Utopía y Praxis Latinoamericana
40 (2008), pp. 111-125

¿Qué hace sólido un razonamiento?*


Charles S. Peirce (1903)
Traducción española de Sara Barrena




 

En la ciencia, damas y caballeros, se ha declarado una enfermedad. La ciencia tiene hoy en día un vigor espléndido al haberse quitado de encima su anterior achaque de dogmatismo, y al estar en muchos aspectos en una condición superlativa. La nueva enfermedad está precisamente en su primera etapa y está confinada hasta ahora a ciertos miembros que siempre han sido débiles. Los síntomas son locales. El desorden, sin embargo, no es local en su naturaleza sino constitutivo. Y hay un peligro claro de que aparezca en partes que ahora no están dañadas. Hay una cierta manía en las universidades. Por ello entiendo que ciertas ideas han llegado a ser endémicas en las universidades por fuerza de la moda y no por fuerza del razonamiento, sea bueno o malo. Tal fenómeno puede compararse a la fiebre. La ciencia ha pasado, en diferentes momentos, a través de varias dolencias tales, algunas de ellas bastante serias. Algunas siguen su curso y la salud vuelve. El presente castigo es más serio, por la sencilla razón de que no es un mero ataque de fiebre, no es una mera moda, sino que es en gran medida el resultado de un principio. Ahora bien, todo principio, una vez que se sostiene, posee vitalidad hasta que se refuta de forma notoria, y todos hemos tenido ocasión de observar qué larga vida puede persistir en principios cuya formulación ha sido sólida incluso después de que hayan recibido su golpe de muerte.

El principio en este caso es una noción falsa acerca del razonamiento que surge de una confusión del pensamiento. Y, desafortunadamente, la ciencia está mal fortificada en este momento contra tal invasión, ya que los científicos de hoy en día están, por regla general, menos armados que sus predecesores con esa perspicacia lógica que es necesaria para detectar una sofistería algo sutil. He estado observando el progreso de los síntomas durante años, y mis observaciones se dirigen a mostrar que se están agravando. No puedo resistirme a la creencia de que el cáncer tiene que extenderse y afectar de forma más profunda. Lo que lo hace particularmente maligno es una peculiaridad de esa particular falsa noción de razonamiento que impedirá que cualquier refutación suya reciba atención alguna. Dejemos que esta noción de raciocinio se haga con el control una vez y la ciencia por fuerza llegará a debilitarse en exceso. Y el único camino aparente para recuperarse será dejar atrás gradualmente la tendencia viciosa. Ahora bien, una vez que la vitalidad de la ciencia ha sido disminuida por su condición mórbida, esa resolución gradual debe arrastrarse durante siglos. Una persona muy joven e ingeniosa podría esperar que, en una cuestión de suprema importancia, los hombres escucharan la refutación que sólo espera ser escuchada contra la falsa noción de razonamiento que es el bacilo vivo en la infección de la ciencia, que prestaran a esa refutación la suficiente atención para ver en qué consiste, lo que es bastante evidente. Si los hombres hicieran tan sólo eso, se salvaría la situación. Pero en efecto uno debe ser tan optimista como inexperto para albergar tal esperanza.

Esta falsa noción de razonamiento puede entretejerse en varios tipos de falacias. En su apariencia externa difieren considerablemente, y no son tampoco idénticas del todo en la textura. Sólo tendré tiempo para considerar una. Una maraña de ideas es común a todas ellas. Selecciono para su examen un argumento tan poco ilógico como cualquiera de aquellos entretejidos a partir de esa misma maraña. Y de aquellos casi igual de lógicos tomo el más simple. Tenía la intención de presentarles una refutación completa y formal de la falacia. Pero después de que la hube escrito, aunque parecía clara y convincente, me pareció sin embargo demasiado extensa y árida, y sentí que sería abusar de su paciencia pedirles que siguieran el minucioso examen de todas las formas posibles en que la conclusión y las premisas podrían enmendarse con la esperanza de encontrar una escapatoria a la refutación. Por eso he decidido simplemente describir los fenómenos presentados en el razonamiento y señalarles después cómo el argumento bajo examen debe falsificar esos hechos independientemente de cómo se interpreten. Esto debería satisfacerles en lo que se refiere a este argumento, y cuando se encuentren con otras formas de la misma maraña verán por ustedes mismos que falsifican los hechos del razonamiento de la misma forma. Mejor menciono que el argumento que criticaré está abierto a otra objeción bastante distinta que aquella que he señalado, una más obvia. Pueden preguntarse por qué la paso por alto. Es simplemente porque algunas formas en las que ocurre la misma confusión de pensamiento no están abiertas a esta misma objeción. Sólo señalo la objeción radical que es común a todas las formas.

Pero ustedes pensarán que ya es hora de que les diga en qué consiste esa maraña de ideas de la que ya he hablado tanto. Primero déjenme exponer el argumento falaz que la encarna. El argumento particular que he elegido para ejemplificarla conduce a una conclusión más extrema que algunos de los otros. Lo hace porque es menos ilógico que esos otros. Su conclusión es que no hay distinción entre razonamiento bueno y malo. Aunque expuesta de esta manera cruda encontraría pocos que la abrazaran, sin embargo es casi sustancialmente aquello en lo que podría decir que creen todos en Alemania hoy en día. Por ejemplo, pocos tratados de lógica del siglo XIX en alemán tienen una palabra que decir acerca de las falacias. ¿Por qué no? Porque sostienen que la ley de la lógica es, como la ley de la naturaleza, inviolable. O para exponer el asunto con más exactitud, esta opinión la mantienen los suficientes como para establecer la moda para los demás. La moda lo es todo entre los filósofos alemanes, por la sencilla razón de que el sustento del profesor depende de que sus conferencias estén favorablemente en boga. El argumento falaz en sí mismo es como sigue:

Todo razonamiento tiene lugar en alguna mente. No sería el razonamiento de esa mente a menos que satisficiera la sensación de logicidad (logisches Gefühl) de esa mente. Pero en tanto que lo hace, no puede ganarse nada criticando más el razonamiento, ya que no hay ningún otro signo posible por el que podamos saber que es bueno excepto esa sensación de logicidad en la mente del que razona. Pues si el razonamiento es criticado, esa crítica debe ser conducida por el razonamiento, y ese razonamiento, a su vez, debe o bien aceptarse porque satisface la sensación de logicidad del que razona, o criticarse de otra manera por razonamiento posterior. No puede proseguir a través de una serie interminable de razonamientos. Por tanto debe haber algún razonamiento final que se adopte sobre la suposición de que un razonamiento que satisface la sensación de logicidad es tan bueno como puede ser un razonamiento; y si esto no es verdadero, todo razonamiento es inútil. En consecuencia, ya que todo razonamiento satisface la sensación de logicidad del que razona, todo razonamiento es tan bueno como un razonamiento puede ser. Esto es, no hay distinción entre razonamiento bueno y malo.

