Lecciones de Harvard sobre el pragmatismo

LECCIÓN VII: "PRAGMATISMO Y ABDUCCIÓN"


Charles S. Peirce (1903)


Traducción castellana de Dalmacio Negro Pavón (1978)


Los editores del Essential Peirce añaden la siguiente introducción a la séptima de las Lecciones sobre el pragmatismo: "MS 315. [Publicado en CP 5.180-212 (parcialmente) y en HL 241-256. Dejada por Peirce sin título, ésta es la última de las siete lecciones de Harvard, impartida el 14 de mayo de 1903]. Esta lección se añadió de manera que Peirce pudiese ampliar sus consideraciones acerca de la relación del pragmatismo con la abducción. Construye en particular sobre tres puntos clave suscitados en la lección sexta: (1) que nada está en el intelecto que no esté primero en los sentidos, (2) que los juicios perceptuales contienen elementos generales y (3) que la inferencia abductiva se funde en el juicio perceptual sin ninguna línea nítida de demarcación entre ellos. El pragmatismo se sigue de esas proposiciones. Peirce reitera que la función del pragmatismo es ayudarnos a identificar ideas oscuras y comprehender ideas difíciles. Es en esta lección donde Peirce enuncia su famoso dictum: "Los elementos de todo concepto entran en el pensamiento lógico por la puerta de la percepción y salen por la puerta de la acción deliberada, y todo aquello que no pueda mostrar su pasaporte en ambas puertas ha de ser detenido como no autorizado por la razón". Al desarrollar estas ideas, Peirce subraya que al hacer cualquier concepción equivalente a una concepción de "efectos prácticos concebibles", la máxima del pragmatismo alcanza mucho más allá de lo meramente práctico y permite cualquier "vuelo de la imaginación", sólo con tal de que esa imaginación "descienda en último término sobre un posible efecto práctico".

La traducción de Dalmacio Negro Pavón corresponde a CP 5.180-212. El título y los subtítulos fueron introducidos por los editores de los
CP.


§ 1. LAS TRES PROPOSICIONES COTARIAS

180. Al acabar mi última conferencia, apenas había hecho más que enunciar tres proposiciones que me parece que dan al pragmatismo su carácter peculiar. Con el fin de referirme a ellas brevemente esta tarde, las llamaré, por esta vez, mis proposiciones cotarias. Cos, cotis, significa piedra de amolar. Creo que ellas aguzan y dan filo a la máxima del pragmatismo.

181. Estas proposiciones cotarias son las siguientes:

1. Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu. Interpreto esto de un modo un tanto diferente a como lo hizo Aristóteles*. Por intellectus entiendo el significado de cualquier representación en cualquier tipo de cognición, virtual, simbólica o comoquiera que sea. Berkeley y los nominalistas de su calaña niegan que tengamos en absoluto la idea de un triángulo en general, que no sea ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno. Pero no pueden negar que hay proposiciones acerca de los triángulos en general, las cuales proposiciones son verdaderas o falsas; y mientras ocurra esto, no me preocupa saber, en cuanto lógico, si tenemos o no tenemos una idea de triángulo en sentido psicológico. Tenemos un intellectus, un significado, del cual es un elemento el triángulo en general. Por lo que atañe al otro término, in sensu, lo tomo en la acepción de en un juicio perceptual, el punto de partida o primera premisa de todo pensamiento crítico y controlado. En seguida expondré lo que concibo que es la evidencia de la verdad de esta primera proposición cotaria. Pero prefiero empezar por recordarles cuáles son las tres citadas proposiciones.

2. La segunda es que los juicios perceptuales contienen elementos generales, de suerte que de ellos son deducibles proposiciones universales, a la manera como la lógica de las relaciones muestra que las proposiciones particulares admiten de ordinario, por no decir invariablemente, que se infieran de ellas necesariamente proposiciones universales.

Esto lo probé de modo suficiente en la anterior conferencia. Esta tarde daré por supuesta la verdad de tal aserto.

3. La tercera proposición cotaria es que la inferencia abductiva se funde insensiblemente con el juicio perceptual, sin una línea tajante de demarcación entre ellos; o, en otras palabras, nuestras premisas primeras, los juicios perceptuales, han de considerarse como un caso extremo de las inferencias abductivas, de las cuales difieren en estar absolutamente por encima de toda crítica. La sugerencia abductiva viene a nosotros como un relámpago. Es un acto de intuición, aunque sea una intuición extremadamente falible. Es cierto que los diversos elementos de la hipótesis estaban con anterioridad en nuestra mente; pero es la idea de juntar lo que jamás habíamos soñado juntar la que hace fulgurar ante nuestra contemplación la nueva sugerencia.

