IV Jornadas "Peirce en Argentina"
26-27 de agosto del 2010

Cuerpo y cultura en la obra de José Alejandro Restrepo.
Una aproximación peirceana1


Pedro Antonio Agudelo


I

Pensar el cuerpo anatómico desde una perspectiva semiótica implica reconocer que a través del ícono se ofrece una imagen de cuerpo que estimula (además de afectar en algún sentido) a un sujeto para que actualice mentalmente una determinada imagen2. Este proceso de evocación le permite reconstruir contenidos mentales a partir de la iconicidad, y lo lleva a poner en relación un objeto o referente de la realidad con un Objeto sígnico presentado por la pintura; pero también lo conduce a un tipo de relación que se ancla en el vínculo o diálogo que puede establecer una pintura con otras pinturas, esto es, el lenguaje pictórico. Así, El Guernica de Picasso alude (a pesar de las distorsiones de las formas) a un acontecimiento del mundo real, habla de algo, y lo hace a través elementos figurativos como la madre que llora desconsolada por su hijo. Pero la obra del pintor español también entra en diálogo con la historia del arte, con el lenguaje de la pintura, con las formas de presentar y representar el cuerpo. Así, la manera en que éste se expone en su obra recoge y supera una tradición de representación mimética, y entonces la imagen del cuerpo adquiere otras dimensiones, otras maneras de concebir su temporalidad y, en suma, otra forma de significarlo. En la imagen, el cuerpo está significado, pero esta significación no se agota en su pretensión de verdad, es decir, en su cercanía a la realidad; antes bien, aboca por un diálogo inter-icónico en el que el signo es signo de otros signos.

Un ejemplo claro de la actualización de la imagen, y en ella de la representación del cuerpo, es Las meninas, obra de Diego Velázquez. En ella, el pintor extiende el lienzo como si abriera una ventana, lo que se debe al juego con la mirada del pintor y la concepción del cuadro. En Velázquez el espectador parece inmerso en un teatro que representa el mundo; las cosas emergen en él como virtuales de la vida, metonimias del mundo. Todos estos objetos son convincentes y no reales. Contrario a lo que pasa con el artista barroco, en Picasso se ha arruinado el espacio, por eso las figuras no están en ninguna parte; se trata de la desaparición del mundo, de una desterritorialización, de una deshumanización y muerte de lo visible. Las formas están en el límite de lo reconocible, son atópicas, sin un lugar concreto, ellas mismas son su propio espacio; aparece lo inverosímil encarnado: "De ahí que la pintura ya no permita disociar lo representado de su representación, el contenido de la expresión o el objeto referente de la referencialidad. Es imposible separar el cuerpo del soporte en el que aparece inscrito por la sencilla razón de que en su dimensión icónica ese cuerpo es soporte y figura al mismo tiempo" (Salabert, 2003, 138). La crisis de la representación es la entrada del arte en una abstracción que lo independiza.