Este es el argumento que yo declaro una despreciable falacia. Si extendemos a los argumentos una máxima justa de nuestras leyes, todo argumento debe suponerse sólido hasta que se demuestre falaz. En consecuencia, me referiré a este argumento como el "argumento defensor", y a los escritores que se adhieren a él como los "defensores".

Para enfatizar esa confusión que me parece tan pestilente, y para impedir que sus mentes se aparten de ella hacia otro fallo en el argumento defensor, lo pongo en paralelo con otro argumento que implica una confusión bastante análoga.

A saber, encontramos en algunos de los viejos escritores un argumento falaz para probar que no hay distinción entre el bien y el mal moral. El argumento es como sigue:

La distinción entre un acto bueno y uno malo, si es que hay tal distinción, reside en el motivo. Pero el único motivo que un hombre puede tener es su propio placer. Ningún otro es pensable. Pues si un hombre desea actuar de una manera, es porque obtiene placer al actuar así. De otro modo su acción no sería voluntaria y deliberada. De esta manera no hay sino un posible motivo para la acción que tiene algún motivo, y en consecuencia, la distinción de bueno y malo, que sería una distinción entre motivos, no existe.

Ustedes ven el paralelismo entre los dos argumentos. Cada uno pretende refutar una distinción entre bueno y malo, uno en el razonamiento, el otro en el esfuerzo. Cada uno hace esto al afirmar que algo es impensable; uno, que un hombre adopte una conclusión por alguna otra razón que una sensación de logicidad, el otro que un hombre adopte una línea de conducta por algún otro motivo que un sentimiento de placer.

Mi posición, en oposición a estos argumentos, es que está tan lejos de ser verdad que todo deseo desea necesariamente su propia gratificación que, por el contrario, es imposible que un deseo desee su propia gratificación; y está tan lejos de ser verdad que toda inferencia debe estar necesariamente basada en que parezca satisfactoria que, por el contrario, es imposible que alguna inferencia se base en algún grado en su parecer satisfactoria.

Quiero llevarles a que vean claramente que los defensores confunden dos categorías distintas y que, habiendo identificado objetos que pertenecen a esas categorías, les atribuyen una naturaleza que pertenece a una tercera categoría. Confunden un agente eficiente, cuya misma existencia consiste en su actuar cuando y donde se da, con una formulación mental general. Y si esto no fuera error suficiente, llaman a los dos que identifican una sensación. El primer error es que, si se le preguntara a un hombre qué provocó la caída del campanario en Venecia, fuera a responder que la regularidad de la naturaleza. Esa es una confusión tolerablemente común, la confusión del decreto de una Corte con el fuerte brazo derecho del alguacil. Pero, llamarlos sensación después de haberlos identificado es, creo, un error peculiar de los filósofos. Es algo así como confundir un hombre vivo con la idea general de hombre [man] y, habiéndolo hecho, decir que fue construido con dos consonantes nasales y una vocal.

Tomando primero el argumento sobre la moral, confrontémoslo con los hechos del caso. Los necesitaristas nos dicen que, cuando actuamos, actuamos bajo una necesidad que no podemos controlar. Me inclino a pensar que eso es sustancialmente así. Ciertamente no podemos controlar nuestras acciones pasadas, y me figuro que es demasiado tarde controlar lo que está sucediendo en el mismo instante presente. No puedes impedir lo que ya es. Si esto es verdadero, es verdadero que, cuando actuamos, actuamos bajo una necesidad que no podemos controlar. Pero podemos determinar nuestras acciones futuras en gran medida, ¿no es así? Negar eso sería un mero hablar sin sentido y retorciendo las palabras. Sin importar lo malo que pueda ser el argumento de que sólo podemos controlar las acciones futuras mediante una acción presente que es necesitada en sí misma, sería sin embargo inútil encontrarle fallos, ya que es del todo irrelevante. La cuestión es que nuestras acciones futuras serán controladas por nuestros esfuerzos presentes. Eso es suficiente. Pero describamos los fenómenos familiares para todos del auto-control.

