WILLIAM JAMES [1842-1910]

Paul Kurtz (1972)



Este texto corresponde a la sección sobre William James del capítulo dedicado a la "Edad de oro de la filosofía norteamericana" de la obra escrita por Paul Kurtz, Filosofía norteamericana en el siglo XX (México, Fondo de Cultura Económica, 1972, pp. 111-171). En este capítulo Kurtz comienza con una biografía intelectual de James y presenta después los textos del filósofo norteamericano que incluye y que él mismo ha traducido. Son los siguientes: "Conceptos filosóficos y resultados prácticos" que es la conferencia que pronunció James ante la Unión Filosófica de la Universidad de California el 26 de agosto de 1898 y que fue publicada después en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods (vol. I, 1904) como "The Pragmatic Method"; "Concepto del pragmatismo sobre la verdad" que es la sexta clase de un curso de ocho lecciones sobre pragmatismo que James impartió en el Lowell Institute de Boston entre noviembre y diciembre de 1906. Fue publicado en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods (vol. IV, n. 6, 1907, pp. 141-155); "La voluntad de creer" publicado originalmente en The New World en junio de 1896. Es el primer capítulo de una de las obras más conocidas de James, The Will to Believe (Nueva York, Longmans, Green, 1896); "¿Existe la conciencia?" que fue publicado en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods (vol. I, 1904, pp. 477-486, 490-491); "Empirismo radical" que forma parte de "A World of Pure Experience" publicado por primera vez en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods (vol. I, 1904, pp. 434-437); y "Un universo pluralista" que es el primer capítulo de una de las últimas obras que James escribió y de la que no hay traducción castellana, se trata de A Pluralistic Universe (Nueva York, Longmans, Green, 1909, pp. 321-328).



William James fue uno de los primeros norteamericanos invitados a la Universidad de Edimburgo, a principios del siglo XX, para dar las famosas "Gifford Lectures". Esto le hizo decir: "Para nosotros los norteamericanos, la experiencia de recibir instrucciones de... especialistas europeos es muy familiar... Nos parece lo más natural escuchar mientras los europeos hablan. La costumbre opuesta, de hablar mientras los europeos escuchan, es algo que aún no adquirimos; y esta aventura, en el primero que se lanza a ella, engendra un cierto sentido de necesidad de disculparse por haber tenido semejante osadía"1.

Pero los europeos ciertamente escucharon a James, que se convirtió en el primer filósofo norteamericano leído con seriedad en todo el mundo. Le Breton dijo de él: "Il a pu passer en Amérique pour le plus cosmopolite et en Europe pour le plus Américain des philosophes". (En Estados Unidos pudo considerársele el más cosmopolita y en Europa el más norteamericano de los filósofos).

James tuvo una gran facilidad de expresar sus ideas en forma literaria, y su influencia se difundía a medida que cundía su fama. Tuvo una profunda humanidad intelectual, y vio con tolerancia una amplia variedad de ideas. Para él la filosofía no era un hecho enclaustrado, sino algo para vivirse y ponerse por obra.

James, un liberal en sus sentimientos políticos y sociales, era un reformador de los servicios civiles, pacifista y antiimperialista, partidario de una especie de "equilibrio socialista". Llegado el momento, criticó la política del que había sido su discípulo, Teodoro Roosevelt. En su conocido folleto "The Moral Equivalent of War" (1910), razona diciendo que si la guerra hubiera de eliminarse por completo, habría que encontrar sustitutivos que obraran como válvulas de escape para las energías que brotan en forma de guerra. Sugirió que las naciones procuraran desarrollar las cualidades de devoción y deber, pero con fines pacíficos. Por eso, recomendó la conscripción para toda la población joven durante varios años, en una guerra contra la naturaleza y las injusticias de la vida.

Nacido en la ciudad de Nueva York en 1842, hijo de Henry James Sr., hombre de notables talentos filosóficos e intelectuales, William pudo tener antecedentes y educación de carácter cosmopolita. Su hermano Henry tuvo gran éxito como novelista. Pero William anduvo a la deriva en su carrera; pasó por un periodo de depresión psicológica, y hasta una época relativamente tardía de su vida no fue capaz de "encontrarse a sí mismo".

Asistió a la escuela en Nueva York; estudió bajo la guía de preceptores en Europa; se dio a la pintura, y pensó por un tiempo en llegar a ser artista. Entró en la Lawrence Scientific School y en la Harvard Medical School; participó en una experiencia científica con Luis Agassiz en Brasil, y finalmente se recibió de médico en Harvard en 1869, si bien nunca practicó la medicina.

El primer empleo académico de James fue como instructor de anatomía y fisiología en Harvard en 1873, pero de ahí pasó a enseñar psicología en 1875, y por fin, filosofía en 1879. Al hacer un juicio estimativo de su propia carrera, James declaró: "Originalmente estudié medicina para ser fisiólogo, pero me orienté hacia la psicología y la filosofía por una especie de fatalidad. Nunca había tenido instrucción filosófica; la primera lección de psicología que escuché en mi vida fue la primera clase que yo di".

Los intereses filosóficos de James eran ambiciosos. Las primeras sugerencias sobre sus ideas pragmáticas las recibió en las reuniones de la Sociedad Metafísica de Cambridge. El 26 de agosto de 1898, dictó una conferencia en la Universidad de California: "Concepciones filosóficas y resultados prácticos", en la que dio todo el crédito a Peirce. Su alocución no tuvo influencia hasta 1904, cuando fue reeditada, después de una revisión, en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, con el título de "El método pragmático". En la conferencia original, que reproducimos en seguida, William James, juzga las diferencias entre el materialismo y el deísmo por sus efectos prácticos sobre nuestra vida, y ataca el intelectualismo abstracto.

Sus ideas sobre el pragmatismo lograron una formulación más clara en su artículo "Concepto de verdad en el pragmatismo", publicado en 1907 en The Journal of Philosophy, y más tarde, ese mismo año, después de una revisión superficial, en su libro Pragmatismo: Un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar. Damos más adelante la versión original de este trabajo.

James modificó la rígida definición de Peirce sobre el "pragmatismo" (un criterio de significación que utilizaba normas científicas y de laboratorio) y la extendió a una teoría de la verdad que daba cabida a consecuencias particulares individuales y subjetivas como prueba de una idea, dejando así lugar para conceptos religiosos y morales. Fue aquí donde se afirmaron las nociones relativas al "valor efectivo", a la "utilidad" y la "conveniencia" de las ideas.

El ensayo de James "La voluntad de creer", escrito en 1896, probablemente su obra más popular (la reproducimos más adelante), dejó establecida la noción del autor de que las creencias se justifican por sus consecuencias más importantes. Aunque James aceptó los criterios científicos de Peirce para las creencias o convicciones, y se consideró a sí mismo como "de mente obtusa", sostuvo como regla general que en campos tales como la religión, en los que no se dispone de pruebas científicas en ninguna forma y donde la opción de creer es "obligada", "trascendental" y "viva", tenemos la "voluntad" o el "derecho" (como lo llamó después) de creer, si nuestra convicción se justifica por sus efectos sobre nuestra vida.

James dio ulterior desarrollo a su enfoque pragmático y liberal de la religión en sus "Gifford Lectures" (Las variedades de la experiencia religiosa, 1902), un análisis de la psicología de la experiencia religiosa.

Su teoría ética lo revela como un voluntarista, que acentúa el carácter práctico de los ideales morales. En sus ensayos "El dilema del determinismo" (1884) y "¿Merece vivirse la vida?" (1895) defiende la necesidad práctica del libre albedrío y la base activista de la elección moral. El valor está relacionado en última instancia con las exigencias y los intereses del individuo; y la armonía social ha de lograrse mediante la reconciliación de los intereses individuales.

La influencia de James en la psicología fue considerable, y es común atribuirle el mérito de haber establecido el primer laboratorio de psicología en Estados Unidos. Su gran obra Principios de psicología (1890), a cuya elaboración dedicó catorce años, se considera todavía como clásica. Bajo el influjo de Darwin, James expuso una psicología biológica y funcional. Su punto de vista de que la consciencia era una "función" y no un "ente" o un "material", contribuyó al desarrollo del behaviorismo. Algunas de estas ideas están contenidas en la primera parte de sus artículos "¿Existe la 'consciencia'?" (1904), que reproducimos adelante.

James se pronunció por lo que él llamó "empirismo radical". La descripción que él mismo da del empirismo radical, tomada del prefacio a su obra El significado de la verdad, es como sigue:

El empirismo radical... consiste primero en un postulado, después en una aseveración del hecho y, finalmente en una conclusión general... El postulado es que las únicas cosas susceptibles de discusión entre los filósofos sean cosas definibles en términos obtenidos de la experiencia... La aseveración del hecho es que las relaciones entre las cosas, tanto conjuntivas como disyuntivas, son materia de experiencia particular directa, ni más ni menos, que las cosas mismas... La conclusión general es que, por lo tanto, las partes de la experiencia se mantienen unidas una a otra por relaciones que son a su vez partes de experiencia. En una palabra, el universo aprehendido directamente no necesita sostén transempírico que lo una, sino que posee por propio derecho una estructura concatenada o continua (pp. xii-xiii).

Algunos trozos de la segunda parte de "¿Existe la 'consciencia'?" y del artículo "Un mundo de experiencia pura" (1904) están reproducidos más adelante. Estos dos trabajos contienen sus principales ideas sobre el empirismo radical, y se publicaron más tarde en sus libros The Meaning of Truth (1909; trad. en 1957) y Essays in Radical Empiricism (1912).

En esos escritos, James estudia la relación del conocimiento con su objeto, la función de los conceptos y de los objetos percibidos, el problema de las relaciones, el sentido en que puede decirse que dos mentes poseen el mismo objeto, la misma percepción; la relación entre el alma y el cuerpo, la actividad y eficacia causal, y la naturaleza de la verdad. Es aquí donde James sostiene que las relaciones se dan como individuos reales, no meramente desarticulados.

James lanza también la idea de la "experiencia pura o neutral". La realidad no está hecha de un material, sino de experiencia neutral, de la cual pueden elaborarse diferentes relaciones, De aquí que no hay un "pensamiento-materia", sino que el mismo e idéntico objeto de "experiencia pura" ocupe el lugar de "hecho de consciencia" o "hecho físico", según se tome en un contexto u otro.

James indica que el pragmatismo y el empirismo radical son lógicamente diversos; que la aceptación de una de estas teorías no significa automáticamente la obligación de aceptar la otra.

Otro rasgo propio de la filosofía de James es el pluralismo. Enseñando en Harvard al mismo tiempo que Royce, y aun aprendiendo mucho de él, se opuso, sin embargo, a lo que consideró el "universo-bloque" absoluto y monístico de su colega; y se inclinó, en cambio, a la concepción del universo pluralista, diverso, móvil y libre. En su obra A Pluralistic Universe (1909), de la que reproducimos una parte más adelante, enseña que "La realidad... conjunto de sujetos". Es decir, hay muchas clases diferentes de cosas que existen, no una sola. Además, el universo puede ser indeterminado, no fijo, determinado y cerrado.

Aunque la teoría pragmática de James sobre la verdad, que fue entre todas sus teorías filosóficas la que más atrajo la atención durante la vida del autor, hoy se rechaza en forma bastante general y se considera prácticamente insostenible, sin embargo, sus obras están llenas de ideas originales y sugestivas. Indudablemente James merece ser considerado como uno de los filósofos más sobresalientes de los últimos cien años.


CONCEPTOS FILOSÓFICOS Y RESULTADOS PRÁCTICOS2

Voy a tratar de definir ante ustedes sencillamente lo que parece la dirección más probable para empezar la búsqueda de la verdad. Me dio esta dirección hace años un filósofo norteamericano que vive en el Este, y cuyas obras publicadas, siendo pocas y repartidas en revistas, no representan en forma adecuada todos sus talentos. Me refiero al Sr. Charles S. Peirce, de cuya existencia misma como filósofo me atrevo a decir que muchos de ustedes no tienen ni idea. Es uno de los más originales pensadores contemporáneos. El principio del practicismo (o pragmatismo como él lo llamó, cuando le oí enunciarlo por primera vez en Cambridge, a principios de la década de 1870) es la clave o brújula cuyo seguimiento me confirma más y más en la convicción de llevar nuestros pasos por la senda adecuada.

El principio de Peirce, como podríamos llamarlo, puede expresarse en diversas formas, todas ellas muy simples. En el Popular Science Monthly de enero de 1878, él lo introduce de la siguiente manera: El alma y el significado del pensamiento nunca puede lograrse que se dirija a otra cosa que a engendrar convicción; ésta es la semidecadencia que cierra una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual. El pensamiento en actividad tiene, pues, como único motivo posible, llegar al pensamiento en reposo. Pero cuando nuestro pensamiento sobre un objeto ha encontrado su reposo en la convicción, entonces nuestra acción al respecto puede comenzar con firmeza y seguridad. En una palabra, las convicciones son realmente reglas para la acción; y toda la función del pensamiento no es más que un paso en la producción de hábitos de acción. Si hubiera alguna parte del pensamiento que no tuviera importancia para las consecuencias prácticas del mismo, esa parte no sería elemento propio de la significación del pensamiento.

Así pues, el mismo pensamiento puede cubrirse con distinta indumentaria verbal, pero si las distintas palabras no sugieren diferente comportamiento, serán meras añadiduras externas, que no tienen parte en el significado del pensamiento, mientras que, si determinan la conducta en forma diferente, serán elementos esenciales del significado. "Favor de abrir la puerta" y "Veuillez ouvrir la porte", en francés, significan exactamente lo mismo. En cambio, "Tú, tal por cual, abre la puerta", aunque sea la misma lengua, significa algo muy distinto. Así, para descubrir el significado de un pensamiento, necesitamos únicamente determinar la conducta que está orientado a producir: esa conducta es para nosotros su significado único.

El hecho tangible que está en la raíz de todas nuestras distinciones de pensamiento, aun cuando sea muy sutil, es que no hay uno solo de ellos tan delicado como para consistir en algo que no sea una posible diferencia de práctica.

Para lograr perfecta claridad en nuestros pensamientos sobre un objeto, necesitamos, pues, considerar únicamente qué efectos de índole práctica concebible puede implicar dicho objeto: qué sensaciones debemos esperar de él, y qué reacciones debemos preparar. Nuestra concepción de estos efectos será entonces para nosotros nuestra concepción total del objeto, en la medida en que dicha concepción tenga algún significado positivo.

Éste es el principio de Peirce, el principio del pragmatismo. Yo por mi parte pienso que debe expresarse en forma más amplia de la empleada por el Sr. Peirce. Ciertamente la última prueba para nosotros de lo que una verdad significa es la conducta que dicta o inspira. Pero inspira esa conducta porque primero indica anticipadamente una determinada orientación hacia nuestra experiencia, que reclamará de nosotros precisamente esa conducta.

Para los fines que nos proponemos esta tarde, preferiría expresar el principio de Peirce diciendo que el significado efectivo de toda proposición filosófica siempre puede hacerse descender a cualquier consecuencia particular, en nuestra futura experiencia práctica, sea activa o pasiva, ya que la importancia del problema radica en el hecho de que la experiencia ha de ser particular, no en el hecho de que sea activa.

Para penetrar en la importancia de este principio, necesitamos acostumbrarnos a aplicarlo a casos concretos. Este empleo, en la medida en que me siento capaz de hacerlo, me convence de que prestarle atención en las discusiones filosóficas tiende a suavizar en forma maravillosa los equívocos y a poner paz. Aun cuando no hiciera otra cosa, eso bastaría para que proporcionara una regla soberanamente valiosa como método de discusión.

Por eso, me propongo consagrar el resto de esta hora preciosa, en compañía de ustedes, a elucidar este principio, porque pienso sinceramente que una vez que lo hayan captado cerrará el paso a cualquier orientación falsa, y les dirigirá rectamente por el camino de la búsqueda.

Una de sus primeras consecuencias es ésta. Supongamos que hay dos definiciones filosóficas, o proposiciones, o máximas o como quiera llamárselas, diferentes, que parecen contradecirse y que son objeto de discusión entre los hombres. Si, suponiendo la verdad de una, uno no puede prever ninguna consecuencia práctica concebible para nadie en ningún momento o lugar, que sea diferente de lo que puede preverse si uno supone la verdad de la otra, en tal caso la diferencia entre las dos proposiciones no es verdadera diferencia: es sólo una distinción especiosa y verbal que no merece la pena discutirse más. Ambas fórmulas significan radicalmente la misma cosa, aunque puedan expresarla con palabras sumamente diversas. Es asombroso ver cuántas discusiones filosóficas se convierten en una insignificancia sin valor en el momento en que uno las somete a esta sencilla prueba. No puede haber diferencia que no tenga importancia; no hay diferencia en la verdad abstracta que no se manifieste en la diferencia de un hecho concreto, y de la consiguiente conducta que ésta reclama de parte de alguien, en alguna forma, en algún sitio y en algún momento. Es cierto que con frecuencia parece acaecer un cierto encogimiento de valores en nuestras fórmulas generales, cuando medimos su significado en esta forma prosaica y práctica: se reducen. Pero la amplitud que es pura vaguedad es una falsa apariencia de importancia y no una amplitud digna de retenerse. He oído decir a un culto amigo mío que las x, y y z siempre se doblegan cuando, al final de una cálculo algebraico, se convierten en simples y llanas a, b y c; pero, después de todo, la función del álgebra es darles precisamente esta forma más definida. Así también, toda la función de la filosofía debería ser averiguar la importancia precisa que tiene para ustedes y para mí, en momentos determinados de nuestra vida, el que esta o aquella fórmula sobre el mundo sea verdadera.

Quizá si partimos de un caso imposible veremos con mucha mayor claridad la utilidad y el alcance de nuestro principio. Coloquémonos, pues, con la imaginación, en una posición desde la que no puedan hacerse predicciones sobre consecuencias ni dictámenes sobre conducta, de modo que el principio del pragmatismo no encuentre campo de aplicación. Quiero decir que supongamos que el momento presente es definitivamente el último momento del mundo, y que después de él no se encuentra prácticamente ente alguno ni en relación con la experiencia ni con la conducta.

Digo, pues, que en esta situación no tendrían sentido alguno muchos de nuestros más apremiantes y acalorados debates filosóficos y religiosos. Por ejemplo, el dilema: "¿Es la materia la que produce todas las cosas, o hay un Dios de por medio?", sería perfectamente ocioso e insignificante si el mundo tocara a su fin y no hubiera que esperar nada más.

Pienso que muchos de nosotros, la mayoría, sentiríamos un frío glacial y un ambiente de muerte si tuviéramos que creer que en el mundo no hay un espíritu que lo informa o un propósito en su existencia, sino que vino al ser accidentalmente. Los particulares de hecho realmente experimentados podrían ser los mismos en una y otra hipótesis: unos tristes, otros gozosos, unos racionales, otros insólitos y grotescos; pero sin un Dios detrás de ellos pensamos que tendrían algo de horrible, de falta de autenticidad, no habría especulación en esos ojos, que produjera en ellos brillo alguno. En cambio, con un Dios de por medio, se erguirían sólidos, acogedores y plenamente henchidos de significado real.

Digo, pues, que ese alternarse de los diversos sentimientos, muy razonables en una consciencia que mira hacia el futuro, como la nuestra en este momento, y cuyo mundo está parcialmente por venir, sería absolutamente necio e irracional en una consciencia puramente retrospectiva, que estuviera resumiendo un mundo ya pasado. Para semejante consciencia no podría haber ningún interés emotivo vinculado a la disyuntiva. El problema sería puramente intelectual. Y si fuera científicamente plausible para la materia sola, sin otro concurso, dar razón de todos los hechos efectivos, en tal caso no debería nublar la mente la más mínima sombra de nostalgia de Dios quien por esa misma razón, demostraría innecesario y desaparecería de nuestra creencia.

Les propongo que consideren sinceramente el caso, y digan cuál sería el valor de semejante Dios, ahí presente, con su obra terminada y su mundo desmoronándose. No tendría mayor valor que el de ese mismo mundo. Su poder creador llegaría hasta ese resultado total, con su mezcla de mérito y deficiencias, pero no más adelante. Y puesto que no habría futuro en perspectiva; puesto que todo el valor y significado del mundo se habría cumplido ya y actualizado en las experiencias que pasaron con él en el transcurso de su existencia y que estarían pasando con él al llegar su fin puesto que no implicaría ningún significado suplementario (como el que nuestro mundo real implica) en virtud de su función de preparar algo venidero; por eso, de él tomaríamos, por decir así, la medida de Dios. Él sería el Ser que pudo de una vez por todas hacer eso, y por eso que hizo le estaríamos agradecidos, pero eso sería todo.

Ahora bien, la hipótesis contraria, a saber, que las porciones de materia siguiendo sus "leyes", hubieran podido producir ese mundo y nada menos, ¿no debería despertar en nosotros exactamente el mismo agradecimiento hacia ellas? ¿Por qué razón, pues, habríamos de sufrir alguna pérdida descartando a Dios como una hipótesis y dando todo el crédito a la pura materia? ¿Dónde entrarían ese especial ambiente de muerte, "lo basto" y lo horrible? Y puesto que la experiencia sería lo que fuera una vez por todas, ¿cómo podría la presencia de Dios en el mundo hacerlo en alguna forma más "vivo" o más rico a nuestros ojos?