Por su parte, considerar el cuerpo desde el nivel indexical implica atender a la pintura en sí misma como cuerpo, como en las obras de Rembrant, en las que la pintura deja su propia huella; ya no es el objeto o la sustancia que contiene imágenes, sino que es la materialidad en sí misma3. Dicho en términos semióticos: ya no es el signo que remite a un objeto, o cuya referencia es un objeto o un aspecto de la realidad, sino un signo que, además de hablar de otra cosa, habla de sí mismo. Es la pintura hecha pintura, convertida en textura y texto, en una cosa más que en una forma, es una forma de la expresión que reivindica la pura materialidad, el trazo, el marcaje, el indicio, el rastro del autor o su fantasma. Se trata de la texturalidad pictórica, de la masa cromática y su aplicación, del pincelar que deja huella, del arrastre o la proyección a distancia de la materia (salpicaduras, goteo, chorro, trazo, hendidura). No sobra decir que esto comprende, también, la acción del artista, el medio y la mediación, el signo como memoria. El autor ha creado mundo y lo ha redistribuido a través de unas acciones sobre un lienzo o una tabla; ha hecho suyo el material, lo ha convertido en objeto de su acción y en ella deja su firma, su marca, su sombra: "El artista se incorpora a la obra mediante la huella de su trabajo, con ella incumbe al medio empleado para realizarla. De ahí que su afirmarse concierna tanto a la representación del mundo como a la expresión física personal (el chorreo no es pincelada, el pincelar es como el escribir: indica un temperamento que a su vez acredita el cuerpo activo)" (Salabert, 2003, 155). Pero aquí nos queda una pregunta: si el índice remite en buena medida al agente que hizo posible que algo fuera signo, ¿cómo acercarse a la obra sin psicologizar la acción del sujeto artista, acción  fijada que éste ha dejado en su obra? En la obra queda algo del sujeto, pero esto no quiere decir que éste sea develado. Lo que se fija, al modo como sucede en la escritura (en que se fija el discurso), es la acción, y esta acción tiene una dimensión social, es decir, un desgarrarse de la propia persona del autor, de su poder de agente. La acción se independiza del agente que la acomete y, en este sentido, interpretamos la acción por la fijación que de ésta se ha hecho, por la huella que la obra devela. En esta medida, la obra postula un ser-en-el-mundo, una atribución de existencia para el lector-espectador; en palabras de Ricoeur (2003, 179),  "una acción deja una huella, pone su marca, cuando contribuye a la aparición de pautas que se convierten en los documentos de la acción humana".

El tercer sentido del cuerpo implica una dimensión simbólica. Se trata de la materialización de una cosa, de su encarnación. Esta encarnación, este tomar cuerpo, remite a la función simbólica. El fundamento mismo de dicha función está en la superestructura de la vida social, ya que consiste, según Ricoeur (2003, 193), "en sustituir  las cosas por signos y en representar las cosas por medio de signos", lo cual pone de relieve la necesidad de pensar el paradigma estructural extendido a otros tipos de signos diferentes al lingüístico, de modo que el sistema semiológico estaría entre el modelo del texto y los fenómenos sociales. De acuerdo con esto, el cuerpo es signo tanto dentro del sistema propio de la lengua (dentro del cual hay un significante y un significado, tanto una expresión como un contenido), como en la estructura social. Las concepciones sobre el cuerpo a nivel social adquieren forma a través del discurso, y es a través del discurso que se pueden atribuir unas acciones sobre el cuerpo, que bien pueden ir desde formas de violentarlo hasta cierto comportamiento estético. El discurso "es acontecimiento en forma de lenguaje" (Ricoeur, 2003, 170), y esto implica no sólo que cuando alguien habla pasa algo, sino también que hay un tiempo y un sujeto del discurso, una referencia a algo y un interlocutor. Y es por ello que puede afirmarse que las concepciones sobre el cuerpo se construyen a través de la acción de los signos del discurso.

Sin embargo, a lo anterior habría que agregar que no sólo se trata de un asunto meramente estructural. Aún más, los tres sentidos del cuerpo estarían remitiendo, finalmente, a una concepción de signo, y la pregunta por éste no se reduce a un problema únicamente de representación. Va más allá,  e incluso postula un más allá que atraviesa la dimensión signo desde sus posibles funciones. De ahí que se trate del cuerpo que es representado, pero también de la pintura como cuerpo presente. Este encuentro entre representación y presentación no le resta mérito a la función simbólica, antes bien, la pone en un juego de relaciones en el que la propia materia, en la medida en que significa y habla de acciones humanas, es simbólica.

