I Jornada "Peirce en la Argentina"
10 de septiembre de 2004

VERDAD Y FIN DE LA INVESTIGACIÓN.
¿ACIERTAN EL BLANCO LAS CRÍTICAS DE QUINE A PEIRCE?


Catalina Hynes
(catyhynes@hotmail.com)





1. Introducción

Charles Sanders Peirce (1839-1914) caracterizó la verdad como la opinión final en la que convergerán (o convergerían) todas las opiniones de los investigadores si continuaran en la aplicación del método científico. Éste se distingue de los otros métodos posibles de formación de creencias por su confrontación con los hechos, de ahí que pueda esperarse que, a la larga, sus resultados estarán menos amenazados por la duda que aquellos obtenidos por los caprichos de la tenacidad, la autoridad o el apriorismo1. En estos últimos (en especial en los dos primeros) puede verse claramente una elección hecha de antemano a favor de una u otra creencia. En ese caso la investigación no será una actividad genuina sino una farsa. Mientras que la investigación genuina, llevada a cabo con honestidad, está abierta a los hechos, a la realidad y, por ende, abierta a la verdad —cualquiera que sea y sin importar nuestras preferencias personales—.

La noción peirceana de verdad ha sido objeto de diversas críticas; entre ellas se destacan las debidas a Willard Van Orman Quine (1908-2000) en Palabra y Objeto. Quine afirma allí que todas las definiciones pragmáticas de la verdad están "condenadas al fracaso" (QUINE, 1960: 37) y critica especialmente la caracterización peirceana de la verdad como teoría ideal a la que nos aproximaríamos como a un límite cuando usamos el método científico. En este trabajo se intenta analizar los argumentos de Quine en contra de la teoría peirceana de la verdad y mostrar que es posible defender la posición de Peirce, incluso dentro de la epistemología quineana. La noción de aproximación a la verdad como objetivo de la ciencia, puede sostenerse aun cuando no resista los cánones de definibilidad estricta exigidos por Quine, quien —por otra parte— tampoco puede brindarlos con respecto a nociones básicas de su epistemología.

2. Verdad y límite

Comencemos por la primera crítica de Quine. Está referida al empleo por parte de Peirce de la noción de límite, empleo erróneo según Quine:

Peirce llegó a definir directamente la verdad a base de la noción de método científico: la verdad sería la teoría ideal a la que nos aproximamos como a un límite cuando usamos los (supuestos) cánones del método científico de un modo continuo sobre experiencia nueva. Pero la verdad es que esa noción de Peirce tiene mucha falsedad, dejando ya aparte su supuesto de un órgano del método científico que estuviera concluyentemente construido y su apelación a un proceso infinito. Peirce hace un uso erróneo de una analogía numérica al hablar de un límite de teoría, pues la noci´n de límite depende de la de "más cerca que" (o menor que), la cual est´ definida para números, no para teorías (QUINE, 1960: 36-37).

En primer término, cabe preguntarse si Peirce pretendió dar en su artículo "Cómo Esclarecer Nuestras Ideas" una definición de verdad stricto sensu. No parece que sea el caso2. Creo que es sólo una lectura postarskiana la que induce a Quine a juzgar esta caracterización como si fuese una definición. Por otro lado, esta es una estrategia típicamente quineana, esto es, solicitar definiciones verbales estrictas de todas aquellas nociones que pretende criticar o que le resultan "perturbadoras" (i. e. las nociones intensionales, las modales, o las que se refieren a estados mentales). Sin embargo, esta pretensión no es equitativa ya que muchas de las nociones que Quine utiliza carecen de las definiciones o explicaciones que él pide. No es raro encontrar autores que le devuelvan el guante. Es lo que hace Richard Creath mostrando que dos de los conceptos centrales de la epistemología quineana, los de simplicidad y conservadurismo, son muy discutidos pero poco definidos, y que la noción peirceana de límite es, al menos, tan adecuada como la quineana de conservadurismo. Veamos cómo introduce Quine estos conceptos en su célebre "Dos Dogmas del Empirismo" (QUINE, 1953: 86-87):