Confieso ingenuamente que es imposible dar una respuesta a esta pregunta. El mundo de nuestra experiencia real se supone el mismo en sus detalles en ambas hipótesis, "el mismo objeto de nuestra alabanza o vituperio" como dice Browning. Helo aquí de manera irrevocable: un don que no puede retractarse. Dar a su causa el nombre de materia no quita uno solo de los objetos que ha producido, así como darle el nombre de Dios tampoco los aumenta. Serán o el Dios o los átomos, según el caso, pero siempre de ese mismo mundo y no de otro. Ese Dios, si lo hay, ha estado haciendo exactamente lo que los átomos pueden hacer: revelándose, por decirlo así, en forma de átomos, y conquistándose el mismo agradecimiento debido a éstos; no más. Si su presencia no da como resultado algo diferente, o una ejecución diversa, es evidente que no trae consigo ningún aumento de dignidad. Tampoco se derivaría ninguna indignidad de su ausencia, en caso de que los átomos permanecieran como los únicos actores del drama. Una vez que la obra teatral ha terminado y se ha bajado el telón, uno no puede mejorarla en lo más mínimo por el hecho de atribuirle como autor a un genio ilustre; y tampoco puede empeorarla por considerar a su autor un tinterillo cualquiera.

Así pues, si de nuestra hipótesis no se deduce ningún dato concreto futuro en el campo de la experiencia o de la conducta, la discusión entre el materialismo y el deísmo es bastante ociosa e intrascendente. La materia y Dios, en esa situación, significan exactamente lo mismo: a saber, el poder, ni más ni menos, que pudo hacer exactamente ese mundo, complejo, imperfecto, y sin embargo, completo; y el hombre sabio será el que, en esas circunstancias, vuelva la espalda a semejante discusión carente de sentido.

La mayoría de los hombres por instinto, y una gran parte con toda deliberación (los llamados positivistas o científicos), efectivamente dan la espalda a disputas filosóficas en las que no se puede ver algo que seguir en la línea de consecuencias futuras definidas. El carácter verbal y vacío de nuestros estudios es, con toda seguridad, un reproche al que ustedes, miembros de la Unión Filosófica, están tristemente acostumbrados. Un estudiante escapado de Berkeley me dijo el otro día en Harvard (él nunca había estado en la facultad de filosofía): "Palabras, palabras, palabras: es lo único que les interesa a ustedes los filósofos". Nosotros consideramos injusto este juicio; sin embargo, si el principio del pragmatismo es verdadero, resulta un reproche perfectamente bien fundado, a menos que pueda demostrarse mediante la investigación que las alternativas metafísicas tienen resultados prácticos, aunque sean muy tenues y distantes. El hombre común y el científico no pueden descubrir esos resultados. Y si tampoco el metafísico puede discernir ninguno de ellos, el hombre común y el científico tienen todos los derechos en contra de él. Su ciencia no es entonces más que pomposa frivolidad. Otorgar una cátedra a un ser así sería un verdadero absurdo.

En realidad, en todo debate auténticamente metafísico hay siempre algún tema práctico de por medio, aunque sea remoto. Para comprobarlo, vuelvan ahora conmigo al problema del materialismo o el deísmo, y colóquense esta vez en el mundo real en que vivimos, un mundo con futuro, incompleto aún en el momento en que hablamos. En este mundo inconcluso, el dilema "¿materialismo o deísmo?" es práctico en sumo grado, y vale la pena que dediquemos unos minutos de nuestra hora a ver hasta dónde realmente es éste el caso...

El deísmo y el materialismo, tan indiferentes cuando los consideramos retrospectivamente, al mirarlos en dirección futura se orientan hacia consecuencias prácticas totalmente diversas, a perspectivas de la experiencia completamente opuestas.

Según la teoría de la evolución mecánica, las leyes de redistribución de la materia y del movimiento, aunque sean ciertamente acreedoras a nuestra gratitud por todas las buenas horas que nuestros organismos nos han proporcionado y por todos los ideales que nuestras mentes están hoy creando, sin embargo, ofrecen la fatal certeza de deshacer todo su trabajo y de disolver nuevamente todo lo que habían llevado a cabo. Todos ustedes conocen el cuadro previsible del último estado del universo muerto, tal como la ciencia de la evolución lo presenta. No puede describirse mejor que usando las palabras del Sr. Balfour: "Las energías de nuestro sistema entrarán en decadencia, la gloria del Sol se nublará, y la Tierra, inerte y sin curso, no tolerará más la raza que por un momento turbó su soledad. Los hombres descenderán a la fosa, y todos sus pensamientos se desvanecerán. La inquieta conciencia que en este ángulo oscuro ha roto por breve tiempo el silencio apacible del universo, entrará en reposo. La materia ya no se conocerá a sí misma. Los 'monumentos imperecederos' y las 'obras inmortales', la muerte misma y el amor más fuerte que la muerte serán como si no hubieran existido. Ni nada de lo que es, será mejor o peor, por mucho que haya sido el trabajo, el genio, la devoción o el sufrimiento con que el hombre se haya esforzado por efectuarlo a través de edades sin número"3.

He aquí el aguijón: que en los amplios ventisqueros del espacio cósmico, aunque aparezcan muchas playas enjoyadas y floten a la deriva muchos bancos de nubes encantadas, que prolongan su existencia antes de sufrir la disolución, exactamente como nuestro mundo ahora subsiste para nuestra alegría; sin embargo, cuando todos estos seres se hayan marchado, no quedará nada, absolutamente nada que represente esas cualidades particulares, esos elementos de hermosura cuyo santuario ellos constituían. Han muerto y desaparecido, desaparecido completamente de la esfera misma y del ámbito del ser. Sin encontrar eco, sin dejar memoria, sin influir sobre algo que pueda venir tras ellos, para hacerle concebir ideales semejantes. Este absoluto naufragio, esta tragedia postrera es parte esencial del materialismo científico, tal como lo entendemos en la actualidad. Son las fuerzas inferiores, no las superiores, las fuerzas eternas, o últimas supervivientes que podemos ver definitivamente dentro del único ciclo de la evolución. El Sr. Spencer tiene tan firme creencia en esto como cualquier otro. ¿Por qué, pues, tendría que discutir con nosotros, como si pusiéramos necias objeciones estéticas a las "grosería" de la tesis "materia y movimiento", que son los principios de su filosofía, cuando lo que realmente nos deprime en ella es lo desolador de sus ulteriores resultados prácticos?

No. La verdadera objeción al materialismo no es positiva, sino negativa. Sería una bufonada quejarnos de él en nuestro tiempo por lo que es, por su "grosería". La grosería es lo que la grosería hace: hoy sabemos eso a ciencia cierta. En realidad, nos quejamos de él por lo que no es: no es una garantía permanente para nuestros intereses más ideales, no satisface nuestras esperanzas más lejanas.

En cambio, la noción de Dios, aun cuando pueda ser inferior en claridad a esas nociones matemáticas, tan comunes en la filosofía mecanicista, tiene por lo menos esta superioridad práctica sobre ellas: garantiza un orden ideal que debe conservarse en forma permanente. Un mundo con Dios en él, para decir la última palabra al respecto, puede por cierto arder o congelarse, pero en tal caso, nosotros pensamos en Dios como alguien a quien aún interesan los antiguos ideales, y que con seguridad los convertirá en fruición en otro lugar. En estas condiciones, donde Él está, la tragedia es sólo provisional y parcial, y el naufragio y la disolución no son el fin absoluto.

Esta necesidad de un orden moral eterno es una de las más profundas de nuestro corazón, y poetas como Dante y Wordsworth, que vivieron con la convicción de ese orden, deben a ese hecho la tónica extraordinaria y el poder consolador de su poesía.

Es pues aquí, en estos diversos atractivos emocionales y prácticos, en estas adaptaciones de nuestras concretas actitudes de esperanza y expectación, con todas las consecuencias delicadas que sus diferencias entrañan, donde reside el verdadero significado del materialismo y del deísmo; no en las abstracciones escrupulosas sobre la esencia íntima de la materia o sobre los atributos metafísicos de Dios.

El materialismo significa simplemente la negación de que el orden moral sea eterno, y la supresión radical de las supremas esperanzas; el deísmo significa la afirmación de un orden moral eterno y la vía libre a la esperanza. Indudablemente, éste es un motivo genuino suficiente para cualquiera que sea capaz de percibirlo; y mientras los hombres sean hombres, será materia de seria discusión filosófica. Lo cierto con respecto a esta cuestión es que los positivistas y los que ridiculizan la metafísica están en el error.

Pero es posible que algunos de ustedes quieran todavía salir en su defensa. Aun admitiendo que el deísmo y el materialismo ofrezcan profecías diversas sobre el futuro del mundo, ustedes mismos podrían hacer moda de la divergencia como algo tan infinitamente remoto que no signifique nada para una mente en sus cabales. La esencia de una mente sana, podrían decir, es adoptar puntos de vista más accesibles, y no interesarse por quimeras tales como el fin último del mundo. Bien; lo único que yo puedo responder a esta objeción suya es que están juzgando injustamente a la naturaleza humana. La nostalgia religiosa no se elimina con sólo enarbolar la palabra "demencia". Las cosas absolutas, las cosas últimas, las que rebasan los límites, son las que constituyen los verdaderos intereses filosóficos. Todas las mentes superiores las contemplan con seriedad; las mentes más miopes son sencillamente las de los hombres más superficiales.

Sin embargo, con gusto soslayo estos enfoques tan distantes sobre las realidades últimas, si algunos de ustedes insisten en ello. A pesar de eso, la controversia deísta puede servir para ilustrar el principio del pragmatismo con bastante claridad, sin alejarnos tanto de nuestro campo propio. De haber un Dios, no es probable que se limite sólo a tener importancia para el fin último del mundo: con toda seguridad, es importante a todo lo largo de su existencia. Ahora bien, el principio del practicismo dice que el significado mismo del concepto de Dios radica en las diferencias que deben crearse en nuestra experiencia si el concepto es verdadero. Nuestro principio declara que el famoso inventario de perfecciones divinas elaborado por la teología dogmática, o bien no significa nada, o incluye ciertas cosas definidas que podemos percibir y hacer en momentos precisos de nuestra vida, cosas que no podríamos percibir y no deberíamos hacer si no hubiera un Dios presente y los asuntos del universo fueran ventilados por átomos materiales en su lugar. En la medida en que nuestras concepciones acerca de la Deidad no incluyen esas experiencias, pierden su significado y son puramente verbales: entre escolásticos y abstracciones, como dicen los positivistas, objetos propicios para su escarnio. Pero en la medida en que incluyan esas experiencias definidas, Dios significa algo para nosotros y puede ser real.

Si volvemos ahora la mirada a las definiciones que da de Dios la teología dogmática, vemos inmediatamente que algunas permanecen en pie y otras sucumben cuando se las somete a esta prueba. Por ejemplo, cualquier libro ortodoxo nos diría que Dios es un ser que existe no sólo per se, es decir, por sí mismo, como existen los seres creados, sino, además, a se, es decir, dependiendo sólo de sí mismo, y de esta "aseidad" se derivan la mayoría de sus perfecciones. Por ejemplo, es necesario, absoluto, infinito por todos conceptos, y único. Es simple, no compuesto de esencia y existencia, de sustancia y accidentes, de acto y potencia, o de sujeto y atributos, como las demás cosas. No pertenece a género alguno; es inmutable interna y externamente. Sabe y quiere todo lo que es, y ante todo, su propio ser infinito, en un acto eterno e indivisible. Es absolutamente autosuficiente e infinitamente feliz. Ahora bien, ¿en quién de nosotros, norteamericanos prácticos aquí reunidos, despierta este conglomerado de atributos algún sentido de realidad? Si en ninguno de nosotros, ¿por qué? Seguramente porque semejantes atributos no suscitan sentimientos de respuesta activa, y no reclaman ninguna conducta especial de parte nuestra. ¿Qué acogida les merece a ustedes la "aseidad" de Dios? ¿Qué cosa específica puedo yo hacer para adaptarme a su "simplicidad"? ¿En qué forma determina mi conducta futura el saber que su "felicidad", como quiera que la considere, es absolutamente completa?

Durante las décadas de 1850 y 1860, el capitán Mayne Reid era el gran escritor de libros para la juventud sobre aventuras al aire libre. Era el panegirista perenne de los cazadores y observadores campestres de los hábitos y costumbres de animales vivos, y atizaba sin cesar el fuego de la invectivas en contra de los "naturalistas de gabinete", como él llamaba a los coleccionistas y clasificadores, y a los manipuladores de esqueletos y pieles. Cuando yo era muchacho, solía pensar que los naturalistas de gabinete debía de ser el tipo más vil entre todos los granujas que contemplan la luz del sol. Lo cierto es que los teólogos sistematizadores son los naturalistas de gabinete de la Deidad, aun en el sentido del capitán Mayne Reid. Sus deducciones ortodoxas de los atributos de Dios no son más que un fardo y un ensamble de pedantes adjetivos de diccionario, ajenos a la moral y a las necesidades del hombre; son algo que puede extraerse de la pura palabra "Dios", lo mismo que por obra de una máquina lógica de madera y bronce que por obra de un hombre de carne y hueso.

Los atributos a los que me he referido no tienen nada absolutamente que ver con la religión, porque ésta es una asunto vital práctico. Hay que reconocer que otras partes de la descripción tradicional de Dios sí tienen una relación práctica con la vida, y a este hecho deben toda su importancia histórica. Tal es el caso, por ejemplo, de su omnisciencia y de su justicia. Con la primera nos contempla en plena oscuridad; con la segunda premia y castiga lo que ha contemplado. Del mismo modo, su ubicuidad y eternidad, junto con su inmutabilidad, estimulan nuestra confianza, y su bondad disipa nuestros temores. Aun atributos que dicen menos a mi auditorio actual, en otra época tuvieron también semejantes efectos.

Uno de los atributos principales de Dios, según la teología ortodoxa, es el amor infinito de sí mismo, que se prueba con la formulación de esta pregunta: "¿Qué otra cosa sino un objeto infinito puede saciar una capacidad infinita de amar?". Una consecuencia inmediata de este amor primario de Dios hacia sí mismo es el dogma ortodoxo de que el propósito primordial de Dios en la creación es la manifestación de su propia gloria. Este dogma ciertamente se ha vinculado prácticamente en forma muy eficiente con la vida. Es cierto que tenemos la tendencia a elaborar sobre este antiguo concepto monárquico de una Deidad con su "corte" y su pompa: "su dominio es de realeza; hay miles prontos a obedecer su mandato", etc. Pero no puede negarse el enorme influjo que el dogma ha tenido sobre la historia eclesiástica y, por repercusión, sobre la de los países europeos.

Sin embargo, aun estos atributos más reales y significativos llevan el estigma de la serpiente en la medida en que los libros de teología los han fraguado. Se tiene la sensación de que, en manos de teólogos, no son más que un cúmulo de adjetivos de diccionario, deducidos mecánicamente. La lógica se ha instalado en el lugar de la contemplación, y el profesionalismo es el de la vida. En vez de pan se nos da una piedra, y en vez de pescado, una serpiente.

Si semejante acumulación en términos generales abstractos nos hubiera dado realmente la quintaesencia del conocimiento sobre la Deidad, las escuelas de teología hubieran continuado floreciendo, por la religión, la religión vital, habría emprendido el vuelo fuera de este mundo.

Lo que mantiene la religión en marcha es algo más que las definiciones abstractas y los sistemas de adjetivos lógicamente concatenados; algo diferente de las facultades de teología y de sus profesores. Todas estas cosas son efectos posteriores, agregados secundarios a un volumen de experiencias religiosas concretas, que a su vez se relacionan con la percepción y la conducta que las renuevan in saecula saeculorum en la vida de humildes hombres ignorados.

Si ustedes me preguntan cuáles son esas experiencias, respondo que son conversaciones con lo invisible, voces y revelaciones, respuestas a la oración, conversiones del corazón, liberación de temores, afluencias de ayuda y certeza de sostén, cuando ciertas personas adoptan la actitud interna adecuada. Esa energía va y viene, y se pierde, y es posible hallarla solamente en cierta dirección bien definida, como si se tratara de algo material concreto.

Estas experiencias directas de una vida espiritual más profunda, con la que se enlaza nuestra consciencia superficial, y con la que mantiene un intenso intercambio, forman la sustancia principal de la experiencia religiosa directa, sobre la que descansa toda religión discutida, y que proporciona esa noción de un Dios siempre presente, a partir del cual la teología sistemática procede a levantar su propio capital en su forma pedante e irreal. La palabra "Dios" significa precisamente esas experiencias pasivas y activas de la vida de ustedes.

Ahora bien, amigos míos, es de poca trascendencia para los fines que me he propuesto el hecho de que ustedes personalmente gocen y respeten estas experiencias, o que se mantengan ajenos a ellas, y viéndolas en los demás, sospechen de ellas como vanas e ilusorias. Ciertamente, al igual que las demás experiencias humanas, éstas se hallan expuestas al común riesgo de ilusión y engaño. No necesitan ser infalibles. En cambio, son ciertamente los originales de la idea de Dios, y la teología es su traducción. Y recuerden que estoy valiéndome de la idea de Dios como un ejemplo únicamente, no para discutir su verdad o falsedad, sino sólo para demostrar lo bien que opera el principio del pragmatismo. Que exista o no el Dios de la teología sistemática es algo que tiene poca importancia práctica. A lo sumo significa que ustedes pueden seguir pronunciando ciertas palabras abstractas y que deben abstenerse de usar otras. Pero si el Dios de estas experiencias particulares fuera falso, sería algo terrible para ustedes, si son del número de aquellos cuyas vidas están cimentadas sobre tales experiencias.

La controversia deísta, muy trivial si la enfocamos desde un punto de vista puramente académico y teológico, es de una significación tremenda si la ponemos a prueba por sus resultados sobre la vida real.

El mejor modo de seguir recomendándoles el principio del practicismo es manteniéndome en las inmediaciones de esta idea teológica. Hace pocos minutos les recordaba que la vieja noción monárquica de la Deidad, como una especie de Luis XIV de los Cielos, está perdiendo en nuestros días mucho de su antiguo prestigio. La filosofía religiosa, como toda filosofía, se vuelve más y más idealista. En la filosofía de lo Absoluto, nombre dado a esa forma postkantiana de idealismo que lleva conquistada tantas de nuestras mentes más preclaras, tenemos el triunfo de lo que en épocas pasadas se eliminó sumariamente como herejía panteísta; hablo del concepto de Dios no como el creador extraño, sino como el espíritu que habita dentro del mundo y es sustancia del mismo. No sé dónde pueda nadie encontrar una afirmación más espontánea, más clara, o en general más persuasiva de esta teología del idealismo absoluto que en las alocuciones que dirigió a esta misma Unión hace tres años su propio gran filósofo californiano (de quien, para orgullo mío soy colega en Harvard), Josiah Royce. Su contribución a la obra que de ahí resultó, The Conception of God, constituye una verdadera obra maestra de divulgación. Pero ustedes, o al menos muchos de ustedes, recordarán que en la discusión que siguió a la primera conferencia del profesor Royce, el tema versó preferentemente sobre las ideas de unidad y pluralidad y sobre el problema de cómo puede quedar lugar para una moralidad o libertad real si Dios es Uno en Todo y Todo en Todos. "Uno con la unidad de un único instante —como dice Royce— formando en su total integridad un momento luminosamente transparente".

El profesor Howison urgió con particular empeño el hecho de que moralidad y libertad son relaciones entre una multitud de seres personales y en el sistema propuesto por Royce de pensamiento monístico absoluto, "ni hay ni puede introducirse verdadera multitud de seres personales". No quiero entrar en ninguno de los detalles de esa discusión en particular; me limito a pedirles que consideren por un momento si, en general, en cualquier discusión sobre monismo y pluralismo, cualquier argumento relativo a la unidad del universo, al tratar de plantearse directamente, no cobraría por necesidad forma aplicándole nuestro principio de los resultados prácticos.

La cuestión de si el mundo en el fondo es Uno o Múltiple, es típicamente metafísica. ¡Y con qué vehemencia ha sido tratada! En su forma más cruda, es un ejemplo exquisito de la dura cerviz en el campo de la metafísica. "Digo que es una gran hecho", exclaman Parménides y Spinoza; "Digo que es una multitud de hechos pequeños", replican los atomistas y asociacionistas; "Digo que es ambas cosas: uno y muchos; muchos en uno"; arguyen los hegelianos; y en las discusiones populares ordinarias, rara vez se logra pasar de esta repetición estéril, por parte de los contendientes, de sus meticulosos adjetivos numerales.

Pero, pregunto: "¿no es claro, en primer lugar, que cuando usamos un adjetivo como 'Uno' en forma absoluta y abstracta, su significado es tan vago y vacío que en realidad no importa mucho si lo afirmamos o lo negamos?". Evidentemente nuestro universo no es el puro número Uno; sin embargo, ustedes pueden asignarle el número "uno", si así lo desean, al hablar de él, como distinto de otros mundos posibles designados como "dos" y "tres" para el caso concreto. Pero lo primero que ustedes deben preguntarse es qué cosa precisa quiere significar prácticamente con su "Uno" al llamar Uno al universo. ¿En qué formas se aloja esa unidad en su vida personal? ¿Mediante qué diferencia se expresa en su experiencia? ¿Cómo pueden ustedes obrar de distinta manera en relación con un universo que es uno? Indagando en esta forma, la unidad puede aclararse y afirmarse en ciertos aspectos y debilitarse o negarse en otros, haciéndose así más precisa, aun cuando un algo de vago y reverencialmente portentoso pueda desaparecer de la noción estudiada durante el proceso.

Por ejemplo, una consecuencia práctica que resulta cuando tenemos que tratar alguna cosa, es que podemos pasar de una parte de ella a otra sin dejar la cosa en sí. En este sentido, la unidad puede parcialmente negarse y parcialmente afirmarse acerca de nuestro universo. Físicamente podemos pasar sin solución de continuidad, en varias formas, de una parte de él a otra. Pero lógica y psíquicamente el paso parece menos fácil, porque no hay transición obvia de una mente a otra, ni de la mente a los objetos materiales. Es preciso salir y volver a entrar; en consecuencia, por estos procedimientos, el mundo no es uno cuando lo medimos por esa prueba práctica.