En primer lugar, entonces, todo hombre tiene ciertos ideales de la descripción general de conducta que conviene a un animal racional en su particular situación en la vida, lo más acorde con su naturaleza y relaciones totales. Si piensan que esta afirmación es demasiado vaga, diré, más específicamente, que hay tres maneras en las que estos ideales se recomiendan usualmente y que lo hacen justamente. En primer lugar, ciertas clases de conducta, cuando el hombre las contempla, tienen una cualidad estética. Piensa que esa conducta es buena, y aunque su noción pueda ser torpe o sentimental, sin embargo, si lo es, cambiará con el tiempo y debe tender a ser puesta en armonía con su naturaleza. En cualquier caso, su gusto es su gusto por el momento: eso es todo. En segundo lugar, el hombre se esfuerza por dar forma a sus ideales en consistencia unos con otros, pues la inconsistencia le es odiosa. En tercer lugar, imagina cuáles serían las consecuencias de desarrollar completamente sus ideales, y se pregunta a sí mismo cuál sería la cualidad estética de esas consecuencias. Sin embargo, se ha embebido principalmente de sus ideales en la niñez. Con todo, se han ido conformando gradualmente a su naturaleza personal y a las ideas de su círculo social más por un proceso continuo de crecimiento que por algunos actos distintos de pensamiento. Reflexionando sobre estos ideales, es conducido a tratar de hacer que su propia conducta se conforme al menos a una parte de ellos, a esa parte en la que cree completamente. A continuación, formula usualmente ciertas reglas de conducta, por vagas que sean. Apenas puede evitar hacerlo. Además, tales reglas son oportunas y sirven para minimizar los efectos de la inadvertencia futura y de los que son bien denominados engaños del mal dentro de él. La reflexión sobre esas reglas, así como sobre las ideas generales que están detrás de ellas, tiene un cierto efecto sobre su disposición, de modo que aquello que se inclina a hacer naturalmente llega a modificarse. Siendo tal su condición, a menudo prevé que va a surgir una ocasión especial; entonces, una cierta reunión de sus fuerzas empezará a trabajar, y ese trabajo de su ser hará que considere cómo actuar, y de acuerdo a su disposición, tal y como es ahora, será llevado a formar una resolución respecto a cómo actuará en esa ocasión. Esa resolución es de la naturaleza de un plan, o como uno podría casi decir, un diagrama. Es una fórmula mental siempre más o menos general. Siendo nada más que una idea, esa resolución no influye necesariamente en su conducta. Pero entonces se sienta y sufre un proceso similar a aquel de imprimir una lección en su memoria, cuyo resultado es que la resolución, o fórmula mental, se convierte en una determinación, por la que me refiero a un agente realmente eficiente, tal que si uno sabe cuál es su carácter especial, uno puede pronosticar la conducta del hombre en la ocasión especial. Uno no puede hacer pronósticos que lleguen a ser verdaderos en la mayoría de sus pruebas por medio de alguna quimera. Debe ser por medio de algo verdadero y real. No sabemos por medio de qué mecanismo se produce la conversión de una resolución en determinación. Se han propuesto diversas hipótesis, pero justo ahora no nos incumben demasiado. Baste decir que la determinación, o agente eficiente, es algo oculto en las profundidades de nuestra naturaleza. Una cualidad peculiar de sensación acompaña los primeros pasos del proceso de formar esa impresión, pero más tarde no tenemos consciencia directa de ella. Podemos llegar a ser conscientes de la disposición, especialmente si es reprimida. En ese caso, la reconoceremos mediante una sensación de necesidad, de deseo. Debo señalar que un hombre no siempre tiene oportunidad de formar una resolución definida de antemano. Pero en tales casos hay determinaciones de su naturaleza menos definidas, pero sin embargo bien marcadas, que se desarrollan a partir de las reglas generales de conducta que ha formulado; o en casos en los que no se han formulado tales reglas apropiadas, su ideal de conducta adecuada habrá producido alguna disposición. Finalmente, la ocasión anticipada surge realmente.

Para fijar nuestras ideas supongamos un caso. En el curso de mis reflexiones soy conducido a pensar que sería bueno para mí hablar a cierta persona de cierta manera. Resuelvo que lo haré cuando nos encontremos. Pero considerando cómo podría ser llevado en el calor de la conversación a adoptar un tono diferente, procedo a imprimir la resolución en mi alma, con el resultado de que, cuando la entrevista tiene lugar, aunque mis pensamientos estén entonces ocupados con la materia de la charla y no pueda volver nunca a mi resolución, sin embargo, la determinación de mi ser influye en mi conducta. Toda acción acorde con una determinación es acompañada de una sensación que es agradable, pero si la sensación en un instante se siente como agradable en ese mismo instante o si el reconocimiento de ella como agradable viene un poco más tarde es una cuestión de la que es difícil estar seguro de hecho. El argumento pone en marcha la sensación de placer y por tanto es necesario para juzgarla averiguar los hechos acerca de esa sensación de forma tan exacta como podamos. Al empezar a realizar alguna serie de actos que hayan sido determinados de antemano, hay una cierta sensación de alegría, una anticipación y comienzo de una relajación de la tensión de la necesidad, de la que llegamos a ser más conscientes de lo que habíamos sido antes. En el tener lugar el acto mismo en un instante, puede ser que seamos conscientes del placer, aunque eso es dudoso. Antes de que la serie de actos se realice, ya empezamos a revisarlos, y en esa revisión reconocemos el carácter placentero de la sensaciones que acompañan a esos actos.

Regresando a mi entrevista, tan pronto como termina comienzo a revisarla más cuidadosamente y me pregunto entonces si mi conducta fue acorde a mi resolución. Esa resolución, como hemos aceptado, era una fórmula mental. El recuerdo de mi acción puede describirse a grandes rasgos como una imagen. Contemplo esa imagen y me pregunto a mí mismo. ¿Diré que esa imagen satisface las estipulaciones de mi resolución, o no? La respuesta a esa cuestión, como la respuesta a cualquier cuestión interior, es necesariamente de la naturaleza de una fórmula mental. Es acompañada, sin embargo, de una cierta cualidad de sensación que está tan relacionada con la fórmula misma como el color de la tinta con la que algo se imprime se relaciona con el sentido de lo que se imprime. E igual que primero llegamos a ser conscientes del color peculiar de la tinta y después nos preguntamos si es agradable o no, del mismo modo al formular el juicio de que la imagen de nuestra conducta satisface nuestra resolución previa somos, en el mismo acto de formulación, conscientes de una cierta cualidad de sensación, la sensación de satisfacción, y directamente después reconocemos que la sensación era agradable. Pero ahora puedo investigar con más profundidad mi conducta, y puedo preguntarme si fue acorde a mis intenciones generales. Aquí de nuevo habrá un juicio y una sensación que lo acompaña, y directamente después un reconocimiento de que la sensación era placentera o dolorosa. Este juicio, si es favorable, proporcionará probablemente un placer menos intenso que el otro, pero la sensación de satisfacción que es placentera será diferente y, como decimos, una sensación más profunda. Puedo ir ahora más allá y preguntar cómo la imagen de mi conducta es acorde con los ideales de conducta que se adecuan a un hombre como yo. Aquí seguirá un nuevo juicio con su sensación acompañante, seguido de un reconocimiento del carácter placentero o doloroso de esa sensación. Un hombre puede criticar su propia conducta de alguna o todas estas maneras, y es fundamental señalar que no es una mera alabanza o culpa inútil tal como los escritores que no son los más sabios distribuyen a menudo entre los personajes de la historia. ¡Por supuesto que no! Es aprobación o desaprobación de la única clase respetable, esa que producirá fruto en el futuro. Ya esté el hombre satisfecho o insatisfecho consigo mismo, absorberá la lección como una esponja, y la siguiente vez tenderá a hacerlo mejor de lo que lo hizo antes. Además de estas tres auto-críticas de una única serie de acciones, un hombre revisará de vez en cuando sus ideales. Este proceso no es un trabajo que el hombre se siente a hacer y con el que termine. La experiencia de la vida está proporcionando continuamente casos mucho más iluminadores. Estos son primero asimilados no en la consciencia del hombre sino en las profundidades de su ser razonable. Los resultados llegan a la consciencia más tarde. Pero la meditación parece agitar una masa de tendencias y permitir que se establezcan más rápido, de modo que sean realmente más conformes a lo que es adecuado para el hombre. Finalmente, además de esta meditación personal sobre la idoneidad de los propios ideales, que es de una naturaleza práctica, están los estudios puramente teóricos del estudioso de ética que busca averiguar, como una cuestión de curiosidad, en qué consiste la idoneidad de un ideal de conducta, y deducir de tal definición de idoneidad cuál debería ser la conducta. Las opiniones respecto a lo saludable de este estudio difieren. A nuestro propósito presente sólo le concierne señalar que es en sí misma una investigación puramente teórica, enteramente distinta de la tarea de conformar la propia conducta. Siempre que no se pierda de vista esa característica suya, no tengo duda de que el estudio es más o menos favorable para el correcto vivir.

