PSICOLOGÍA DEL PENSAMIENTO


John Dewey (1917)

Introducción a la edición española (1917)

Ernesto Nelson


Esta "Introducción a la edición española" se publicó junto con la traducción de la obra de John Dewey How We Think (1910) que llevó a cabo A. A. Jascalevich, alumno de Dewey en la Universidad de Columbia. Esta traducción al castellano se publicó con el título Psicología del pensamiento (Boston, D.C. Health and Co., 1917).




Para colocar a Dewey en el lugar que le corresponde en el pensamiento contemporáneo y dar a su teoría del conocimiento la perspectiva histórica que fija aquel lugar en la evolución filosófica, es preciso acudir a su propio concepto acerca de la significación que han tenido en el pasado las teorías que pretendieron explicar satisfactoriamente el conocimiento. "La importancia, y hasta cierto punto, el verdadero fin de tales especulaciones es", según él, "asegurar un método de acción y de dominio sobre los hombres; ellas son un fruto de la reflexión aportada al problema de dirigir a la sociedad; son tan sólo una cuestión de interpretación y práctica de intereses sociales".

Sería interesante seguir al pensador americano en el análisis que hace de las teorías del conocimiento debidas a los filósofos del pasado, análisis que muestra con sorprendente lucidez cómo aquéllas son expresión inequívoca de las condiciones sociales en que nacieron. No podemos prescindir, por motivos que se verán luego, de resumir en breves párrafos la historia de la oposición entre el empirismo y la razón, cisma que recorre como una extensa falla geológica todo el campo de la filosofía. Dice Dewey:

La noción de que el conocimiento se deriva de una fuente más alta y más noble que la mera actividad tiene una larga historia que nos lleva a los conceptos de experiencia y de razón formulados por Platón y Aristóteles. No obstante lo mucho que estos pensadores diferían en sus ideas, coincidieron, empero, en identificar la experiencia con los asuntos puramente prácticos y utilitarios, "con intereses materiales de los cuales es órgano y agente el cuerpo", entidad que ellos oponían al espíritu. La razón, agente del conocimiento, existe, por el contrario, con existencia independiente, libre de toda vinculación con el mundo material, y tiene por objeto exclusivo los asuntos de carácter "intelectual" o "teórico". Por otra parte, la experiencia se relaciona con la necesidad, el deseo: es imperfecta, mientras el conocimiento racional es completo en sí mismo; la vida práctica está sometida al flujo de lo incierto y transitorio, al paso que la vida intelectual se mantiene serena en la regióón de la verdad eterna.

Esta filosofía, según Dewey, no era sino resultado de las condiciones políticas y sociales del pueblo que la proclamaba. La bancarrota de la democracia ateniense, para salvar la cual era impotente la fuerza de las costumbres tradicionales y de las creencias transmitidas, impelía a los pensadores a buscar otras fuentes de autoridad y de orden. De ahí la significación histórica de Sócrates. Las costumbres, los instintos populares, no ofrecían una base estable para edificar sobre ellos un ideal de reconstrucción nacional. La diversidad en el medio físico, característica de Grecia, había engendrado disturbios civiles, y las fortunas de la política pasaban alternativamente a manos de las numerosas facciones en lucha. La situación era propicia pues, para buscar principios permanentes y universales en el campo de la naturaleza y de la sociedad, con tanta mayor razón, cuanto el incremento del comercio, la colonización, las emigraciones y las mismas guerras, habían estimulado en grado sumo la curiosidad y la especulación.