Por su parte, el juicio perceptivo es el resultado de un proceso, bien que se trate de un proceso que no es lo bastante consciente como para ser controlado, o, exponiéndolo con mayor precisión, que no es controlable y por tanto no es plenamente consciente. Si sometiéramos este proceso subconsciente al análisis lógico, encontraríamos que se resolvía en lo que ese análisis representaría como una inferencia abductiva, la cual a su vez descansaría en el resultado de un proceso similar que un análisis lógico similar representaría que se resolvía en una inferencia abductiva similar, y así sucesivamente ad infinitum. Este análisis sería exactamente análogo a aquel que el sofisma de Aquiles y la tortuga aplica a la persecución de la tortuga por Aquiles y, por la misma razón, no representaría el proceso real.

Es decir, así como Aquiles no tiene que hacer la serie de esfuerzos distintos que se representa que hace, así también este proceso de formar el juicio perceptual, debido a que es subconsciente y, por ende, no susceptible de crítica lógica, no tiene que hacer actos separados de inferencia, sino que ejecuta su acto en un proceso continuo.


§ 2. LA ABDUCCIÓN Y LOS JUICIOS PERCEPTUALES

182. Ya he presentado mi alegato en favor de mi segunda proposición cotaria, y en lo que voy a decir trataré esto como ya suficientemente probado. En mis argumentaciones evité por completo el recurrir a todo lo que semejara ser fenómenos especiales, sobre los cuales no creo que deba descansar en absoluto la filosofía. Sin embargo, no hay inconveniente alguno en emplear observaciones especiales, de un modo meramente abductivo, con el fin de iluminar doctrinas ya establecidas por otros medios, y ayudar a captarlas; y hay algunos fenómenos que, en mi opinión, nos ayudan a ver qué se quiere decir al afirmar que los juicios perceptuales contienen elementos generales, los cuales fenómenos también nos llevarán naturalmente a la consideración de la tercera proposición cotaria.

183. Les mostraré una figura que recuerdo que dibujó mi padre [Benjamin Peirce] en una de sus lecciones.



No recuerdo lo que quería explicar con ella; pero no alcanzo a imaginar qué otra cosa habría podido ser sino mi proposición cotaria número 2. Si es así, al sostener esa proposición estoy realmente siguiendo sus huellas, aunque sin duda él habría expresado la proposición de una forma muy diferente a la mía. He aquí la figura (aún cuando no sé trazarla con tanta destreza como él). Consiste en una línea serpentina. Pero una vez trazada por completo, semeja una pared de piedra. Lo esencial es que hay dos maneras de concebir el asunto. Ambas, les ruego que reparen en ello, son maneras generales de clasificar la línea, clases generales bajo las cuales se subsume la línea. Mas el hecho mismo de la decidida preferencia de nuestra percepción por un modo de clasificar el percepto muestra que esta clasificación está sostenida en el juicio perceptual. Igual ocurre con la conocida figura de un par de escalones dibujados a línea, sin sombreado, vistos en perspectiva. Al principio nos parece estar mirando los escalones desde arriba; pero se diría que alguna parte inconsciente de la mente se cansa de imponerle esta construcción y, de repente, se nos antoja estar viendo los peldaños desde abajo, y así, el juicio perceptivo, y el propio percepto, parecen estar desplazándose de un aspecto general al otro y viceversa.

En todas estas ilusiones visuales, de las que se conocen dos o tres docenas, lo más sorprendente es que cierta teoría de interpretación de la figura tiene toda la apariencia de ser dada en la percepción. La primera vez que se nos hace patente, parece tan enteramente fuera del control de la crítica racional como cualquier percepto; pero al cabo de muchas repeticiones del experimento ya familiar, se disipa la ilusión, tornándose primero menos marcada y cesando al final completamente. Esto demuestra que tales fenómenos son verdaderos lazos de conexión entre las abducciones y las percepciones.

184. Si el percepto o el juicio perceptual fueran de una naturaleza sin parentesco alguno con la abducción, sería de esperar que el percepto estuviese enteramente exento de los caracteres que son propios de las interpretaciones, mientras que no puede carecer de tales caracteres si es una serie continua de lo que, de modo discreto y ejecutado conscientemente, serían abducciones. Tenemos aquí, pues, una prueba casi crucial para mi tercera proposición cotaria. Ahora bien, ¿cómo es el hecho? El hecho es que no hace falta ir más allá de las observaciones ordinarias de la vida corriente para encontrar una amplia variedad de maneras diferentes en que la percepción es interpretativa.

