstancias de enunciación. Los signos indexicales sustentan su función indicativa en la observación colateral de las circunstancias del entorno, mientras los signos simbólicos dependen de la experiencia colateral para fijar la referencia (cfr. EP 2:15; 2:406; CP 4.554). Si un signo estuviese totalmente fuera de conexión con la experiencia no tendría, en absoluto, sentido. De hecho es totalmente imposible encontrar un signo de esas características, porque ese signo no sería signo de nada en particular, y por lo tanto no percibiríamos cosa alguna. En definitiva, la situación y el entorno de la semiosis son relevantes para la contextualización de los enunciados. Dichas circunstancias pueden funcionar como índices, dirigiendo la atención del intérprete (CP 4.544). Por tanto, los contextos en los que tiene lugar la enunciación y la interpretación son muy importantes para alcanzar una mutua comprensión. Por ejemplo, mediante la observación colateral de ciertos elementos, como gestos, expresiones y localizaciones el intérprete puede fijar el objeto del enunciado, que de otro modo permanecería irremisiblemente vago. Además, para remarcar la necesidad de los factores contextuales, el mismo intérprete, ya sea actual o potencial, se constituye como un elemento contextual indispensable para el emisor, ya que la percepción del primero para el segundo tiene un alto grado de significación para su correcta interpretación (EP 2:492-502). Lo que en última instancia hace la contextualización es conectar el signo con alguna experiencia actual o posible dentro de cierto universo de discurso. La referencia está necesariamente conectada con el tiempo y el lugar de la enunciación y la interpretación (EP 2:7). Por eso, si cambian las circunstancias de la situación de habla, el significado pragmático del signo cambia también porque quedan alterados tanto el universo como el objeto del signo. Así, en cualquier situación de malentendido, lo que ocurre es una divergencia en las contextualizaciones de los hablantes, es decir, emisor e intérprete se hallan, probablemente en diferentes universos de discurso.

Por supuesto, en un diálogo puede haber muchos universos de discurso, pero en la semiosis comunicativa están mediatamente relacionados con el universo de discurso que representa un universo de acción compartido. Es decir, todo diálogo presupone un universo de experiencia común que une al emisor y al intérprete. Por eso, como hemos visto, el diálogo no se basa sólo en el intercambio verbal, sino también en una serie de presuposiciones y factores contextuales que guían la interpretación y la fijación de los objetos del discurso. Asimismo, puede haber divergencias. Siempre hay cierta latitud de interpretación. Pero a pesar de ello, hay formas de restringir la indeterminación y la vaguedad. La multiplicidad de posibles significados de un enunciado se reduce, ya lo hemos dicho, por su referencia a un universo de discurso compartido; pero también al concebir dicha contextualización en función de un propósito o intención que guía la comunicación.

Finalmente, la remisión a un universo de experiencia común nos conduce a la producción de un interpretante comunicativo, en el que se produce el deseado entendimiento dialógico. El fundamento experiencial común (common ground) de la semiosis permite una fusión de las mentes de los agentes comunicativos en una misma mente común (commens) para determinar conjuntamente un interpretante comunicativo. Me detendré un instante en este punto. Me refería unas líneas más arriba a la tricotomía que clasifica los interpretantes de la semiosis comunicativa en intencional, efectual y comunicativo. En una carta de 1906 a Lady Welby, Peirce se refiere a dicha clasificación del siguiente modo:

Hay un Interpretante Intencional, que es una determinación de la mente del emisor; el Interpretante Efectual, que es una determinación de la mente del intérprete; y el Interpretante Comunicacional, o lo que es lo mismo, el Cominterpretante, que es una determinación de aquella mente en la que las mentes de emisor e intérprete deberían fusionarse para que cualquier comunicación pudiera tener lugar. Podemos llamar a esta mente la commens. Consiste en todo lo que es, y debería ser, suficientemente entendido entre emisor e intérprete desde el principio, de cara a que el signo en cuestión pueda cumplir su función13.