La totalidad de lo que llamamos nuestro conocimiento, o creencias, desde las más casuales cuestiones de la geograf´a y la historia hasta las más profundas leyes de la física atómica o incluso de la matemática o de la lógica puras, es una fábrica construida por el hombre y que no está en contacto con la experiencia más que a lo largo de sus lados. O, con otro símil, el todo de la ciencia es como un campo de fuerzas cuyas condiciones-límite da la experiencia. Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en el interior del campo [...] nuestra natural tendencia a perturbar lo menos posible el sistema en su conjunto nos lleva a centrar la revisión en esos específicos enunciados relativos a (objetos físicos) [...] El contorno del sistema tiene que cuadrar con la experiencia; el resto, con sus elaborados mitos y sus ficciones, tiene como objetivo la simplicidad de las leyes.

Este texto de Quine tiene fuertes resonancias de William James3 y nos señala que la ciencia es producto tanto de la fuerza externa— que podríamos denominar la "presión de los hechos" o adecuación empírica— como de las fuerzas internas del conservadurismo (perturbar el sistema lo menos posible) y la simplicidad. La amplia libertad de juego de estas dos últimas es la responsable, en última instancia, de que los enunciados no tengan significado empírico tomados aisladamente sino sólo en conjunto. Si bien Quine se retractó parcialmente de este excesivo holismo, siempre conservó esta visión de la ciencia. Pero no ofrece una definición ajustada de lo que debe entenderse por cada una de estas fuerzas. Es por ello que Creath introduce fácilmente una definición de límite para teorías sucesivas utilizando el concepto quineano —apenas caracterizado— de conservadurismo (CREATH, 1998: 109-112):

Una Teoría T es el límite de una secuencia de teorías si para cualquier teoría T’, con T  de T’, llega un punto tal en la secuencia que para cualquier teoría T’’ posterior en la secuencia, T’’ es una modificación más conservadora que T de lo que T’ es con respecto a T.

Esta maniobra definidora de Creath serviría para acallar la objeción de Quine, pero deja en pie el complejo y más interesante problema de cómo debe entenderse la noción de verdad como ideal regulativo de la investigación científica. Quine señala de soslayo que para aceptar la definición peirceana de verdad hay que suponer un órgano del método científico concluyentemente construido. Pero no es claro que ésta sea efectivamente la posición de Peirce. Su referencia al método científico, en la definición de verdad, tiene que ver con el hecho de que confía más en los métodos que en los resultados4, siendo un rasgo esencial de los métodos científicos la autocorrección derivada de su capacidad de resistencia por parte de la realidad. Es por ello que no insiste tanto en los sucesivos logros de cada una de las teorías parciales a que arribamos cuanto en una cierta confianza en que, a la larga, perseverar en este modo de investigar tiene que aproximarnos a la verdad.

Ahora bien, esta noción de aproximación a la verdad se ha mostrado, por una parte, reacia a ser definida5, y, por otra, resulta una buena aproximación intuitiva a lo que puede afirmarse como fin de la ciencia. El carácter falible de nuestro conocimiento requiere de alguna noción que de cuenta, a la vez, de su pretensión de verdad o —al menos— de su perfectibilidad. Nuevamente acierta Haack cuando diagnostica que ni Peirce ni Popper "logran el delicado equilibrio entre pesimismo y optimismo" (HAACK, 2001: 38) que requiere la concepción falibilista y, a la vez, objetivista que ambos filósofos profesan. Al parecer, el conocimiento humano en general y la ciencia en particular están tensionados entre dos constataciones: de un lado la innegable capacidad humana de equivocacióón y error y, del otro, la también innegable capacidad de rectificación y acierto. Sin esta capacidad de acertar, de conjeturar correctamente, "la raza humana habría sido extinguida de la faz de la tierra por su incapacidad en la lucha por la existencia" (Ms. 692). Sobrevivimos, ergo acertamos con alguna verdad, aunque no podamos infaliblemente6 señalarla. Notemos, de paso, que no es fácil ver qué significa entonces acercarse a la verdad.