Otros significado práctico de la unidad es la posibilidad de recolección. Una recolección es algo "uno" aunque las cosas que la componen puedan ser muchas. Ahora bien, ¿podemos "recolectar" prácticamente el universo? Es claro que físicamente no podemos. Mentalmente tampoco, si lo consideramos en concreto en detalles. Pero si lo vemos en forma sumaria y abstracta, lo reunimos mentalmente cada vez que nos referimos a él; yo mismo lo estoy haciendo ahora al aplicarle el término "universo" y dar así la impresión de que pongo un aro mental en torno a él. Sin embargo, es claro que esa unidad noética abstracta (como podríamos llamarla) es prácticamente algo insignificante en sumo grado.

Volviendo a la unidad, ésta puede significar igualdad genética, de modo que se apliquen a todas las partes de la recolección la misma regla y se obtengan los mismos resultados. Es evidente que, en este sentido, la unidad de nuestro mundo es incompleta, porque a pesar de ser mucha la igualdad genérica en sus elementos y objetos, quedan aún muchas clases irreductibles entre ellos. Con la pura lógica no se puede pasar por todo el campo del universo.

Sin embargo, sus elementos tienen entre sí cierta afinidad o compatibilidad, no son completamente ajenos, sino que pueden compararse y reunirse bajo ciertos aspectos. Esto podría prácticamente significar que era uno originalmente, y que, remontándonos a su pasado, deberíamos encontrarlos originándose en un único hecho causal primordial. Esta unidad de origen tendría consecuencias prácticas definidas, por lo menos para nuestra vida científica.

No me es posible indicar más que en esta forma superficial y apresurada lo que quiero decir al afirmar que someter la noción de unidad a este tipo de pruebas prácticas tiende a despejar el campo de batalla entre el monismo y el pluralismo. En cambio, seguir discutiendo el tema en un plano absoluto y místico no hace sino perpetuar la lucha y los equívocos. Personalmente estoy convencido de que, si en este caso se siguiera métodicamente la máxima de Peirce, la vieja contienda se allanaría completamente, con plena satisfacción para ambos bandos.

El monismo actual en general sigue hablando en forma muy abstracta. Afirma que el mundo o es pura desarticulación, y por tanto nada de universo, o es unidad absoluta. Insiste en que no hay término medio donde detenerse. Cualquier conexión, sostiene ese monismo, sólo es posible si hay mayor conexión, hasta que al final lleguemos a admitir la total conexión absoluta requerida. Pero esta total conexión absoluta o no significa nada, y es simplemente la palabra "uno" prolongada en su pronunciación, o significa la suma de todas las conexiones parciales que puedan concebirse. Yo creo que cuando atacamos de esta manera el problema, y nos colocamos en posición de buscar estas conexiones posibles, y concebimos cada una en determinada forma práctica, la disputa va ya en vías favorables de aclaración, sin riesgo de equívocos, gracias a un compromiso en el que lo Múltiple y lo Uno tendrán reconocidos sus legítimos derechos.

Pero corro el peligro de volverme técnico. Por lo tanto, me detengo en este punto preciso, y les dejo marcharse.

Me siento feliz de poder decir que fueron los filósofos de habla inglesa los primeros en introducir la costumbre de interpretar el significado de los conceptos preguntándose la diferencia que pueden acarrear para la vida. El Sr. Peirce no ha hecho sino expresar en forma de norma explícita lo que todos hacen llevados instintivamente de su sentido de lo real. El gran método inglés de investigar un concepto es preguntarse a sí mismo sin ambages: "¿Qué es lo conocido como tal? ¿En qué hechos desemboca? ¿Qué diferencia específica resultaría para el mundo si esto fuera verdadero o falso? ¿Cuál es su valor en efectivo en términos de experiencia particular?".

Así trata Locke el concepto de identidad personal. Lo que uno quiere significar con esto no es más que la concatenación de sus recuerdos, dice. Esa es la única parte concretamente verificable de su significado. Todas las demás ideas al respecto, tales como la unidad o multiplicidad de la sustancia espiritual sobre la que se funda, carecen por lo tanto de sentido inteligible; y las proposiciones relacionadas con esas ideas pueden afirmarse o negarse indiferentemente. Idéntica postura adopta Berkeley con respecto a su "materia". El valor en efectivo de la materia son nuestras sensaciones físicas. Es lo que conocemos como tal, es lo único que verificamos concretamente sobre su concepción. Por lo tanto, ése es el significado integral de la palabra "materia": cualquier otro sentido que se pretenda no es más que viento de palabras.

Hume hace lo mismo con la causalidad. Se la conoce como antecedente habitual y como una tendencia de parte nuestra a buscar algo definido por venir. Pero prescindiendo de este significado práctico, no tiene ningún otro, y los libros escritos sobre el tema deberían arrojarse al fuego; tal es la opinión de Hume.

Stewart y Brown, James Mill, John Mill y Bain han seguido, en forma más o menos consecuente, el mismo método. Shadworth Hodgson lo ha usado casi tan explícitamente como el Sr. Peirce. Indudablemente muchos de estos escritores han sido demasiado categóricos en sus negaciones; particularmente Hume, James Mill y Bain. Pero justo es decirlo todo: fueron ellos, no Kant, quienes introdujeron el "método crítico" en la filosofía, el único método apto para hacer de la filosofía un estudio digno de hombres serios. Porque, ¿qué seriedad puede haber en la discusión de proposiciones filosóficas que nunca lograrán una diferencia apreciable en nuestra línea de acción? Y, cuando todas las proposiciones son prácticamente carentes de significado, ¿qué importa que a unas se las llame verdaderas o falsas?

Las deficiencias, lo negativo y estéril de los filósofos ingleses en cuestión proceden, no de su mirar a los resultados puramente prácticos, sino únicamente de haber fallado en ir tras los resultados prácticos lo suficientemente lejos para saber hasta qué grado llegaban. Hume podría corregirse y ampliarse, y sus convicciones podrían enriquecerse usando exclusivamente sus principios, sin emplear nada las artificialidades perifrásticas y tediosas de Kant. En mi opinión, es en cierto modo trágico que no sea éste el curso que la historia de la filosofía actual ha seguido.

Hume no tuvo sucesores ingleses dotados de la suficiente habilidad para completarlo y corregir lo negativo de su obra; así sucedió en realidad que la edificación de la filosofía crítica se dejó principalmente en manos de pensadores que estaban bajo la influencia de Kant. Aun en Inglaterra y Estados Unidos se ha ido en pos de un enfoque más pleno de la vida con reclamos y categorías kantianas, y en nuestras universidades los cursos sobre trascendentalismo son los que encienden el entusiasmo de los estudiantes más fervientes, mientras que los cursos de filosofía inglesa quedan relegados a un segundo plano. Yo no puedo afirmar que esto sea exactamente lo que debería ser. Y no digo esto por patriotería nacionalista, pues esta actitud no tiene cabida en la filosofía; ni tampoco por espíritu de exaltación de la gran alianza anglonorteamericana en contra del mundo; de ella oímos hablar mucho en nuestros días, pero Dios sabe que yo por mi parte no le deseo más que buen viaje. Lo digo, porque creo sinceramente que el espíritu inglés en filosofía va intelectual, práctica y moralmente por la senda más sana, más segura y más verdadera. La mente de Kant es el más raro y más intrincado museo de antigüedades artísticas que pueda concebirse; los conocedores y los aficionados querrán siempre visitarlo y ver las piezas insólitas y maravillosas que contiene. La actitud del buen viajero con respecto a su obra es muy placentera. Sin embargo —y al decir esto delante de algunos de los aquí presentes me siento sobrecogido de temor—, lo que él realmente es en el fondo es una mera curiosidad, un "espécimen". Al hablar así, quiero expresar algo perfectamente definido: yo creo que Kant no nos legó un solo concepto que sea al mismo tiempo indispensable para la filosofía y que ésta no poseyera ya antes de él o no tuviera absoluta seguridad de adquirir después, mediante el desarrollo de la reflexión humana sobre la hipótesis que sirven a la ciencia para interpretar la naturaleza.

En pocas palabras, la verdadera línea del progreso filosófico, a mi juicio, no pasa tanto a través de Kant, cuanto en torno a él, precisamente hasta llegar al punto en que hoy nos encontramos. La filosofía puede perfectamente pasarle de lado, y edificarse con adecuada plenitud mediante una prolongación más directa de las antiguas líneas inglesas.

CONCEPTO DEL PRAGMATISMO SOBRE LA VERDAD4

Se lee que cuando Clerk-Maxwell era niño tenía verdadera manía de que se le explicara todo, y cuando la gente quería apaciguarlo con descripciones verbales vagas de cualquier fenómeno los interrumpía impaciente, diciendo: "Sí; ¡pero quiero que me diga el modo particular de esto!". Si su pregunta hubiera sido acerca de la verdad, sólo un pragmatista habría podido decirle el "modo particular" de la misma. En mi opinión, nuestros pragmatistas contemporáneos, sobre todo los señores Schiller y Dewey, han dado la única explicación sólida sobre este tema, que es verdaderamente provocativo, echa sutiles raicillas en toda clase de cráneos, y es difícil de tratar en la forma esquemática que es la única apropiada para una lección pública.

Sin embargo, el punto de vista de Schiller-Dewey ha sido objeto de ataques tan feroces de parte de los filósofos racionalistas, y ha sido tan lamentablemente mal entendido, que ésta es la mejor ocasión para dejarlo sentado con claridad y sencillez.

Tengo la firme esperanza de ver el punto de vista pragmático de la verdad pasar airoso por las etapas clásicas de toda teoría. Como ustedes saben, a una nueva teoría primero se la ataca como absurda; luego se acepta como verdadera, pero evidente e insignificante; por fin se ve que es tan importante, que sus adversarios pretenden haber sido sus descubridores. Nuestra doctrina sobre la verdad está actualmente en la primera de estas etapas, pero algunos síntomas de la segunda se han manifestado ya en ciertas regiones. Quisiera que esta clase la impulsara más allá del primer estado en los ojos de muchos de ustedes.

La verdad, como cualquier diccionario puede decírnoslo, es una propiedad de algunas de nuestras ideas. Significa su "adecuación" con la "realidad", así como la falsedad indica su "inadecuación" con ella. Tanto los intelectualistas como los pragmatistas aceptan esta definición como cosa averiguada. Su contienda no empieza sino una vez que se ha suscitado la cuestión sobre lo que quiere decirse precisamente con el término "adecuación" y lo que se indica con el de "realidad", cuando ésta se toma por algo con lo que nuestras ideas deben adecuarse.

En su respuesta a estos problemas, los pragmatistas son más analíticos y meticulosos; los intelectualistas, más inmediatos y reflexivos. La noción común es que una idea verdadera debe copiar su realidad. Al igual que otros conceptos populares, éste sigue siendo la analogía de la experiencia más general. Nuestras ideas verdaderas sobre las cosas sensibles efectivamente las copian. Cierren los ojos y piensen en aquel reloj de pared, y obtendrán exactamente una imagen verdadera o copia de su esfera. Pero la idea que ustedes tengan de su "funcionamiento" será mucho menos que una copia (salvo que sean relojeros); sin embargo, llenará los requisitos, pues de ninguna manera choca contra la realidad. Aun cuando diste mucho de la mera palabra "funcionamiento", esa palabra seguirá siendo útil a ustedes con toda verdad; y al hablar de la "función de marcar el tiempo" que el reloj cumple, o de la "elasticidad" de su cuerda, es difícil decir exactamente qué es lo que sus ideas pueden copiar.

Ustedes están dándose cuenta de que aquí hay un problema. Cuando nuestras ideas no pueden copiar exactamente su objeto, ¿qué significa la adecuación con ese objeto? Un idealista berkeleyano podría decir que son verdaderas siempre que sean lo que Dios quiso que pensáramos acerca de ese objeto. Pero el idealismo trascendental defiende la imagen-copia en todo su significado. Su doctrina enseña que nuestras ideas poseen la verdad exactamente en la medida en que son fieles copias del modo de pensar eterno de lo absoluto.

Como ven, estos conceptos invitan a la discusión pragmática. Pero el gran presupuesto de los intelectualistas es que verdad significa esencialmente una relación estática inerte. Una vez que uno ha obtenido su idea verdadera de algo, ha llegado a un fin en la materia que le ocupa: está en posesión, sabe, ha cumplido su destino de pensar. Se encuentra mentalmente en el lugar donde debía estar. Ha obedecido su imperativo categórico. Y no hay por qué deba seguir nada a ese clímax de su destino racional. Epistemológicamente, está en equilibrio.

En cambio, el pragmatismo plantea su pregunta acostumbrada: "Concédase que una idea o convicción es verdadera; ¿qué modificación concreta introduce en la vida real de alguien el hecho de que sea así? ¿Cómo se realizará la verdad? ¿Qué experiencias serán diferentes de las que se obtendrían si la convicción fuera falsa? En una palabra, ¿cuál es el valor en efectivo de la verdad en términos experienciales?".

En el momento en que el pragmatismo plantea la pregunta, contempla la respuesta: Ideas verdaderas son las que podemos convalidar, corroborar y verificar. Ideas falsas son las que no pueden sufrir ese proceso. Esto es lo que significa concretamente para nosotros tener ideas verdaderas; en consecuencia, ése es el significado de la verdad, porque es todo aquello en lo que la verdad se conoce como tal.

Esta es la tesis que tengo que defender. La verdad de una idea no es una propiedad estancada inherente a ella. La verdad acontece a la idea. Ésta llega a ser verdadera, se hace verdadera, mediante los hechos. Esta verdad es en sí un suceso, un proceso, a saber, el proceso de verificarse a sí, de su veri-ficación. Su validez es el proceso de su valid-ación.

Esta tesis, en apariencia trivial, tiene resultados cuya explicación me tomará el resto de la hora.

Permítanme empezar recordándoles el hecho de que la posesión de pensamientos verdaderos significa en todas partes la posesión de instrumentos inapreciables de acción; y que nuestro deber de llegar a la verdad, lejos de ser una orden en blanco venida de ningún lado, o una "acrobacia" que nuestro intelecto se impone a sí mismo, puede dar razón de sí por medio de razones prácticas excelentes.

Para la vida humana, la importancia de tener convicciones verdaderas sobre realidades de hecho, es demasiado notoria. Vivimos en un mundo de realidades, que puede ser infinitamente provechoso o infinitamente nocivo. Las ideas que nos dicen cuáles de ellas hemos de esperar, cuentan como las verdaderas ideas en toda esta primera esfera de verificación, y la prosecución de esas ideas es un deber primordial del hombre. La posesión de la verdad, lejos de ser en este caso un fin en sí misma, no es más que un medio preliminar orientado hacia otras satisfacciones vitales. Si estoy perdido en la selva y a punto de morir de hambre, y descubro lo que parece un camino de herradura, es de la mayor importancia que piense en una vivienda humana al término del mismo, porque si lo hago, y sigo el sendero, me salvo. Un pensamiento verdadero es útil en este caso, porque la casa, que es su objeto, es útil y provechosa. El valor práctico de las ideas verdaderas se deriva, pues, en primer lugar, de la importancia práctica que sus objetos tienen para nosotros. Es cierto que sus objetos no son importantes en todo momento. En otra ocasión es posible que yo no tenga ningún uso que hacer de la casa; en tal caso, mi idea de ella, aun cuando sea verificable, será prácticamente intrascendente, y es mejor que permanezca latente. Sin embargo, puesto que casi cualquier objeto puede algún día llegar a ser importante por un tiempo, la ventaja de tener una reserva general de verdades extra, de ideas que serán situaciones verdaderas o meramente posibles, es evidente. Almacenamos esas verdades extra en nuestra memoria, y con el excedente llenamos nuestros libros de consulta.

Siempre que una verdad extra cobra importancia práctica en algún apremio en que nos encontramos, pasa del frío almacenamiento al trabajo en el mundo, y nuestra convicción de ella se vuelve activa. Ustedes pueden decir entonces acerca de ella o "que es provechosa porque es verdadera" o que "es verdadera porque es provechosa". Ambas frases significan exactamente lo mismo, a saber, que ahí hay una idea que se cumple y puede verificarse. Verdad es el nombre que corresponde a lo que inicia el proceso de verificación; uso o provecho es el de aquello que lo completa. Las ideas verdaderas nunca habrían podido singularizarse como tales, nunca habrían adquirido un nombre de clase, y menos que nada un nombre que sugiera un valor, si no hubieran sido útiles y provechosas desde el principio.

De esta simple indicación toma el pragmatismo su noción general de verdad como algo esencialmente vinculado a la forma en la que un momento en nuestra experiencia puede conducirnos a otros hasta los que valdrá la pena haber llegado. Primordialmente, y en el plano del sentido común, la verdad de un estado de la mente designa esta función de un conducir que vale la pena. Cuando un momento en nuestra experiencia, de cualquier clase que sea, nos inspira un pensamiento que es verdadero, eso significa que tarde o temprano penetraremos, bajo la guía de ese pensamiento, en los particulares de la experiencia una vez más, y estableceremos contactos ventajosos con ellos. Ésta es una aseveración bastante genérica, pero ruego a ustedes que la retengan, porque es esencial.

Mientras tanto, nuestra experiencia está totalmente atravesada por sistemas fijos. Un poco de ellos puede servirnos de norma para prepararnos para otro poco, puede "dirigirse hacia" o "ser significativo de" aquel objeto más remoto. La venida del objeto es la verificación del significado. La verdad en estos casos, al no significar más que verificación ocasional, es incompatible con una actitud voluntariosa de parte nuestra. Ay de aquel cuyas convicciones burlan el orden que las realidades siguen en su experiencia: o no lo llevarán a ningún lado, o le harán establecer conexiones falsas.

Por "realidades" u "objetos" aquí queremos significar o "cosas" de sentido común, presentes a los sentidos, o relaciones del sentido común tales como fechas, lugares, distancias, categorías, actividades. Siguiendo nuestra imagen mental de una casa a lo largo del camino de la herradura, llegamos a ver realmente la casa: logramos la verificación plena de la imagen. Estos procesos verificados en forma tan simple son ciertamente los originales y prototipos del proceso-verdad. Claro está que la experiencia ofrece otras formas del proceso-verdad, pero todas son concebibles como verificaciones primarias detenidas, multiplicadas o sustituidas unas por otras.

Considérese, por ejemplo, aquel objeto en la pared. Ustedes y yo juzgamos que es un "reloj", aunque ninguno de nosotros haya visto las piezas ocultas que forman uno. Dejamos que nuestra noción pase por verdadera sin ocuparnos de verificarla. Si la verdad significa esencialmente un proceso de verificación, ¿deberíamos dar el nombre de abortos a verdades no verificadas, como ésta? No; porque forman el número aplastante de verdades con las que vivimos. Las verificaciones indirectas, lo mismo que las directas, llenan los requisitos. Cuando la evidencia circunstancial es suficiente, podemos pasar sin testigos oculares. Así como nosotros desde aquí damos por cierto que Japón existe, sin haber estado jamás allí, porque da buen resultado aceptarlo, ya que todo lo que sabemos está en favor de esa convicción y nada se opone a ella, así también damos por cierto que eso es un reloj. Lo usamos como reloj, midiendo la duración de nuestra clase de acuerdo con él. La verificación del presupuesto en este caso, significa que no conduce a ninguna decepción o contradicción. La verificabilidad de los engranajes y de las pesas y la del péndulo son tan buenas como una verificación. Por un proceso-verdad completo, hay un millón en nuestra vida que funcionan en este estado embrionario. Ellos nos orientan hacia la verificación directa; nos conducen a las inmediaciones de los objetos que contemplan y después, si todo procede con armonía, tenemos tal seguridad de que la verificación es posible, que la omitimos, y todo lo que acontece suele justificar nuestra actitud.

En realidad, la verdad en su mayor parte vive a base de un sistema de crédito. Nuestros pensamientos y convicciones "pasan" mientras nada se les enfrenta, así como los documentos bancarios pasan mientras no hay quien los rechace. Pero todo esto va orientado hacia verificaciones directas, frente a frente, en algún lugar, pues sin ellas, la estructura de verdad se derrumba como un sistema financiero carente de toda clase de efectivo. Ustedes aceptan mi verificación de una cosa; yo acepto la suya sobre otra. Comerciamos recíprocamente con nuestras verdades. Las convicciones verificadas concretamente por alguien son las columnas angulares de todo el edificio.

Otra razón poderosa para desistir de una verificación completa en los asuntos ordinarios de la vida es que todas las cosas existen en forma de clases y no de individuos aislados. Se ha descubierto de una vez por todas que nuestro mundo tiene esa peculiaridad. De modo que habiendo verificado directamente una vez nuestras ideas acerca de un espécimen de una categoría determinada, nos consideramos autorizados para aplicarlas a otros especímenes sin nueva verificación. Una mente que discierne habitualmente la especie del objeto que tiene delante, y obra según la ley específica inmediatamente, sin detenerse a verificar, será una mente "verdadera" en noventa y nueve de cada cien casos, como lo demuestra el hecho de que su conducta responde bien a todo lo que le presente y no tropieza con oposición.

Así pues, los procesos de verificación indirecta o sólo potencial pueden ser tan verdaderos como los procesos de verificación completa. Dan tan buenos resultados como los verdaderos procesos, tienen para nosotros las mismas ventajas, y tienen derecho a que los reconozcamos plenamente por las mismas razones. Todo esto en el plano del sentido común de los hechos, el único que estamos ahora considerando.

