Obituario de Hermann Helmholtz
Charles S. Peirce (1894)



Se reproducen en la columna de la izquierda las cinco páginas del MS 1395 que era un borrador del obituario de Hermann Helmholtz que Charles Peirce publicaría en The Nation (59, 13 de septiembre de 1894, 191-193 [CN 2.69-73]). Como hay variantes entre el manuscrito y el texto definitivamente impreso en la revista, se incluye en la página de la transcripción el texto efectivamente publicado y en la columna de la derecha una traducción de ese texto y no la del borrador manuscrito.


Obituary transcription


El Dr. Hermann Helmholtz, como sus contemporáneos lo llamaban, el reconocido y venerado líder del gremio científico, se ha ido. Nació el 31 de agosto de 1821, en Potsdam, donde su padre era profesor en un instituto. El nombre de soltera de su madre era Caroline Penn; ella provenía de una rama de esa familia instalada en Alemania desde que ocurrieron los problemas religiosos en Inglaterra. Desde niño, a Hermann le apasionaba la ciencia, pero el siglo diecinueve casi se pierde este gran talento porque las circunstancias en que estaba su familia no le dejaban ningún camino abierto hacia la ciencia, excepto el de estudiar medicina en el Instituto Militar de Berlín. Se graduó como médico en 1842 y su tesis, la única publicación en latín que realizó en su vida, trataba del sistema nervioso de los animales invertebrados. A la vez, se dedicaba a obras de caridad y sin dilación, comenzó a estudiar la putrefacción, sobre la que en 1843 publicó una memoria en la que afirmaba su naturaleza puramente química –opinión que posteriormente iba a abandonar. Pronto regresó a Potsdam convertido en un cirujano del ejército. En 1845 fue contratado, y con razón, para escribir artículos sobre el calor animal para una importante enciclopedia de medicina y para redactar el informe anual sobre el progreso de la física. El mismo año publicó una investigación original sobre la pérdida de sustancia del músculo en movimiento.

Después de aquello, durante aproximadamente dos años, no escribió nada. Fue uno de esos períodos de aparente ociosidad al que están sujetos los genios más productivos y proporcionan cuestiones mediocres para criticar. Otros científicos jóvenes llenaban las revistas de 1846 con documentos de su autoría, pero no se escuchaba ni una palabra de Helmholtz. No se supo nada de él hasta el 23 de julio de 1847, cuando leyó un escrito ante la Sociedad de Física de Berlín. El escrito se titulaba "La Conservación de la Fuerza". A juzgar por muchos de aquellos que han estudiado el asunto, este trabajo marcó un hito sólo comparable con el mayor descubrimiento científico que el hombre haya hecho. Desde luego, fue la argumentación la que produjo la fuerte convicción con la que el mundo ha mantenido esta doctrina desde entonces. Es justo decir que otros críticos brillantes, y el mismo Helmholtz entre ellos, le adjudican el mérito de haber enunciado esa gran ley por primera vez a Robert Mayer, quien en 1842 había publicado un escrito que no llamó para nada la atención y del que Helmholtz, como el resto del mundo, no estaba muy al tanto en 1847. Pero, de todos modos, no hay duda de que Helmholtz fue el primero en concebir la proposición desde el punto de vista que la hizo tan atractiva para todos los pensadores precisos y tan maravillosamente fecunda para obtener verdades nuevas.


De acuerdo con su afirmación, en el mundo externo no existe nada sino materia. La materia en sí misma (an sich) no es capaz de ninguna otra alteración más que el movimiento en el espacio y estos movimientos son modificados sólo por atracciones y repulsiones fijas; esto es así en todos lados, incluso en las acciones de los animales y los hombres. Fue una afirmación sorprendentemente audaz, opuesta a casi todo tipo de filosofía, ciertamente a todo el idealismo kantiano y post-kantiano, así como al idealismo nominalista de la escuela inglesa, adoptado por escritores como Ernst Mach. Pero la fe implícita con la que ésta fue recibida es un fenómeno psicológico singular, ya que la teoría de que todas las acciones humanas están sujetas a una ley que no tiene un carácter teleológico, cuando sabemos (o creemos saber) que nuestras acciones están guiadas por propósitos, tiene dificultades obvias. Además, existe escasa evidencia experimental de que esta ley es correcta en lo que respecta a la fisiología animal. De hecho, algunas de las investigaciones más rigurosas (como las de Fick y Wislicenus) han llevado a resultados directamente opuestos. Y sin embargo, los fisiólogos, todos y cada uno de ellos (el sensato Michael Foster, por ejemplo) simplemente consideran esos resultados absurdos. En este aspecto, la gran doctrina de Helmholtz aparece como la petitio principii favorita de nuestra época. Su verdad era incuestionable, en el único sentido en que todo lo que está basado en la inducción puede admitirse de forma racional como verdadero, a saber, su gran aproximación a la exactitud. Nadie puede negar que es la culminación y a la vez la clave de la ciencia física. En esa memoria, por cierto, Helmholtz demostró por primera vez su facilidad para aplicar el análisis matemático a problemas poco habituales –facilidad sorprendente en un hombre de veintiséis años cuyos estudios estaban orientados supuestamente hacia la anatomía y la fisiología. Sin duda, en ese encuentro memorable de la Sociedad de Física debía haber algunos que percibieran que estaban en presencia de uno de los intelectos más formidables que la raza humana había producido hasta ese momento.