185. Toda la serie de los fenómenos hipnóticos, multitud de los cuales caen dentro del reino de la observación cotidiana normal -tales como el despertarnos a la hora que deseamos, con mucha mayor aproximación de la que estando despiertos podríamos pensar-, comportan el hecho de que percibimos aquello para cuya interpretación estamos ajustados, aunque sea harto menos perceptible de lo que cualquier esfuerzo expreso nos permitiría percibir; mientras que aquello para cuya interpretación no están adaptados nuestros ajustes no lo percibimos, aun cuando exceda en intensidad a lo que percibiríamos con la máxima facilidad a poco que no interesara su interpretación. Me resulta asombroso que el reloj de mi despacho suene cada media hora de la manera más audible, y sin embargo no lo oiga yo nunca. No sabría en absoluto si funcionaba el mecanismo del carillón, a no ser que se estropeara y diera mal las horas. Si ocurriera eso, estoy casi seguro de que lo oiría. Otro hecho bien sabido es que percibimos, o nos parece percibir, los objetos de modo diferente a como realmente son, acomodándolos a su intención manifiesta. Los correctores de preubas ganan salarios elevados porque las personas corrientes no ven las erratas, ya que con la vista las van rectificando. Podemos repetir el sentido de una conversación, pero a menudo nos equivocamos rotundamente respecto a las palabras que se pronunciaron. Algunos políticos creen ser muy hábiles dejando entrever una idea que se abstienen cuidadosamente de expresar en palabras. El resultado es que un periodista está dispuesto a jurar, con total sinceridad, que un político le dijo algo que el político se cuidó muy mucho de no decir.

Los aburriría a ustedes si me extendiera en algo tan familiar, especialmente para los aficionados a la psicología, como la interpretatividad del juicio perceptivo. Este, evidentemente, no es otra cosa que el caso más extremo de los Juicios Abductivos.

186. Si se admite esta tercera proposición cotaria, deberá admitirse la segunda, la de que el juicio perceptual contiene elementos generales; y por lo que atañe a la primera, que todos los elementos generales son dados en la percepción, pierde la mayor parte de su significación. Pues si un elemento general se diera de otra manera que en el juicio perceptual, sólo podría aparecer por primera vez en una sugerencia abductiva, y ya hemos visto que esto equivale esencialmente a lo mismo. Sin embargo, no sólo opino que cualquier elemento general de cualquier hipótesis, por extravagante o enrevesada que sea, [es] dado de algún modo en la percepción, sino que me atrevo a afirmar que toda forma general de agrupar conceptos viene dada, en cuanto a sus elementos, en la percepción. Con el fin de decidir si esto es así o no, es menester formarse una noción clara de la diferencia precisa entre el juicio abductivo y el juicio perceptual, que es su caso límite. El único síntoma mediante el cual cabe distinguir los dos es que no podemos formarnos la más leve concepción de lo que sería negar el juicio perceptual. Si yo juzgo que una imagen perceptual es roja, puedo concebir que otro hombre no tenga ese mismo percepto. Puedo también concebir que tenga este percepto pero que nunca haya pensado en si era o no era rojo. Puedo concebir que, aunque los colores se hallen entre sus sensaciones, jamás haya dirigido su atención hacia ellos. O puedo concebir que, en lugar de la rojez, surja en su mente una concepción un tanto diferente; que, por ejemplo, juzgue que este percepto tiene un color cálido. Puedo imaginar que la rojez de mi percepto sea excesivamente débil y vaga para que esté uno seguro de si es rojo o no lo es. Pero que un hombre tenga un percepto similar al mío y se haga la pregunta de si este percepto es rojo, lo cual presupondría que ya había juzgado que algún percepto era rojo, y que, tras de una cuidadosa atención a este percepto, declare que palmaria y tajantemente no es rojo, cuando yo juzgo que es netamente rojo, eso no puedo comprenderlo en absoluto. En cambio, una sugerencia abductiva es algo cuya verdad puede ser puesta en duda e incluso negada.