Pero los problemas de hecho no son nuestro único producto comercial. Las relaciones entre las ideas constituyen otra esfera donde rigen las convicciones verdaderas y falsas, y además son absolutas o incondicionales. Cuando son verdaderas llevan el nombre de definiciones o de principios. Es un principio o definición que 1 y 1 son 2; que 2 y 1 son 3; etc.; que el blanco difiere menos del gris que del negro; que empieza a haber un efecto cuando la causa comienza a actuar. Este tipo de proposiciones valen para todos los "unos" posibles, para todos los "blancos", "grises" y "causas" concebibles. Aquí se trata de objetos mentales. Sus relaciones son obvias a primera vista, y no se requiere verificación de los sentidos. Además, siendo verdaderas una vez, lo son siempre, para los mismos objetos mentales. Aquí la verdad tiene una carácter "eterno". Si uno puede encontrar en cualquier parte una cosa concreta que sea "una", o "blanca" o "gris", o un "efecto", sus principios se le aplicarán en forma perdurable. El único riesgo radica en el hallazgo, pero no es más que un caso más de tener que cerciorarse de la especie, y aplicar la ley de su clase al objeto particular. Uno tiene la seguridad de obtener la verdad si logra solamente dar a la cosa el nombre que le corresponde, porque sus principios se aplican a todos los individuos de esa especie sin excepción. Si fracasaran en un caso concreto, tendría que decir que había clasificado sus objetos erróneamente.

En este reino de relaciones mentales sigue siendo cierto que la verdad es un problema de proceso. Pasamos de una idea abstracta a otra, estructurando al final grandes sistemas de verdad lógica y matemática, en los términos mismos en que los hechos sensibles de la experiencia se organizan a sí mismos en un momento dado, de modo que nuestras verdades eternas valen también con respecto a las realidades. Este consorcio de hecho y de teoría es de una utilidad ilimitada. Lo que decimos es ya verdadero, antes de toda verificación especial, si hemos presupuesto correctamente nuestros objetos. Nuestra estructura ideal, operante para toda clase de objetos posibles, sigue la estructura misma de nuestro pensar. Nos es tan difícil burlar estas relaciones abstractas como nuestras experiencias sensibles. Ellas nos apremian: tenemos que ser consecuentes en nuestra actitud hacia ellas, nos plazcan o no sus resultados. Las reglas de la adición se aplican a nuestras deudas con el mismo rigor que a nuestras ganancias. La cifra decimal del orden de las centenas de "pi" está ya preestablecida idealmente, aunque nadie la haya calculado. Si llegáramos a necesitar la cifra en el manejo de un círculo real, necesitaríamos contar con ella en forma precisa, calculada mediante las reglas acostumbradas porque es la misma especie de verdad que esas reglas calculan en otros campos.

Dos cuñas sujetan, pues, estrechamente nuestra mente: la coerción del orden sensible y la del orden ideal. Nuestras ideas deben adecuarse a las realidades, sean ellas concretas o abstractas, hechos o principios, so pena de incongruencia y de fracaso sin límite.

Hasta aquí, los intelectualistas no pueden protestar. Únicamente pueden decir que no hemos tocado más que la superficie del problema.

Realidad significa, pues, o hechos concretos o especies abstractas de cosas, y relaciones percibidas intuitivamente entre ellas. Ahora bien, volviendo nuevamente a la definición de verdad vigente, ¿qué significa "adecuación" con esas realidades?

Es aquí donde el pragmatismo y el intelectualismo empiezan a marchar por caminos diferentes. En primer lugar, no cabe duda, adecuación o conformidad significa copia; pero vemos que la sola palabra "reloj" elaboraría algo distinto de una imagen mental de sus piezas, y que de muchas realidades nuestras ideas no pueden ser más que símbolos y no copias. "Pasado", "poder", "espontaneidad", ¿cómo puede nuestra mente copiar semejantes realidades?

"Adecuarse" o estar conforme con la realidad en el sentido más amplio de la palabras, solamente puede significar o ser dirigido directamente hasta ella o sus inmediaciones, o ser colocado en tal contacto operante con ellas, que podamos manejarla a ella o a algo relacionado con ella, mejor que si discrepáramos o no hubiera tal adecuación. Mejor, decimos, ya sea intelectual o prácticamente.

Con frecuencia, la adecuación significará únicamente el hecho negativo de que nada contradictorio surge del campo de esa realidad, que se oponga al modo en que nuestras ideas nos guían en otros campos. Copiar una realidad es ciertamente una forma de adecuarse a ella, pero dista mucho de ser esencial. Lo esencial es el proceso de ser dirigido. Cualquier idea que nos ayuda a actuar con la realidad o con lo que a ella se refiere, que no pone trabas a nuestro progreso con fracasos, que de hecho cuadra, y que adapta nuestra vida a la perspectiva total de la realidad, está suficientemente adecuada para llenar los requisitos. Será verdadera para esa realidad.

Así pues, los nombres serán tan "verdaderos" o "falsos" como lo sean las imágenes mentales definidas. Ellos levantan procesos de verificación semejantes y conducen a resultados prácticos por completo equivalentes.

Todo el pensar humano se vuelve discursivo: cambiamos ideas, préstamos y solicitamos verificaciones, las obtenemos recíprocamente unos de otros, mediante intercambio social. Así es como toda verdad llega a una construcción verbal, se almacena y queda a disposición de todos. De aquí resulta que es nuestro deber hablar en forma coherente, así como lo es pensar coherentemente. Porque, tanto al hablar como al pensar, estamos ocupándonos de objetos específicos. Los nombres son arbitrarios, pero una vez comprendidos, es preciso aferrarse a ellos. No nos es permitido ahora llamar "Caín" a Abel, ni "Abel" a Caín. Si lo hacemos, nos desviamos del libro del Génesis y de todas sus relaciones con el universo del habla y de los hechos hasta el presente. Nos lanzamos fuera de cualquier verdad que todo ese sistema pueda incluir.

La mayoría abrumadora de nuestras ideas verdaderas no admite verificación directa o frente a frente: por ejemplo, las de la historia pasada, como la de Caín y Abel. Por la corriente del tiempo no podemos remontarnos más que verbalmente, o verificarla indirectamente por las prolongaciones o efectos actuales de lo que el pasado encerró. Y sin embargo, si éstos están de acuerdo con nuestras expresiones verbales, podemos saber que nuestras ideas del pasado son verdaderas. Tan ciertas como lo fue el pasado mismo; así, fue verdadero Julio César, fueron verdaderos los monstruos antediluvianos, todos en su época y su ambiente propios. El mismo pasado está garantizado por su concordancia con todo lo que hoy es presente. Tal como el presente es verdadero, el pasado también lo fue.

La adecuación o conformidad resulta, pues, esencialmente un problema de dirección: de un proceso de guía que es útil, porque se dirige a lugares o zonas que encierran objetos importantes. Las ideas verdaderas nos conducen a zonas verbales y conceptuales provechosas, lo mismo que a términos sensibles útiles. Nos llevan a coherencia, estabilidad, y a un intercambio humano dinámico. Nos conducen lejos de la excentricidad y del aislamiento, y de un pensar engañoso y estéril. El fluir ininterrumpido del proceso conductivo, su general independencia de choques o contradicción, pasa por su verificación indirecta; pero todos los caminos llevan a Roma, y al fin, a su debido tiempo, todo proceso verdadero deberá conducir a enfrentarse con la verificación directa, en alguna forma, de las experiencias sensibles.

Esta es la interpretación lata y holgada que el pragmatista da a la palabra adecuación. La considera desde un ángulo totalmente práctico. Deja que abarque todo el proceso conductivo, desde una idea presente hasta un término futuro, con la única condición de que su curso sea próspero. Solamente así puede decirse que las ideas "científicas", remontándose como lo hacen por encima del sentido común, estén en conformidad con sus realidades. Es como si la realidad estuviera hecha de éter, átomos o electrones, pero nosotros no debiéramos pensarlo así literalmente. El término "energía" ni siquiera pretende ser expresión de algo "objetivo". No es más que una forma de medir la superficie de los fenómenos, de modo de enhebrar sus cambios en una fórmula simple.

Sin embargo, en la elección de estas fórmulas de manufactura humana, no podemos ser caprichosos, como no podemos serlo en el terreno práctico del sentido común. Debemos encontrar una teoría que dé resultados; y esto representa algo sumamente difícil, porque nuestra teoría debe mediar entre todas las verdades previas y ciertas experiencias nuevas. Debe trastornar lo menos posible el sentido común y las convicciones adquiridas antes, y conducir a algún término razonable o a otro que pueda ser objeto de verificación exacta.

"Dar resultado" significa esas dos cosas, que se estrechan entre sí con tal fuerza que dejan bien poco campo para cualquier teoría. Están acuñadas y controladas en forma excepcional y única.

Empero, a veces fórmulas teóricas diversas son igualmente compatibles con todas las verdades que conocemos, y escogemos entre ellas por razones subjetivas. Elegimos el tipo de teoría hacia el que ya sentimos alguna inclinación: seguimos la "elegancia" o la "economía". Clerk-Maxwell dice en algún lugar, que revelaría "muy poco gusto científico" elegir el más complejo de dos conceptos igualmente probados por la evidencia: seguramente ustedes están de acuerdo con él. En este caso, verdad es lo que nos da el máximo posible de satisfacción, sin excluir el gusto; pero la coherencia con verdades anteriores y con hechos nuevos es siempre el imperativo más enérgico.

Les he conducido hasta aquí por un árido desierto arenoso. Pero ahora, si se me permite la expresión vulgar, empezaremos a saborear la leche pura. Nuestro críticos racionalistas al llegar a este punto descargan sus baterías contra nosotros, y responderles nos llevará fuera de este páramo, al espectáculo luminoso de un importante dilema filosófico.

Nuestra descripción de la verdad es un relato sobre verdades en plural, sobre procesos conductivos, realizados in rebus y que no tienen más que esta cualidad en común: que cumplen. Cumplen o recompensan al guiarnos dentro o al menos en dirección de alguna parte de un sistema que se satura en varios puntos de percepciones sensibles, que podremos copiar mentalmente o no copiar, pero que, en todo caso, nos sitúan en esa especie de comercio designado vagamente como verificación. Verdad para nosotros es sencillamente un nombre colectivo para procesos de verificación, así como salud, riqueza, fuerza, etc., son nombres para otros procesos relacionados con la vida, y que también se efectúan porque el hacerlo envuelve una recompensa. La verdad se hace, lo mismo que la salud, la riqueza y la fuerza, en el curso de la experiencia.

En este momento, el racionalismo se levanta en armas instantáneamente contra nosotros. Me imagino a un racionalista hablando en estos términos: "La verdad no se hace —diría—; es absolutamente vigente, por ser una relación única que no espera ningún proceso, sino que lanza su disparo directo, por sobre la cabeza de la experiencia, hasta dar en su blanco, que es la realidad, en todos los casos. Nuestra convicción de que aquel objeto sobre la pared es un reloj, es ya verdadera, aunque nadie en toda la historia del mundo lo verificara. La cualidad abstracta de estar en esa relación trascendental es lo que hace verdadero cualquier pensamiento que la posea, haya o no verificación. Ustedes, pragmatistas, ponen la carreta delante del caballo al querer que el ser de la verdad resida en procesos de verificación. Éstos son meros signos de su ser, únicamente modos imperfectos de que disponemos para cerciorarnos, después del hecho, de cuál de nuestras ideas poseía ya la maravillosa cualidad. La cualidad en sí misma escapa a la categorías de tiempo, como todas las esencias y naturalezas. Los pensamientos participan de ella directamente, del mismo modo que participan de la falsedad o de la intrascendencia. Pero ella no tolera que se la analice en sus consecuencias pragmáticas".

Lo único que tiene de plausible esta invectiva racionalista radica en el hecho del que ya nos hemos ocupado tan a fondo; a saber, en nuestro mundo, donde hay abundancia de cosas de especies semejantes, asociadas además en forma parecida, una verificación sirve para otras del mismo género, y una de las grandes utilidades de conocer cosas es que nos lleva no tanto a ellas cuanto a sus asociadas, especialmente a hablar de ellas en lenguaje humano. La cualidad de la verdad, vigente ante rem, pragmáticamente significa, pues, pura verificabilidad; de los contrario es un caso del típico engaño racionalista que considera el nombre de una realidad fenoménica concreta como una entidad metafísica independiente, y lo coloca detrás de la realidad como explicación de la misma. El profesor Mach cita en alguna parte un epigrama de Lessing:

Sagt Hänschen Schlau zu Vetter Fritz,
"Wie kommt es, Vetter Fritzen,
Das grad' die reichsten in der Welt,
Das meiste Geld besitzen?"

En este pasaje, Hänschen Schlau considera el principio "riqueza" como algo distinto de los hechos significados por la realidad de ser un hombre rico. Los sitúa en un momento anterior: los hechos vienen a ser solamente una especie de coincidencia secundaria con la naturaleza esencial del hombre rico.

En el caso de la "riqueza" cualquiera ve la falacia. Sabemos que riqueza no es más que un nombre para procesos concretos que desempeñan una función en la vida de ciertos hombres, y no una excelencia natural que se encuentra en los señores Rockefeller y Carnegie, pero no en el resto de los humanos.

Al igual que la riqueza, la salud también vive in rebus. Es un nombre para procesos como la digestión, la circulación, el sueño, etc., que se efectúan con toda felicidad, aunque en este caso estamos más inclinados a pensar en ella como principio y decir que el hombre digiere y duerme tan bien porque goza de mucha salud.

Hablando de la "fuerza" pienso que somos aún más racionalistas, pues estamos decididamente inclinados a considerarla una excelencia que preexiste en el hombre y que explica las hazañas hercúleas de sus músculos.

Tratándose de la "verdad" la mayoría de la gente rebasa las fronteras por completo, y considera la exposición racionalista como evidente en sí misma. Pero, en realidad, todas estas palabras y otras semejantes tienen entre sí un parecido extraordinario. La verdad existe ante rem tanto o tan poco como cualquiera de las demás cualidades.

Los escolásticos dieron gran importancia a la distinción entre el hábito y el acto. Salud in actu significa entre otras cosas, buen sueño y buena digestión. Pero un hombre sano no necesita estar siempre durmiendo o digiriendo; así como un hombre rico no necesita estar siempre manejando dinero, ni uno fuerte levantando pesas. Todas estas cualidades pasan a la condición de "hábitos" durante los intervalos entre los momentos de ejercicio. De modo semejante, la verdad se convierte en un hábito de algunas de nuestras ideas y convicciones en los intervalos en que reposa de su actividad de verificación. Pero esa actividad es la raíz de todo, y la base para que haya un hábito existente en los intervalos.

"Lo verdadero", para decirlo con toda brevedad, no es más que lo conveniente en el dominio de nuestro pensar, así como "lo recto" no es más que lo conveniente en el plano de nuestra conducta. Conveniente casi en todos los aspectos; y, por supuesto, conveniente a la larga y en general; porque lo que responde convenientemente a todas las experiencias inmediatas, no necesariamente ha de satisfacer en la misma forma todas las experiencias ulteriores. La experiencia, como sabemos, tiene formas de hervir hasta derramar, y por lo tanto, de hacernos corregir nuestras fórmulas presentes.

Lo "absolutamente" verdadero, que significa lo que ninguna experiencia ulterior será capaz de alterar, es ese punto ideal impreciso hacia el cual imaginamos que todas nuestras verdades temporales han de converger algún día. Funciona sin falta, con tal de que se trate del hombre perfectamente ponderado y de la experiencia absolutamente completa; y, al igual que los demás ideales, es posible que nunca se verifique o materialice plenamente. Tenemos que vivir el día de hoy con lo que podamos conocer como verdad hoy, y estar dispuestos mañana a llamarlo falsedad. La astronomía de Ptolomeo, el espacio de Euclides, la lógica de Aristóteles, la metafísica escolástica fueron convenientes durante siglos; pero la experiencia humana ha producido un hervor que rebasa esos límites y hoy llamamos esas cosas verdaderas sólo relativamente; o verdaderas dentro de aquellas fronteras de experiencia. "Absolutamente" son falsas, porque sabemos que esos límites eran causales, y los teóricos de épocas pasadas hubieran podido pasarlos, así como lo han hecho nuestros actuales pensadores.

Cuando nuevas experiencias conducen a juicios retrospectivos, que usan el tiempo pretérito, lo que estos juicios profieren era verdadero, aun cuando ningún pensador de tiempos pasados hubiera llegado allí. Un pensador danés ha dicho que nosotros vivimos hacia adelante, pero entendemos hacia atrás. El presente proyecta una luz retrospectiva sobre procesos anteriores del mundo, que pudieron haber sido procesos de verdad para los que desempeñaron un papel en ellos. Pero no lo son para uno que conoce revelaciones posteriores de la historia.

Esta noción reguladora de una verdad mejor en potencia, que puede establecerse más tarde, que es posible que algún día se establezca en forma absoluta, y que tiene poder de legislación retroactiva, vuelve la vista, como todas las nociones pragmáticas, hacia el carácter concreto del hecho y hacia el futuro. Al igual que las verdades a medias, la verdad absoluta tendrá que hacerse, con una relación incidental al crecimiento de un gran volumen de experiencia-verificación, al que todas las ideas semiverdaderas al unísono hace su propia aportación.

Ya he insistido en el hecho de que la verdad se construye en gran parte con verdades precedentes. Las convicciones del hombre de todos los tiempos tienen siempre un gran fondo de experiencia. Pero ellas, a su vez, son parte de la suma total de la experiencia del mundo y, por lo tanto, se convierten en materia para las operaciones del fondo intelectual del día siguiente. En la medida en que la realidad significa realidad que puede ser objeto de experiencia, tanto ésta como las verdades que los hombres alcanzan acerca de ella están en un proceso incesante e indefinido de cambio: cambio hacia una meta definida, si se quiere, pero siempre cambio, mutación.

Los matemáticos pueden resolver problemas con dos variables. Por ejemplo, en la teoría de Newton, la aceleración varía con la distancia, pero la distancia también varía con la aceleración. En el mundo de procesos sobre verdad, los hechos se presentan independientemente, y determinan nuestras convicciones en forma provisional. Pero estas convicciones nos hacen actuar, y según la rapidez con que lo hagan, pondrán a la vista nuevos hechos que determinarán nuevamente las convicciones en consecuencia. Así, todos los círculos y espirales de la verdad, en su desenvolvimiento son el producto de una doble influencia. Las verdades surgen de los hechos, pero luego se empapan nuevamente en hechos y constituyen adiciones a los mismos; éstos, a su vez, crean o revelan una nueva verdad (la palabra es indiferente) y así sucesivamente, hasta el infinito. Los hechos en sí, mientras tanto, no son verdaderos. Simplemente son. La verdad es la función de las convicciones que principian y terminan entre ellos.

Es el caso de la bola de nieve, cuyo acrecentamiento se debe, por un lado a la distribución de la nieve, y por otro a la dirección de los impulsos sucesivos del niño; uno y otro factor son codeterminantes recíprocos incesantemente.

El punto fatal de divergencia entre el racionalista y el pragmatista está a la vista. La experiencia está en continua mutación, y nuestra certeza psicológica de la verdad está también en estado de cambio: hasta aquí, el racionalismo concede; pero nunca aceptaré que o la realidad misma o la verdad en sí sean mudables. La realidad subsiste completa y totalmente hecha desde toda la eternidad, repite el racionalismo, y la adecuación de nuestras ideas con ella es esa virtud única y trascendente que éstas tienen y de la que él ya nos ha hablado. Al igual que esa excelencia intrínseca, la verdad de ellas no tiene nada que ver con nuestras experiencias. No añade nada al contenido experiencial. No modifica la realidad misma: es advenediza, inerte, estática, una pura reflexión. Esa verdad no existe: tiene valor o vigencia, pero pertenece a otra dimensión diversa de la de los hechos y las relaciones entre ellos; en una palabra, pertenece a la dimensión epistemológica, y con esta palabra altisonante da por terminada la discusión.

Por lo tanto, así como el pragmatismo tiene la mirada puesta hacia el futuro, así el racionalismo se vuelve una vez más hacia atrás, a una eternidad pretérita. Consecuente con su hábito inveterado, el racionalismo vuelve sobre los "principios", y piensa que una vez que hemos dado nombre a una abstracción, poseemos una solución.

La carga tremenda, que en la línea de las consecuencias vitales tiene estas diferencias radical de perspectiva, no se pondrá de manifiesto más que en mis próximas clases. Mientras tanto, quisiera concluir ésta demostrando que la sublimidad del racionalismo no lo salva de su vaciedad.

Cuando se pide a los racionalistas que en vez de acusar al pragmatismo de execrar la noción de verdad, se definan a sí mismos diciendo exactamente lo que ellos entienden por verdad, los únicos intentos en que yo puedo pensar son estos dos:

1) "Verdad es el sistema de proposiciones que tienen un derecho inalienable de ser reconocidas como válidas"5.

2) "Verdad es un nombre que corresponde a todos los juicios que nos vemos obligados a emitir por una especie de deber imperativo"6.

Lo primero que impresiona de estas definiciones es su inefable trivialidad. Son absolutamente verdaderas, por supuesto, pero absolutamente insignificantes hasta que se las trata pragmáticamente. ¿Qué se quiere decir con que "tienen derecho", y qué significa la palabra "deber"? Como nombres sumarios para designar las razones concretas por las que pensar en forma verdadera es abrumadoramente conveniente y bueno para los mortales, está muy bien hablar de derechos de parte de la realidad, para exigir conformidad con ella, y de obligación de parte de nuestro adecuarnos a la misma. Nosotros también percibimos esos derechos y obligaciones, y precisamente por las mismas razones.

Pero los racionalistas que hablan de derecho y obligación dicen expresamente que no tienen nada que ver con nuestros intereses prácticos o con nuestros motivos personales. Nuestras razones para la adecuación son hechos psicológicos, dicen, relativos a cada pensador y a los accidentes de su vida. Son únicamente la evidencia para él, pero no parte de la vida de la verdad misma. Esa vida opera y se entrega en una dimensión puramente lógica o epistemológica, distinta de la psicológica, y sus derechos son anteriores y superiores a toda motivación personal, sea cual fuere. Aunque ni el hombre ni Dios se cercioraran jamás de la verdad, al mundo habría que definirlo como aquello de lo que ha de tenerse certeza y conocimiento consciente.

