1. Estrategias de investigación
    1. Cómo mejorar la escritura
    2. Cómo, cuándo, dónde y cuánto escribir

La investigación es en gran medida escribir. Por esta razón, mejorar la escritura para expresar nuestro pensamiento es una de las primeras necesidades como investigadores. Esta sección sugiere algunas ideas útiles para mejorar la escritura, así como algunos consejos acerca de cómo, cuándo, dónde y cuánto escribir.



1. Cómo mejorar la escritura

Al escritor, y en gran medida al investigador, se le juzga por lo que escribe, tanto por el contenido como por su forma. "La mitad de la buena filosofía es buena gramática (...): la buena escritura filosófica es escritura gramatical. Quien escribe una serie de frases gramaticalmente correctas sobre un tema filosófico probablemente tiene una idea coherente de lo que está haciendo. (...) En contra de la opinión en boga entre muchos estudiantes, un lenguaje vago y verboso denota confusión, no sutileza o habilidad. (...) Como el lenguaje es expresión del pensamiento, un lenguaje claro es expresión de un claro pensamiento. La manera de escribir ha de facilitar la comprensión de la filosofía. El estilo ha de favorecer la claridad". Aloysius P. Martinich, Philosophical Writing, Prentice Hall, Englewood Cliffs, NJ, 1989, xiii-xiv.

Para escribir bien, hay que escribir despacio. Para poder escribir despacio y avanzar en el texto se precisa disponer de tramos de cuatro o cinco horas, sin interrupciones, sin distracciones. Quien se dedique a la filosofía trabajará de ordinario durante el día en la biblioteca o despacho donde tenga la bibliografía que necesita, pero siempre resultan indispensables los espacios amplios de tiempo y sobre todo la paz, exterior e interior.

El pensar en el lector ayuda a lograr esa concentración de la atención. Si no tuviéramos al menos un lector para quien escribimos, hay que buscarlo. Cuando se escribe la tesis doctoral va muy bien recordar que sus lectores son, en primer lugar, los miembros del tribunal que vayan efectivamente a juzgarla y calificarla.

Siempre que sea posible hay que escribir con el ordenador. Algunos piensan que a mano puede escribirse con más soltura, o con más concentración, pero no es así. El ordenador ha sido para los escritores "un regalo de Dios", porque lo esencial de la escritura es la reescritura y el ordenador facilita enormemente esa tarea que tanto aumenta la calidad del resultado (Cfr. W. Zinnser, On Writing Well. An Informal Guide to Writing Nonfiction, Harper Perennial, Nueva York, 1990, 225). El ordenador aligera muchísimo la ejecución de los aspectos más mecánicos de la escritura y pone en primer plano los elementos más creativos de la escritura que hasta ahora eran habitualmente pasados por alto: el esbozo o planificación inicial de un texto y la corrección o revisión final.

El uso del ordenador para escribir tiene al menos tres riesgos. El primero es que uno se pone más solemne y lo escrito puede adoptar en ocasiones un tono excesivamente formal. El segundo inconveniente, más relevante sin duda, es que al escribir con ordenador los textos se alargan y crecen. El tercer riesgo, y más importante todavía, es la lamentable posibilidad de perder el texto que tanto tiempo y trabajo nos ha costado. Se dice a veces que hay dos tipos de usuarios de ordenador, aquellos que han perdido ya algo valioso y aquellos otros que están a punto de perderlo. Por esta razón conviene prestar cierta atención a esta cuestión técnica, de forma que en la práctica se minimice este peligro que siempre se cierne sobre quienes escriben con ordenador haciendo las copias de seguridad oportunas.

De entre las muchas ventajas que tiene el escribir en ordenador respecto del escribir a mano quizá la mejor sea la facilidad de revisar y corregir una y otra vez los textos. Entre las cosas más elementales pero más útiles que los procesadores de textos tienen incorporados son los diccionarios ortográficos que detectan las erratas y errores ortográficos que nosotros, por resultarnos transparentes, con mucha dificultad hubiéramos llegado a descubrir. También son de utilidad los contadores de palabras, de forma que cuando una oración alcance las veinticinco o treinta nos aprestemos a poner un punto y a comenzar otra. Además de estos adelantos técnicos, la corrección más simple, y quizá la de mayor importancia, es la relativa al orden de las palabras dentro de cada oración. Nunca se insistirá lo suficiente en la claridad de la oración y en la ordenación de las palabras que la componen para lograr esa finalidad. Quienes escriben tienden con frecuencia a infravalorar este trabajo de revisión final que decide mucho más de lo que suele creerse la calidad efectiva de nuestro trabajo: los escritos son mejores o peores en función del tiempo que sus autores dedican a corregirlos (Cfr. W. Dubie, "Networds: The Impact of Electronic Text-Processing Utilities in Writing", Journal of Social and Evolutionary Systems 17, (1994) 152-154; M. C. Levy y S. Randsell, "Is Writing as Difficult as it Seems?", Memory and Cognition 23, (1995), 767).