De esta manera me he esforzado en describir de forma completa los fenómenos típicos de la acción controlada. En cada caso no está presente cada uno de ellos. Así, como ya he mencionado, no hay siempre oportunidad de formar una resolución. He enfatizado especialmente el hecho de que la conducta está determinada por lo que la precede en el tiempo, mientras que el reconocimiento del placer que trae se sigue después de cada acción. Algunos pueden opinar que esto no es verdadero de lo que se llama la búsqueda del placer, y admito que hay espacio para su opinión mientras que yo mismo me inclino a pensar, por ejemplo, que la satisfacción de comer una buena cena no es nunca una satisfacción en el estado instantáneo presente, sino que le sigue siempre a él. Insisto, en cualquier caso, en que una sensación, como mera apariencia, no puede tener poder real en sí misma para producir ningún efecto, ni siquiera indirectamente.

Observarán que mi explicación de los hechos deja a un hombre en libertad completa, sin importar si concedemos o no todo lo que piden los necesitaristas. Esto es, el hombre puede o, si desean, está obligado a hacer su vida más razonable. ¿Qué otra idea distinta a esa, me gustaría saber, puede atribuirse a la palabra libertad?

Comparemos ahora los hechos que he expuesto con el argumento al que me estoy oponiendo. Ese argumento descansa en dos premisas principales; primera, que, si un hombre actúa deliberadamente, es impensable que actúe por algún otro motivo que el placer; y segundo, que la acción en referencia al placer no deja espacio para ninguna distinción de bueno y malo.

Consideremos si esta segunda premisa es realmente verdadera. ¿Qué se requeriría para destruir la diferencia entre la conducta inocente y culpable? La única cosa que haría sería destruir la facultad de auto-crítica efectiva. En tanto que esa facultad permanezca, en tanto que un hombre compare su conducta con un modelo preconcebido y lo haga de una forma efectiva, no supone mucha diferencia que su único motivo real sea el placer, pues llegará a ser desagradable para él sentir una punzada de la conciencia. Pero aquellos que se engañan a sí mismos con esa falacia prestan tan poco atención a los fenómenos que confunden el juicio después del acto de que ese acto satisface o no los requisitos de un modelo con el placer o el dolor que acompaña al acto mismo.

Consideremos ahora si la otra premisa es verdadera, que es impensable que un hombre actúe deliberadamente excepto con vistas al placer. ¿Cuál es el elemento que es en verdad impensable del que carecería la acción deliberada? Es simple y únicamente la determinación. Dejemos que su determinación permanezca, en tanto que es ciertamente concebible que permaneciese aunque se cortara el mismo nervio del placer, de modo que el hombre fuera perfectamente insensible al placer y al dolor, y ciertamente proseguirá la línea de conducta que se propone. El único efecto sería hacer las intenciones del hombre más inflexibles, un efecto, a propósito, que a menudo tenemos ocasión de observar en hombres cuyas sensaciones están casi amortiguadas por la edad o por algún trastorno mental. Pero aquellos que han razonado de esta manera falaz han confundido la determinación de la naturaleza del hombre, que es un agente eficiente preparado previamente al acto, con la comparación de la conducta con un modelo, comparación que es una fórmula mental general posterior al acto, y habiendo identificado esas dos cosas completamente distintas, las sitúan en el acto mismo como una mera cualidad de sensación.

Ahora bien, si recurrimos al argumento defensor sobre el razonamiento, encontraremos que implica la misma clase de maraña de ideas. Los fenómenos del razonamiento son, en sus características generales, paralelos a los de la conducta moral. Pues el razonamiento es esencialmente pensamiento que está bajo auto-control, igual que la conducta moral es conducta que está bajo auto-control. En efecto el razonamiento es una especie de conducta controlada y como tal participa necesariamente de las características esenciales de la conducta controlada. Si prestan atención a los fenómenos del razonamiento, aunque no sean tan familiares para ustedes como los de la moral porque no hay clérigos cuya tarea sea mantenerlos ante sus mentes, observarán a pesar de todo, sin dificultad, que una persona que saca una conclusión racional no sólo piensa que es verdadera, sino que piensa que un razonamiento similar lo sería también en todo caso análogo. Si no piensa esto, la inferencia no ha de llamarse razonamiento. Es meramente una idea sugerida a su mente y que no puede evitar pensar que es verdadera. Pero, al no haber estado sujeta a ninguna comprobación ni control, no es aprobada deliberadamente y no ha de llamarse razonamiento. Llamarlo así sería ignorar una distinción que no conviene a un ser racional pasar por alto. Efectivamente, toda inferencia se nos impone de forma irresistible. Es decir, es irresistible en el instante en que se sugiere por primera vez. A pesar de todo, todos tenemos en nuestras mentes ciertas normas, o modelos generales de razonamiento correcto, y podemos comparar la inferencia con una de ellas y preguntarnos si satisface esa regla. La llamo regla, aunque la formulación puede ser algo vaga, porque tiene el carácter esencial de una regla de ser una fórmula general aplicable a casos particulares. Si juzgamos que nuestra regla para razonar correctamente se satisface, obtenemos una sensación de aprobación, y la inferencia entonces no sólo aparece como irresistible, como hacía antes, sino que además resultará mucho más imperturbable por cualquier duda.

Pueden ver de inmediato que tenemos aquí todos los elementos principales de la conducta moral; el modelo general concebido mentalmente de antemano, el agente eficiente en la naturaleza interna, el acto, la comparación subsiguiente del acto con el modelo. Examinando los fenómenos con más atención encontraremos que ni un sólo elemento de la conducta moral queda sin representar en el razonamiento. Al mismo tiempo, el caso especial tiene naturalmente sus peculiaridades.

