ASUNTOS PRÁCTICOS Y SABIDURÍA DEL SENTIMIENTO


Charles S. Peirce (1898)

Traducción castellana y notas de José Vericat (1988)*





77. Entre las ventajas de las que disfrutan nuestros humildes primos, a los que nos gusta referirnos como a "los animales inferiores", por encima de algunos de nuestra propia familia, está la de que nunca razonan sobre temas vitalmente importantes, y que nunca tienen que dar ni escuchar lecciones sobre los mismos. Se dejan llevar dócilmente por sus instintos en casi todos los detalles de la vida, viviendo exactamente como su Hacedor pretendió que viviesen. El resultado es que muy raramente cometen error alguno, y nunca uno vital. ¡Qué contraste con nuestras vidas! Verdaderamente, esta razón de la que tanto nos vanagloriamos, aunque puede responder de cosas pequeñas, con todo difícilmente es más segura para las grandes decisiones que echar una moneda al aire.

78. La lógica es cómputo, dijo Hobbes1, y los que han ahondado más profundamente en esta seca disciplina testifican que todo razonar implica matemática, carcajeándose de las falacias de los que intentan razonar no-matemáticamente. Ahora bien, díganme, ¿es la matemática una ocupación para un caballero, o para un atleta? ¿No es una tal faena sólo apropiada para las clases bajas? Uno, ciertamente, puede sentir lástima por las masas de población concentradas en Nueva York, viviendo bajo condiciones antinaturales tales que se ven forzadas a pensar matemáticamente. Sin embargo, no es precisamente que tengan la tierna nutrición de una moderna y cultivada Harvard, esta gran institución de beneficencia que estableció Massachusetts, con el fin de que la élite de su juventud recibiese ayuda para llegar a obtener ingresos confortables, y poder disfrutar de vidas refinadas y cultivadas. Los cerebros de estos plebeyos de Nueva York son cerebros toscos, fuertes y laboriosos, que no saben qué es estar libre de la matemática. Sus concepciones son bastante crudas y vulgares, pero su vigor de razonamiento les sorprendería a ustedes. He visto a mis alumnos privados enfrentarse con problemas, que no me aventuraría a dejar que los afrontasen los exquisitamente pulidos intelectos de una moderna universidad, más de lo que me aventuraría a lanzar una bola de billar sobre una huevera.

79. Intento advertirles que no razonen en modo alguno, en estas lecciones, de manera más complicada que uno de los dilemas de Hegel. Pues todo razonamiento es matemático y requiere esfuerzo; y no quiero sentirme culpable de forzar en exceso las capacidades de cada uno de ustedes. Por esto, he seleccionado para mis lecciones un tema que no está del todo en mi línea, pero que espero resulte de su agrado.

80. En tópicos vitalmente importantes está fuera de lugar razonar... La teoría misma del razonar, si estuviésemos resueltos a abordarla sin miedo alguno a la matemática, nos suministraría razones concluyentes para limitar la aplicabilidad del razonar a cuestiones no importantes; de tal manera que, a menos que la importancia de un problema sea insignificante en comparación al agregado de problemas análogos, el razonar mismo establece que es absolutamente una falacia el someter la cuestión a la razón. Esto tiene que quedarse meramente en un aserto, al ser la matemática tabú. [...]

81. En relación con los asuntos más grandes de la vida, el hombre prudente sigue a su corazón, y no confía en su cabeza. Este debería ser el método de cada uno de los hombres, con independencia de la capacidad de su intelecto. Tanto más aún, quizá, si la matemática le resulta en exceso difícil, es decir, si no es apto para razonamiento intrincado alguno de ningún tipo. ¿No estaría loco un hombre que siendo físicamente débil no lo reconociera y dejase que una demente megalomanía le llevase a participar en un campeonato de fútbol? Pero la más frágil de las complexiones físicas puede tratar de hacer retroceder una locomotora, al igual que el más fuerte de los gigantes mentales puede intentar regular favorablemente su vida mediante una teoría puramente elucubrada.