Es importante fijar detalladamente las circunstancias que crearon en el ambiente filosófico el cisma entre la razón y la experiencia, pues ese dualismo iba a tener influencia profunda en el pensamiento de los hombres y en las teorías futuras sobre la educación. El menosprecio en que cayó el conocimiento del mundo físico y la exaltación en que se puso el estudio de las relaciones matemáticas y lógicas; la convicción de que el conocimiento que maneja símbolos ideales es más excelso que el que se aplica sobre lo concreto; el descuido del cuerpo; el menosprecio de las artes manuales; todos estos conceptos hallan refugio y sanción en la teoría griega del conocimiento y cuando más tarde el pensamiento helénico pudo enriquecer la literatura romana y dar carácter literario a la educación, carácter que culmina después en la admirable legislación de Roma, la teoría de la oposición entre la esfera racional y la de los objetos inferiores del conocimiento adquirió nuevos y poderosos prestigios, de que se apoderaron luego los padres de la Iglesia para acentuar más todavía el dualismo, y ofrecer un papel a la intervención divina como intermediaria entre la mente del hombre, predestinada a conocer, y la verdad eterna, originada en la revelación divina.

Posteriormente, cuando los pueblos bárbaros caen sobre la civilización greco-romana y se hartan en el banquete de ideas y verdades que aquélla les presenta, se robustece el sentimiento instintivo de libertad y de individualismo que traía el conquistador; el bárbaro deja de serlo, y una nueva civilización aparece. Exáltase el mundo de las cosas empíricas y materiales, y aquellos instintos de libertad e individualismo reclaman un reconocimiento y una oportunidad de acción. El problema del conocimiento no se concreta ahora, como entre los griegos, a crear la verdad por medio de "conocedores" dialécticos, sino en utilizar el magno depósito de cultura acumulado por tantos siglos de civilización; consiste también en proveerse de leyes, de principios y de modos de dominio que den pábulo al ardor de iniciativa y de acción.

Pero cuando la nueva civilización madura; cuando la cultura absorbida en el festín greco-romano se ha convertido en carne y sangre de los que en aquél se hartaron, el viejo dualismo reaparece, pero invertidas las jerarquías de sus dos términos. Ahora la razón, los principios generales, las nociones a priori, no existen o a lo sumo tienen existencia latente, sin validez mientras no hayan sido plasmados por las excitaciones sensorias. Ese modo de ver representa, si bien se mira, una reacción contra los prejuicios inveterados de que han sido víctimas el pensamiento y la acción; la rebelión contra los dogmas impuestos por la autoridad. Se necesitaba rescatar la mente del cautiverio y llevada al contacto con la naturaleza y la realidad.

Podríamos seguir a Dewey, con más detalle, en el examen que hace de estos conceptos filosóficos para probar la proposición central de su sistema; esto es, que la teoría del conocimiento responde, en cada etapa del progreso humano, a las condiciones sociales y los ideales del momento en que fueron formuladas. Por otra parte, al filósofo norteamericano le interesa demostrar el antropocentrismo de que viene marcado el consabido cisma, pues su sistema tiende, precisamente, a reducir a la unidad el divorcio entre el empirismo y el racionalismo.

Este examen retrospectivo de las teorías filosóficas hecho a la luz de la historia social de los pueblos, hace sospechar a Dewey que la verdad relativa que cada edad proclama no es una "verdad a medias" con relación a una verdad absoluta a cuya conquista definitiva marchase la humanidad, sino que es una verdad completa y perfecta desde el punto de vista del ambiente social donde ha nacido, a la manera, diríamos por nuestra cuenta, como en la escala de los seres el mesohippus del oligoceno no era un caballo imperfecto sino un ser perfectamente adaptado a la vida impuesta por el medio físico en que vivió.

Estamos, pues, en pleno pragmatismo, y sabido es que de esa doctrina Dewey es uno de los ilustres fundadores. El pragmatismo afirma que el pensamiento se origina y desarrolla en las necesidades y demandas de la vida práctica; es el instrumento con que resolvemos, los problemas que resultan de una situación concreta. El oficio del pensamiento, pues, es descubrir ciertas relaciones que nos son útiles en nuestra vida física y moral. La inteligencia humana sólo puede dar sentido, significado y validez a sus concepciones cuando los resultados que espera obtener de una situación determinada resuelven, en efecto, esa situación.