De esta manera tenemos un ideal general de lógica sólida. Pero no deberíamos describirlo naturalmente como nuestra idea de la clase de razonamiento que conviene a los hombres en nuestra situación. ¿Cómo deberíamos describirlo? ¿Cómo, si dijéramos que el razonamiento sólido es tal razonamiento que en todo estado concebible del universo en el que los hechos afirmados en las premisas sean verdaderos, el hecho afirmado en la conclusión será por eso y en eso verdadero? La objeción a esta afirmación es que sólo cubre el razonamiento necesario, incluyendo el razonamiento acerca de las casualidades. Hay otro razonamiento que puede defenderse como probable en el sentido de que, mientras que la conclusión puede ser más o menos errónea, sin embargo, si se persiste diligentemente en el mismo procedimiento debe, en todo universo concebible en el que conduzca a algún resultado, conducir a un resultado que se aproxime indefinidamente a la verdad. Cuando ese sea el caso, haremos bien en seguir ese método, siempre que reconozcamos su verdadero carácter, ya que nuestra relación con el universo no nos permite tener ningún conocimiento necesario de hechos positivos. Observarán que en tal caso nuestro ideal está conformado por la consideración de nuestra situación en relación al universo de existencias. Hay todavía otras operaciones de la mente a las que el nombre de "razonamiento" les es especialmente apropiado, aunque no sea un hábito de habla predominante llamarles así. Son conjeturas, pero conjeturas racionales, y su justificación es que a menos que un hombre tenga una tendencia a adivinar correctamente, a menos que sus conjeturas sean mejores que lanzar una moneda, no se le podría revelar nunca ninguna verdad que no poseyera ya virtualmente, de modo que daría lo mismo abandonar todo intento de razonar, mientras que si tiene alguna tendencia determinada a adivinar correctamente, como puede tener, entonces llegará a la verdad sin importar con qué frecuencia adivine de forma incorrecta. Estas consideraciones toman en cuenta ciertamente la naturaleza interior del hombre, así como sus relaciones externas, de modo que los ideales de una buena lógica son verdaderamente de la misma naturaleza general que los ideales de conducta apropiada. Vimos que tres clases de consideraciones llegan a apoyar los ideales de conducta. Eran, en primer lugar, que cierta conducta parece apropiada en sí misma. Del mismo modo, ciertas conjeturas parecen probables y fáciles en sí mismas. En segundo lugar, deseamos que nuestra conducta sea consistente. Del mismo modo, el razonamiento necesario ideal es simplemente consistencia. En tercer lugar, consideramos cuál sería el efecto general de desarrollar por completo nuestros ideales. Del mismo modo, ciertas formas de razonamiento se recomiendan a sí mismas porque si se desarrollan persistentemente deben conducir a la verdad. El paralelismo, como ustedes perciben, es casi exacto.

También hay algo tal como una intención general lógica. Pero no se enfatiza por la razón de que la voluntad no entra de forma tan violenta en el razonamiento como lo hace en la conducta moral. Ya he mencionado las normas lógicas, que corresponden a leyes morales. Al iniciar algún problema difícil de razonamiento nos formulamos una resolución lógica; pero aquí, de nuevo, debido a que la voluntad no tiene una tensión tan grande en el razonamiento como tiene a menudo en la conducta auto-controlada, esas resoluciones no son fenómenos muy prominentes. Debido a esta circunstancia, la determinación eficiente de nuestra naturaleza, que nos hace razonar en cada caso como hacemos, tiene menos relación con las resoluciones que con las normas lógicas. El acto en sí mismo es, en el instante, irresistible en ambos casos. Pero, inmediatamente después, está sujeto a auto-crítica por comparación con un modelo previo, que es siempre la norma, o regla, en el caso del razonamiento, aunque en el caso de la conducta externa estamos demasiado a menudo satisfechos al comparar el acto con la resolución. En el caso de la conducta general, la lección de satisfacción o insatisfacción no se toma con frecuencia muy en serio e influye poco en la conducta futura. Pero en el caso del razonamiento una inferencia que la auto-crítica desaprueba siempre se invalida de forma instantánea, porque no hay dificultad en hacerlo. Finalmente, todas las sensaciones diferentes que, como señalamos, acompañaban a las diferentes operaciones de la conducta auto-controlada, acompañan igualmente a las del razonamiento, aunque no sean tan intensas.

De este modo el paralelismo es perfecto. Tampoco, repito, podría no serlo si nuestra descripción de los fenómenos de la conducta controlada era verdadera, ya que el razonamiento es sólo una clase especial de conducta controlada.

Consideremos ahora el argumento defensor. Descansa sobre dos premisas, a saber: primero, que es impensable que se saque una conclusión por alguna otra razón que la de que estará acompañada por una sensación de logicidad; segundo, que si todo razonamiento está determinado por nuestra sensación de logicidad no puede haber distinción entre razonamiento bueno y malo.

Pero estas dos premisas son falsas. Incluso si todos nuestros razonamientos estuvieran determinados por una sensación de logicidad, sin embargo, en tanto que fuéramos capaces de compararlos con normas basadas en la consideración de la relación de nuestros pensamientos con los hechos, en caso de que las normas no fuesen satisfechas, nuestra sensación de logicidad sería invertida instantáneamente. De ninguna manera podría destruirse la distinción de razonamiento bueno y malo sin llegar a destruir el poder de compararla, después de que se hiciera, con tales normas. La verdad es que los defensores confunden el juicio de satisfacción o insatisfacción de las normas que se hace posteriormente al acto de inferencia con la sensación que acompaña a ese acto.

La primera premisa es todavía más evidentemente falsa. Nada puede ser más monstruoso que decir que es impensable que un razonamiento se base en algo excepto en una sensación de logicidad que es parte de él. ¿Cómo puede un acto ser causado por una sensación que no existe hasta que el acto existe? O, ¿quién razona alguna vez "esto me parece verdadero y por tanto debe ser verdadero"? Sin embargo, incluso eso no es adoptar el razonamiento porque ese mismo razonamiento parezca sólido. Eso es algo demasiado absurdo para formularlo en palabras. La única cosa sin la que es impensable que el razonamiento tenga lugar es una determinación de la propia naturaleza que lo causa. Pero los defensores confunden esto con esa sensación en el acto que también confunden con el juicio de satisfacción de la norma.