En el caso de Quine, esta dificultad se agrava debido a que ni siquiera las verdades matemáticas y lógicas están a salvo de la duda. Es por esto que tendrá que recurrir a una salida pragmatista para escapar —si es que lo logra— del escepticismo generalizado.

El hiato existente entre las verdades y la Verdad es arduo de explicar, pero es intuitivamente captable con la noción de aproximación a un ideal. No resulta entonces aventurado afirmar que Quine se detiene en minucias e ignora las dificultades de fondo, dificultades y tensiones que existen también en su propia concepción de la ciencia, puesto que también para él la ciencia busca la verdad. Es poco probable que este problema, central a la filosofía de la ciencia contemporánea, sea eliminable via definición.

3. Verdad y unicidad

La segunda crítica de Quine se dirige contra la unicidad del resultado de la investigación científica. Recordemos que el ejemplo que Peirce utiliza para aclarar su idea de verdad y fin de la investigación está referido a la velocidad de la luz. Ésta puede determinarse por varios métodos posibles y los investigadores

al principio pueden obtener resultados distintos, pero, a medida que cada uno perfecciona su método y sus procedimientos, se encuentran con que los resultados convergen ineludiblemente hacia un centro de destino. Así con toda la investigación científica (...) Esta enorme esperanza se encarna en el concepto de verdad y realidad (PEIRCE, 1878: nº 20).

Los conceptos de verdad y falsedad, en su "pleno desarrollo", están vinculados al método científico o experiencial (PEIRCE, 1878: nº 19); éste— por su sujeción a lo real— está menos sospechado de arbitrariedad en sus asignaciones de verdad y falsedad que los otros métodos. Es la unicidad de lo real mismo la que, al parecer, se constituye en el centro de destino que permite hablar de convergencia y de consenso final de las investigaciones.

Quine cuestiona esta convergencia en un único resultado final:

Y aun pasando por alto todos esos defectos7, identificando la verdad, un tanto imaginativamente, con el resultado ideal de la aplicación correcta del método científico a la entera futura totalidad de las irritaciones superficiales, seguirá siendo deficiente la atribución de unicidad ("el resultado ideal"). Porque, como se ha dicho antes, no tenemos razón alguna para suponer que las irritaciones de la superficie sensible humana, aunque sea considerándolas por toda la eternidad, sean susceptibles de una sistematización científicamente mejor o más simple que todas las demás posibles (QUINE, 1960: 37).

Esta objeción está realizada desde el corazón mismo de la epistemología quineana, es decir, desde su célebre tesis de subdeterminación (underdetermination) de las teorías por la experiencia. Como es sabido, Quine propone una epistemología naturalista cuyo principal objetivo es explicar, para el organismo humano, la ecuación asimétrica que vincula la magra entrada sensorial con la torrencial salida teórica. El principal problema de la epistemología es, segúún Quine, "el problema de cómo nosotros, animales humanos, hemos podido llegar a la ciencia a partir de esa información tan limitada" (QUINE, 1981: 93). Es imposible justificar la dispar relación input/output desde el empirismo profesado por Quine; de ahí que proponga una investigación científica —no filosófica— de este particular fenómeno, desde la psicología empírica —léase conductista—, la fisiología, la neurología, etc. La epistemología naturalista de Quine es una propuesta alternativa al fracaso de la teoría del conocimiento tradicional, entendida como la búsqueda cartesiana de fundamentos ciertos para la ciencia. Lo que queda para la filosofía es el análisis de los conceptos más generales, que escapan al tratamiento de las ciencias particulares. Si realizamos un análisis lógico de las teorías científicas, tenemos que aceptar que siempre son posibles otras teorías, incluso en un número infinito, igualmente consistentes con la evidencia empírica disponible.