Ahora bien, podría pensarse en otros dos valores que asume el concepto de interpretación de la obra de arte. En primer lugar, la semántica profunda, la cual conduce a un nivel de comprensión que va más allá de lo meramente estructural y de lo meramente social, y que hace posible el clivaje de ambas, con lo cual se tiene que "las estructuras sociales son también intentos de enfrentar las perplejidades de la existencia y los conflictos de profundas raíces en la vida humana" (Ricoeur, 2003, 193). De este modo, el ícono y el índice apuntan, igual que lo hace el símbolo, hacia la estructura social. En segundo lugar está la apropiación del espectador. Se trata del compromiso que este último asume frente a la semántica profunda de la obra, frente al mundo posible que ella postula. Dicho de otra manera: el espectador de la obra pictórica se enfrenta a ella a través de una pretensión de explicación (aspecto metodológico de la interpretación) y comprensión (aspecto no metodológico), y en este ir y venir del signo, la obra le revela un mundo.

En el caso del arte visual, esta apertura de mundo es icónica. Tal como se dijo atrás, el ícono representa a otro signo o cosa en virtud de su relación de semejanza. Este signo opera tanto si la cosa es real como si no, basta con el hábito de considerar que dicha situación es del todo motivada. Esto tiene que ver, sin duda, con la capacidad que tiene el lenguaje para mantener cierta independencia respecto del contexto, posibilidad que está también contenida en el ícono. De ahí que este último sea entendido por Peirce como un signo posible, es decir, que se traduce en un aparente sólo en el acto de la percepción4. Según esto, podemos hablar de iconismo, es decir, de la característica de aquellos signos que se parecen en algún grado a lo que representan. No siempre un signo ha de traer la presencia de un objeto, sino remitir al receptor a través de la evocación por vía patémica: “Si el iconismo de una pintura —u otro sistema de representación— remite a cuerpos en el espacio, es porque la forma icónica es una imagen, un signo. Y este signo es el resultado de tomar una entidad perteneciente al mundo y abstraerla mediante forma y color de acuerdo con unos hábitos, convenciones o códigos que van a hacerla útil al reconocimiento” (Salabert, 2003, 97). La iconicidad en la pintura es una función referencial, un representar; de ahí que a mayor iconización menor expresividad5; hay más cercanía al objeto y menos al sujeto productor. El iconismo en alto grado hace de un cuadro un dispositivo para la ilusión en la medida en que la representación es capaz de provocar la presencia óptica de algo. Esto es coherente con la necesidad de vida que tiene el arte y que ha dado origen a los diferentes realismos. Ahora bien, veamos cómo funciona lo dicho hasta aquí en la obra del artista colombiano José Alejandro Restrepo.


II

Restrepo es un videoartista colombiano cuyo centro de reflexión ha sido la imagen en estrecho vínculo con las representaciones convencionales de la iglesia; así mismo, en su relación crítica con las imágenes manipuladas de los medios de comunicación. En su obra se pueden identificar el cuerpo como ícono, tanto como el cuerpo indexical y simbólico. En San Miguel de Mocoa (2006), por ejemplo, el artista teatraliza una imagen divina, creando una capilla virtual. En esta obra, el eco deliberado del santo se convierte en un símbolo de la tradición trascendente, en este caso para unir, como en otras de sus obras, lo trascendente con lo material. Esta apuesta por el concepto ha sido una constante en el artista; es él quien introduce el videoarte en Colombia y quien lleva hasta el extremo la crítica al uso de la imagen por parte de los medios de comunicación.