Sin duda, en esta tarea de corrección hay un cierto peligro de perfeccionismo informático, pero contra ese peligro ayuda aquello de que "en arte lo que no suma resta" (R. Senabre, ABC Literario, 26 noviembre 1993, 11). Esta regla práctica se aplica a cada palabra, y con ello se conjura el riesgo del alargamiento desmesurado de los textos, y también a cada espacio de tiempo que se dedica a un texto concreto. Después de trabajar a fondo un texto en el ordenador, es necesario siempre corregirlo sobre el papel poniéndonos en el lugar del lector; si fuera posible, al día siguiente de la escritura en la pantalla, pues eso confiere una distancia mayor respecto de lo escrito. Esta revisión obliga luego a imprimir de nuevo el texto, y una vez impreso, invita a una nueva lectura para comprobar la mejora en calidad. Cuando vemos que un texto ya no mejora con nuestra revisión, hay que dejarlo; es como un bordado o como un soneto, que cuando está terminado, está terminado. Se podrá escribir otro soneto o hacer otro bordado, pero no mucho más.

Casi siempre, la corrección más importante es la de limar excesos y eliminar redundancias. Hemos de tachar sin piedad alguna. El enemigo más difícil de vencer somos nosotros mismos, y sobre todo una especie de conmiseración con uno mismo que lleva a mantener un párrafo, una cita o una referencia bibliográfica por el simple hecho de que nos supuso un gran esfuerzo redactarlo o conseguir la cita o la referencia. Aunque resulte doloroso, hay que tachar, eliminar párrafos enteros, masas de texto, tal como hace el escultor para que aparezca la obra de arte. No hacer esto, sugiere Dillard, es pasar factura al lector del esfuerzo que nos ha supuesto escribir aquel texto; como hacemos con los regalos, y eso es lo que hemos escrito, hay que arrancarles siempre la etiqueta del precio (Cfr. A. Dillard, The Writing Life, Harper & Row, Nueva York, 1989, 7). (Cfr. J. Nubiola, El taller de la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1999, 119-125).

La primera regla de la redacción es la de mantener el orden natural de la oración castellana: sujeto + verbo + complementos. Luego podremos ir alterando este esquema básico enriqueciéndolo y modificándolo de acuerdo con la materia que estemos tratando y con nuestro gusto personal, pero será siempre utilísimo recordar esa estructura elemental cuando nos atasquemos en el cómo decir algo. Cuando no sepamos cómo expresar algo viene muy bien pararse un momento y preguntarse uno a sí mismo: "¿Qué quiero decir? Lo que quiero decir —nos respondemos— es que ... tal autor sostiene tal interpretación (o lo que sea)". Pues bien, eso —y no algo más complicado u oscuro— es lo que tenemos que escribir, el nombre del autor como sujeto, el verbo que proceda, y después los complementos por el orden que nos parezca más sencillo y claro en cada caso.

Una vía para descubrir algunas claves del arte de escribir es la de dedicar tiempo y atención a traducir textos pensados y escritos originalmente en otro idioma. La traducción —ha escrito Carlos Pujol— es la "gimnasia del escritor, el puro ejercicio de las palabras que hace ser más humildes y exactos" (C. Pujol, Cuaderno de escritura, Pamiela, Pamplona, 1988, 11). Traducir bien es muy difícil, pero enseña mucho. El propio Don Quijote afirma que "es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz" (M. Cervantes, El ingenioso Don Quijote de la Mancha, Castalia, Madrid, 1978, II, LXII, 519). Efectivamente un buen traductor ha de llegar a ver la parte de detrás del texto, cómo está urdido, su trama y su propósito. Para eso ha de pensar en el idioma propio el asunto que traduce hasta que lo entienda del todo, y luego ha de poner esmero en la elección de las palabras y quizá sobre todo en su orden.