Además de este fallo principal del argumento defensor, hay otro que no puedo pasar por alto. Cuando se dice que toda inferencia "asume que lo que parece ser razonamiento correcto lo es", hay una inexactitud en la expresión. Pues una inferencia no asume nada sino sus premisas. Pero si entendemos que esto significa que ningún razonamiento sería sólido a menos que lo que pareciese ser razonamiento correcto lo fuera, respondo que, de acuerdo a mi descripción de los fenómenos del razonamiento, el único hecho del que la solidez de todo razonamiento y la verdad de todo pensamiento humano realmente dependen es que las conjeturas de un hombre son algo mejores que la proposiciones puramente al azar. La idea de que la crítica de la crítica del razonamiento implica un nuevo razonamiento pasa por alto el hecho de que la crítica es apoyada por la inferencia original. "El razonamiento", dice Hobbes, "es cálculo", y aunque resulta extravagante, sin embargo es del todo verdadero que la crítica de la crítica del razonamiento solamente repite el proceso, como sumar una columna de cifras por segunda vez. Es concebible que un error se repita, pero después de que se ha sumado la columna, digamos diez veces, y siempre con el mismo resultado, el aritmético ya no tiene ninguna duda perceptible que aquietar, y sumar la columna por undécima vez no tendría ningún sentido en absoluto. En un sentido estrictamente teórico, no es cierto que dos veces dos sean cuatro, ya que es concebible que un error que puede ocurrir una vez haya ocurrido todas las veces que se ha realizado la suma.

Ahora bien, damas y caballeros, pienso que estarán de acuerdo en que el argumento defensor es absolutamente malo y, en particular, en que la cuestión de que es un buen y un mal razonamiento no es una cuestión de si la mente lo aprueba o no, sino una cuestión de hecho. Un método que tiende a llevarnos hacia la verdad más rápidamente de lo que podríamos progresar de otra manera es bueno; un método que tiene una tendencia a alejarnos de la verdad es del todo malo, lo aprobemos naturalmente o no.

Una vez derribada esta gran falacia que más o menos gobierna a los lógicos alemanes, ¿en qué consiste el razonamiento correcto? Consiste en un razonamiento tal que conduzca a nuestro fin último. ¿Cuál, entonces, es nuestro fin último? Quizá no es necesario que el lógico responda a esta cuestión. Quizá sería posible deducir las reglas correctas de razonamiento a partir de la mera suposición de que tenemos algún fin último. Pero no puedo ver cómo podría hacerse esto. Si, por ejemplo, no tuviéramos ningún otro fin que el placer del momento, volveríamos a caer en la misma ausencia de cualquier lógica a la que el argumento falaz nos conduciría. No tendríamos ningún ideal de razonamiento y en consecuencia ninguna norma. Me parece que el lógico debería reconocer cuál es nuestro objetivo último. Parecería ser tarea del moralista averiguarlo, y el lógico tiene que aceptar la enseñanza de la ética a este respecto. Pero el moralista, hasta donde yo lo entiendo, meramente nos dice que tenemos un poder de auto-control, que ningún fin estrecho o egoísta puede resultar nunca satisfactorio, que el único fin satisfactorio es el más amplio, el más elevado y el más general posible. Y para una información más determinada, como yo concibo la cuestión, tiene que referirnos al esteta, cuya tarea es decir cuál es el estado de cosas que es más admirable en sí mismo independientemente de alguna razón ulterior. De modo que acudimos entonces al esteta para que nos diga qué es lo que es admirable sin ninguna razón para ser admirable más allá de su carácter inherente. Porque eso, responde, es lo bello. Sí, insistimos, tal es el nombre que tú le das, pero, ¿qué es? ¿Qué es ese carácter? Si responde que consiste en una cierta cualidad de sensación, una cierta bienaventuranza, de una vez me opongo del todo a aceptar esa respuesta como suficiente. Debería decirle, Mi querido Señor, si puede probarme que esa cualidad de sensación de la que habla se atribuye de hecho a lo que llama bello, o a aquello que sería admirable sin ninguna razón para serlo, estoy lo suficientemente dispuesto a creerle. Pero no puedo admitir sin una prueba enérgica que alguna cualidad particular de sensación sea admirable sin una razón. Pues uno se resiste demasiado a creerlo a menos que esté obligado a ello. Una cuestión fundamental como esta, independientemente de lo prácticas que puedan ser sus consecuencias, difiere enteramente de cualquier cuestión práctica ordinaria en que cualquier cosa que se acepte como buena en sí misma debe aceptarse sin compromiso.