Restrepo se ha interesado por los relatos históricos, por los problemas del colonialismo y por la violencia. En algunas de sus obras el cuerpo aparece para revelar su vínculo con alguna de estas temáticas, para plantear un lenguaje macabro que roza con lo espiritual y alcanza la erótica. En El paso por el Quindío I (1992) plantea el problema de la oposición entre la representación y la experiencia: ¿cuán confiable es lo que dice la imagen? La realidad se distorsiona gracias a las mediaciones sígnicas, a las interpretaciones simbólicas, a las prácticas semióticas; esto conduce al afincamiento de las estrategias de poder, a las mediaciones, a los procesos de colonialismo. La semiótica textual (véase Eco, 1987, 1992; Ricoeur, 2003) ha mostrado que lo que hace posible que se pueda hablar de ciencias humanas es el hecho de que lo que le pasa al hombre adquiere múltiples significaciones con el tiempo. Esto posibilita, entonces, que la historia no sea una verdad absoluta, sino que se pueda volver a ella para re-interpretarla en un proceso de semiosis infinita. Aquí se pone también en cuestión el concepto de verdad. La historia dice lo que dice, pero también dice más de lo que dice, y así mismo habla de otras cosas, en el mismo sentido en el que en una cadena sígnica un signo interpreta al signo que le antecede y es interpretado por el que le sucede. Esto lo sabe el artista colombiano, pero en él se trata de un problema que va más allá de la historia por cuanto tiene que ver con la imagen, pero que se circunscribe en la cultura y en un más allá de la cultura. Ahora bien, ¿cuál es el lugar del cuerpo aquí? De entrada habría que afirmar que se trata del cuerpo construido, destruido y reconstruido por la historia, de un cuerpo que puede ser leído semióticamente porque se lo ha construido de forma gramatical y cultural, por cuanto la cultura, la sociedad, la historia, hacen inscripciones en su superficie. En Tríptico Amazonas (1994) es la acción del cuerpo lo que acusa un sentido más amplio de relaciones de poder. El objeto sigue siendo icónico, pero la estrategia se desplaza para señalar, para indicar. Hay aquí una retórica corporal posibilitada por la acción de remar; se instaura un gesto con una imagen fija en la camiseta del indio.

Por otro lado, en su obra arte y violencia se encuentran en el punto según el cual el cuerpo está configurado por unos elementos que, como en la lengua, admiten combinaciones y se ajustan a ciertas reglas de composición; como en la lengua, rigen unos principios gramaticales que hacen del cuerpo un sistema o estructura cuyo funcionamiento entero depende de las funciones que cumplen los elementos particulares. La historia, como la cultura y el cuerpo, es un asunto de gramática (Agudelo, 2009). Las convenciones admiten la estructura lógica del lenguaje, sus formas de ordenamiento, sus desvíos, sus excepciones, sus formas de aparición y significación. Ahora bien, esta aparición no puede sino ser semiótica, aunque la analogía sea lingüística6. No se habla aquí tanto de una gramática de la lengua como de una gramática de lo no verbal. En esta red de relaciones gramaticales se cruzan cuerpo, historia, mito y arte; y en ella la cultura se convierte en la fuerza que determina las ideas sobre el cuerpo reveladas de forma artística.  Los violentos presentan formas de enunciar, y es esta manera de decir a lo que denominamos gramática. En este sentido, se trata de la puesta en escena de un repertorio de transformaciones brutales que buscan generar dramatismo y persuasión a través de la estética del horror. Entre los procedimientos semióticos propicios para estas actividades están: "inversión, sustitución, trastocamiento, ruptura, desplazamiento, torcedura, dislocación: lo de arriba, abajo y lo de adentro, afuera" (Restrepo, 2006, 19). En última instancia, los violentos configuran una gramática corporal a través del uso del cuerpo de sus enemigos, lo cual "produce un violento efecto del volcamiento en aquel que sostiene la mirada" (Restrepo, 2006, 19).