Así pues, si cada edad tiene su propia verdad, su propia actitud reflexiva derivada de las condiciones sociales e intelectuales que en ella dominan, es evidente para Dewey que la era de Spencer y de Claudio Bernard debe apartar sus ojos del pasado y buscar dentro de su misma contextura nacional los elementos y la solución de su problema.

Para llegar a este resultado, Dewey se abandona, como si dijéramos, a las corrientes dominantes del pensamiento contemporáneo. Ellas le van a llevar por un declive natural a lo que pudiéramos llamar, abusando un poco del símil, el centro ciclónico de la hora actual, el sitio donde todas esas corrientes, tendencias, disposiciones e intereses concurren y encuentran la oportunidad de ejercer una acción conjunta y visible; centro que se mueve también sobre el mapa de la historia cambiando a su paso la orientación espiritual de los grandes pensadores que a guisa de veletas indicadoras la humanidad coloca en las alturas.

Esas corrientes parten de los cuatro puntos cardinales de nuestra civilización: la ley biológica de la evolución, las conquistas de la psicología como ciencia natural, el método científico como fuente y árbitro de verdad, y la democracia como forma más perfecta de la organización social.

Del primer aporte Dewey recoge la noción de cambio. Darwin, introduciendo el movimiento en todo lo que a la vida concierne, extiende al mundo orgánico el principio del movimiento que Galileo introdujera en el mundo cósmico. El nuevo concepto biológico, formulado en presencia de los cambios correlativos en el ambiente y en los seres —cambios que son el precio de toda existencia, de toda función, de todo modo de vida— no deja sitio en el universo para las entidades abstractas y rígidas con que se nutrieran los sistemas de lógica desde Aristóteles. La razón humana, por ser también un modo de vida, no puede escapar a esa gran ley de la vida. Dice Dewey:

La significación filosófica de la doctrina de la evolución reside para nosotros en la importancia que concede a la continuidad de las formas biológicas, desde las más simples hasta las más complejas. El desarrollo de las formas orgánicas comienza en estructuras en las cuales la armonía y la relación entre el organismo y el ambiente es estrecha y elemental, y en las cuales no es visible todavía nada que pueda merecer el nombre de inteligencia. Sólo cuando la actividad se hace más compleja, coordinando gran número de factores en el espacio y en el tiempo, la inteligencia desempeña un papel importante. La primera consecuencia que tiene este principio sobre la teoría del conocimiento es la de obligamos a abandonar para siempre la creencia de que la inteligencia es un mero espectador en el universo, una entidad aislada; creencia que proviene de suponer que la razón es algo completo en sí mismo. Por otra parte, si la doctrina del desarrollo orgánico significa que la criatura viviente es una parte del universo cuya fortuna comparte, hallando seguridad en su dependencia tan sólo mientras se identifica intelectualmente con las cosas que le rodean, se sigue que la razón es un modo de participación, indispensable en tanto que esa identificación es efectiva.

El segundo aporte, procedente de las conquistas de la psicología, acaba con el dualismo que separa el mundo empírico del mundo racional. Dice Dewey:

Verdad es que hace tiempo la ciencia hizo cesar el dualismo entre el alma y el cuerpo; pero para muchos aquel dualismo fue reemplazado por una distinción fundamental entre el cerebro y el resto del cuerpo. Ahora bien, el sistema nervioso es un mecanismo especializado que mantiene la armonía entre las actividades orgánicas; y en vez de ser el cerebro un órgano exclusivo de la inteligencia, aislado de otros órganos encargados de efectuar la coordinación motriz, es en realidad el sitio donde se efectúa el ajuste recíproco de los estímulos recibidos del exterior y las reacciones del organismo sobre el ambiente.

Nótese que el ajuste es recíproco: el cerebro, no sólo hace posible que la actividad orgánica se aplique sobre los objetos exteriores como resultado de los estímulos sensorios, sino que a su vez da forma al estímulo subsiguiente. Dice:

Ved lo que ocurre cuando el carpintero trabaja sobre una tabla o un grabador sobre su plancha: mientras cada impulso motor se ajusta a las condiciones indicadas por los órganos de los sentidos, la expresión motriz determina el estímulo subsiguiente.