La subdeterminación empírica de nuestras teorías persistiría aunque tuviésemos teorías ideales finales, es decir, teorías que recogiesen todos los datos sensoriales de la humanidad pasada, presente y futura. Del mismo modo que por un número finito de puntos pasan infinitas líneas posibles, dado un conjunto finito de datos sensoriales, éste puede ser explicado desde infinitas teorías posibles. Es por esto que rechaza la apelación a un único resultado como punto de convergencia de la investigación científica, la que podría culminar en un conjunto de teorías acabadas, capaces de predicción igualmente exitosa, entre las cuales no cabría la posibilidad de elegir la teoría verdadera. Susan Haack (HAACK, 1976: 246) ha sugerido que esta objeción de Quine es irrelevante puesto que no es seguro que la teoría del método científico de Peirce permita la posibilidad de teorías incompatibles entre sí pero compatibles con la evidencia empírica disponible. Es probable que así Haack tenga razón, sobre todo teniendo en cuenta que el indeterminismo peirceano hace dudoso que "haya leyes exactas y universales que podamos esperar para un conocimiento comprehensivo, preciso y completo" (HAACK, 2001: 17). En rigor, habría que repensar si tenemos derecho a esperar siquiera una teoría estrictamente final. La sobreabundancia de teorías finales —que sugiere Quine— no es una opción dentro de la filosofía de la ciencia de Peirce.

Más bien parece que el método abductivo fuese lo opuesto a la subdeterminación: si bien como lógico Peirce ha considerado la posibilidad de infinitas hipótesis para explicar los datos, subraya la sorprendente eficacia del instinto abductivo. Recordemos que Peirce denomina abducción a la capacidad de elaborar hipótesis que expliquen los hechos; la abducción es parte integrante de los métodos científicos juntamente con la deducción, la inducción y la analogía. A pesar de no ser infalible como la deducción, "es él único tipo de argumento con el que surge una idea nueva" (CP, 2.97). Hemos señalado anteriormente que la capacidad de conjeturar acertadamente está relacionada con la supervivencia de la especie y en ese sentido puede hablar Peirce de un instinto abductivo —un lumen naturale— presente en el hombre en continuidad con los instintos de los animales y comparable a la capacidad de volar de los pájaros. Retomemos en un contexto más amplio una cita anterior:

Es evidente, que si el hombre no poseyera una luz interior tendiente a conjeturar... demasiado a menudo acertadamente (por lo que no puede pensarse en el azar), hace tiempo que la raza humana habría sido extinguida de la faz de la tierra por su incapacidad en la lucha por la existencia (Ms. 692).

Nótese aquí la sugestiva acotación: "por lo que no puede pensarse en el azar", esto es, si el hombre estuviera realmente ante un abanico infinito de posibilidades, ¿por dónde comenzaría? Las probabilidades de acertar por azar son abrumadoramente contrarias. Kepler no podría —nos dice— haber formulado sus leyes por este método aunque hubiese estado probando combinaciones desde el comienzo de los tiempos. El número de hipótesis que habitualmente un científico prueba es escaso. Considerar que todas las posibilidades que indica la lógica pudieran ser igualmente explicativas asemejaría la conducta de un científico a la de un jefe de policía que, ante un asesinato, tomara la guía telefónica y señalara con el dedo un nombre cualquiera como correspondiente al sospechoso (Ms. 692):

Pero el número de nombres de la guía no se aproxima a la multitud de posibles leyes de atracción que podría haber tenido en cuenta Kepler para su ley del movimiento planetario y, adelantándose a la verificación por las predicciones de las perturbaciones, etc., lo habrían tenido en cuenta para perfeccionarlo. Newton, ustedes lo saben, supuso que la ley debía ser sólo una.

Hay que reconocer que la historia de la ciencia, al menos numéricamente, da la razón a Peirce y no a Quine. Esta suposición realista, algunos dirán ingenua, acerca de la unicidad de la realidad fue el ingrediente esencial de la revolución científica del Renacimiento y la Modernidad. Probablemente una fe de este tipo sustenta también las actuales búsquedas de teorías del Todo.