Nunca ha habido un ejemplo más exquisito de una idea abstraída de lo concreto de la experiencia, y luego usada para oponerse a aquello de lo que fue abstraída, y negarlo.

La filosofía y la vida ordinaria abundan en ejemplos parecidos. La "falacia sentimentalista" consiste en derramar lágrimas sobre la justicia, generosidad, hermosura, etc., abstractas, y ser absolutamente incapaces de reconocer estas cualidades al encontrarlas en la calle, porque las circunstancias las hacen vulgares. Tiene ese saber lo que leí en la biografía, impresa para uso privado, de una personalidad eminentemente racionalista: "Era extraño que siendo tan gran admirador de la belleza en abstracto, mi hermano no sentía ningún entusiasmo por la arquitectura elegante, por la pintura hermosa o por las flores". Y en una de las últimas obras filosóficas que he leído, encontré pasajes como el siguiente: "La justicia es idea: únicamente ideal. La razón concibe que debería existir, pero la experiencia demuestra que no hay tal... La verdad que debería ser, no puede ser... La experiencia deforma la razón. Tan pronto como la razón interviene en la experiencia, ésta se vuelve contraria a aquélla".

La falacia del racionalista aquí es exactamente la misma del sentimentalista. Ambos extraen una cualidad de los pantanosos particulares de la experiencia, y una vez extraída, la encuentran tan pura que la ponen en contraposición con todos y cada uno de sus turbios casos concretos, como una verdadera naturaleza opuesta y superior, cuando en realidad es la naturaleza de ellos. Es la naturaleza de verdades que hay que convalidar, que verificar. Es suficientemente satisfactoria para las ideas que han de sufrir ese proceso. Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obligación general de hacer lo que satisface o cumple. Las satisfacciones (payments) que las ideas verdaderas acarrean, son el único porqué de nuestro deber de seguirlas. Idénticos porqués existen en el caso de la riqueza y de la salud.

La verdad no reclama otra clase de derechos ni impone otra clase de obligaciones que las que competen a la salud y a la riqueza. Todos estos derechos son condicionales; los beneficios concretos que obtenemos son lo que queremos significar al llamar a nuestra búsqueda un deber. En el caso de la verdad, las convicciones no verdaderas producen resultados que son tan perniciosos a la larga, cuanto son benéficos los de las verdaderas. Así pues, hablando en abstracto, podemos decir que la cualidad "verdadero" se vuelve absolutamente preciosa, y que la cualidad "falso" resulta absolutamente detestable. Podemos llamar a la primera buena y a la segunda mala, incondicionalmente. Debemos pensar lo verdadero, y evitar lo falso, en forma imperativa.

Pero si consideramos toda esta abstracción literalmente y la oponemos a su madre tierra en experiencia, nos colocamos en una posición invertida, como pueden ver.

En esa situación no podemos dar un paso adelante en nuestra actividad pensante. ¿Cuándo debo reconocer esta verdad y cuándo aquélla? ¿Debe ser el reconocimiento en voz alta o en silencio? Si a veces lo uno y a veces lo otro, ¿cuál en este momento? ¿Cuándo puede una verdad pasar al almacén de depósito en la enciclopedia? ¿Cuándo salir de ahí a la batalla? ¿Debo estar repitiendo constantemente la verdad "dos por dos son cuatro" sólo por el derecho eterno que tiene a ser reconocida como tal? ¿O hay casos en que no tiene importancia? ¿Deben mis pensamientos detenerse noche y día en mis pecados y culpas personales, por el hecho de que realmente los he cometido? ¿Puedo hundirlos e ignorarlos, para ser una unidad social decente, y no una masa de melancolía y disculpa morbosas?

Es bastante evidente que nuestra obligación de reconocer la verdad, lejos de ser incondicional, está tremendamente condicionada. La Verdad con V mayúscula y en singular, tiene en abstracto todo el derecho de ser reconocida; no cabe duda. Pero las verdades concretas, en plural, solamente deben reconocerse cuando es conveniente hacerlo. Siempre ha de preferirse una verdad a una falsedad cuando ambas se relacionan con una situación; pero cuando ninguna de las dos está en ese caso, hay tan poca obligación hacia la una como hacia la otra. Si ustedes me preguntan qué hora es y yo les contesto que vivo en la calle Irving, número 95, mi respuesta puede ser muy verdadera, pero ustedes no ven qué obligación tenga de darla. Una dirección falsa sería tan a propósito para el caso como la verdadera.

Una vez admitido que existen condiciones que limitan la aplicación del imperativo abstracto, la conducta pragmática con respecto a la verdad se nos viene encima con todo su valor. Nuestro deber de adecuarnos a la realidad aparece colocado en una perfecta selva virgen de conveniencias concretas.

Cuando Berkeley explicó lo que la gente entendía por materia, la gente pensó que negaba la existencia de la materia. Cuando los señores Schiller y Dewey explican ahora lo que la gente entiende por verdad, se les acusa de negar la existencia de la misma. Estos pragmatistas —dicen los críticos— destruyen todas las normas objetivas, y ponen la necedad y la sabiduría en el mismo plano. Una fórmula favorita para describir la doctrina del señor Schiller y mía, es afirmar que somos gente que creemos que al decir todo lo que nos place y darle el nombre de verdad, llenamos todos los requisitos del pragmatismo.

Dejo a juicio de ustedes el decidir si esto no es un impúdico denuesto. Más acorralado que nadie, el pragmatista se encuentra entre todo el cuerpo de verdades en depósito, exprimidas al pasado, y las presiones del mundo sensible a su alrededor. ¿Quién puede, pues, sentir tanto como él la inmensa presión del control objetivo bajo el que nuestra mente realiza sus operaciones? Recientemente hemos oído mucho acerca de los usos de la imaginación en la ciencia. Es tiempo más que oportuno de exigir que se use un poco de imaginación en la filosofía. La falta de disposición de algunos de nuestros críticos para leer algo que nos sean los significados más necios y estúpidos posibles en nuestras afirmaciones, cede tanto en descrédito de su imaginación como cualquier cosa que yo sepa sobre la historia de la filosofía reciente. Schiller dice que la verdad es lo que "da resultado"; por este motivo se le trata como alguien que limita la verificación a las utilidades materiales ínfimas. Dewey dice que verdad es lo que proporciona "satisfacción"; y se le trata como alguien convencido de que puede llamar verdadero todo lo que, de serlo, sería placentero.

Por cierto, nuestros críticos necesitan más imaginación sobre las realidades. Yo he tratado honradamente de estirar mi imaginación y de leer el mejor significado posible de la concepción racionalista, pero debo confesar que sigue desconcertándome completamente. La noción de una realidad que nos pide "adecuarnos" a ella sin razón alguna, sino simplemente porque su reclamo es "incondicional" o "trascendente", se convierte en una noción a la que no le veo ni pies ni cabeza. Trato de imaginarme a mí mismo como la única realidad en el mundo, y de imaginar después qué más "reclamaría" si me fuera permitido hacerlo. Si se sugiere como posibilidad de mi petición que una mente salida de la nada informe empezara a existir y elaborara una copia de mí, puedo ciertamente imaginar lo que la copia significaría, pero no puedo concebir motivo alguno. Si se excluyen expresamente y como norma de principio las consecuencias prácticas como motivos de toda pretensión (que es lo que hace nuestras autoridades racionalistas), no alcanzo a vislumbrar qué bien podría haber para mí en que esa mente me copiara, o qué provecho podría significar para ella el hacerlo. Y si vamos más allá de copiar o reproducir, para caer en formas innominadas de adecuación que expresamente se declaran como todo menos reproducciones o copias, o trámites conductivos o adaptaciones, o cualquier otro proceso pragmáticamente definible, en tal caso, el qué de la pretendida "adecuación" se vuelve tan ininteligible como su por qué. No es posible imaginar en él contenido o motivo alguno. Es una abstracción carente por completo de significado7.

Por cierto que en este campo de la verdad son los pragmatistas y no los racionalistas los más genuinos defensores de la racionalidad del universo.

LA VOLUNTAD DE CREER8

En la biografía de su hermano, que Leslie Stephen publicó recientemente, aparece la descripción de una escuela a la que Fitz-James, el biografiado, asistió de muchacho. El maestro, un cierto Sr. Guest, tenía la costumbre de conversar con sus alumnos en este tono: "Gurney: ¿qué diferencia hay entre justificación y santificación?", "Esteban: ¡demuestra que Dios es omnipotente!", etc. En el pleno ambiente de librepensamiento e indiferencia de nuestro Harvard, nos inclinamos a imaginar que aquí mismo, en su buena y vieja escuela ortodoxa, la conversación sigue desarrollándose hasta cierto punto en esta misma línea. Y para demostrarles que en Harvard no hemos perdido todo el interés sobre estos temas vitales, he traído conmigo esta noche algo parecido a un sermón sobre la justificación mediante la fe, para leérselo; es un ensayo para la justificación de la fe, una defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud de creencia en materia religiosa, a pesar del hecho de que nuestro intelecto puramente lógico no se haya visto obligado o forzado a hacerlo. Por eso, el título de mi trabajo es "La voluntad de creer".

Durante mucho tiempo he defendido ante mis estudiantes la legitimidad de una fe adoptada voluntariamente; pero, tan pronto como se sienten bien imbuidos del espíritu lógico, rehúsan por sistema a admitir que mi postura sea legítima desde un punto de vista filosófico, aun cuando ellos personalmente hayan vivido siempre empapados de una u otra fe. Por mi parte, yo he estado en todo momento tan profundamente convencido de que mi posición es correcta, que la invitación que ustedes me han hecho me ha parecido una buena ocasión para formular mis aseveraciones en forma más clara. Quizá sus mentes se muestren más abiertas que las de aquellos con quienes he tenido que tratar hasta ahora. Evitaré ser técnico en todo lo que pueda, pero necesito empezar estableciendo ciertas distinciones técnicas que nos ayudarán al final.

Llamemos hipótesis a todo lo que pueda proponerse como objeto de nuestra creencia; y así como los electricistas hablan de alambres vivos y muertos, hablemos ahora de las hipótesis como vivas o muertas. Hipótesis viva es la que atrae a aquel a quien se propone, como una posibilidad real. Si yo les pido a ustedes que crean en el Mahdi, la noción no establece contacto eléctrico con su naturaleza: se niega por completo a hacer saltar la chispa de cualquier credibilidad. Como hipótesis, es completamente muerta. Sin embargo, para un árabe, aunque no sea de los seguidores de Mahdi, la hipótesis cabe dentro de las posibilidades de la mente: es viva. Esto demuestra que muerte y vida es una hipótesis no son propiedades intrínsecas, sino relaciones con respecto al individuo pensante. Se miden por la disposición de éste a actuar. El máximo de vida en una hipótesis significa inclinación a actuar en forma irrevocable. Prácticamente eso significa creencia; pero hay cierta tendencia a creer, siempre que hay una tendencia cualquiera a actuar.

Dando un paso más, llamemos opción a la decisión entre dos hipótesis. Las opciones pueden ser de diversas clases: 1) vivas o muertas; 2) impuestas o evitables; 3) importantes o triviales; y para nuestro propósito, podemos llamar genuina a una opción cuando pertenece a la categoría de las impuestas, vivas e importantes.

1) Opción viva es aquella en la que ambas hipótesis son vivas. Si yo les digo a ustedes: "Se trata de ser teosofista o mahometano", probablemente les propongo una opción muerta, porque para ustedes es probable que ninguna de las dos hipótesis sea viva. Pero si les digo: "Elijan entre ser agnósticos o cristianos", la situación es muy diversa, porque, dados sus antecedentes, ambas hipótesis ejercen un atractivo, aunque sea pequeño, sobre sus creencias.

2) En segundo lugar, si yo les digo: "Escojan entre salir con paraguas o sin él", no les ofrezco una opción genuina, porque no se impone. Ustedes pueden evitarla, sencillamente absteniéndose de salir. Lo mismo si digo: "Ámenme y ódienme" que si digo "Consideren verdadera o falsa mi teoría", la opción para ustedes es evitable: pueden permanecer indiferentes ante mí sin amarme, ni odiarme, y pueden también suspender todo juicio sobre mi teoría. En cambio, si digo: "O aceptan esta verdad o se privan de ella", los coloco en una situación de opción forzosa, porque la disyuntiva es completa, sin término medio alguno. Todo dilema fundado en una disyuntiva lógica completa, sin posibilidad de evitar la elección, es una opción de las que hemos llamado impuestas.

3) Finalmente, si yo fuera el Dr. Nansen, y les propusiera unirse a mi expedición al Polo Norte, su opción podría ser importante, pues tal vez sería la única oportunidad que ustedes tuvieran de esta índole, y su elección, o les excluiría de esa especie de inmortalidad que implica el Polo Norte, o al menos pondría la oportunidad de alcanzarla en sus manos. El que deja escapar una oportunidad única, pierde el premio con tanta seguridad como si hubiera fallado en el intento. Por el contrario, la opción es trivial si la oportunidad no es única, si lo que está en juego es insignificante, o si la decisión es reversible en caso de resultar después inconveniente. Opciones triviales de este tipo abundan en la vida científica. A un químico una hipótesis le parece lo suficientemente viva para consagrar un año a su verificación: cree en ella hasta ese grado. Pero si sus experimentos no se muestran concluyentes en ninguno de los dos sentidos, él está exento de responsabilidad por la pérdida de tiempo, porque no se produjo daño vital alguno.

Tener presentes todas estas distinciones facilitará nuestra discusión...

La tesis que defiendo, en pocas palabras, es la siguiente: A la parte pasional de nuestra naturaleza le compete legítimamente no sólo el poder sino el deber de optar por una de sus dos proposiciones, siempre que se trate de una opción genuina que por su propia índole no pueda resolverse en el terreno intelectual; porque decir en esas circunstancias: "No decida, deje planteado el problema", es en sí una decisión pasional, no menos que el resolver si o no; y el adoptar esa actitud supone el mismo riesgo de privarse de la verdad. Confío que la tesis, expresada en esta forma abstracta, se aclare muy pronto...

Ahora, después de toda esta introducción, vayamos directamente a la cuestión que nos ocupa. He dicho, y ahora lo repito, que no sólo en realidad encontramos que el factor pasional de nuestra naturaleza influye en nuestras opiniones, sino que hay opciones entre ciertas posturas, en las que hay que considerar esta influencia no sólo como inevitable, sino también como determinante legítimo de nuestra elección.

Temo que en este punto algunos de ustedes que me escuchan empiecen a percibir un dejo de peligro, y presten a mi discurso oídos hostiles. Seguramente ustedes han tenido que admitir dos primeros pasos pasionales como necesarios: debemos pensar así para evitar engaño, y debemos pensar así para alcanzar la verdad; pero probablemente consideren que el camino más seguro de aquí en adelante, para llegar al término ideal, es no dar más pasos pasionales.

Bueno, por supuesto, estoy de acuerdo, en la medida en que los hechos lo permitan. Siempre que la opción entre privarse de la verdad y alcanzarla no sea importante, podremos echar por la borda la oportunidad de llegar a la verdad, y, en todo caso, mantenernos a salvo de cualquier riesgo de aceptar la falsedad, no tomando ninguna decisión hasta que la evidencia objetiva se haya impuesto.

En las cuestiones científicas, éste suele ser el caso; y aun en asuntos humanos en general, la necesidad de actuar será rara vez tan urgente que sea preferible una falsa convicción, como base de nuestra acción, que la carencia de toda convicción. Por cierto, los tribunales tienen que decidir basados en la mejor evidencia que puedan lograr en el momento, porque es deber de un juez tanto el hacer la ley como el cerciorarse de ella. A este propósito, me dijo una vez un juez muy instruido que son pocos los casos dignos de que se les consagre mucho tiempo: lo importante es resolverlos basándose en cualquier principio aceptable, y darlos luego por terminados.

Pero en nuestras relaciones con la naturaleza objetiva, nosotros evidentemente nos limitamos a registrar la verdad, no a crearla; y las decisiones tomadas sólo por el prurito de actuar rápidamente y estar listos para el siguiente asunto, resultarían totalmente fuera de propósito. En la vida entera de la naturaleza física, los hechos son lo que son, con absoluta independencia de nosotros, y será raro que haya tal prisa y urgencia de conocerlos, que tengamos que enfrentarnos al riesgo de un engaño por aceptar como cierta una teoría prematura. En este campo, los problemas son siempre opciones triviales; difícilmente habrá hipótesis vivas (en todo caso no lo serán para los que somos meros espectadores), muy rara vez se impondrá la elección entre creer en la verdad o en la falsedad. En consecuencia, para huir de los errores, la actitud más prudente es la del equilibrio escéptico.

En efecto, ¿en qué nos afecta tener o no una teoría propia sobre los rayos Röntgen, creer o no en ciertos procesos mentales, o tener una convicción personal sobre la causalidad de los estados conscientes? No nos afecta en nada. Opciones como éstas no se nos imponen. En último análisis, es mejor no tomar partido, pero sí continuar ponderando las razones en pro y en contra, con una actitud indiferente.

Me estoy refiriendo, por supuesto, a la actividad mental del juicio, pues para los fines de la investigación, una indiferencia de ese tipo sería mucho menos recomendable, y si los deseos apasionados de los estudiosos, de confirmar sus propias creencias se hubieran mantenido al margen del trabajo, la ciencia habría avanzado mucho menos. Véase, por ejemplo, la sagacidad que están poniendo en juego Spencer y Weismann. En cambio, si quieren conocer al perfecto inútil en una investigación, no tienen más que pensar en el hombre que no tiene interés alguno en los resultados de la misma: ése es el incapaz garantizado, el positivo necio.

Pero el investigador ideal será siempre aquel cuyo interés grande por una de las partes del dilema esté equilibrado por una inquietud igualmente perspicaz de no verse engañado, porque todo esto le hará ser el observador más sensible de los hechos9. La ciencia ha organizado esta inquietud dentro de una técnica regular: es lo que llama método de verificación, y se ha enamorado de él a tal grado, que casi podríamos decir que la verdad en sí ha dejado de interesarle en último término: lo único que realmente interesa a la ciencia es la verdad verificada técnicamente. La verdad de las verdades se formularía de una manera puramente afirmativa, y la ciencia evitaría tocarla. Una verdad como esa, diría la ciencia haciendo eco a Clifford, sería un robo cometido a despecho de sus deberes hacia la humanidad.

Sin embargo, las pasiones humanas son más fuertes que las reglas técnicas. Como dijo Pascal: "Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas" (El corazón tiene razones propias que la razón no conoce). Por más indiferente que el árbitro se muestre a todo lo que no sean las reglas escuetas del juego, actuando quizá como entendimiento abstracto, los jugadores en cuestión, que le proporcionan el material para sus juicios, suelen estar todos ellos enamorados de alguna predilecta "hipótesis viva" muy personal. Sin embargo, aceptemos de común acuerdo que, siempre que no haya una opción impuesta, nuestro ideal debe ser un intelecto que juzgue desapasionadamente, exento de toda hipótesis favorita, que nos libre en todo caso, como en realidad lo hace, de cualquier engaño.

La pregunta que surge a continuación es la siguiente: ¿No hay en alguna parte de nuestras cuestiones especulativas opciones obligadas? ¿Será posible que estemos siempre en condiciones de esperar impunemente hasta que la presencia de la evidencia nos coaccione, como individuos que tienen al menos tanto interés positivo en alcanzar la verdad, como negativo en evitar simplemente el engaño? Hablando a priori, parece poco probable que la verdad se acomode con semejante amabilidad a nuestras necesidades y capacidades. En el gran internado de la naturaleza, es raro que los pasteles con mantequilla y mermelada resulten tan a la medida de los deseos y dejen los platos tan limpios. Por cierto, si lo hicieran, deberíamos mirarlos con actitud científica sospechosa.

Las cuestiones morales asoman inmediatamente como problemas cuya solución no puede esperar la llegada de la prueba sensible. Un asunto moral no es una cuestión relativa a algo que tiene una existencia sensible, sino a algo que es bueno, o que lo sería si existiese. La ciencia puede hablarnos de lo que existe; pero, para comparar los valores de lo existente y de lo no existente, debemos consultar no a la ciencia, sino a lo que Pascal llama nuestro corazón. La ciencia misma consulta su corazón cuando afirma categóricamente que la certeza absoluta de los hechos y la corrección de una convicción falsa son bienes supremos para el hombre. Póngase en tela de juicio esta aseveración, y la ciencia no podrá más que repetirla como un oráculo, o probarla, demostrando que esas certezas y corrección acarrean al hombre toda clase de bienes de otra índole, que el corazón del hombre, por su parte, declara tales.

El dilema entre tener convicciones morales cualesquiera o no tenerlas pertenece a nuestra voluntad. Nuestras preferencias morales ¿son verdaderas o falsas, o simplemente fenómenos biológicos singulares que hacen que cosas en sí indiferentes sean buenas o malas para nosotros? ¿Cómo puede el entendimiento solo tomar una decisión? Si el corazón del hombre no quiere un mundo de realidades morales, su cabeza, con toda seguridad, no le hará creer jamás en ninguno. Indudablemente el escepticismo mefistofélico satisfará mucho mejor los instintos teatrales de la mente de lo que podría hacerlo cualquier idealismo riguroso.

Hay hombres (incluso en edad escolar) dotados naturalmente de tal frialdad de corazón, que las hipótesis morales no han tenido jamás para ellos ningún acicate vital; y ante su altanera presencia, el moralista joven y ardiente experimenta una extraña incomodidad. La apariencia de intelectualidad está a favor de aquéllos; la de ingenuidad y credulidad, a favor de él. Sin embargo, en el fondo de su corazón, se aferra al hecho de que él no es un incauto, y que hay un dominio en el que (como dice Emerson) todo el ingenio y la superioridad intelectual de ese tipo de hombres no supera en nada la astucia de una zorra. El escepticismo moral no es más fácil de refutar ni de probar mediante la lógica, que el escepticismo intelectual. Cuando aceptamos firmemente que existe verdad (sea una u otra), lo hacemos con todo nuestro ser, y estamos decididos a sufrir las consecuencias o sucumbir. El escéptico adopta la actitud de duda con todo su ser. Ahora bien, cuál de los dos obra más sabiamente, sólo puede decirlo el Omnisciente.