Hay una constante reorganización de la actividad a fin de que su continuidad se mantenga; el cerebro es el aparato que regula las modificaciones que deberá sufrir la futura acción correspondiente, modificaciones que son requeridas por la acción ya cumplida. La continuidad de la obra inteligente se distingue así de la repetición mecánica o de la caprichosa actividad donde falta el elemento acumulativo. Volvamos a Dewey:

Pensar es el acto intencional de descubrir conexiones específicas entre algo que hacemos y las consecuencias que resultan de nuestra intervención.

Pero nuestra organización nerviosa nos hace en realidad extraños al proceso. El pensar es algo que ocurre en nosotros mediante factores que como el que Dewey llama "sugerencias", nacen de la propia situación en que el pensar se opera. La perplejidad en una situación sugiere automáticamente ciertos caminos de salida. De aquí la posibilidad de concebir hipótesis, y también la facilidad de examinar éstas, de acuerdo con su pertinencia a la situación en que ocurren. La trascendencia de aplicarse este principio al conocimiento en general pasó por completo inadvertida para los antiguos, debido en gran parte a la falta de elementos para la fiel observación de los hechos y a lo exiguo de su caudal de información a cuya luz debieron explicar los fenómenos que ocurrían en torno suyo. El adelanto sistemático de la invención y el descubrimiento comenzó cuando los hombres reconocieron que podían utilizar la duda para los fines de la investigación de la verdad. Mientras los griegos hicieron del conocimiento perfecto un anhelo de la filosofía, la ciencia moderna hace del conocimiento adquirido un medio de descubrimiento. Pero ya veremos esto al tratar del método experimental, que tiene para Dewey una significación que, según él, apenas comienza a sospecharse.

Dewey dice, en resumen, que el hecho de existir una relación entre el acto de pensar y el funcionamiento del sistema nervioso, y el de estar este sistema adaptado para efectuar una recomposición continua de actividades —lo que le permite reaccionar ante condiciones nuevas— hace evidente que el conocimiento tiene una relación fundamental con la reorganización de la actividad, en vez de ser algo aislado de ésta y completo en sí mismo. En esa reorganización de la actividad, encuentra Dewey la unión de la percepción y la concepción, entre las cuales los viejos sistemas habían puesto un abismo, y, dando razón al aforismo kantiano de que la concepción sin la percepción es vacía y la percepción sin la concepción es ciega, encuentra la unión de ambas en la continuidad del acto inteligente, es decir, en la acción.

El tercer aporte es el del método experimental. Este método no es sino la sistematización del funcionamiento específico del cerebro en su doble acción, esto es, en la de su fase activa (modificación del medio ambiente) y en la de su fase pasiva o sea en la reacción del medio sobre el sujeto, lo cual permite a éste modificar su futura actividad. Este ciclo funcional bifásico que comprende la interacción coordinada del sujeto y el medio, lo denomina Dewey experiencia —experience— y sus caracteres corresponden a los de toda acción inteligente: desde los primeros actos del niño en su conflicto con el mundo exterior, hasta los más trascendentales procesos intelectuales que ocurren en el laboratorio del sabio. Así, este procedimiento nació con el hombre como instrumento práctico; pero, es nuevo si se le considera como recurso científico, como sistematización de los procedimientos para hacer conocimientos, para distinguir la verdad de lo que sólo es opinión. Porque, en efecto, no tenemos derecho de llamar conocimiento sino a aquello que es resultado de nuestra actividad, obrando sobre las cosas y produciendo en ellas cambios que confirmen nuestras concepciones.