Al decidir cualquier cuestión especial de conducta es a menudo bastante correcto permitir que se sopesen diferentes consideraciones conflictivas y que se calculen sus resultantes. Pero es del todo diferente respecto a aquello que ha de ser el fin de todo esfuerzo. El objeto admirable que es admirable per se debe, sin duda, ser general. Todo ideal es más o menos general. Puede ser un estado de cosas complicado. Pero debe ser un único ideal; debe tener unidad, porque es una idea, y la unidad es esencial a toda idea y a todo ideal. Los objetos de clases completamente dispares pueden, sin duda, ser admirables, porque alguna razón especial puede hacer así a cada uno de ellos. Pero cuando nos referimos al ideal de lo admirable, en sí mismo, la misma naturaleza de su ser es ser una idea precisa; y si alguien me dice que es o bien esta o aquella o aquella otra, le digo, está claro que no tienes ni idea de lo que es precisamente. Pero un ideal debe ser capaz de ser abrazado en una idea unitaria, o no es ideal en absoluto. Por tanto, no puede haber aquí compromisos entre consideraciones diferentes. El ideal admirable no puede ser demasiado extremamente admirable. Cuanto más completamente posea cualquier carácter que sea esencial para él, más admirable debe ser. Ahora bien, ¿a qué llevaría la doctrina de que lo que es admirable en sí mismo es una cualidad de sensación si se tomara en toda su pureza y se llevara a su último extremo, que debería ser el extremo de la admirabilidad? Equivaldría a decir que el único objeto finalmente admirable es la gratificación sin límite de un deseo, independientemente de cuál sea la naturaleza de ese deseo. Ahora bien, eso es demasiado chocante. Sería la doctrina de que todos los modos superiores de consciencia que nos son familiares en nosotros mismos, tales como el amor y la razón, sólo son buenos en tanto que favorecen a los más bajos de todos los modos de consciencia. Sería la doctrina de que este vasto universo de la Naturaleza que contemplamos con tanto temor sólo es bueno para producir una cierta cualidad de sensación. Ciertamente, debo ser excusado por no admitir esa doctrina a menos que se pruebe con la mayor evidencia. Entonces, ¿qué prueba hay de que es verdadera? La única razón para ello que he sido capaz de encontrar es que la gratificación, el placer, es el único resultado concebible que se satisface consigo mismo. Y por tanto, puesto que estamos buscando aquello que es bueno y admirable sin ninguna razón más allá de sí mismo, el placer, la bienaventuranza, es el único objeto que puede satisfacer las condiciones. Este es un argumento respetable. Merece consideración. Su premisa, que el placer es el único resultado concebible que es perfectamente auto-satisfecho, debe concederse. Sólo que, en estos días de ideas evolutivas que pueden retrotraerse hasta la Revolución Francesa como su instigadora, y todavía más atrás hasta el experimento de Galileo en la torre inclinada de Pisa, y todavía más aún hasta todas las medidas tomadas por Lutero e incluso por Robert de Lincoln en contra de los intentos de obligar a la Razón humana a algunas prescripciones fijadas de antemano, en estos días, digo, cuando esas ideas de progreso y crecimiento han crecido tanto ellas mismas como para ocupar nuestras mentes como ahora hacen, ¿cómo puede esperarse que permitamos que pase la suposición de que lo admirable en sí mismo es un resultado inmóvil? La explicación de la circunstancia de que el único resultado que es satisfecho consigo mismo es una cualidad de sensación es que la razón siempre mira hacia un futuro interminable y espera sin fin mejorar sus resultados. Consideremos por un momento qué es realmente la Razón, hasta donde podemos concebirla hoy. No me refiero a la facultad del hombre que se llama así por su encarnar en alguna medida la Razón, o Νους, como algo que se manifiesta a sí mismo en la mente, en la historia del desarrollo de la mente y en la naturaleza. ¿Qué es esa Razón? En primer lugar es algo que nunca puede haber sido completamente encarnado. La más insignificante de las ideas generales implica siempre predicciones condicionales o requiere para que se complete que los eventos lleguen a pasar, y todo lo que alguna vez puede llegar a pasar no llega a cumplir completamente sus requisitos. Un pequeño ejemplo servirá para ilustrar lo que estoy diciendo. Tomemos un término general cualquiera. Digo de una piedra que es dura. Eso significa que en tanto que la piedra permanece dura, todo ensayo de rayarla mediante la presión moderada de un cuchillo fallará seguro. Llamar a la piedra dura es predecir que, sin importar lo a menudo que intentes el experimento, fallará cada vez, que una serie innumerable de predicciones condicionales está implicada en ese humilde adjetivo. Cualquier cosa que pueda haberse hecho no empezará a agotar su significado. Al mismo tiempo, el ser mismo de lo General, de la Razón, es de tal modo que ese ser consiste en el actual gobernar eventos de la Razón. Supongamos que se ha hecho un trozo de carborundo y que posteriormente se ha disuelto en agua regia sin que nadie en ningún momento, hasta donde yo sé, haya intentado alguna vez rayarlo con un cuchillo. Sin duda, puedo tener buenas razones, a pesar de todo, para llamarlo duro, porque haya ocurrido algún hecho actual tal que la Razón me obligue a llamarlo así, y sólo puede formarse una idea general de todos los hechos relativos a eso si lo llamo así. En este caso, mi llamarlo duro es un evento actual que está gobernado por esa ley de la dureza del trozo de carborundo. Pero si al decir que el trozo de carborundo era duro no se significara ningún hecho actual, la palabra duro no tendría el menor significado al aplicársele. El mismo ser de lo General, de la Razón, consiste en que gobierna eventos individuales. Así que, entonces, la esencia de la Razón es tal que su ser nunca puede haber sido completamente perfeccionado. Siempre debe estar en un estado de incipiencia, de crecimiento. Es como el carácter de un hombre, que consiste en las ideas que concebirá y en los esfuerzos que realizará, y que sólo desarrolla a medida que surgen las ocasiones. Sin embargo, ningún hijo de Adán ha manifestado nunca completamente lo que había en él. De modo que, entonces, el desarrollo de la Razón requiere como una parte de él la ocurrencia de más eventos individuales de los que alguna vez pueden ocurrir. Requiere también todo el colorido de todas las cualidades de sensación, incluyendo al placer en su lugar apropiado entre el resto. Este desarrollo de la Razón consiste, como observarán, en encarnación, esto es, en manifestación. La creación del universo, que no tuvo lugar durante una cierta semana atareada en el año 4004 a.de C. sino que está sucediendo hoy y nunca estará acabada, es este mismo desarrollo de la Razón. No veo cómo alguien puede tener un ideal más satisfactorio de lo admirable que el desarrollo de la Razón así entendido. La única cosa cuya admirabilidad no es debida a una Razón ulterior es la Razón en sí misma comprendida en toda su plenitud, en tanto que nosotros podemos abarcarla. Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nuestra pequeña función en la operación de la creación echando una mano para volver el mundo más razonable en la medida en que, como se dice coloquialmente, "depende de nosotros" hacerlo. En lógica se observará que el conocimiento es razonabilidad, y el ideal de razonamiento será seguir tales métodos que desarrollen el conocimiento de forma más rápida. La logicidad del juicio de que una piedra no puede ser al mismo tiempo dura y no dura no consiste, como Sigwart y otros lógicos alemanes dicen, en que satisfaga nuestra sensación de logicidad, sino que consiste en su ser verdadero, pues todo lo que es verdadero es lógico, lo sepamos o no. Pero sabemos que esto es verdadero, no en absoluto por medio de ninguna sensación peculiar que provoque en nosotros —podríamos argumentar a partir de esa sensación, es verdad, pero cualquier sensación puede estropearse—, y lo sabemos de forma mucho más cierta a partir de esto, que cuando decimos que es verdad que "una piedra es al mismo tiempo dura y no dura" de lo que estamos hablando no es de qué interpretación podría atribuir alguien a esa afirmación, sino de lo que entendemos por ella. Ahora bien, lo que entendemos por "no" es "toda proposición sería verdadera si fuera". Por "no dura" entendemos "toda proposición sería verdadera si fuera dura". De modo que decir que "una piedra es al mismo tiempo dura y no dura" es decir que si es dura toda proposición es verdadera, y es dura. En consecuencia esto sería afirmar que toda proposición es verdadera, una posición super-hegeliana que niega directamente la distinción de verdad y falsedad que, estamos plenamente convencidos, existe.