82. El sentido común, que es el resultado de la experiencia tradicional de la humanidad, testifica inequívocamente que el corazón es más que la cabeza y, de hecho, lo es todo en nuestros más elevados asuntos, estando así de acuerdo con mi no-probado teorema lógico; y aquellas personas que piensan que el sentimiento no tiene parte alguna en el sentido común olvidan que los dicta del sentido común son hechos objetivos, no a la manera que pueda sentir algún dispéptico, sino a la manera que piensa la democracia sana, natural y normal. Y, con todo, cuando ustedes abren el último nuevo libro aparecido sobre filosofía de la religión, lo más probable es que esté escrito por un intelectual que, en su prefacio, les ofrece su metafísica como una guía para el alma, hablando como si la filosofía fuese una de nuestras más profundas preocupaciones. ¿Cómo puede engañarse a sí mismo tanto el autor?

83. Si, paseando por un jardín en una noche oscura, oyesen ustedes, repentinamente, la voz de su hermana gritándoles que la rescatasen de las manos de un villano, ¿dejarían ustedes de dar vueltas a la cuestión metafísica de si es posible que una mente provoque ondas materiales de sonido y que otra las perciba? Si ustedes lo hiciesen, el problema podría ocuparles probablemente el resto de sus días. De la misma manera, si un hombre se enfrenta a una experiencia religiosa, y oye la llamada de su Salvador, el detenerse hasta haber resuelto una dificultad filosófica resultaría ser para él algo análogo, con independencia de que ustedes lo calificasen de estúpido o de mal gusto. Si, por otra parte, un hombre no ha tenido experiencia religiosa alguna, entonces, lo que ya resulta imposible para él, no es una emoción, sino una religión cualquiera; y la única vía digna es esperar tranquilamente hasta que tal experiencia llegue. Ninguna dosis de especulación puede ocupar el lugar de la experiencia.

84. Pido disculpas por ir brincando de una rama a otra de mi discurso, una y otra vez, con ningún otro propósito aparente que el de un petirrojo o el de un Charles Lamb2. Ya que difícilmente me resultaría lógicamente consistente organizar mi temática con una precisión escrupulosamente lógica, cuando lo que estoy precisamente insinuando es que la lógica y el razonar son sólo de importancia secundaria. Es conveniente introducir aquí dos observaciones, psicológicas o antropológicas, sobre nuestras capacidades de razonar.

85. Una, es que las capacidades de razonar de cualquier forma, menos en la más rudimentaria, constituyen un don, de alguna manera, poco común, tan poco común, aproximadamente, como el talento para la música. En efecto, es un número mucho más pequeño de personas el que alcanza un cierto grado de dominio en el razonar. Ya que el ejercicio de un raciocinio intrincado requiere de una gran energía y de un prolongado esfuerzo, mientras que supongo que la práctica musical constituye casi un puro placer para aquellos que la ejecutan bien. Además, debido a diversas circunstancias peculiares, una buena instrucción en razonar es algo extremadamente raro. Por lo que respecta a lo que se enseña en los colegios bajo el nombre de lógica, ¡oh, queridos!, quizá cuanto menos digamos mejor. Es verdad que la matemática nos enseña una rama del razonar. Este es, verdaderamente, su principal valor educativo. Pero, ¡qué pocos maestros entienden la lógica de la matemática! Y ¡qué pocos entienden la psicología del aturdido alumno! El alumno encuentra una dificultad en Euclides. Dos contra uno, la razón es que hay un defecto lógico. El muchacho, sin embargo, sólo es consciente de un misterioso obstáculo. Pero no puede decir al maestro cuál es la dificultad; es el maestro el que se la tiene que enseñar. Ahora bien, probablemente el maestro nunca captó realmente la verdadera lógica del pasaje. Pero cree que la capta porque debido a un largo proceso de familiarización ha perdido el sentido de enfrentarse con la barrera invisible que siente el muchacho. Si el maestro hubiese vencido alguna vez, realmente, la dificultad lógica misma, desde luego hubiese reconocido exactamente cuál era, y hubiese cumplido, así, la primera condición, al menos, de poder ayudar. Pero al no haber vencido la dificultad, sino sólo haber eliminado por familiaridad el sentido de la dificultad, no puede simplemente por qué el muchacho siente dificultad alguna; y todo lo más que puede hacer es exclamar: "¡Oh, estúpidos, estúpidos muchachos!". Como si un médico exclamase: "¡Oh, estos odiosos pacientes, no quieren ponerse buenos!". Pero supongamos que, por alguna conjunción extraordinaria de planetas, se nombrase un maestro realmente bueno en razonar, ¿cuál sería su primera preocupación? Sería la de preservar a sus alumnos de aquella enfermedad de la que está infectada habitualmente la lógica, de la que si no se les libra sin dejar rastro alguno, seguro que haría de ellos los más pésimos razonadores para el resto de sus vidas, es decir, razonadores falsos, y, lo que es peor, inconscientemente falsos. El buen maestro se esforzará por tanto al máximo en evitar que los alumnos acaben engreídos de sus conocimientos lógicos. Intentará imbuirles el recto modo de considerar en razonar antes de que lleguen a percatarse de haber aprendido algo; y no le importará dedicar a ello el tiempo que haga falta, ya que es ello digno de mejor causa. Pero llegan ahora el examinador y el alumno. Lo que quieren son resultados tangibles. Se despide al maestro por haber fracasado, o, si se le da otra oportunidad, tendrá buen cuidado en invertir el método de enseñanza, y proporcionar resultados, especialmente por cuanto es éste el método cómodo. Esta es una de las causas por las que hay tan pocos sólidos razonadores en el mundo. Pero aun aceptando, en lo que podamos, la influencia de tales causas, está aún el hecho de que, comparativamente, son pocas las personas que poseen originalmente algo, aunque sea lo más mínimo, de este talento. ¿Qué es lo que esto significa? ¿No es un claro signo de que la facultad de razonar no es de primera importancia para el éxito en la vida? Pues si fuera así, su ausencia daría lugar a que el individuo pospusiese el matrimonio, afectando así a la procreación; por lo que la selección natural operaría en el sentido de alimentar la raza con vigorosos poderes de razonar que llegarían a ser comunes. Y el estudio de los caracteres confirma esta conclusión. Pues, aunque los hombres más extraordinariamente triunfadores, evidentemente, razonan en profundidad los detalles de sus asuntos, con todo la ausencia de una gran capacidad de razonar no influye en modo alguno en el nivel ordinario de un buen éxito -a no ser, quizá, favorablemente. Todos nosotros conocemos hombres de gran éxito, abogados, editores, científicos -por no hablar de los artistas-, cuya enorme deficiencia a este respecto sólo aparece por algún imprevisto accidente.