Se ve, pues, que el método experimental, como procedimiento creador de verdades, constituye una contraprueba de la teoría formulada por Dewey; pues es evidente que en tanto nuestra actividad no ha producido ciertos cambios físicos en las cosas sobre que se aplica (y siempre que esos cambios confirmen una concepción previa), no tenemos conocimiento, sino, a lo sumo, una hipótesis, una teoría, una sospecha. En segundo lugar, el método experimental legitima el pensamiento le da eficacia, pero muestra al mismo tiempo que esa legitimidad y esa eficacia subsisten sólo en la medida en que a previsión o anticipación de consecuencias futuras haya sido hecha sobre la base de la observación atenta de las condiciones presentes.

El cuarto aporte es el de la democracia; estado de vida colectiva que ha hecho de la acción una medida de la inteligencia individual, a la vez que un cartabón de civilización y de éxito en la lucha súper orgánica por la existencia; un estado social que ha hecho del individuo el protagonista de la historia y que, por lo tanto, ha debido dar a aquél todos los estímulos de acción, comenzando por asignar un valor legítimo a los dictados de su razón y de su experiencia; es un estado social que ha suprimido los dogmas y que por lo tanto ha dejado vacante el sitio en donde anteriores filosofías habían colocado la razón absoluta como fuente de toda autoridad. En su aspecto pragmático, la teoría de Dewey parte de la validez de la democracia, que acoge todas las actividades, atribuyéndoles igual dignidad, y que ha abolido la distinción fundamental de clase que es, a su vez, el terreno donde germinó la semilla del dualismo entre la razón y la experiencia, la teoría y la práctica, la obra de la cabeza y la obra de la mano. Por otra parte, la democracia no podría subsistir como estado político y social sin el auxilio de una filosofía que proclamase como legítima la verdad que nace en los planos inferiores donde se debaten los negocios de los hombres.

La fórmula de Dewey, que, como ninguna otra del pasado o presente, introduce en el problema del conocimiento conceptos científicamente verificables, permite predecir, hasta cierto punto, cual será en el futuro la evolución de las teorías del conocimiento. Así, puede llegar una época en que la concepción, que hoy Dewey nos da, no tenga razón de ser; es decir, puede advenir el día en que el conocimiento sea tan bien comprendido, que deje de ser un problema para convertirse en un instrumento. Entonces el interés más dominante será el uso del conocimiento, las condiciones bajo las cuales puede ser empleado de un modo más universal y eficaz para dirigir la conducta humana. Estamos viendo el albor de esa nueva era en el pensamiento contemporáneo. De la evolución que anuncia, son anticipos felices la falta de interés que hoy despierta la metafísica, y el favor con que se reciben los estudios filosóficos encaminados a la ética social y a la psicología.

El sistema filosófico que analizamos es rico en consecuencias educacionales, al punto que no se sabe decir si Dewey es ante todo un educador o un filósofo. y en efecto él nos da la definición de la filosofía en términos de "una generalizada teoría educacional". Para Dewey la sociedad existe por la educación o, en otros términos, la sociedad es posible sólo por la posibilidad de la educación. El valor de una sociedad se mide por el grado en que los intereses de un grupo sean compartidos por todos los miembros. Por lo tanto, el tipo de educación que corresponde a una sociedad democrática es aquél en que el individuo tiene un interés personal en la interacción social y adquiere hábitos mentales que hacen posible los cambios sociales sin introducir el desorden.

Como es de esperarse, la educación tiene para Dewey su lado psicológico o individual y su lado social. Desde el punto de vista psicológico el problema consiste en dar un teatro de acción a la experiencia, sin la cual, como hemos visto, el acto inteligente no alcanza su plena consumación. La escuela, en lugar, de organizar sus actividades en un ambiente desprovisto de vida y naturalidad, como comúnmente es el caso, debe transformarse en un centro de vida real y significativa para el niño. La realización de este ideal implica una revolución fundamental en la organización de la enseñanza, pues en la escuela debería hallar el niño la oportunidad de dominar su mundo físico, intelectual y moral, planteando y resolviendo sus propios problemas de vida y de acción.