Recientemente ha aparecido un pequeño libro de Victoria Lady Welby titulado What is Meaning? El libro tiene diversos méritos, entre ellos el de mostrar que hay tres modos de significar. Pero su mejor característica es que da en el blanco de la cuestión, ¿qué es el significado? Una palabra tiene significado para nosotros en tanto que somos capaces de usarla al comunicar nuestro conocimiento a otros y al obtener el conocimiento que esos otros buscan comunicarnos. Ese es el grado inferior de significado. El significado de una palabra es de forma más completa la suma total de todas las predicciones condicionales de las que la persona que la usa pretende hacerse responsable o pretende negar. Esa intención consciente o casi-consciente al usar la palabra es el segundo grado del significado. Pero, además de las consecuencias a las que se entrega la persona que acepta una palabra a sabiendas, hay un vasto océano de consecuencias imprevistas que la aceptación de la palabra está destinada a producir, no meramente consecuencias de conocimiento, sino quizás revoluciones de la sociedad. Uno no puede decir qué poder puede haber en una palabra o en una frase para cambiar la faz de la tierra, y la suma de esas consecuencias constituye el tercer grado del significado.

Consideremos ahora qué debería abrazar la ciencia de la lógica. Aunque cualquier cosa que sea verdadera es lógica sepamos que es así o no, sin embargo es evidente que la lógica no puede abrazar todo el conocimiento humano. El lógico trata de asumir una actitud como si, en tanto lógico, no tuviera información en absoluto excepto la que todo el mundo debe tener para razonar. Esto, sin embargo, no es exactamente posible. No hay una esfera exactamente definida del conocimiento tal que todo el mundo que razone deba poseerla completa y no necesite saber nada más. Pero el lógico supone que el significado del lenguaje es bien conocido entre él mismo y la persona a la que está impartiendo su doctrina, aunque ese significado puede no ser analizado y todos sus elementos no ser distintamente reconocidos, pero no se conoce ningún otro hecho. Por supuesto algunos otros deben conocerse, pero se dejan fuera de consideración.

El propósito último del lógico es desarrollar la teoría de cómo avanza el conocimiento. Así como hay una teoría química de la tintura que no es exactamente el arte de teñir, y hay una teoría de la termodinámica que es bastante diferente del arte de construir máquinas de vapor, así, la Metodéutica, que es el último objetivo del estudio lógico, es la teoría del avance del conocimiento de todas clases. Pero esa teoría no es posible hasta que el lógico haya examinado primero todos los modos elementales diferentes de alcanzar la verdad y especialmente todas las clases diferentes de argumentos, y haya estudiado sus propiedades hasta donde esas propiedades conciernen al poder de los argumentos como conduciendo a la verdad. Esta parte de la lógica se llama Crítica. Pero antes de que sea posible iniciar esta tarea de una forma racional, lo primero que es necesario es examinar rigurosamente todas las formas en las que puede expresarse el pensamiento. Pues en tanto que el pensamiento no tiene ser excepto hasta donde es encarnado, y puesto que la encarnación del pensamiento es un signo, la tarea del crítico lógico no puede emprenderse hasta que la completa estructura de los signos, especialmente de los signos generales, se haya investigado rigurosamente. Esto es sustancialmente reconocido por los lógicos de todas las escuelas. Pero las diferentes escuelas conciben la tarea de forma muy diferente. Muchos lógicos conciben que la investigación excava ampliamente en la psicología, que depende de lo que ha sido observado sobre la mente humana, y no sería necesariamente verdadero para otras mentes. Mucho de lo que dicen es incuestionablemente falso de muchas razas de la humanidad. Pero yo, por mi parte, considero poco una lógica que no sea válida para todas las mentes, ya que la logicidad de un argumento dado, como he dicho, no depende de cómo pensemos ese argumento, sino de cuál sea la verdad. Otros lógicos, proponiéndose evitar cualquier contacto con la psicología, hasta donde sea posible, piensan que esta primera rama de la lógica debe relacionarse con la posibilidad del conocimiento del mundo real y con el sentido en que es verdadero que el mundo real puede ser conocido. Esta rama de la filosofía, llamada epistemología, o Erkenntnislehre, es por necesidad ampliamente metafísica. Pero yo, por mi parte, no puedo asentir ni por un instante a la proposición de basar la lógica en la metafísica, ya que estoy completamente de acuerdo con Aristóteles, Duns Escoto, Kant y los más profundos metafísicos en que, por el contrario, la metafísica no puede tener una base segura excepto aquella que la ciencia de la lógica le proporciona. Por tanto tomo una posición bastante similar a la de los lógicos ingleses, comenzando por el mismo Escoto, en relación a esta parte introductoria de la lógica como sólo un análisis de qué clases de signos son absolutamente esenciales para que se encarne el pensamiento. La llamo, siguiendo a Escoto, Gramática Especulativa. Estoy plenamente de acuerdo, sin embargo con una parte de la escuela inglesa —una escuela que puedo observar que tiene ahora un seguimiento científico grande y muy influyente en Alemania— estoy de acuerdo, digo, con una parte de esa escuela sin entrar por ello en un conflicto positivo con las otras, en pensar que esa Gramática Especulativa no debería confinar sus estudios a esos signos convencionales de los que se compone el lenguaje, sino que haría bien en ampliar su campo de interés para tomar en consideración también clases de signos que, sin ser convencionales, no son de la naturaleza del lenguaje. De hecho, como punto teórico, soy de la opinión de que no deberíamos limitarnos a los signos sino que deberíamos tener en cuenta ciertos objetos más o menos análogos a los signos. En la práctica, sin embargo, he prestado poca atención a esos cuasi-signos.

De este modo hay, en mi visión de la cuestión, tres ramas de la lógica: Gramática Especulativa, Crítica y Metodéutica.

 


* Este texto corresponde a los MS 448 y 449. Se trata de la primera conferencia de las Lowell Lectures que impartiría Peirce en 1903. Fue publicado parcialmente en CP 1.591-610 (MS 440), 7.611-15 y 8.176 (MS 449) y, posteriormente, en The Essential Peirce. Selected Philosophical Writings, Indiana University Press, Bloomington, vol 2, 1998, pp. 242-257.



Fecha de la página: 23 de junio 2008
Última actualización: 26 de marzo 2009

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