 

Por supuesto, la humanidad organizada le debía un reconocimiento al hombre que había elevado así a la mente humana hacia un terreno de superioridad. Y ese reconocimiento llegó, ya que al año siguiente lo nombraron nada menos que ayudante en el Museo de Anatomía de Berlín. En ese momento se empezó a ocupar de la fisiología de la audición. En 1849 fue nombrado profesor auxiliar (o extraordinario) de fisiología en la Universidad de Königsberg (sin salario) y el 19 de julio de 1850 presentó a la Sociedad de Física de Berlín una elaborada memoria que abría camino en el interesante campo de la medida de la velocidad de la conducción nerviosa. En 1851 inventó el oftalmoscopio, por el cual muchos seres humanos le deben la vista. Ese mismo año comenzó un estudio original sobre la electrodinámica. En 1852 lo ascendieron a titular de una cátedra en la universidad. Su disertación en la ceremonia de investidura versó sobre las sensaciones periféricas en general, especialmente las de la vista y el oído. Era una comparación de la relación que existe entre las vibraciones que excitan un sentido dado y aquellas que existen entre las sensaciones mismas. Resaltamos que mientras que la memoria sobre la conservación de la fuerza estaba repleta de repeticiones de la frase filosófica an sich, "en sí misma", en esta disertación la evita cuidadosamente. Parece que en el intervalo debió de ocurrir algo que le hizo a Helmholtz temer la frase "an sich" como hace con el fuego un niño quemado. En este escrito, se usa tal ingenio para evitarla que no se incluye salvo una vez y en ese caso en una frase negativa. Pero, debido a que la idea estaba allí, no podemos elogiar a Helmholtz por no darle un ropaje adecuado.

 

A fin de exponer lo esencial de su conferencia, no necesitamos imitar los circunloquios que él empleó para evitar esta expresión. Su idea era ésta: los sistemas de vibración esencialmente diferentes, dan lugar exactamente a las mismas sensaciones de color. Existen tres sensaciones básicas de color que, al ser mezcladas en distintas cantidades, dan lugar a todas las otras. Pero no hay nada en las vibraciones mismas que se corresponda con esta tridimensionalidad. Por el contrario, las sensaciones de una persona ciega al color, que carece de una de las tres sensaciones básicas, se corresponden mucho más con los hechos en sí mismos. Los sonidos, en general, se corresponden con mayor exactitud a las vibraciones. Pero la diferencia entre una frecuencia de vibración y otra es casi imperceptible para el oído hasta que se comparan dos sonidos diferentes. Si se transporta una melodía a otra clave, el efecto es prácticamente el mismo, pero si un pintor pasara del rojo al amarillo, del amarillo al verde, del verde al azul y del azul al violeta, haría que su cuadro se transformara en una pesadilla. Estos son en verdad hechos impresionantes, pero más interesante aún es observar qué lección dedujo de ellos este entendimiento típico del siglo diecinueve. Otras mentes tan claras como la suya podrían haber interpretado en este caso la inconmensurabilidad entre mente y materia y haber encontrado una refutación del materialismo en el hecho de que aquí la mente actúa como la materia no podría hacerlo. Pero la conclusión de Helmholtz es que las cualidades de los sentidos distinguen a las cosas en sí mismas casi tan bien y casi tan arbitrariamente como los nombres Enrique, Carlos y Juan dividen al género humano.

 

 
Además de este "Habilitationsvortrag", se esperaba una "Habilitationsschrift" del nuevo profesor. En esta última expuso su teoría de la mezcla de colores. En el fondo, era la doctrina del Dr. Thomas Young; lo único nuevo era la meticulosa comparación con la observación y su aplicación para explicar los efectos de la mezcla de pigmentos y cosas por el estilo. En 1854 asistió al encuentro de la Asociación Británica en Hull y allí leyó una versión más detallada de su teoría de los colores, la que sin ninguna duda indujo a Maxwell a continuar este estudio, quien pronto lo hizo incluso más lúcido y magnífico que Helmholtz. En 1855 se convirtió en profesor de fisiología en Bonn. En 1856 comenzó la publicación de su gran tratado sobre óptica fisiológica, que no se completó hasta diez años después. El 22 de mayo del mismo año, anunció a la Academia de Berlín su descubrimiento de los tonos combinatorios, que son sonidos musicales resultantes de las interferencias de las vibraciones que originan a otros dos sonidos.