Aquí tiene significación plena el aforismo "aprender haciendo". Sólo la acción integra el acto intelectual. Si el hombre quiere saber, esto es descubrir, debe hacer; es decir, debe alterar condiciones y recibir el contragolpe de cambios producidos. Por otra parte la "sugerencia" es tanto más rica cuanto mayor es el fondo de experiencia acumulada y de conocimientos adquiridos por la propia actividad. El hombre que se halla en vías de crecimiento necesita, pues, organizar ese fondo de informaciones de modo que le sirva para usos futuros.

Fiel a estas premisas, Dewey condena en el presente libro la tendencia de preferir el producto al proceso de la educación:

Ningún otro error ha influido más fatalmente sobre el maestro, haciéndole descuidar la necesidad de enfocar su atención sobre la educación de la mente, arrastrado, como se halla, por la obsesión de creer que el fin primordial de la educación es exteriorizar el producto, recitar lecciones.

Mientras este propósito sea tenido en mayor estima, la educación de la mente no pasará de ser cosa secundaria e incidental. El pensamiento es una forma y aspecto de actividad de la más trascendental importancia. Dando un nuevo sentido al decir de Stuart Mill, Dewey afirma que el gran propósito de la vida es hacer inferencias, descubrir evidencias y proceder de acuerdo con ellas. De ahí que las ideas son los poderes invisibles que constantemente nos gobiernan, siendo por lo tanto del más alto interés que el hombre las use en una forma relacionada con el bien social. Mientras el poder del pensamiento nos liberta de la sujeción servil al instinto, al apetito y a la rutina, también trae consigo la probabilidad del error. Al elevarnos sobre el bruto, dicen ambos, el pensamiento nos abre ese otro abismo, en el cual el animal no corre peligro de caer, protegido, como se halla, por los elementos simples de las situaciones a que el instinto lo lleva. Así, según Dewey, la función capital de la educación es la de desarrollar una genuina y sincera preferencia por las conclusiones bien basadas; de infiltrar en el individuo hábitos de investigación y raciocinio apropiados a los diferentes problemas que se le presenten. Por mucho que el individuo sepa, por informado que le tengan la autoridad o los libros, no podrá considerarse educado intelectualmente si no ha adquirido orientaciones y hábitos como los estudiados en el presente libro. Y puesto que esos hábitos no son un don de la naturaleza; puesto que los accidentes fortuitos de la existencia no son suficientes para adquirirlos, se sigue que el principal deber de la educación es el de ofrecer condiciones que hagan ineludible su adquisición y su cultivo.

Desde el punto de vista social, la escuela debe constituir un ambiente especial con una triple función: simplificar y ordenar los factores que habrán de concurrir a crear en el niño la disposición que debe vigorizarse y desarrollarse; purificar e idealizar en el educando las costumbres sociales existentes; y crear un ambiente más amplio y mejor equilibrado que aquél cuya influencia recibiría el niño si estuviese entregado a sí mismo. El esfuerzo de la democracia tiende a la formación de una sociedad en la cual este doble aspecto individual y social de la educación puedan ser correlativos.

Es tiempo ya de que las ideas de Dewey, después de haber impregnado el organismo educacional de su país, se infiltren en la América latina, donde no se han hecho oír, como debieran, las voces que hacen de la educación y la democracia términos correlativos. Los males que Dewey ataca deben ser combatidos en nuestra América con acentos más enérgicos, pues por una fatal herencia escolástica damos más precio a la erudición que al ejercicio del pensamiento propio. Lo grave es que las prácticas absurdas dejan tras sí nefastos hábitos mientras son educativas a su modo, educativas en un sentido negativo. Educar es abrir los ojos haciéndoles percibir relaciones como las de causas y efectos; pero en cambio la información directa de los textos malogra una y mil veces el proceso fecundo del pensamiento; y usando de ellos tan sólo, habremos educado para una abyecta pasividad. Educar es, sin duda, ofrecer a la mente un campo abierto para la adquisición de los conocimientos; pero si el saber penetra en la inteligencia por la puerta falsa de la memoria, nos educa para evitar el esfuerzo propio en el descubrimiento, pues la misma presencia del saber vacío estorba el juego de la curiosidad, que sólo nace de una ignorancia deseosa de fecundarse con la observación. Educar es levantar la dignidad de los hombres e impedir que sobre ellos se ejerzan las violencias de la autocracia; pero la tiranía del maestro dogmático y del libro puede hacer de hombres, políticamente libres, esclavos educados para recibir el pensamiento ajeno.