Apartemos ahora nuestra atención de estos problemas generales sobre el bien, y dirijámosla hacia cierta clase de cuestiones de hecho, relativas a relaciones personales, a estados mentales entre un hombre y otro: ¿Le soy grato a usted o no?, por ejemplo. La respuesta depende, en un sinnúmero de casos, de que al encontrarlo a usted en mi camino esté yo dispuesto a dar por hecho que le seré grato, y le manifieste, en consecuencia, confianza y una actitud expectante. Esa fe previa de parte mía en su complacencia, es lo que hace en estos casos, que dicha complacencia surja. Pero si me mantengo ajeno y rehúso poner en juego un mínimo de mi parte, hasta no tener evidencia objetiva, o hasta que usted no haya hecho algo favorable, como dicen los absolutistas, ad extorquendum assensum meum, es decir, para forzar mi asentimiento en nueve de cada diez casos su complacencia no se convertirá en realidad. ¡Cuántos corazones femeninos no se han rendido ante la pura insistencia sanguínea de un hombre que asegura que deben amarlo! Todo porque él no acepta la hipótesis de que pueda ser de otro modo. En este caso, el deseo de determinada especie de verdad, produce la existencia de esa verdad particular; y lo mismo sucede en innumerables casos de otra índole. ¿Quién logra promociones, concesiones, nombramientos, sino el hombre en cuya vida es manifiesto que estas cosas juegan el papel de hipótesis vivas, que él las da por hechas, sacrifica otros intereses en aras de aquéllos, antes de tenerlos, y corre riesgos con anticipación? Su fe obra como un reclamo sobre los poderes que están sobre él, y crea su propia verificación.

Un organismo social de cualquier índole, grande o pequeño, es lo que es gracias a que cada miembro cumple su propio deber con la confianza de que todos los demás harán simultáneamente lo mismo. Dondequiera que se llega a un resultado apetecido mediante la cooperación de muchas personas independientes, su existencia como un hecho no es sino la consecuencia de la fe perseverante de unos en otros entre todos los que están interesados directamente con el éxito. Un gobierno, un ejército, un sistema comercial, un navío, una escuela, un equipo deportivo existen siempre basados en esta condición, sin la cual no sólo no se lleva nada al cabo, sino que ni siquiera se emprende. Todo un tren de pasajeros, bastante valerosos individualmente, puede ser botín de unos cuantos asaltantes, sencillamente porque éstos pueden contar con cada uno de sus colegas, mientras que cualquier pasajero teme que al primer intento de resistencia por su parte, los atacantes le disparen antes de que nadie más haya podido respaldarlo. Si creyéramos que todo el pasaje surgiría a una con nosotros, varias veces no habríamos ya sublevado y nadie intentaría siquiera asaltar los trenes.

Hay, pues, casos en los que un hecho no puede producirse en absoluto si no hay una fe preliminar en su verificación. Y cuando la fe en un hecho puede ayudar a crearlo, sería desquiciada la lógica que afirmara que la fe precursora de la evidencia científica es la "especie ínfima de inmoralidad" en la que puede incurrir un ser pensante. Y sin embargo, ¡ésa es la lógica que los científicos absolutistas pretenden usar como regla de nuestra vida!

Así pues, en verdades que dependen de nuestra actividad personal, la fe basada en el anhelo es ciertamente algo legítimo y posiblemente indispensable.

Pero podría decirse que todos estos casos humanos pueriles, que no tienen nada que ver con los grandes asuntos cósmicos, como el problema de la fe religiosa. Pasemos pues a ella.

Las religiones son tan diferentes en sus aspectos accidentales, que al discutir el problema religioso, debemos hacerlo en un plan muy genérico y amplio. ¿Qué queremos, pues, decir al hablar de la hipótesis religiosa? La ciencia dice que las cosas son; la moral enseña que algunas cosas son mejores que otras; la religión dice esencialmente dos cosas.

En primer lugar, que lo mejor es lo más eterno, lo trascendente, aquello que en el universo lanza, por decirlo así, la última piedra, y que tiene la última palabra. "La perfección es eterna": esta frase de Charles Secrétan parece muy adecuada para expresar esta primera afirmación de la religión, que a todas luces no hemos podido hasta ahora verificar científicamente de ninguna manera.

La segunda afirmación de la religión es que estamos en situación mucho más favorable, aun ahora, si creemos que su primera aseveración es verdadera.

Consideremos ahora cuáles son los elementos lógicos de esta situación en caso que la hipótesis religiosa sea realmente verdadera en sus dos derivaciones. (Huelga decir que hemos de admitir esa posibilidad desde un principio, pues si hemos de estudiar en alguna forma la cuestión, es preciso que constituya una opción viva. Si para alguno de ustedes la religión es una hipótesis que no tiene ninguna posibilidad viva de ser verdadera, la persona que así opine no necesita ir más adelante. Yo me dirijo ahora exclusivamente "al resto susceptible de salvación").

Yendo, pues, adelante, vemos en primer lugar que la religión se presenta como una opción importante. Se supone que mediante nuestra creencia ganaremos aun ahora un cierto bien de importancia vital, o que lo perderemos por nuestra incredulidad.

En segundo lugar, la religión es una opción impuesta, en la medida del bien en cuestión. No podemos eludir la cuestión permaneciendo escépticos y esperando mayor luz; porque, aunque en esa forma evitáramos el error si la religión fuera algo falso, perderíamos el bien si fuera algo verdadero, con la misma seguridad que si positivamente escogiéramos no creer. Es como si un hombre permaneciera indefinidamente indeciso ante el hecho de pedir a una mujer que se casara con él, por no tener la absoluta seguridad de que ella sería un ángel una vez que la introdujera en su casa. ¿No se privaría acaso de esa particular posibilidad de conquistar un ángel, con tanta certeza como si, haciéndola a un lado, fuera a contraer matrimonio con otra?

El escepticismo no es, pues, evitar una opción; es más bien la opción por un determinado riesgo. Es mejor el riesgo de perder la verdad, que exponerse a caer en el error: he aquí la posición exacta de quien pone veto a nuestra fe. Desempeña su papel tan activamente como el creyente el suyo. Respalda el campo contrario a la hipótesis religiosa tanto como el creyente apoya la hipótesis religiosa en contra del campo opuesto. Predicarnos, pues, el escepticismo como un deber, hasta que se tenga "suficiente evidencia" en pro de la religión, es equivalente a decirnos que ante la hipótesis religiosa, sucumbir al temor de su falsedad es preferible y más prudente que ceder a nuestra esperanza de su verdad. No se trata, por tanto, de una lucha entre el entendimiento y las pasiones: se trata simplemente del entendimiento al que una pasión le dicta la ley. Y, ¿qué es lo que verdaderamente garantiza la sabiduría suprema de esta pasión? Engaño por engaño, ¿qué prueba tenemos de que un engaño debido a la esperanza sea peor que uno debido al miedo? Por lo que a mí respecta, no veo ninguna, y sencillamente me niego a obedecer el precepto del científico de imitar su estilo de opción en un caso en el que mi propio interés es suficientemente importante para darme el derecho de escoger mis riesgos personales. Si la religión es verdadera y, sin embargo, la evidencia en favor de ella no es aún suficiente, yo no quiero perder el derecho a la única oportunidad que tengo en la vida de colocarme del lado del ganador, por haber puesto por encima de mi naturaleza ese sofocador, como si después de todo tuviera algo que ver en este asunto. Evidentemente esa oportunidad depende de mi disposición a correr el riesgo que supone actuar como si mi necesidad pasional de considerar el mundo desde el ángulo religioso fuera profética y acertada.

Todo esto en el supuesto de que realmente sea profética y cierta, y de que aun para nosotros que estudiamos el tema, la religión sea una hipótesis viva que pueda ser verdadera.

Ahora bien, para la mayoría de nosotros la religión se presenta en una forma aún más avanzada, que pone un veto aún más ilógico a nuestra fe activa. Nuestras religiones representan el aspecto más perfecto y más eterno del universo como algo que tiene forma personal. El universo deja de ser para nosotros un puro Algo, para ser un Alguien, si somos religiosos. Y cualquier relación que sea posible entre dos personas se hace posible aquí. Por ejemplo, aunque en un sentido somos porciones pasivas del universo, en otro mostramos una curiosa autonomía, como si fuéramos pequeños centros activos por propia cuenta. Sentimos también como si el llamado a la religión fuera dirigido a nuestra buena voluntad activa, como si la evidencia hubiera de negársenos siempre, a menos que aceptáramos salir a medio camino al encuentro de la hipótesis. Voy a valerme de un ejemplo trivial: así como un hombre que en medio de caballeros no tomara iniciativa alguna, exigiera garantías por cada concesión ofrecida, y no creyera en una sola palabra que no fuera probada, se privaría por semejante actitud agreste de todas las recompensas sociales que un espíritu más confiado puede lograr, así en el caso que nos ocupa, aquel que quisiera encerrarse dentro de una hosca logicidad y tratara de obligar a los dioses a arrancarle por la fuerza de la aquiescencia, "a querer o no", pues de otro modo no la prestaría, podría privarse para siempre de la única oportunidad de su vida de tener algún trato con los dioses.

Este sentimiento que nos viene impuesto, no sabemos de dónde, de prestar al universo el mejor servicio de que somos capaces al creer tenazmente en la existencia de dioses, aun cuando el no hacerlo sería tan fácil para nuestra lógica y para nuestra vida, parece formar parte de la esencia viva de la hipótesis religiosa. Si ésta fuera verdadera en todas sus partes, incluyendo ésa, el intelectualismo puro, con su veto contra los avances de nuestra voluntad, sería un absurdo, y lógicamente se requeriría alguna participación de nuestra naturaleza por afinidad. De aquí que yo, por mi parte, no pueda encontrar la forma de aceptar las leyes agnósticas de búsqueda de la verdad, ni estar de acuerdo voluntariamente en mantener mi naturaleza volitiva al margen del asunto. No puedo hacerlo por la sencilla razón de que una regla de pensamiento que me impida absolutamente reconocer cierta clase de verdades que existieran en realidad, sería una regla irracional. Ese es para mí el meollo de la lógica formal de la situación, sea cual fuere la clase de verdades desde un punto de vista material.

Confieso que no veo cómo evitar esta lógica. Pero una triste experiencia me hace temer que algunos de ustedes puedan aún retraerse de afirmar conmigo en abstracto que tenemos derecho a creer a costa propia cualquier hipótesis que sea suficientemente viva para tentar a nuestra voluntad. Pero sospecho que si su actitud es la que temo, ello se debe a que se han alejado del punto de vista lógico abstracto por completo, y piensan, quizá sin advertirlo, en alguna hipótesis religiosa particular que para ustedes es muerta. Aplican al caso de una superstición palmaria la libertad de "creer lo que queremos"; y la fe en que piensan es la que el escolar definía diciendo: "Fe es cuando uno cree en algo que sabe que no es verdadero". Yo no puedo sino repetir que hay una aprehensión errónea.

En concreto la libertad de creer puede abarcar únicamente opciones vivas que el entendimiento del individuo por sí solo no puede resolver; y las opciones vivas nunca parecen un absurdo a aquel que las tiene como objeto de su consideración.

Cuando contemplo la cuestión religiosa tal como realmente se plantea al hombre concreto, y cuando pienso en todas las posibilidades prácticas y teóricas que supone, el precepto de poner un alto a nuestro corazón, nuestros instintos y nuestro valor, y de esperar —por supuesto actuando en el ínterin como si la religión no fuera verdadera, o poco menos—10 hasta el día del juicio o hasta un momento en el que nuestro entendimiento y nuestros sentidos, trabajando de consumo pudieran haber ahondado lo suficiente en la evidencia, ese precepto, repito, me parece el ídolo más insólito que jamás se haya producido en las cavernas filosóficas. Si fuéramos absolutistas escolásticos seríamos más excusables. Si estuviéramos dotados de un intelecto infalible con su certeza objetiva en todos los casos, podríamos considerarnos desleales a un órgano de conocimiento tan perfecto, al no confiar en él de modo exclusivo, al no esperar a que pronunciara su palabra liberadora. Pero si somos empiristas, si no creemos que haya en nosotros una campana que repique para decirnos con certeza cuándo estamos en posesión de la verdad, me parece un destello de ociosa fantasmagoría el predicar tan solemnemente nuestro deber de estas atentos a semejante campana. Efectivamente, podríamos esperar, si lo deseáramos (espero que no piensen que niego semejante posibilidad); pero, si lo hacemos, nos exponemos a un peligro en nada menor que el que supone creer. En uno y otro caso actuamos poniendo nuestra vida de por medio. Ninguno de los dos bandos debe poner vetos al otro, ni lanzarle expresiones insultantes. Al contrario, es nuestro deber respetar profunda y gentilmente la libertad mental de los demás: con ello, lograremos crear la república intelectual, y solamente así tendremos ese espíritu de sincera tolerancia sin el cual toda tolerancia exterior queda desprovista de alma, y que constituye la gloria del empirismo; sólo entonces viviremos y dejaremos vivir a los demás realmente, tanto en el terreno especulativo como en el práctico.

Empecé refiriéndome a Fitz-James Stephen; permítanme terminar con una cita suya: "¿Qué opinión tiene usted de sí mismo? ¿Qué piensa acerca del mundo?... Éstos son temas de los que todos tienen que ocuparse conforme les parezca bien hacerlo... Son enigmas de la Esfinge y, en una u otra forma, hemos de ocuparnos de ellos... En todos los negocios importantes de la vida tenemos que dar un salto en la oscuridad... Si resolvemos dejar los enigmas sin solución, hacemos una elección; vacilar en nuestra respuesta es otra elección; pero sea lo que fuere, por lo que optemos, al elegir asumimos los riesgos... Si un hombre decide volver la espalda completamente a Dios y al futuro, nadie puede impedírselo; nadie puede probarle en forma indubitable que está en un error. Si un hombre piensa demostrarle que está equivocado. A cada cual le corresponde actuar como le parece mejor; si se equivoca, tanto peor para él. Estamos en un paso de montaña, en medio de una tormenta de nieve y de una neblina cegadora, a través de las cuales percibimos de cuando en cuando rastros de senderos que pueden ser engañosos. Si permanecemos inmóviles, nos congelaremos hasta morir. Si tomamos el camino equivocado, nos haremos pedazos. No sabemos con certeza si hay algo bueno. ¿Qué debemos hacer? 'Ser fuertes y obrar virilmente'. Obrar en busca de lo mejor; esperar lo mejor, y recibir lo que venga... Si la muerte pone fin a todo, sepamos que no podíamos morir de mejor manera"11.


¿EXISTE LA CONCIENCIA?12

"Pensamientos" y "cosas" son nombres para dos clases de objetos que el sentido común siempre verá contrapuestos, y siempre pondrá, en la práctica, frente a frente.

La filosofía, reflexionando sobre el contraste, ha dado en el pasado varias explicaciones del hecho, y podemos esperar que tenga otras nuevas para el futuro. Al principio "espíritu" y "materia", "alma y cuerpo" representaban un par de sustancias equipolentes, bastante equiparables en importancia e interés. Pero, un día, Kant socavó los cimientos del alma y sacó a luz el ego trascendental, y desde entonces, la relación bipolar ha quedado desequilibrada.

En nuestros días, el ego trascendental parece significar todo en el campo racionalista, mientras que en el empirista no parece significar nada. En la pluma de escritores tales como Schuppe, Rehmke, Natorp, Münsterberg (al menos en sus primeros casos), Schubert-Soldern y otros, el principio espiritual se atenúa hasta un estado completamente vaporoso, convirtiéndose simplemente en un nombre para el hecho de que se conoce el "contenido" de la experiencia. Pierde forma y actividad personal, que pasan al contenido, y se convierte en una pura Bewusstheit o Bewusstsein überhaupt, de la cual no hay derecho a decir absolutamente nada.

Yo creo que cuando a la "conciencia" se la ha hecho desvanecerse hasta este estado de pura diafanidad, ha quedado a punto de desaparecer por completo. Es el nombre de un no ente, y no tiene derecho a ocupar un lugar entre los primeros principios. Los que aún se aferran a ella, se aferran a un puro eco, el rumor agonizante que queda como estela de un "alma" que se desvanece en la atmósfera etérea de la filosofía.

Durante el año pasado leí numerosos artículos cuyos autores parecían estar precisamente a punto de abandonar la noción de conciencia13 y de reemplazarla por la de una experiencia absoluta no debida a dos factores. Pero no eran suficientemente radicales ni audaces para formular sus negaciones.

Durante los últimos veinte años he sentido desconfianza de la "conciencia" como ente particular; durante los últimos siete u ocho he insinuado a mis alumnos su no existencia, y he tratado de darles el equivalente pragmático de la misma en realidades de la experiencia. Me parece que ha llegado el momento de descartarla abierta y universalmente.

Negar rotundamente que exista la "conciencia" parece tan absurdo, a juzgar por lo que se ve (pues es innegable que existen "pensamientos"), que temo que algunos lectores no sigan adelante. Séame pues lícito explicar inmediatamente que mi intención es negar tan sólo que la palabra signifique un ente, pero insistir al mismo tiempo enérgicamente en aseverar que designa una función. Quiero decir que no hay una materia primordial o cualidad del ser, contrapuesta a aquello de lo que los objetos materiales están hechos, de la cual se elaboren nuestros pensamientos sobre ellos, sino que existe una función en la experiencia que efectúa los pensamientos, y, para su ejecución reclamamos esa cualidad del ser. Esa función es conocer. La "conciencia" se supone necesaria para explicar el hecho de que las cosas no sólo existen, sino que hay información sobre ellas, son conocidas. Quienquiera que borre de su lista de primeros principios la noción de conciencia, tiene el deber de dar cuenta de algún modo de la ejecución de esa función.

I

Mi tesis es que si partimos de la suposición de que no hay más que una materia primordial en el mundo, de la que todas las cosas están compuestas, y si a esa materia la llamamos "experiencia pura", el conocer se explica fácilmente como una especie particular de relación de uno a otro, en la que pueden intervenir partes o porciones de experiencia pura. La relación en sí misma es una parte de experiencia pura; uno de sus "términos" se convierte en el sujeto o portador de conocimiento, es decir, el cognoscente14, y el otro, en el objeto conocido. Pero esto requiere una explicación muy amplia para su intelección.

La mejor forma de hacer inteligible esta postura es compararla con el punto de vista contrario, y para ello podemos tomar el más reciente, que es la posición en la que la evaporación del alma-sustancia ha ido tan lejos como le ha sido posible, sin llegar sin embargo a ser completa. Si el neokantismo ha desterrado formas anteriores de dualismo, nosotros habremos desterrado todas las formas si somos capaces de desterrar el neokantismo mismo.

Para los pensadores que llamo neokantianos, la palabras conciencia hoy no hace más que señalar el hecho de que la experiencia es de estructura irremisiblemente dualista. Significa que lo mínimo que puede realmente existir no es un sujeto ni objeto, sino objeto+sujeto.

Por otro lado, la distinción sujeto-objeto es enteramente diferente de la que hay entre la mente y la materia, entre el alma y el cuerpo. Las almas eran separables, tenían destinos separados; a ellas pueden acontecerles cosas. A la conciencia como tal, no puede acontecerle nada; porque, estando fuera del tiempo, no es más que un testigo de lo que sucede en el tiempo, dentro del cual ella no desempeña ningún papel. En una palabra, no es más que el correlativo lógico del "contenido" en una experiencia cuya peculiaridad es que el hecho sale a la luz en ella, que se verifica la conciencia del contenido.

La conciencia como tal es completamente impersonal; y el "yo" y sus actividades pertenecen al contenido. Decir que yo estoy consciente de mí mismo, o que tengo conciencia de hacer un acto volitivo no significa sino que ciertos contenidos para los que el "yo" y el "esfuerzo de la voluntad" son los nombres no carecen de testigos en su acontecer.

Así pues, para todos los que vienen tardíamente a beber en las fuentes kantianas, deberíamos admitir la conciencia como una necesidad "epistemológica", aun cuando no tuviéramos evidencia directa de su estar ahí.