III

Con esto se puede señalar que es posible decir que en la historia del pueblo colombiano los violentos han gramaticalizado el cuerpo. Esta aniquilación ha sido física y simbólica. De un lado está la destrucción del cuerpo, de sus partes constitutivas; de otro, los métodos empleados, las estrategias, las configuraciones. Aquí el símbolo toca lo indexical, pero para realzar su carácter simbólico. Este dramatismo extremo es lo que le brinda el valor teatral a la obra del artista colombiano, la cual traslada el ritualismo de los actos macabros a la escena de presencia plástico-visual. ¿Hay, entonces, una conexión entre la realidad de la historia del pueblo colombiano y la realidad de la obra de arte? La conexión existe, y no es, ni mucho menos, virtual; se da porque hay una intencionalidad pedagógica en las acciones de los violentos, y una intención artística en la obra que revela esta conciencia lógica de proceder según unas técnicas, un conocimiento anatómico y unas finalidades. Algo similar ocurre en la religión. En ésta, el cuerpo también es concebido según unas distribuciones, unas formas de comprender. En este sentido, Restrepo trabaja con un cuerpo arruinado por la historia, un cuerpo desmaterializado que persiste en definir los poderes y en resistir la historia. En Musa paradisíaca (1996) el cuerpo adquiere presencialización a través de la experiencia sensorial vivida. El olor territorializa el espacio de la exposición, el espacio de la imagen es invadido por la imagen misma (el cualisigno se impone al ícono), y hace posible la evocación histórica a través del encuentro simbólico entre la imagen simbólica de la violencia (el banano) y la imagen real y posible de la misma (las imágenes de los hechos). Esto es posible porque la imagen habla de lo que la sobrepasa, generando la expansión de las sensaciones y pensamientos.

El artista colombiano no sólo vuelve la vista sobre los cuerpos y la imagen para reconocer unas lógicas en la manera de actuar de los violentos, también propone una postura estética y una perspectiva ética que confrontan al espectador. Esta es la razón por la cual, en la reflexión sobre la historia, el vínculo entre cuerpo y violencia conduce a la relación entre cuerpo y poder. En su obra Paso del Quindío el límite entre el dominante y el dominado es tan endeble que no se puede reconocer tan fácilmente quién domina a quién. ¿No es acaso el hombre cargado el dueño de su trayectoria y quien, en última instancia, domina la situación?; pero ¿qué pasaría si el hombre que carga decide arrojar al hombre cargado al precipicio? Restrepo pone en jaque cualquier respuesta, estableciendo de este modo un cuestionamiento al poder.


IV

El artista colombiano hace énfasis en la mirada, pues en el predominio de la imagen se impone el ojo. Este dominio de la mirada está vinculado con la maquinaria ideológica, política y religiosa como formas de ver el mundo. El tiempo mítico es una máquina iconológica capaz de vehiculizar la mirada, y es esto lo que lleva a José Alejandro a plantear la relación imagen-configuración de la historia: es la imagen la que construye la historia, sus maneras de comprensión y de acción. Aquí está el cimiento de la cultura, presente como una totalidad compleja de representaciones del mundo. Por eso la escritura de la historia puede estar en el ojo de quien presenta la imagen, en la medida en que lo que se archiva no se ve después del mismo modo, y esto lo que da sentido a una comprensión del proceso de semiosis infinita que rescata el concepto hermenéutico de interpretación en el sentido contemporáneo.

Tal como se indicó atrás, existe una gramática corporal en los violentos, pero ¿cuál es la finalidad de tal gramaticalidad? Los cuerpos puestos, dispuestos y expuestos se transforman en máquinas de visibilización del acto violento. Este ejercicio gramatical se semiotiza hasta convertirse en un ritual del terror que sostiene la finalidad didáctica, que busca la fascinación del horror, hasta crear fuerzas y lazos sígnicos que configuran el mensaje; este mensaje es la imagen, de ahí que el predominio esté en la mirada, pero el efecto sea simbólico. De esta manera, el cuerpo se convierte en la superficie visible y legible del acto violento. Es en este sentido que la crítica iconológica e iconofílica de Restrepo adquiere sentido en el contexto del arte colombiano contemporáneo. Su obra habla del país, del problema de la imagen, de los símbolos idolatrados, para revelar las funciones que una imagen, una gramática y un cuerpo cumplen en una sociedad.