Al descubrir en el funcionamiento específico del cerebro los gérmenes del método experimental, Dewey hace de la experiencia la actividad sui generis de aquel órgano y, a la vez, la actividad cardinal de la civilización misma, que en su esencia viene a ser una reproducción engrandecida y superorgánica del proceso psíquico elemental que desarrolla el niño en su comercio sensorio con las cosas. El principio del método experimental adquiere así un cambio de aplicación que no sospechan los que relegan ese método al terreno exclusivo de las llamadas ciencias experimentales, sin echar de ver que la vida social, la civilización, es un perpetuo experimento que reclama el tributo de la inteligencia humana para mejorar la vida y la conducta a la luz de la experiencia acumulada. Y esta admonición es particularmente oportuna en nuestras tierras donde las cuestiones sociales y educacionales se debaten a veces un poco al modo como, antes de Bacón, se buscaba la verdad entre los pliegues de la dialéctica, cerrando los ojos a las grandes y elocuentes lecciones de los hechos, cuyo estudio científico y desinteresado debiera determinar nuestra conducta: que si el método científico ha acabado con los mitos, dogmas y supersticiones que dominaban el mundo físico, aun no ha entrado a sanear el mundo moral para libramos de los dogmatismos, de las convenciones y verdades a medias que se mantienen en él entronizadas.

Y por último, es bueno poner ante nuestra vista la estrella polar que Dewey nos señala: el hacer del conocimiento un instrumento. Herederos directos de la civilización greco-romana, que tanto magnificó el aspecto intelectual de las cosas, tenemos acaso el defecto de ver en los problemas el lado doctrinario con preferencia al lado humano. Grande es ya el acopio de verdad y de belleza que llevamos acumulado; pasmosa a veces la suma de erudición de nuestros sabios; copiosísima la suma de información que atesoran las bibliotecas o que circula pasivamente de los labios de los maestros a los oídos de sus discípulos; Pero es menguado el uso que hemos dado a ese depósito de cultura como combustible de nuestra máquina social que pudiera ser productora de nuevas verdades, de modos propios de sentir, pensar y hacer. Por el contrario, en nuestra América el fin primordial de la educación parece ser todavía el organizar el conocimiento ya acumulado y darlo a absorber al niño y al adolescente, como si por la sola virtud de su ingestión se obtuvieran los resultados que a la educación se atribuyen. Nos falta aún percatarnos de que el problema capital es organizar las actividades, haciendo que ellas se apliquen sobre el vasto depósito de cosas y de ideas a que la ciencia ha dado precio. Nos falta convencernos de que ante el sésamo de la experimentación y de la observación inteligente, todo ese cosmos rendirá su tesoro de verdades y, al mismo tiempo, pondrá en proficua actividad el resorte todavía inerte de la personalidad.

Urge reaccionar contra procedimientos que parecen calculados para disciplinar los espíritus en la sumisión a las imposiciones, y ahogar toda tendencia original y libre. Si esta obra, escrita para maestros y alumnos, pone a unos y a otros en la actitud espiritual que queda perfilada, su divulgación en la América latina habrá señalado el principio de la esperada renovación.

ERNESTO NELSON,

Ex-Inspector General de Enseñanza Secundaria de la República Argentina.




Fin de "Introducción a la edición española", Ernesto Nelson (1917) en John Dewey, "Psicología del pensamiento" (1917). Traducción castellana de A. A. Jascalevich (1917).

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Fecha del documento: 10 marzo 2005
Ultima actualización: 10 marzo 2005

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