 

 
En 1858 se convirtió en profesor en Heidelberg, en ese momento el mayor objetivo de la ambición de un profesor alemán. El mismo año asombró al mundo de las matemáticas con su gran memoria sobre los remolinos, o vórtices, un tema de fundamental importancia en la hidrodinámica. Fue una idea excelente y fructífera la que allí propuso y desarrolló maravillosamente. Ha dado muchos frutos, pero su cosecha completa aún espera ser recogida. Ningún matemático discutiría que aquel fue un trabajo que se ubicó segundo en importancia sólo comparable con el ensayo sobre la conservación de la fuerza, que causó un cataclismo. Durante los dos años siguientes, las investigaciones acústicas de Helmholtz fueron muy prolíficas, y al mismo tiempo publicó artículos sorprendentes sobre la ceguera al color y los contrastes de los colores. El 12 de abril de 1860, leyó ante la Academia de Viena una conferencia que contenía mediciones de la viscosidad de los fluidos realizadas por su alumno, Von Pietrowski, junto a una discusión matemática escrita por él mismo. Aunque el tema no era muy nuevo, ya que el trabajo magistral de Stoke databa de 1851, las investigaciones de Maxwell aún no habían comenzado y esta memoria constituyó otra contribución importante a la hidrodinámica y a la concepción general del asunto. Muy pronto el mismo Helmholtz comenzó a aplicar estas ideas en la acústica.

 

 
Después, lo encontramos comprometido con el difícil problema del horóptero y los movimientos del ojo. Uno de los siguientes temas de los que se ocupó fue la nota musical que emite un músculo fuertemente contraído. En 1862 apareció su gran trabajo sobre las sensaciones del sonido y la teoría de la música y con esto completó el trabajo más importante de su vida. Desde ese momento, produjo de hecho lo suficiente para hacer a otro hombre famoso; es poco sólo en comparación con sus primeros logros. Escribió, por ejemplo, artículos sobre los hechos que subyacen a la geometría, que habían sido anticipados sustancialmente en el gran trabajo de Riemann, del que Helmholtz no parecía estar al tanto. Producir de forma independiente aquello que fue el mayor laurel de uno de los matemáticos más originales de todos los tiempos fue una gran hazaña, pero era innecesario. También hubo una serie de memorias en las que Helmholtz debatía sobre todos los principales sistemas de fórmulas que diferentes físicos habían propuesto como leyes de la electrodinámica. Brindó la primera explicación matemática de la formación de las olas comunes sobre el agua –explicación que no sólo nos permite entender por qué ciertas formas de ondas que podrían existir no se producen en la naturaleza, sino que además arroja mucha luz sobre otras cuestiones. En 1871, fue nombrado profesor de física, ya no de fisiología, en la Universidad de Berlín. Veinte años más tarde fue elegido presidente y director del Physikalisch-Technische Reichsanstalt, una fundación regulada por el Departamento Imperial del Interior, cuyo fin era fomentar de forma experimental la investigación natural exacta y las técnicas de precisión.

 

 
De la pluma de Helmholtz nunca se deslizó ni la más mínima alusión a problemas de orden moral o religioso. Aunque en sus páginas no aparece ninguna referencia a Hegel o al Hegelianismo, Helmholtz más que ninguna otra persona digna de mención provocó la decadencia de este tipo de especulación en Alemania e introdujo la actual admiración por el estilo inglés de filosofar al que el suyo se parecía tanto. El temple de este hombre era admirable. Nunca se permitió involucrarse en esos reclamos de prioridad en los que con seguridad se delata la vanidad de los científicos, sino que varias veces publicó artículos para demostrar que sus propios resultados no eran tan nuevos como él y la comunidad científica habían creído. Hizo mucho por hacer conocidos los trabajos de otros físicos, entre ellos los americanos Rowland y Rood (todavía está muy fresco el recuerdo de su visita a este país el año pasado). Varias veces se vio envuelto en controversias con imponentes antagonistas: Clausius, Bertrand, y quizás podríamos considerar del mismo modo a Land. En todos los casos, se comportó de una manera que indicaba un deseo imperioso de encontrar la verdad y publicarla, y cada vez que se intentaba tratarlo como una celebridad, él lo evitaba o lo rechazaba como si eso fuera una infección pestilente. El mundo le debe mucho a la claridad intelectual e integridad del Dr. Hermann Helmholtz.

 

 


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Proyecto de investigación "La correspondencia europea de C. S. Peirce: creatividad y cooperación científica (Universidad de Navarra 2007-09)

Fecha del documento: 3 de diciembre 2008
Última actualización: 2 de marzo 2009
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