Pero, por añadidura, casi todos suponen que tenemos una conciencia inmediata de la conciencia misma. Cuando el mundo de los hechos externos deja de estar materialmente presente, y nosotros no hacemos sino traerlo a la memoria o representarlo en la imaginación, se considera que la conciencia se exterioriza y se percibe como una especie de fluir interno impalpable que, una vez que se ha conocido en este tipo de experiencia, puede detectarse igualmente en las representaciones del mundo exterior. Un escritor reciente afirma que "en el momento en que tratamos de fijar nuestra atención sobre la conciencia para ver lo que es, en forma distinta, ella parece desvanecerse. Parece como si tuviéramos delante de nosotros un puro vacío. Cuando tratamos de mirar introspectivamente la sensación de azul, todo lo que logramos ver es el azul mismo; el otro elemento es como si fuera diáfano. Sin embargo, puede distinguirse si lo miramos con suficiente atención y sabemos que hay algo que buscar"15. Otro filósofo dice que "la conciencia (Bewusstheit) es inexplicable y difícilmente descriptible; sin embargo, todas las experiencias conscientes tienen de común que lo que llamamos su contenido tiene esta relación peculiar con un centro cuyo nombre es el 'yo', y únicamente en virtud de esta relación, el contenido es dado o aparece... Aunque en esta forma, la conciencia o relación a un yo es la única cosa que distingue un contenido consciente de cualquier especie de ser que pudiera haber de por medio sin que nadie fuera consciente de él; sin embargo, esta única base de distinción desafía cualquier explicación más profunda. La existencia de la conciencia, aunque sea el factor fundamental de la psicología, puede indudablemente dejarse establecida como cierta, puede sacarse a luz mediante análisis, pero no puede ni definirse ni deducirse de nada que no sea ella misma16

Dice el autor que "puede sacarse a luz mediante análisis". Este supone que la conciencia es un elemento, momento, factor, llámesela como se quiera, de una experiencia de constitución interior esencialmente dualística, de la que, si se abstrae el contenido, queda solo la conciencia, presente a sí misma. En estas condiciones, la experiencia sería muy parecida a una pintura de la que estuvieran hechos todos los grabados del mundo. La pintura tiene una constitución doble, puesto que supone un disolvente17 (aceite, apresto o lo que sea) y una masa de contenido en forma de pigmento suspendida en él. Podemos separar el disolvente haciendo que el pigmento se sedimente; y podemos tener el pigmento solo destacando el aceite o apresto. Nuestra acción en este caso consiste en una sustracción física. Y en el campo que nos ocupa, separamos los dos factores de la experiencia de un modo análogo, mediante sustracción mental: no aislándolos por completo, sino distinguiéndolos lo suficiente para saber que son dos.

II

Lo que yo sostengo es exactamente el reverso de lo que acabamos de decir. La experiencia, en mi opinión, no tiene esa duplicidad interna, y la separación de ella en conciencia y contenido no se produce por vía de sustracción sino de adición: adición a una parte dada concreta de ella, de otras series de experiencias, en contacto con las cuales, el uso o función de aquélla puede ser de dos tipos diferentes.

La pintura puede servirnos también de ejemplo. Conservada en un bote, junto con otras pinturas, en un expendio de ellas, no tiene más uso que ser parte del producto en venta. En cambio, extendido sobre un lienzo y acompañada de otras pinturas, significará un rasgo en el cuadro y desempeñará una función espiritual.

Mi punto de vista es que sólo así, tomada en un contexto de elementos unidos, puede una parte dada de experiencia indivisible desempeñar el papel de cognoscente, de un estado mental, de "conciencia", mientras que en un contexto diferente, la misma porción indivisible de experiencia desempeñará la función de una cosa conocida, de un "contenido" objetivo. En otras palabras, en un contexto, figura como pensamiento; en otro, como cosa. Y, puesto que puede figurar en ambos grupos o contextos simultáneamente, tenemos todo el derecho de hablar de ella como subjetiva y objetiva al mismo tiempo. El dualismo connotado por términos en dos filos tales como "experiencia", "fenómeno", "dato", "Vorfindung" (términos que, al menos en filosofía, tienden más y más a sustituir los unidimensionales de "pensamiento" y "cosa"), ese dualismo, repito, se conserva también en este enfoque, pero con una nueva interpretación, pues, en lugar de ser misterioso y evasivo, se vuelve verificable y concreto. Es un problema de relaciones que se localiza fuera, no dentro, pues se considera la experiencia singular, y puede siempre particularizarse y definirse.

La cuña de ensamble para esta forma más concreta de entender el dualismo la elaboraron Locke y Berkeley: el primero en hacer que la palabra "idea" pudiera significar indiferentemente cosa y pensamiento; el segundo al decir que lo que el sentido común designa como realidades es exactamente lo mismo que el filósofo califica de ideas. Ni Locke ni Berkeley concibieron su verdad respectiva en una claridad plena, pero a mí me parece que el punto de vista que estoy defendiendo hace muy poco más que ser consecuente en llevar adelante el método "pragmático" que ellos fueron los primeros en emplear.

Si el lector considera sus propias experiencias, verá lo que quiero decir. Que comience con una experiencia perceptual, la llamada "representación" de un objeto físico: el que constituye su campo actual de visión, el cuarto donde está sentado, con el libro que está leyendo como centro del mismo; que por el momento maneje este objeto complejo según el sentido común, como algo que "realmente" es lo que parece ser, es decir, un conjunto de cosas materiales aparte de un mundo circundante de otras cosas materiales con las que las primeras tienen relaciones actuales o potenciales.

Ahora bien, al mismo tiempo, son exactamente estas cosas iguales a sí mismas lo que su mente, como solemos decir, percibe; y toda la filosofía de la percepción, a partir de Demócrito, no ha sido sino una disputa prolongada sobre la paradoja de que lo que evidentemente es una realidad única se encuentra simultáneamente en dos lugares: en el espacio exterior y en la mente de una persona.

Las teorías "representativas" de la percepción evitan la paradoja lógica, pero, por otro lado, violan la sensación de la vida que posee el lector, que no tiene noticia de ninguna imagen mental intermediaria, sino que cree ver el cuarto y el libro inmediatamente tal como son en su existencia física.

El enigma de cómo ese cuarto único puede estar en dos partes es en el fondo igual que el de un punto idéntico y único que se encuentra en dos líneas. Este último puede estarlo si se halla situado en la intersección de ellas. Del mismo modo, si la "experiencia pura" del cuarto fuera un lugar de intersección de dos procesos, que lo conectaran con diferentes conjuntos de elementos asociados respectivamente, se le podría tomar en cuenta dos veces, como perteneciente a ambos conjuntos, y podría hablarse de él en forma indefinida, como existente en dos lugares, aun cuando numéricamente permaneciera siendo una cosa única.

Pues bien, la experiencia es un miembro de diversos procesos que pueden seguirse, separados de ella, a lo largo de líneas enteramente diferentes. La cosa única idéntica a sí misma tiene tantas relaciones con el resto de la experiencia, que puede considerarse en sistemas de asociación no relacionados entre sí, y actuarse con ella como algo que pertenece a contextos opuestos. En uno de estos contextos está su "campo de conciencia"; en otro, "el cuarto donde está sentado". La experiencia entra íntegramente en ambos contextos, sin dar lugar a pretextos para que se diga que se adhiere a la conciencia por una de sus partes o aspectos, y a la realidad externa por otro. Ahora bien, ¿qué son los dos procesos dentro de los que la experiencia-cuarto entra de esta manera?

Uno de ellos es la biografía personal del lector; el otro, la historia de la casa de la que el cuarto forma parte. La representación, la experiencia, eso, en una palabra (hasta que decidamos qué es, no debe ser sino un eso), es el último término de una sucesión de sensaciones, emociones, decisiones, movimientos, clasificaciones, expectaciones, etc., que terminan en el presente, y el primer término de una serie de operaciones "interiores" semejantes que se proyectan al futuro, de parte del lector. Por otro lado, el mismo eso es el término ad quem de un gran número de operaciones físicas previas de carpintería, tapicería, amueblado, calefacción, etc., y el término a quo de un gran número de operaciones semejantes futuras, que influirán sobre él cuando se le asigne el destino de un cuarto material.

Las operaciones físicas y las mentales forman conjuntos curiosamente incompatibles. Como cuarto, la experiencia ha ocupado ese sitio y ha tenido ese ambiente circundante durante treinta años. Como su campo de conciencia, tal vez no haya existido nunca antes de ahora. Como cuarto, la observación va adelante, descubriendo incontables detalles nuevos para él. Como puro estado mental del individuo, pocos nuevos se presentarán a su consideración. Como cuarto, se necesitará un terremoto o una brigada de demolición, y en todo caso cierto tiempo, para destruirlo. Como estado subjetivo, un parpadeo de sus ojos o un juego instantáneo de su imaginación será suficiente. En el mundo real, el fuego lo consumirá. En su mente, puede dejar que el fuego juegue con él sin alterarlo. Como objeto exterior, debe pagar cierta cantidad mensual para alojarse en él. Como contenido interior, puede ocuparlo todo el tiempo que quiera, sin pagar renta.

En una palabra, si el individuo lo sigue en la dirección mental, considerándolo junto con sucesos de su biografía personal, exclusivamente, resultarán verdaderas acerca de él toda clase de cosas que son falsas, y falsas todas las que son verdaderas si lo considera como cosa real experimentada, lo sigue en la dirección material, y lo relaciona con lo que se le asocia en el mundo exterior.

III

Hasta ahora todo parece navegar en una balsa de aceite. Pero mi tesis tal vez resulte menos plausible al lector cuando pase de las percepciones a los conceptos o del caso de las cosas representadas al de las remotas. A pesar de todo, creo que también ahí es válida la misma ley. Si tomamos las copias conceptuales, recuerdos o imaginaciones, todos son también, en su primera intención, simples porciones de experiencia pura y, como tales, únicos, esos que actúan en un contexto como objetos y en otro como estados mentales. Al decir que los tomemos en su primera intención quiero dar a entender que ignoremos su relación con posibles experiencias perceptuales con las que pueden estar relacionados, a las que pueden producir y en las que pueden terminar, y las que puede suponerse que "representen". Considerándolos primero en esta forma, limitamos el problema a un mundo que es nada más "pensado", y no directamente sentido o visto. Este mundo, exactamente igual que el de las percepciones, viene a nosotros al principio como un caos de experiencias, pero las líneas del orden no tardan en dibujarse. Descubrimos que cualquier pequeña porción de él que podamos separar como ejemplo está relacionada con distintos conjuntos de elementos asociados, tal como lo están nuestras experiencias perceptuales, que estos elementos asociados se vinculan a esa porción mediante relaciones diversas18, y que uno forma la historia íntima de una persona, mientras el otro actúa como mundo impersonal "objetivo", sea espacial y temporal, o puramente lógico o matemático, o en todo caso "ideal".

El primer obstáculo de parte del lector para ver que estas experiencias no perceptuales tienen tanta objetividad como subjetividad, se deberá probablemente a la intromisión en su mente de percepciones, de ese tercer grupo de asociados, con los que las experiencias no perceptuales tienen relaciones y a los que "representan" en su totalidad, en una relación de pensamientos a cosas. Esta importante función de las experiencias no perceptuales complica y confunde la cuestión; porque, estamos tan acostumbrados a tratar las percepciones como las únicas realidades genuinas, que de no ponerlas fuera de discusión, tendemos a soslayar por completo la objetividad que radica en las experiencias no perceptuales por sí mismas. Las tratamos, siendo como son "conocedoras" de percepciones, como subjetivas de todo a todo, y decimos que están constituidas íntegramente de ese material llamado conciencia, usando aquí este término para designar una especie de ente según el estilo que estoy tratando precisamente de refutar19.

Abstrayéndonos, pues, completamente de los objetos percibidos que hemos llamado percepciones, mi punto de vista es que cualquier experiencia singular no perceptual tiende a ser considerada dos veces, lo mismo que la experiencia perceptual, figurando en un contexto como objeto o campo de objetos, y en otro como estado de la mente: todo esto sin la mínima división interna de parte de ella, en conciencia y contenido. En una consideración es todo conciencia, y, en otra, todo contenido.

He encontrado esta objetividad de las experiencias no perceptuales, este perfecto paralelismo en materia de realidad entre lo que se siente en el momento presente y lo que se piensa en un momento remoto, tan bien expuestos en una página del Grundzüge, de Münsterberg, que me limito a citar sus propias palabras:

"Yo puedo solamente pensar en mis objetos; sin embargo, en mi pensamiento vivo, éstos están ante mí exactamente como lo estarían si fueran objetos percibidos, no importa cuán diferentes puedan ser en su génesis los dos modos de aprehenderlos. El libro que se encuentra aquí sobre la mesa, delante de mí, y el libro del cuarto contiguo en el que estoy pensado y tengo la intención de tomar, son para mí, en el mismo sentido, realidades dadas; realidades que reconozco y que tomo en cuenta. Si ustedes coinciden conmigo en decir que el objeto perceptual no es una idea dentro de mí, sino que objeto de percepción y cosa, que son un uno sin distinción, se experimentan realmente ahí, afuera, ustedes no pueden creer que el objeto puramente pensado esté escondido recónditamente dentro del sujeto pensante. El objeto en el que pienso, y de cuya existencia tengo conocimiento, sin permitir que obre actualmente sobre mis sentidos, ocupa su lugar definido en el mundo exterior tanto como el objeto que yo veo directamente.

"Lo que es cierto del aquí y del allá, es verdadero también del ahora y del después. Tengo noticia de la cosa presente y percibida, pero la tengo también de la cosa que ayer estaba y ahora ya no, pero que yo recuerdo. Una y otra pueden determinar mi conducta presente; ambas son partes de la realidad que yo tengo en cuenta. Es verdad que hay mucho del pasado de lo que yo no tengo certeza, así como tampoco la tengo de mucho del presente, si no lo percibo más que confusamente. Pero el intervalo de tiempo como principio no altera mi relación con el objeto, no lo transforma, convirtiéndolo de objeto conocido en estado mental... Las cosas de este recinto, de las que puedo pasar revista, y las de mi casa distante, en las que pienso; las cosas del minuto presente y las de mi ya remota juventud, influyen sobre mí y me determinan en la misma forma, con una realidad que mi experiencia de ella siente directamente. Ambas forman mi mundo real, lo hacen directamente; no tienen que introducirse primero en mí y tener como medianeras ideas de aquí y ahora surgen dentro de mí... Este carácter de 'no mío' de mis reflexiones y expectaciones no significa que los objetos externos de los que soy consciente en esas experiencias, deban estar ahí necesariamente también para los demás. Los objetos de los soñadores y personas alucinadas carecen absolutamente de validez general. Pero aun cuando fueran centauros y montañas de oro, estarían 'ahí fuera' en esa región de encanto, pero no 'dentro' de nosotros mismos"20.

Ésta es ciertamente la forma inmediata, primaria, ingenua o práctica de considerar nuestro mundo pensado. De no haber un mundo perceptual que sirviera para "reducir" aquél a éste, en el sentido en que hablaba Taine, siendo más "fuertes" y más genuinamente "exteriores" (pues el mundo puramente pensado parece todo él débil e interior en comparación con el otro), nuestro mundo del pensamiento sería el único, y gozaría de completa realidad en nuestra convicción. Esto sucede realmente en nuestros sueños y cuando soñamos despiertos, mientras los objetos percibidos no nos interrumpen.

Y sin embargo, así como el cuarto que vemos (para volver a nuestro último ejemplo) es también un campo de conciencia, así el cuarto concebido o reflexionado es también un estado de la mente; y la duplicación de la experiencia tiene en ambos casos bases semejantes.

El cuarto en el que pensamos tiene numerosas asociaciones con muchas cosas pensadas. Algunas de estas asociaciones son inconstantes; otras, estables. En la historia personal del lector, el cuarto ocupa una fecha señalada: quizá él lo vio una sola vez, hace un año. En cambio, constituye un elemento permanente de la historia de la casa. Algunas asociaciones tienen la curiosa tenacidad —lo diré usando la frase de Royce— del hecho; otras revelan la fluidez de la fantasía: las dejamos ir y venir como nos place. Vinculado al resto de la casa en la que está, al nombre de la población, al del propietario, al del constructor, al valor, al plan ornamental, el cuarto tiene un arraigo, y si tratamos de desprenderlo de esos vínculos, tiende a volver a ellos y a reafirmarse en ellos enérgicamente21. En un palabra, con estos asociados tiene cohesión, mientras que con otras casas, otras poblaciones, otros propietarios, etc., no manifiesta ninguna tendencia cohesiva en absoluto. Los dos conjuntos de elementos asociados, primero los coherentes y después los distantes, acaban por contraponerse inevitablemente. Damos al primer conjunto el nombre de sistema de realidades externas, en cuyo seno, el cuarto, como "real", existe; al otro lo llamamos corriente de nuestro pensamiento interior, en el que flota por un momento, como "imagen mental"22. El cuarto, pues, una vez más, entra en la cuenta dos veces. Desempeña dos papeles diferentes, porque es Gedanke y Gedachtes: el pensamiento de un objeto y el objeto pensado: ambos a un mismo tiempo, y todo sin paradoja o misterio, exactamente del mismo modo que una idéntica cosa material puede ser baja y alta, pequeña y grande, mala y buena, debido a sus relaciones con partes opuestas de un mundo circundante.

Como "subjetiva", decimos que la experiencia representa: como "objetiva", es representada. Lo que representa y lo representado son aquí numéricamente lo mismo; pero hemos de recordar que en la experiencia per se no reside ningún dualismo de ser representado y representar. En su estado puro, o aislada, no hay ningún dividirse de la misma en conciencia y aquello "de lo que" hay conciencia. Su subjetividad y objetividad son solamente atribuidos funcionales, que solamente se advierten cuando la experiencia "se considera", es decir, se habla de ella doblemente, considerándola según sus dos diversos contextos respectivamente, por medio de una nueva experiencia retrospectiva, de la que toda aquella complicación pasada forma ahora el contenido fresco y lozano.

El campo instantáneo del presente es en todo momento lo que yo llamo experiencia "pura". Por lo pronto es sólo virtual o potencialmente objeto o sujeto. Por el momento no es más que simple actualidad o existencia no calificada, un puro eso. Por supuesto, en esta plena proximidad inmediata, es válido: está ahí, actuamos sobre ello; y el duplicarlo en la retrospección que lo hace un estado mental y una realidad perseguida a través de él, es precisamente una de estas actuaciones. El "estado mental" que es el primero que se trata como tal en la retrospección, quedará confirmada o rectificado, y la experiencia retrospectiva a su vez pasará por el mismo proceso; pero la experiencia inmediata, en su curso, es siempre "verdad"23, verdad práctica: algo sobre lo que se actúa, en virtud de su propio movimiento. Si en ese momento y lugar el mundo hubiera de extinguirse como la llama de una vela, permanecería entonces la verdad absoluta y objetiva, porque sería "la última palabra", no habría quien la criticara, y nadie opondría ya el pensamiento de ella a la realidad indicada24.

Creo que en este momento puedo decir que he planteado mi tesis con claridad. La conciencia connota una especie de relación externa y no denota un material determinado o una forma de ser. La peculiaridad de nuestras experiencias, de no solamente ser, sino ser conocidas, para cuya explicación se recurre a su cualidad "consciente", se explica mejor por su relaciones recíprocas, que son a su vez experiencias.


EMPIRISMO RADICAL25


I. EMPIRISMO RADICAL

Doy el nombre de "empirismo radical" a mi Weltanschauung (visión de la vida). El empirismo se conoce como opuesto al racionalismo. Este último tiende a poner el acento sobre los universales y a hacer el todo anterior a las partes tanto en el orden lógico como en el del ser. El empirismo, por el contrario, coloca la fuerza explicativa en la parte, en el elemento, en el individuo, y considera el todo como conjunto, y el universal como abstracción. De acuerdo con este enfoque, mi descripción empieza en las partes y hace del todo un ser de segundo orden. Es esencialmente una filosofía de mosaico, una filosofía de hechos plurales como la de Hume y sus descendientes, que no relacionan estos hechos ni con Sustancias en las que se hallan inherentes, ni con una Mente Absoluta que los creó como sus objetos. Sin embargo, mi filosofía difiere de la de Hume en un aspecto particular que me hace añadir al nombre de empirismo el epíteto de radical.

Para ser radical, un empirismo debe, por un lado, no admitir en su construcción ningún elemento que no sea experimentado directamente, y por otro, no rechazar ningún elemento que sea objeto de experiencia directa. Para este tipo de filosofía, las relaciones que conectan las experiencias deben a su vez ser relaciones experimentadas, y cualquier clase de relación experimentada debe ser considerada tan "real" como cualquier otra cosa en el sistema. Sin duda alguna, los elementos pueden distribuirse de nuevo, puede rectificarse la posición original de las cosas, pero es preciso encontrar un lugar real para toda clase de objeto experimentado, ser término o relación, en el arreglo filosófico final.

Ahora bien, el empirismo ordinario ha mostrado siempre una tendencia a hacer a un lado las conexiones de las cosas y a insistir principalmente en los factores de disyunción, a pesar del hecho de que las relaciones conjuntivas y disyuntivas se presentan como partes plenamente coordinadas de la experiencia. Ejemplos de lo que estoy diciendo los encontramos en el nominalismo de Berkeley; en la aseveración de Hume de que todas las cosas que distinguimos están tan "independientes y separadas" como si no tuvieran "forma alguna de conexión"; en el punto de vista de James Mill, que niega que las cosas semejantes tengan "realmente" algo en común; en la resolución del vínculo causal en una secuencia habitual; en la exposición que hace John Mill tanto de las cosas físicas como del yo personal como compuestos de posibilidades discontinuas; y en la pulverización general de toda Experiencia por la asociación y la teoría del polvo de la mente.

El resultado natural de esta imagen del mundo han sido los esfuerzos del naturalismo por corregir sus incoherencias añadiendo agentes transexperienciales de unificación, sustancias, categorías y energías intelectuales y supósitos personales. Pero, si el empirismo se hubiera limitado a ser radical y a considerar todas las cosas que se presentan sin prejuicio desfavorable, la conjunción lo mismo que la separación, tanto una como otra al pie de la letra, los resultados no hubieran requerido semejante corrección artificial. El empirismo radical, tal como yo lo entiendo, hace la debida justicia a las relaciones conjuntivas, sin necesidad de considerarlas, según la tendencia habitual del racionalismo, como siendo verdaderas en un plano trascendente, como si la unidad de las cosas y su variedad pertenecieran a órdenes de verdad y vitalidad totalmente diversos.


II. RELACIONES CONJUNTIVAS

Las relaciones tienen diferentes grados de intimidad. Estar simplemente "con" otro en un universo de raciocinio es la relación más externa que pueden tener los términos, y parece no implicar nada en absoluto en cuanto a ulteriores consecuencias. A continuación vienen la simultaneidad y el intervalo temporal; después, la contigüidad espacial y la distancia. Más adelante, la semejanza y la diferencia, que traen consigo la posibilidad de muchas derivaciones. Luego, las relaciones de actividad, que enlazan los términos en series que implican cambio, tendencia, resistencia y, en general, el orden causal. Por fin, la relación experimentada entre términos que constituyen estados mentales y son inmediatamente conscientes de la continuidad entre uno y otro. La organización del Yo personal como un sistema de recuerdos, propósitos, esfuerzos, logros o fracasos, cae dentro de estas relaciones, que son las más íntimas de todas, y cuyos términos en muchos casos parecen realmente compenetrarse y fundirse cada uno en el ser del otro.