86. La otra observación que deseo hacer sobre la razón humana es que encontramos gente, en su mayor parte bastante modesta en cuanto a cualidades, que está integrada realmente por hombres y mujeres refinados: el hombre valiente no alardeando usualmente de su valor, ni la mujer modesta presumiendo de su modestia, ni el que es leal envaneciéndose de su buena fe: constituyendo más bien las cosas de las que se envanecen algunos dones insignificantes de belleza, o de algún tipo de habilidad. Pero por encima de todo, con la excepción de los que entrenados en lógica siguen sus reglas y no confían así, en absoluto, en sus poderes directos de razonar, todos los demás sobrevaloran ridículamente su propia lógica, y si uno realmente tiene poderes superiores de razonar se encuentra habitualmente tan embebido por la presunción, que dista de ser raro ver a un joven totalmente arruinado por ello; de modo que, a veces, uno está tentado de pensar, y quizá con razón, que ello no sólo conduce, desde un punto de vista mundano, al éxito del hombre, sino a que, a este respecto, el alcanzar cualquier elevación real de su carácter sea todo menos una locura, supuesto sólo que sea perfectamente consciente de su propia deficiencia. [...]

87. Todos estos modernos libros que ofrecen nuevas filosofías de la religión, a una media de una cada quince días, no son sino síntomas de la disolución momentánea de la fe cristiana. Esto es lo que aparece tan pronto como los comparamos con las obras de filosofía religiosa de la época de la fe, tales como la Summa de Santo Tomás de Aquino o el Opus oxoniense de Duns Scoto -el uno reproduciendo sin una sombra de duda cada uno de los dogmas de los Padres de la Iglesia, y desplegando, el otro, una fe mucho más robusta, al mantener que la metafísica no tiene nada que decir, de una manera u otra, en relación con cuestión alguna de la religión, dejándolo a la decisión del testimonio positivo, o de la inspiración. El único viejo libro, al que realmente se parecen mucho estas modernas filosofías de la religión -excepto en que carecen de su terrible sinceridad- es el De consolatione philosophiae3, lo que, por decirlo así, es hacerles un gran cumplido. Ustedes saben que Boecio es totalmente arreligioso, pero que siente la necesidad de la religión, e intenta vanamente encontrar un sustitutivo de ella en la filosofía. Sus dos primeros libros son de alguna manera inspirados, porque alientan una religión inconsciente. Pero, a medida que la obra progresa, el razonar entra más y más en el pensamiento, hasta que, el último libro, que se parece mucho más que todo el resto a un ensayo moderno, resulta un mero refrigerio para el alma hambrienta.