Independientemente de las consideraciones arriba expresadas es posible intentar otra respuesta a Quine —en este punto— desde su propia filosofía del lenguaje. El argumento es como sigue: si la unidad de significación empírica es el todo de la ciencia, tal como él afirma, y si el significado de las expresiones debe entenderse estrictamente en términos empiristas-conductistas, como él pretende, entonces es posible afirmar que todas las teorías compatibles con idénticas situaciones estimulativas son equivalentes entre sí. Es decir, cabe la pregunta acerca de si hay una diferencia real entre todas ellas o son expresiones complejas pero estimulativamente sinónimas; si es este el caso, deberíamos considerarlas meras variaciones notacionales de una única teoría significativa. Si el significado de las expresiones nunca puede rebasar la estimulación sensorial, entonces nuestras distintas teorías con idéntica capacidad predictiva tienen el mismo contenido informativo, y son, por lo tanto, la misma teoría.

Quine esboza una última objeción, es la siguiente:

Si (...) hubiera una sistematización óptima, δ, aunque desconocida, de la ciencia, adecuable a los impactos nerviosos recibidos por la humanidad en lo pasado, lo presente y lo futuro, (...) no por eso tendríamos una definición de la verdad de las sentencias concretas (QUINE, 1960: 37).

Esto es así, según Quine, porque las asignaciones de verdad sólo tienen sentido intrateoréticamente. únicamente desde el seno de una teoría podemos decidir si una sentencia dada es verdadera o falsa. Si esa teoría no está disponible para nosotros ¿cómo podríamos decidir en los casos concretos? El caso es que aceptar que la verdad está al final de la investigación parece dejarnos sin poder juzgar aquí y ahora sobre las verdades expresadas por las sentencias particulares.

Tal vez Peirce no tendría problemas en admitir esta lectura, aunque no como una objeción sino como una ilustración de su propio punto de vista. En la carta a Lady Welby del 23 de diciembre de 1908 vimos las reservas de Peirce con respecto a la posibilidad de conocer infaliblemente que hay una verdad. Susan Haack nos recuerda que "Peirce escribe a veces como si la ciencia alcanzara finalmente la verdad; otras veces muestra menos confianza" (HAACK, 2001: 34). De todas maneras, el aprecio peirceano por los métodos científicos (fidelidad a los hechos) antes que por los resultados (la teoría), permitiría —según creo— hablar de verdad con independencia de las teorías concretas.

La afirmación quineana de que la verdad sólo tiene sentido intrateoréticamente, aunada con la tesis de la subdeterminación de las teorías por los datos, podría conducir a un escepticismo de tipo relativista. Sin embargo, Quine no se muestra dispuesto a aceptar esta consecuencia, antes bien, quiere salvaguardar las pretensiones de verdad de la ciencia y para ello propone que aceptemos provisionalmente nuestras teorías como verdaderas y sigamos investigando. Nuestra "doctrina total, sometida a evolución" puede tomarse como parámetro para juzgar las verdades concretas siempre y cuando la consideremos sujeta a rectificación (QUINE, 1960: 38). Es imposible dejar de ver en esto el falibilismo que Peirce introdujo en la filosofía de la ciencia contemporánea, unido a lo que podríamos llamar una salida "pragmática". De la subdeterminación de las teorías por los datos no quedan ni rastros.

4. Conclusiones

La concepción peirceana de verdad sobrevive a las críticas y es fácil ver que éstas pueden revertirse hacia la propia posición de Quine. Mientras exige definiciones propiamente dichas para la noción de límite de teorías, él mismo no las ofrece con respecto a dos de sus conceptos centrales: simplicidad y conservadurismo, que también se utilizan como términos de comparación entre teorías.

La alternativa quineana a la unicidad de la verdad es menos viable todavía: ofrece un abanico infinito ante el cual no habría decisión posible. Sin embargo, la salida pragmática que propone es muy afín a la propuesta de Peirce.