La filosofía siempre se ha vuelto hacia las partículas gramaticales. Con, cerca, a continuación, semejante, procedente de, hacia, contra, porque, por, mediante, mío: estas palabras designan tipos de relación conjuntiva, dispuestas a bulto en orden ascendente de intimidad e inclusión. A priori podemos imaginar un universo con muchos "con" pero sin ningún "a continuación"; o uno de muchos "a continuación" pero sin ningún "semejante a"; o de "semejante a" pero sin actividad, o de actividades sin propósito, o de propósitos sin ningún "yo". Todos éstos serían universos que tendrían cada uno por su propio grado de unidad. El universo de la experiencia humana, por razón de una u otra de sus partes, pertenece a todos y cada uno de estos grados. Si goza o no de algún grado aún más absoluto de unión, es algo que no se pone de manifiesto en la superficie.

Tomado como efectivamente aparece, nuestro universo es caótico en alto grado. No hay un solo tipo de conexión que enlace todas las experiencias que lo componen. Si consideramos las relaciones espaciales, no logran compaginar las mentes en un sistema regular. Causas y propósitos no tienen vigencia más que entre determinadas series de hechos. La relación del yo se presenta sumamente limitada y no vincula dos "yo" personales diferentes. A primera vista, si se compara el universo del idealismo absoluto a un acuario, en el que nadan carpas de oro, habría que comparar el universo empirista a algo más parecido a una de esas cabezas humanas desecadas con las que los dayaks de Borneo engalanan sus viviendas. El cráneo forma un núcleo sólido; pero de él cuelgan, flotando al aire incontables plumas, hojas, cordones, granulillos y toda clase de colgajes indescriptibles que, salvo por el hecho de que terminan en el cráneo, no tienen nada que ver uno con otro. Así, mis experiencias y las de ustedes flotan y cuelgan, terminando, es verdad, es un núcleo de percepción común, pero permaneciendo en su mayor parte unas fuera de la vista de otras, sin importancia recíproca y sin poder imaginarse entre sí. Esta intimidad imperfecta, esta mezquina relación de muchos "con" entre algunas partes de la suma total de la experiencia y otras, es el hecho que el empirismo ordinario señala con demasiado énfasis en contra del racionalismo, pues este último siempre tiende a ignorarlo indebidamente. En cambio, el empirismo radical es tan justo con la unidad como con la falta de conexión. No ve razón para considerar a ninguna de las dos como ilusorias. Atribuye a cada una su ámbito definido de descripción, y está de acuerdo en reconocer que parece haber fuerzas reales en funciones que tienden, con el tiempo, a producir una unidad mayor.

La relación conjuntiva que ha acarreado mayores problemas a la filosofía es la transición coconsciente, llamémosla así, en virtud de la cual, una experiencia pasa a otra, cuando ambas pertenecen a la misma persona. Por lo que toca a los hechos, no hay nada que decir. Mis experiencias y las del lector están unas "con" otras en varias formas externas, pero las mías pasan a ser mías, y las suyas suyas, de una manera tal que las suyas y las mías nunca pasan de una a otra. Dentro de cada una de nuestras historias personales, sujeto, objeto, interés y propósito son o pueden ser continuos26. Las historias personales son procesos de cambio en el tiempo, y el cambio mismo es una de las cosas experimentadas inmediatamente. "Cambio" en este caso significa transición continua, opuesta a la discontinua. Pero la transición continua en es una especie de relación conjuntiva; y ser empirista radical significa aferrarse a esta relación conjuntiva con preferencia a todas las demás, porque éste es el punto estratégico, la posición a través de la cual, si se hiciera una perforación, pasarían a verterse en nuestra filosofía todas las corrupciones de la dialéctica y todas las ficciones de la metafísica. Aferrarse a esta relación significa tomarla al pie de la letra, ni más ni menos; y esto a su vez quiere decir, ante todo, tomarla tal como la sentimos, y no confundirnos con discursos abstractos acerca de ella, en los que ponemos de por medio palabras que nos conducen a inventar concepciones secundarias con el fin de neutralizar lo que ellas sugieren y de hacer que nuestra experiencia actual parezca una vez más, racionalmente posible.

Lo que yo siento sencillamente cuando un momento posterior de mi existencia sucede a uno anterior es que, aunque sean dos momentos, la transición de uno a otro es continua. En este caso, la continuidad es una especie definida de experiencia; tan definida como la experiencia de la discontinuidad, que me parece inevitable cuando trato de hacer la transición de una experiencia mía personal a una del lector. En este último caso, tengo que entrar y salir una y otra vez, para pasar de una cosa vivida a otra solamente concebida, y la interrupción se advierte y experimenta positivamente. Aunque las funciones ejercidas por mi experiencia y la del lector puedan ser las mismas (por ejemplo, los mismo objetos conocidos y los mismos propósitos perseguidos), sin embargo, la igualdad en este caso tiene que comprobarse expresamente (y con frecuencia con dificultad e incertidumbre), después de haber sentido la ruptura. En cambio, al pasar de uno de mis momentos personales a otro, la igualdad de objeto y de interés es ininterrumpida, y tanto la experiencia anterior como la posterior se refieren a cosas vividas directamente.

No existe otra naturaleza, ni otra quididad que esta ausencia de ruptura y este sentido de continuidad en esta relación conjuntiva, la más íntima de todas: el paso de una experiencia a otra, cuando ambas pertenecen a la misma persona. Y esta quididad es "contenido" real, empírico, exactamente lo mismo que la quididad de la separación y la continuidad es un contenido real en el caso contrario. En la práctica, experimentar el continuo personal propio en esta forma viva es conocer los originales de las ideas de continuidad y de igualdad, saber la cosa cuyo lugar ocupan las palabras concretamente, poseer todo lo que ellas podrían significar. Pero todas las experiencias tienen sus condiciones, y los entendimientos demasiado sutiles, pensando sobre los hechos en el caso que nos ocupa y preguntándose cómo pueden ser posibles, han terminado por sustituir numerosos objetos estáticos de concepción por experiencias perceptuales directas. Así, han dicho: "La igualdad debe ser una identidad numérica rígida: no puede ir pasando de una cosa a la siguiente. La continuidad no puede significar pura ausencia de ruptura; porque, si se dice que dos cosas están en contacto inmediato, ¿cómo pueden ser dos en el contacto? Si, por otro lado, se pone una relación de transición entre ellas, eso en sí mismo es una tercera cosa, y necesitar relacionarse o ligarse con sus términos, de donde resultaría un proceso al infinito", etc., etc. El resultado ha sido que entre una dificultad y otra, las dos escuelas han arrojado el descrédito sobre la sencilla experiencia conjuntiva: los empiristas, dejando las cosas perpetuamente desarticuladas, y los racionalistas, remediando la separación mediante sus Absolutos o Sustancias o cualesquiera otros agentes ficticios de unión que puedan haber empleado. De toda esta artificialidad no puede salvarnos más que un par de simples reflexiones: primera, que las conjunciones y separaciones en todos los casos son fenómenos coordinados que, si consideramos las experiencias al pie de la letra, deben tomarse como igualmente reales; y segunda, que si insistimos en ver las cosas como realmente separadas cuando se nos dan como unidas de forma continua, apelando, cuando se exige la unión, a principios transcendentales para superar la separación que hemos dado por cierta, debemos estar dispuestos a efectuar el acto contrario. Debemos apelar también a principios superiores de desunión, para lograr que nuestras disyunciones puramente experimentadas sean más verdaderamente reales. Si no lo logramos, es nuestro deber dejar que las continuidades originalmente dadas se mantengan sobre su base propia. No tenemos ningún derecho a ser parciales o a cambiar caprichosamente de frío a caliente...


UN UNIVERSO PLURALISTA27

Interpretado pragmáticamente, el pluralismo o doctrina de la existencia de muchas cosas significa simplemente que las varias partes de la realidad pueden relacionarse externamente. Cualquier cosa en la que se pueda pensar, por vasta o limitada que sea, tiene en la concepción pluralista, un ambiente circundante genuinamente "externo" sujeto en alguna forma a la cantidad. Las cosas están "con" otras de muchas maneras, pero nada incluye todas las cosas, ni domina sobre todas ellas. La palabra "y" va siempre detrás de toda frase. Siempre se escapa algo. Siempre hay que decir un "no del todo" al hablar de los mejores intentos que jamás se hayan hecho para llegar a lo que abarca todo. El mundo pluralista es pues más parecido a una república federal que a un imperio o un reino. Por mucho que se reúna, por mucho que sea haga presente en cualquier centro efectivo de conciencia o acción, queda siempre algo que se autodetermina, que permanece ausente y no se reduce a la unidad.

El monismo, en cambio, insiste en afirmar que cuando se llega hasta la realidad como tal, hasta la realidad de realidades, todo está presente a todo lo demás en una vasta e instantánea integridad de coimplicación: nada puede en ningún sentido, funcional o sustancial, estar realmente ausente de ningún otro ser: todas las cosas se compenetran recíprocamente y se introducen una en otra en la gran confluencia total.

El pluralismo no nos exige que admitamos como constitutivo de la realidad sino lo que nosotros mismos constatamos que se realiza empíricamente en cada mínima porción de vida finita. Lo que, en pocas palabras, significa que nada real es absolutamente simple, que cualquier insignificante porción de experiencia es un multum in parvo con múltiples relaciones, que cada relación es un aspecto, carácter o función, un modo de considerarse, o una forma en que esa realidad considera alguna otra; y que cuando esa porción de la realidad interviene activamente en una de esas relaciones, no por ese mismo hecho interviene simultáneamente en todas las demás relaciones. No todas las relaciones son entre sí solidarias, para usar la expresión francesa. Una cosa puede tomar o dejar otra, sin perder su identidad; como el tronco de que hablé, que al tomar nuevos cargadores y dejar los viejos puede ir a cualquier parte con un equipo ligero.

En cambio, para el monismo todas las cosas, lo advirtamos o no, arrastran consigo el universo entero, sin dejar nada. El tronco sale y llega sobre los hombres de todos sus acarreadores. Si algo llegara a desconectarse una vez, nunca podría conectarse de nuevo, según el monismo. La diferencia pragmática entre los dos sistemas es, pues, bien definida: si a está una vez fuera del campo visual de b o fuera de su alcance, o en una palabra, "fuera" de b por completo, según el monismo, deberá permanecer siempre así: a y b no podrán juntarse nunca. En cambio, el pluralismo admite que en otra ocasión podrán funcionar juntos o conectarse de alguna manera. El monismo no da lugar a eso que llamamos "otras ocasiones" en realidad: en lo real, o realidad absoluta, eso es.

La diferencia que trato de describir, como ustedes ven, equivale sencillamente a la diferencia entre lo que antes llamé cada forma y toda la forma de la realidad. El pluralismo deja que las cosas existan en cada forma, es decir, distributivamente. El monismo enseña que toda la forma o la forma unidad-colectiva es la única forma racional. La postura de toda la forma no permite tomar ni dejar conexiones, porque en el todo las partes están esencial y eternamente coimplicadas. En cambio, en la postura de cada forma, una cosa puede estar conectada por otras intermediarias con alguna con la que no tiene relación inmediata o esencial. En todo tiempo está, pues, en estado de muchas posibles conexiones, que no se actualizan necesariamente en el momento, sino que dependen del sendero de intermediación por el que la cosa penetre de modo funcional: la palabra "o" designa una realidad genuina. Así, mientras hablo aquí, puedo mirar hacia delante o hacia la derecha o hacia la izquierda, y en todos los casos, el espacio intermedio, el aire y el éter me permiten ver las fisonomías de una parte diferente de mi auditorio. Mi presencia aquí es independiente de cualquiera de estos grupos de rostros.

Aun cuando "cada forma" fuera la forma eterna de la realidad tal como es la forma de su existir temporal, todavía tendríamos un mundo coherente, y no una incoherencia encarnada, como reza la acusación de tantos absolutistas. Nuestro "multiuniverso" sigue constituyendo un "universo"; porque cada una de sus partes, aunque posiblemente no esté en conexión actual o inmediata, está sin embargo, en alguna relación posible o mediata con todas las demás, por muy remotas que se las suponga, mediante el hecho de que cada parte se vincula con sus inmediatas vecinas en una fusión recíproca inseparable. Hemos de aclarar que el tipo de unión de que hablamos es distinto del alleinheit monístico. No es una coimplicación universal o integración de todas las cosas durcheinander. Es lo que yo llamo tipo conformidad, es decir, el tipo de continuidad, contigüidad o concatenación. Si prefieren los términos griegos, pueden llamarlo el tipo sinequístico. En todos los casos ustedes observan que constituye una alternativa de concepción bien definida contrapuesta a la unidad absoluta de todas las cosas en una, que es la fórmula presentada por el monismo. Ustedes ven también que se mantiene en pie o se derrumba a una con la noción que tanto me he esforzado en defender de la unión en todos los aspectos de las mínimas partículas de experiencia adyacentes, de la confluencia de todos los momentos pasajeros de experiencia concretamente sentido con sus vecinos inmediatamente próximos. El reconocimiento de este hecho de la concurrencia de los datos contiguos entre sí en la experiencia concreta, al grado de que todos los cortes aislantes que hagamos se consideren productos artificiales de la facultad de conceptualizar, es lo que distingue el empirismo que llamo "radical" del fantasma del empirismo de los críticos racionalistas tradicionales, al que, con razón o sin ella, se acusa de fraccionar la experiencia en sensaciones atomistas, incapaces de unión entre sí, hasta que un principio puramente intelectual las coja al vuelo desde lo alto y las acomode en sus propias categorías conjuntivas.

He aquí pues la sencilla y llana alternativa que les brindo, y el misterio íntegro de la diferencia entre el pluralismo y el monismo, con la mayor claridad de que he sido capaz en esta ocasión. Formulado de la manera más concisa, ¿es la multiplicidad en unidad, que indudablemente caracteriza el mundo que habitamos, una propiedad exclusiva del total absoluto de las cosas, de modo que sea necesario postular ese todo único enorme como el existente prius (con anterioridad) a todo lo que signifique multiplicidad? Dicho en otras palabras, ¿será necesario partir del universo-bloque de los racionalistas, entero, sin atenuantes, y acabado? ¿O, podrán, en cambio, los elementos finitos tener sus propias formas primordiales de multiplicidad en unidad, y cuando no posean la unidad inmediata, ser capaces sin embargo de continuarse uno con otro por términos intermediarios tales que cada cual sea uno con el término que le sigue inmediatamente y, a pesar de todo, la "unidad" total nunca llegue a ser absolutamente completa?

La disyuntiva es definitiva. Por otro lado, me parece que sus dos miembros constituyen llamados éticos pragmáticamente diversos: al menos podrían ser así para ciertos individuos. Ahora bien, si ustedes consideran el miembro pluralista intrínsecamente irracional, contradictorio y absurdo, yo ahora no tengo nada más que decir en su defensa. Habiendo hecho lo que estaba en mi mano en mis clases precedentes para quitar el filo a las reductiones ad absurdum del intelectualismo, debo ahora dejar en manos de ustedes el problema. Diga yo lo que diga, cada uno de ustedes tendrá la libertad de aceptar el pluralismo o rechazarlo, según su propio sentido de racionalidad se lo sugiera o lo impulse a obrar. Lo único en que insisto enfáticamente es que se trata de una hipótesis plenamente coordenada con el monismo. Este mundo, en último análisis, puede ser un universo-bloque; pero también puede ser un universo de conformidad, no rotundo y cerrado. La realidad puede existir en forma distributiva, tal como en realidad parece a nuestros sentidos. Es en esta posibilidad en la que sí me permito insistir...  



Notas

1. The Varieties of Religious Experience: A Study in Human Nature, N. Y., Collier Books, 1961, p. 21. Hay trad. esp. con el título Las variedades de la experiencia religiosa, 1945.

2. Alocución ante la Unión Filosófica de la Universidad de California, 26 de agosto de 1898. Impresa después en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, vol. I (1904), como "The Pragmatic Method".

3. The Foundations of Belief, p. 30.

4. La sexta clase de un curso de ocho lecciones sobre "Pragmatismo", dado en el Instituto Lowell de Boston, en noviembre-diciembre de 1906. Reimpreso en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Method, vol. IV, n. 6 (1907), pp. 141-155.

5. A. E. Taylor, Philosophical Review, Vol. XIV, p. 288.

6. H. Rickert, Der Gegenstand der Erkenntnis, capítulo sobre "Die Urtheilsnoth-wendigkeit".

7. No he olvidado que hace tiempo el profesor Rickert abandonó la noción de que la verdad se fundara en la conformidad con la realidad. La realidad, según él, es todo lo que está de acuerdo con la verdad, y ésta se funda solamente en nuestro deber primordial. Este vuelo fantástico, junto con la cándida confesión de fracaso del señor Joachim en su libro The Nature of Truth me parecen marcar la bancarrota del racionalismo cuando se ocupa de este tema. Naturalmente, no puedo extender mi tema de una clase de divulgación hasta semejantes laberintos.

8. "The Will to Believe" publicada en The New World, junio de 1896. Reimpresa después en la obra The Will to Believe, N. Y.: Longmans, Green, 1896. Hay trad. esp. con el título La voluntad de creer, 1922.

9. Compárese con el ensayo de Wilfrid Ward, "The Wish to Believe", en su Witnesses to the Unseen, Macmillan & Co., 1893.

10. Puesto que la convicción se mide por la acción, quien nos prohíba creer que la religión es verdadera, necesariamente nos prohíbe actuar como deberíamos si así lo creyéramos. La única defensa de la fe religiosa gira en torno a la acción. Si la acción requerida o inspirada por la hipótesis religiosa no es en manera alguna diferente de la que dicta la hipótesis naturalista, la fe religiosa es una pura superfluidad, que sería mejor arrancar, y la controversia sobre su legitimidad no es más que una ociosa baratija, indigna de mentes serias. Por supuesto, yo por mi parte creo que la hipótesis religiosa da al mundo una expresión que determina específicamente nuestras reacciones, y las hace en gran parte muy distintas de lo que serían en un marco puramente naturalista de creencias.

11. Liberty, Equality, Fraternity, p. 353, 2ª edición, Londres, 1874.

12. Tomado de The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, Vol. I (1904), pp. 477-486, 490-491.

13. Artículos escritos por Baldwin, Ward, Bawden, King, Alexander y otros. El Dr. Perry se extralimita definitivamente.

14. En mi Psychology he tratado de demostrar que no necesitamos más cognoscente que "el pensamiento pasajero".

15. G. E. Moore: Mind, Vol. XII, N. S., p. 450.

16. Paul Natorp: Einleitung in die Psychologie, 1888, pp. 14, 112.

17. "Hablando en un sentido figurado, puede decirse que la conciencia es el disolvente o vehículo universal en el que se contienen las diferentes clases de hechos y acciones psíquicas, ya en forma velada, ya en forma manifiesta". G. T. Ladd: Psychology, Descriptive and Explanatory, 1894, p. 30.

18. Aquí, lo mismo que en cualquier otra parte, las relaciones son por supuesto experimentadas, miembros de la misma multiplicidad originalmente caótica de experiencia no perceptual, de la que los mismos términos relacionados son partes.

19. En un artículo posterior diré algo sobre la función representativa de la experiencia no perceptual en su integridad: ella nos lleva a adentrarnos demasiado en la teoría general del conocimiento, pues hay mucho que decir sobre ella para un artículo tan corto como éste.

20. Grundzüge der Psychologie, Vol. I, p. 48.

21. Cf. A. L. Hodder: The Adversaries of the Skeptic, N. Y., 1899, pp. 94-99.

22. Por motivos de simplificación, limito mi exposición a la realidad "externa". Pero existe también el sistema de realidad ideal, en el que el cuarto desempeña su papel. Relaciones de comparación, de clasificación, de orden en la serie, de valor, son también tenaces, asignan un lugar definido al cuarto, a diferencia de las incoherencias de sus lugares en la pura rapsodia de nuestros pensamientos sucesivos.

23. Nótese la ambigüedad de este término, que a veces se toma objetivamente y otras subjetivamente.

24. En la Psychological Review de julio de este año, el Dr. R. B. Perry ha publicado un concepto de la conciencia que se acerca más al mío que ningún otro de los que conozco. En la actualidad, piensa el Dr. Perry, todo campo de la experiencia es con mucho "hecho". Se vuelve "opinión" o "pensamiento" sólo en la retrospección, cuando una experiencia fresca y reciente, al pensar en el mismo objeto, lo altera y corrige. Pero la experiencia correctora se vuelve a su vez corregida, y así, la experiencia en su totalidad es un proceso en el que, lo que originalmente es objetivo, se vuelve para siempre subjetivo, se convierte en nuestra aprehensión del objeto. Recomiendo encarecidamente a mis lectores el admirable artículo del Dr. Perry.

25. Tomado de "A World of Pure Experience", The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, Vol. I (1904), pp. 434-437.

26. Los libros de psicología han descrito recientemente los hechos referentes a este tema con bastante prioridad. Puedo remitir a los capítulos sobre "La corriente del pensamiento" y sobre el Yo personal de mi propia obra en Principles of Psychology, y también a la Metaphysic of Experience, de S. H. Hodgson, Vol. I, Caps. VII y VIII.

27. Tomado de A Pluralistic Universe, N.Y.: Longmans Green, 1909, pp. 321-328.



Fecha del documento: 26 de marzo 2009
Ultima actualización: 13 de abril 2010

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