Al traducir, la dificultad mayor radica en lograr un texto literariamente fiel al original y que tenga al mismo tiempo su frescura y naturalidad. Sólo así la traducción renueva la espontaneidad que logró expresar con tanto trabajo el autor primero. Muchos escritores profesionales son excelentes traductores. En temporadas en que la creatividad parece haberse agotado, la traducción de obras literarias —o de lo que sea— resulta siempre una fuente estupenda de trabajo en la que puede renovarse incluso la personal inspiración.

El último consejo para quien comienza a escribir es el de no acobardarse ante la dificultad de los primeros pasos, de las primeras puntadas de la aguja sobre la tela. Al contrario, como escribir es vivir hay que empeñarse en que la escritura propia siga creciendo día a día en calidad. (Cfr. J. Nubiola, El taller de la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1999, 132-134).



2. Cómo, cuándo, dónde y cuánto escribir

Hay quienes piensan que escribir es algo muy personal y, quizá mediante esa afirmación, se resisten a dar consejos que puedan ser de ayuda a quienes se inician en esa tarea. Realmente escribir es algo tan personal como pensar, comer o enamorarse, pero todos los seres humanos hacemos esas cosas más o menos de la misma manera. Se trata de actividades que nadie puede hacer por nosotros y que aprendemos en nuestra comunicación con los demás.

En este apartado se proporcionan algunas sugerencias para mejorar la eficacia de la escritura en relación a cómo, cuándo, dónde y cuánto escribir.

2.1. Cómo escribir

Para ponerse a escribir hace falta no sólo querer escribir, sino que se precisa también una cierta planificación previa de lo que queremos escribir. Se trata de definir a qué género queremos que corresponda nuestra escritura, con qué plazo contamos o qué tiempo en horas podemos dedicar a su preparación, qué extensión total va a tener, y sobre todo qué queremos decir en ese texto y cómo vamos a organizarlo para que diga eso, esto es, qué índice va a tener. De ordinario, no hace falta que el índice sea muy detallado, pero sí que indique las partes del trabajo y su articulación, la tesis principal que sostiene, el orden en el que van a presentarse los diversos aspectos o partes del tema y el material que vamos a emplear. A veces este índice sale en cinco minutos, en otras ocasiones requiere horas o días de preparación. Es como el trabajo del pintor que prepara la tela y dibuja en ella con el carboncillo la figura que quiere retratar, y luego pone los colores en su paleta. Todo eso hay que hacer también a la hora de escribir, pues de esa tarea de preparación depende en muy buena medida la calidad del resultado final. De la misma manera que no se puede comenzar una carta sin saber a quién se escribe, ni qué se le quiere decir, de modo semejante para escribir filosofía hace falta antes de ponerse a la tarea haber precisado todo eso antes. Sólo puede ponerse uno a escribir "a la que salga" cuando lo que escribimos son las anotaciones de algo que nos ha pasado o las reflexiones personales de ese día. En todos los demás casos en los que el escribir no es distracción o descanso, sino trabajo, hace falta siempre planificar en sus líneas generales nuestra escritura y preparar el índice provisional de lo que se quiere escribir y en el que se indique la extensión en número aproximado de palabras que queremos dedicar a cada parte.

Una norma práctica de extraordinaria utilidad es la de comenzar a escribir por el principio; esto es, comenzar a escribir el título, la portada, el índice, la introducción, la primera página, la segunda, etc., tratando de completar cada página con sus notas al pie, las referencias bibliográficas bien hechas, y cuidando todos y cada uno de los detalles y pormenores. Hay personas que con la excusa de que se trata de un borrador producen muy rápidamente un primer texto sin tener en cuenta ni la extensión total de que disponen ni la razonable proporción entre los diversos elementos del conjunto, y lo que es todavía peor van dejando al paso de su escritura millares de hilos sueltos —notas que redactar, referencias bibliográficas que comprobar, traducciones que cotejar, etc.— que van a hacer luego mucho más difícil el trabajo. De ordinario, nunca hay suficiente tiempo después —o ya no le quedan a uno fuerzas— para completar luego esos detalles. Por el contrario, es muchísimo mejor escribir despacio y producir desde el principio un texto "definitivo", esto es, definido en todos sus detalles —en mi jerga de autor lo suelo llamar "texto final"—, que se tenga de pie por sí mismo, aunque como todo lo humano deberá ser corregido y mejorado. Lo que uno escribe, ha de escribirlo bien en todos sus detalles sin dejar las minucias para después, pues al escribir no hay minucias. Se podrá dejar en ocasiones algunos detalles pendientes, utilizando para ello, por ejemplo los corchetes [...], pero en cada página podrá haber sólo dos o tres de esos flecos, no más. Otro peligro de esos borradores rápidos es su excesiva extensión o la desproporción entre sus partes. Si hemos de escribir una recensión de quinientas palabras, o un resumen de dos mil, o un artículo de siete mil, no podemos consentirnos el escribir si quiera una palabras más. Al contrario, en la planificación inicial de las secciones habría que asignar a cada parte un número proporcional de palabras, de acuerdo con el esquema de introducción, desarrollo del tema y final o conclusión; y luego al escribir habremos de atenernos estrictamente al tope máximo que nos hayamos impuesto.