Como afirma en la misma carta, ningún objeto puede ser denotado a menos que sea puesto en conexión con el objeto de la "commens". Peirce pone el ejemplo de un hombre que, caminando a lo largo de un camino solitario, se topa con otro individuo, que le dice: "Hubo un fuego en Megara". La indeterminación y vaguedad del enunciado hace imposible la interpretación, porque no hay un fundamento común que, mediante observación colateral permita identificar un mismo universo de discurso. Tal como advierte Peirce, nada en absoluto es transmitido hasta que la persona a la que se dirige el enunciado pregunta dónde y cuando ha tenido lugar ese fuego. No hay entendimiento posible hasta que se ha estipulado la referencia a una experiencia común suficientemente conocida por ambas partes de la comunicación. Esta fusión no ha de verse sino a la luz de la concepción pragmatista del significado y la mente. Así, al igual que la mente es un signo en crecimiento definido por los hábitos que comporta, la "commens" o mente común es una fusión de los hábitos de experiencia y acción de los interlocutores, que se ven envueltos en la configuración de un nuevo hábito comunicativo que involucra a ambos. De ese modo, el interpretante comunicativo es la conclusión, siempre provisional, del diálogo en el que emisor e intérprete han estado implicados.

A lo largo de esta presentación, he defendido la idea de que en los escritos de Peirce podemos encontrar algunas claves muy valiosas que apuntan en la dirección que debería seguir una teoría no reduccionista de la comunicación humana. Me gustaría reivindicar que el pensamiento de Peirce nos permite recuperar una perspectiva acerca de la comunicación largamente olvidada por la mayoría de las teorías de la comunicación. En esta versión la comunicación no tiene nada que ver con procesos mentales, sino que tiene que ver más bien con la pregunta de cómo configurar un ethos compartido en la búsqueda de mejores bienes comunes; en definitiva, y en palabras del propio Peirce, de si "hay algo más digno, más valioso y de mayor importancia que la felicidad individual, las aspiraciones individuales y la vida individual". Porque para Peirce, la cuestión de si los hombres tienen realmente algo en común, de tal manera que la comunidad se considere un fin en sí misma, es la cuestión más fundamental y más práctica de nuestra labor en la configuración de nuestras instituciones.







BIBLIOGRAFÍA





Notas

1. J. D. Peters, Speaking into the Air. A History of the Idea of Communication, University of Chicago Press, Chicago, 1999.

2. J. D. Peters, Speaking into the Air, 1999.

3. Como es habitual, los textos de Peirce se citan con las iniciales de la fuente seguidas del número de párrafo. Así, los Collected Papers (C. Hartshorne, P. Weiss y Arthur W. Burks (eds.), vols. 1-8, Harvard University Press, Cambridge, 1931-1958) se citan con las siglas CP, correspondiendo el primer número al volumen, y, seguido de un punto, el número de párrafo de dicho volumen. En el caso de The Essential Peirce (The Peirce Edition Project (ed.), vols. 1-2, Indiana University Press, Bloomington & Indianápolis, 1992-8), las siglas EP van seguidas del número de volumen y, tras los dos puntos (:), el número de página. Lo mismo ocurre en el caso de la edición cronológica, con la sigla W. Por último, los manuscritos tienen las siglas MS.

4. Cfr. C. S. Hardwick, Semiotic and Significs: The Correspondence between Charles S. Peirce and Victoria Lady Welby, Indiana University Press, Bloomington, 1977 y; J. Nubiola, "Realidad, ficción y creatividad en Peirce", en en J. M. Pozuelo y F. Vicente (eds.) Mundos de ficción, Servicio de Publicaciones Universidad de Murcia, Murcia, 1996, II, 1139-1145.

5. Cfr. J. J. Liszka, A General Introduction to the Semeiotic of Charles Sanders Peirce, Indiana University Press, Bloomington & Indianápolis, 1996.

6. L. F. Barbosa da Silveira, "Communication from a Pragmaticist Viewpoint", Cognitio. Revista de Filosofia, 2, 2001, 2.

7. V. M. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self. A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, State University of New York Press, Albany, 1989, 77-78.

8. V. M. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self, 1989.

9. Cfr. V. M. Colapietro, "The Routes of Significance: Reflections on Peirce’s Theory of Interpretants", Cognitio. Revista de Filosofia, 5 (1), 2004, 11-28.

10. M. Bergman, "Reflections on the Role of the Communicative Sign in Semeiotic", Transactions of the Charles S. Peirce Society, XXXVI, 2, 2000, 225-254.

11. MS 612 (1908), citado en J. D. Johansen, "Let Sleeping Signs Lie: Signs, Objects and Communication", Semiotica, 97 (3/4), 1993, 279.

12. J. D. Johansen, "Let Sleeping Signs Lie: Signs, Objects and Communication", 279.

13. C. S. Hardwick, Semiotic and Significs, 1977, 196-197.


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Fecha del documento: 13 enero 2006
Ultima actualización: 13 enero 2006

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