Lo que antes hemos señalado como una tensión, es decir, el difícil equilibrio entre falibilismo y objetivismo, entre pesimismo y optimismo, es también una tensión presente en el pensamiento quineano: entre la búsqueda de la verdad y las varias indeterminaciones8 que nos impiden llegar a ella en el curso del tiempo. Putnam ha señalado con sagacidad que el pragmatismo, a partir de los primeros escritos de Peirce, se ha caracterizado por la conjunción de antiescepticismo y falibilismo:

Que se pueda ser al mismo tiempo falibilista y antiescéptico es, tal vez, la intuición fundamental del pragmatismo norteamericano. Quizás un equilibrio de este tipo pueda parecer frágil (algunos dirán imposible), pero representa la situación en que vivimos (PUTNAM, 1992: 36).

Siendo esto así, hay muchas razones para llamar pragmatista a Quine, puesto que toda su epistemología podría leerse desde esta intuición fundamental. De modo que si hay aquí problemas, que los hay, sin lugar a dudas recaen también sobre las propuestas de Quine.

Si éste hubiera tomado en serio su tesis de la subdeterminación de teorías, tendría que haber renunciado a la búsqueda de la verdad como fin de la ciencia. No lo hizo. La sostuvo hasta el final. Y se basó principalmente en razones pragmáticas para confiar en lo que Peirce llamó, ante todo, una esperanza.




Notas

1. En "La Fijación de la Creencia" (1877) Peirce examinó los méritos y deméritos de los cuatro grandes métodos de fijar creencias presentes en la historia de las ideas: el método individual de la tenacidad, consistente en aferrarse firmemente a cualquier creencia que se tenga, escondiendo la cabeza —como el avestruz— frente a cualquier amenaza de duda; el método de la autoridad —típico de la teología y la política— que se caracteriza por la imposición de creencias por parte de un grupo a todo el resto de la sociedad, imposición que se debe a la fuerza, tanto física como social; el método de los filósofos —o a priori— consistente básicamente en seguir la inclinación del propio pensamiento, esto es, no basarse en hecho alguno sino adoptar proposiciones porque son "agradables a la razón"; y el método científico, que intenta dejarse guiar por algo externo, no humano (las cosas reales), sobre lo cual el pensamiento no tenga efecto alguno.

2. Angel M. Faerna parece ser de la misma opinión cuando dice: "el propósito último de su "definición" parece ser desviar nuestro interés de la cuestión abstracta "qué es la verdad" hacia las investigaciones empíricas concretas, ligadas a contextos definidos, en que preguntamos "cuál es la verdad", esto es, qué debemos creer a propósito de esto o aquello, cómo fijar nuestra creencia" (FAERNA, 2001: 183).

3. Cf. JAMES, 1907: 59-60.

4. "Peirce, como Popper, —nos dice Susan Haack— considera la ciencia como algo en crecimiento, no estático, y constituida más por sus métodos que por sus resultados" (HAACK, 2001:18).

5. Pienso concretamente en los infructuosos intentos de Popper por matematizar la noción de verosimulitud y facilitar así la comparación de teorías. Sus principales críticos, Miller y Tichý han mostrado convincentemente que estos intentos son inútiles. Para una buena descripción del status quaestionis (cf. ORELLANA, 1993: 177-204).

6. Treinta años después de los artículos que consideramos, Peirce mostrará este sesgo algo pesimista de su falibilismo diciendo: "No estoy diciendo que es infaliblemente cierto que haya creencia alguna a la que cualquier persona pueda llegar mediante indagaciones suficientemente avanzadas. Sólo estoy diciendo que lo que llamo Verdad debe definirse únicamente como lo hice. Es imposible que yo pueda saber infaliblemente que alguna Verdad existe infaliblemente" (Carta a Lady Welby del 23 de diciembre de 1908).

7. Esto es, los defectos antes mencionados: el "supuesto" de un órgano del método científico ya concluido y el empleo erróneo de la noción de límite. Cf. sección 2.

8. Me refiero —además de la subdeterminación de las teorías por los datos— a los conocidos principios de Quine: indeterminación de la traducción e inescrutabilidad de la referencia de las expresiones lingüísticas.




Bibliografía



Fecha del documento:5 mayo 2005
Ultima actualización: 5 mayo 2005

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