2.2. Cuándo escribir

La escritura profesional de filosofía requiere de un horario de trabajo, como lo tienen los zapateros, los comerciantes y las empresas. Escribir bien requiere tiempo. Nuestra escritura es el destilado de muchas horas de trabajo, de reflexión. Como quien se dedica a la filosofía combina de ordinario la investigación que se traduce en escritura, con la docencia y las tareas administrativas de todo tipo, hace falta reservar unas horas, unos días a la semana a escribir con el necesario aislamiento lo que nos apetezca o lo que debamos escribir. Muchas personas han comprobado que la mejor manera de hacer compatibles esas tareas distintas es asignar un espacio físico realmente distinto a cada una de ellas. Si tenemos un despacho en el que atendemos de ordinario a las visitas o las diversas tareas encomendadas, hace falta irse a escribir a otro lugar, a una biblioteca o a la propia casa. Hay que proteger esas horas de trabajo que dedicamos a escribir como si fueran sagradas: lo son.

2.3. Dónde escribir

El lugar donde escribir: ese es físicamente el taller de la escritura. Cada uno tendrá sus preferencias o sus manías: su mesa favorita, amplia, sobre la que quepan bastantes papeles; su silla, a la altura adecuada para escribir cómodamente al ordenador; la iluminación, que no sea ni poca ni mucha. Lo más importante es que sea un lugar en el que no haya ocasión de distracciones. Para escribir, es indispensable estar solo, aunque nos encontremos en una biblioteca rodeados de centenares de personas trabajando. Ni siquiera podemos tener en nuestra mesa de trabajo más que los libros indispensables —cuatro, cinco, no más de diez— que son los que necesitamos para escribir aquella recensión, aquella parte del artículo o de la tesis que estamos preparando.

El lugar ideal para trabajar no existe. Es preciso adaptarse al entorno de trabajo que cada uno tenga a su alcance. Esto significa no cuestionarse aquellos elementos que escapan a nuestro control o que no pueden ser modificados sin un esfuerzo desproporcionado. En una Universidad, en un trabajo en equipo o en una comunidad de investigación de cualquier tipo, hay muchas cosas materiales que se escapan al capricho individual, pero que realmente sólo se tornan una dificultad si uno se enfada contra ellas: ocupan tiempo y erosionan nuestra energía. Por ejemplo, puede pasar con alguna frecuencia que uno esté trabajando a gusto y a solas en un lugar compartido y de pronto llegue otro que comienza a abrir ventanas, hacer ruidos, etc. Lo que compensa es adaptarse o marcharse de inmediato, pero no marearse con esa cuestión. Lo que uno no puede pretender es que todo funcione a su gusto; al contrario, esas interrupciones o esos ruidos que dificultan la atención pueden ser la ocasión de pasar a atender algún aspecto más mecánico de nuestra escritura y que requiera por tanto menos intensidad en la atención.

2.4. Cuánto escribir

Es de una extraordinaria utilidad controlar la velocidad de la propia escritura. Tengo para mí que en una jornada de cinco o seis horas de trabajo hay que producir unas ochocientas o mil palabras de "texto final", acabado, con notas y todo (puede quedar un fleco, pero no veinte flecos). Quien prefiera contar con folios, una medida aceptable es la de dos folios diarios, esto es doce folios a la semana, cuarenta y ocho al mes y cuatrocientos ochenta al año de diez meses de trabajo: una tesis a dedicación completa viene a ser eso lo que cuesta. Es un buen ritmo para quien se dedica profesionalmente a escribir.

(Para esta sección se han seguido las indicaciones que sugiere el prof. J. Nubiola en El taller de la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1999, 140-146).





Bibliografía recomendada:





Fecha del documento: 11 de marzo 2002
Última actualización: 17 de junio 2010

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