V

Existen, entonces, unos agentes culturales que modelan cuerpos (los violentos, la educación, la religión, los medios de comunicación), unos agentes que actualizan maneras de revelar la constitución polisémica de la imagen y que ponen en la escena las condiciones sociales e históricas del cuerpo. En última instancia, podríamos señalar que se trata de un problema de representaciones culturales en el cual la imagen-historia se dispone, se impone, se interpreta y se la manipula para crear mecanismos que traman los sentidos de poder. Quien tiene el poder sobre la imagen tiene el poder sobre los efectos que ésta genera. Es en concordancia con esto que se puede comprender la cultura como una totalidad compleja, en la cual se cruzan las prácticas tecnoeconómicas, los códigos morales, las formas de hacer, de representarse el mundo, los medios de expresión y de comunicación. La cultura hace ver a través de sus signos lo que éstos construirán en su accionar sobre el mundo.

Los individuos, al leer un signo, lo hacen a partir de lo que ya tienen en su mente, y es a partir de esto que se generan nuevas configuraciones de la realidad. Este es el caso de la obra de Restrepo, ya que ésta aboca por una construcción histórica que asuma el presente y tome posición frente a las contradicciones de la sociedad. Esta concepción de cuerpo fragmentado instaurado en la cultura hace del cuerpo sólo un eslabón en la cadena de signos, en la configuración de imaginarios sociales cuya manifestación no puede ser posible sino a través de los signos y de las acciones; por eso el artista colombiano narra el cuerpo con fragmentos de historia, y recrea la historia con fragmentas de cuerpo, haciendo que éste se enfrente así a múltiples formas de significación, y creando, a su turno, una cadena de signos ad infinitum en el proceso de interpretación del espectador.


Bibliografía

Notas

1. Este artículo es parte de la agenda investigativa del autor en el área de la historia del arte colombiano contemporáneo. Deriva del proyecto de investigación "La re-presentación del cuerpo en Colombia después del arte moderno. 1970-2000", en el contexto de la maestría en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia, Colombia.

2. Lo que aquí se plantea acerca de las categorías semióticas para el análisis de la obra de arte proceden de Charles Sanders Peirce. Este pensador considera que la semiótica es una disciplina lógica, una doctrina cuasi-necesaria o formal de los signos. Esto conduce a pensar el signo en un sentido relacional, y a vincularlo con los procesos de observación y de pensamiento. En tal sentido es que propone una estructura de signo desde tres referencias: Medio, Objeto, Interpretante. El primero es el signo en cuanto tal, el segundo, aquello a lo que el signo se refiere, y el tercero, un signo que interpreta otro signo. Con todo, se tiene que un signo es algo que dice algo sobre algo a alguien. De esta relación se derivan tipos de signos, siendo los más comunes los de ícono, índice y símbolo, los cuales hacen referencia al Objeto. Un ícono es un tipo de signo que tiene una relación de semejanza con el objeto que designa, como en el caso de una foto; un índice es un signo que tiene una relación de contigüidad con el objeto designado, como una huella en un camino; y un símbolo es un signo cuya relación con el objeto es completamente arbitraria, como la palabra casa. Son estos tres tipos de signo, o subsignos los que se pondrán en funcionamiento en el análisis de la obra de Restrepo.

3. Las obras de Velázquez y Rembrandt, por ejemplo, siendo referenciales se inclinan hacia una texturalidad que combina lo indexical de las huellas y marcas del pincel, los empastes y los grumos, con el iconismo propio del arte figurativo. Algo similar ocurre con el videoartista colombiano al proponer una obra como Tríptico Amazonas (1994) en la que se entrecruzan lo indiciográfico de los gestos y lo icónico de la imagen estampada en la camiseta.

4. Esto lo diferencia del hipoicono, ya que éste se lee —aún con las características propias del ícono—, como si fuera un símbolo en el que, por tanto, prima la convención.

5. En una obra como El grito de Munch prevalece la intención de expresar un acontecimiento, una sensación, lo cual implica una forma mayormente libre en el despliegue de las formas y en la configuración de la textura.

6. Esta relación recuerda la pregunta por el lenguaje del arte planteada por Calabrese (1987), en la cual está implicada la clasificación peirceana de la referencia al Objeto.



Fecha del documento: 10 de noviembre 2010
Ultima actualización: 26 de noviembre 2010

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