88. Apenas si es necesario insistir aquí en que las clases altamente cultivadas de la cristiandad -a excepción siempre de aquellas familias tan importantes que son objeto de cuidados por parte de los sacerdotes- se encuentran en la actualidad desprendidas casi por completo de la religión. Esto era perfectamente claro hace veinticinco años, o más -no importa ahora la fecha exacta; era una época en que los hombres, saturados de la filosofía mecánica, dudaban aún de separarse de la Iglesia-, cuando John Tyndall, en la inocencia de su corazón científico, proponía medir la eficacia de la oración mediante la estadística experimental. Instantáneamente, los clérigos, todos sin excepción, en lugar de abordar la propuesta con el candor con el que Elías se enfrentó a los sacerdotes de Baal -aunque, dicho sea de paso, observo que algunas personas ingenuas creen que sus toneles de agua serían realmente queroseno desodorizado, lo que para un estudioso de la historia de la química parecería constituir por sí mismo un milagro bastante bueno-, digo que, en lugar de agradecer a Tyndall su idea4, los clérigos, como un solo hombre, retrocedieron con terror, delatando así de forma concluyente, a la vista de todos, su propia total descreencia en su propio dogma. La declararon una proposición impía. Pero no había en ella nada más impío que en cualquier otro tipo de investigación sobre la religión, excepto esto: que temían que todo ello comportase el fin de toda la "cháchara". Aunque hay que reconocer que, en nuestro país, el clero es, con mucho, la clase más escéptica de toda la comunidad, es más, que el grueso de la clase altamente educada y cultivada está ahora donde el clero estaba una generación atrás.

Es mil veces mejor no tener fe en absoluto en Dios, o en virtud alguna, que tener una fe semihipócrita. [...]


Traducción de José Vericat

*Agradecemos a Enrique Palmeros Montúfar la errata detectada.


Notas

* (N. del E.) Reproducido con el permiso de José Vericat. Esta traducción está publicada en Charles S. Peirce. El hombre, un signo, Crítica, Barcelona 1988, pp. 319-325. "Asuntos prácticos y sabiduría del sentimiento" constituye, junto con "Verdades vitalmente importantes", una versión alternativa de la primera conferencia sobre "Ideas sueltas", de una serie dada en Cambridge en 1898, y junto con otros escritos relativos a lógica, ética y estética, se agrupa en los CP bajo el título de "Las ciencias normativas".

1. Logic or Computation, parte I, cap. 1 (Nota de los editores de los CP).

2. Ch. Lamb (1775-1834), escritor prolífico, de gran versatilidad y juventud.

3. Esta obra de Boecio, muy admirada y mencionada por Peirce, constituye un motivo también de comentario, en su polémica en torno al determinismo, sobre los conceptos de azar y causa, de acontecimiento y hecho (CP 6. 93).

4. J. Tyndall (1820- 1893), físico y lógico, cuando propuso probar experimentalmente la eficacia de la razón ["The Prayer for the Sick, Hints Towards a Serious Attempt to Estimate Its Value", Contemporary Review, vol. 20 (1872) (Nota de los editores de los CP)], se encontró con que los clérigos influyentes, "aunque tenían el testimonio de la propuesta de alguna manera similar del rey de Samaria y la respuesta perfectamente franca de Elías [I Reyes, 18 (Nota de los editores de los CP], se echaron para atrás, pretendiendo que ello sería blasfemo" (CP 6. 515). La referencia de Peirce es un poco confusa, ya que la propuesta de verificar el poder de la oración a Yaveh o a Baal partió de Elías.




Fin de "Asuntos prácticos y sabiduría del sentimiento", C. S. Peirce (1898). Traducción castellana y notas de José Vericat. En: Charles S. Peirce. El hombre, un signo, José Vericat (tr., intr. y notas), Crítica, Barcelona 1988, pp. 319-325. "Practical Concerns and the Wisdom of Sentiment" corresponde a CP 1. 649-660.

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Fecha del documento: 26 de mayo 2001
Ultima actualización: 28 de abril 2011

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