187. Llegamos así a la prueba de la inconcebibilidad como el único medio de distinguir entre una abducción y un juicio perceptual. Ahora asiento sin reserva a todo lo que Stuart Mill dijo tan enérgicamente en su Examination of Hamilton acerca de la completa falta de confianza que merece la prueba de inconcebibilidad. Lo que hoy es inconcebible para nosotros a lo mejor mañana resulta concebible y hasta probable; de suerte que nunca podemos estar absolutamente seguros de que un juicio es perceptual y no abductivo; y esto quizás parezca constituir una dificultad respecto a nuestro convencimiento de que la primera proposición cotaria es verdadera.

No me costaría trabajo mostrarles que esta dificultad, por formidable que sea teóricamente, se reduce en la práctica a muy poco o nada para una persona experta en encauzar tales indagaciones. Pero esto es innecesario, ya que la objeción fundada sobre ella no tiene fuerza lógica alguna.

188. Sin duda, por lo que se refiere a la primera proposición cotaria, [esa proposición] se sigue como una consecuencia necesaria de la posibilidad de que las abducciones auténticas hayan sido confundidas con las percepciones. Porque la cuestión estriba en saber si lo que realmente es un resultado abductivo puede contener elementos ajenos a sus premisas. Conviene recordar que la abducción, aunque apenas se ve estorbada por las reglas lógicas, es sin embargo una inferencia lógica, que asevera su conclusión sólo problemática o conjeturalmente, es verdad, pero que, no obstante, tiene una forma lógica perfectamente definida.

189. Mucho antes de que yo clasificara por primera vez la abducción como una inferencia, reconocían los lógicos que la operación de adoptar una hipótesis explicatoria -que es justamente lo que la abducción es- estaba sujeta a ciertas condiciones. A saber, la hipótesis no puede ser admitida, ni siquiera como hipótesis, a menos de suponer que daría cuenta de los hechos o de algunas de ellos. La forma de inferencia, por tanto, es ésta:

Se observa el hecho sorprendente C; pero si A fuese verdadero, C sería una cosa corriente, luego hay razones para sospechar que A es verdadero.

Así, pues, A no puede ser inferido abductivamente, o, si prefieren la expresión, no puede ser abductivamente conjeturado mientras su contenido entero no esté ya presente en la premisa "Si A fuese verdadero, C sería una cosa corriente".

190. Sea correcta o no esta exposición del asunto, su mera insinuación como posibilidad muestra que el hecho bruto de que las abducciones puedan ser confundidas con las percepciones no afecta necesariamente a la fuerza de un argumento según el cual no cabe obtener de la abducción concepciones completamente nuevas.

191. Mas al proponer esta explicación de la abducción como una prueba de que todas las concepciones han de ser dadas realmente en la percepción, se suscitarán tres objeciones. A saber, en primer lugar, es lícito decir que, aun cuando fuese esta la forma normativa de la abducción, la forma a la que la abducción debe ajustarse, sin embargo, es admisible que surjan nuevas concepciones de una manera que desafíe las reglas de la lógica. En segundo lugar, desistiendo de esta objeción, es pertinente decir que el argumento probaría demasiado; porque si fuese válido, se seguiría que ninguna hipótesis sería tan fantástica que no se hubiera presentado íntegramente en la experiencia. En tercer término, puede decirse que aun concediendo la conclusión abductiva "A es verdadero" descansa en la premisa "Si A es verdadero, C es verdadero", continuaría siendo contrario al conocimiento común afirmar que los antecedentes de todos los juicios condicionales son dados en la percepción, y por tanto persiste la casi certeza de que algunas concepciones tienen un origen diferente.

192. En respuesta a la primera de estas objeciones, ha de señalarse que es sólo en la deducción donde no hay diferencia entre un argumento válido y un argumento fuerte. Un argumento es válido si posee la clase de fuerza que proclama tener y tiende hacia el establecimiento de la conclusión del modo en que pretende hacerlo. Pero la cuestión de su fuerza no se refiere a la comparación del efecto exigible del argumento con sus pretensiones, sino simplemente a la magnitud del citado efecto. Un argumento no deja de ser lógico por ser débil, con tal de que no aspire a una fuerza que no posee. Me figuro que es por esto por lo que los mejores lógicos modernos, con excepción de la escuela inglesa, nunca dicen una palabra sobre las falacias. Suponen que no existen argumentos ilógicos en sí. Un argumento es falaz sólo en la medida en que se infiere equivocadamente, aunque no ilógicamente, que pretendía lo que no cumplió. Quizás quepa decir que si todos nuestros razonamientos se conforman a las leyes de la lógica esto no es otra cosa, en definitiva, sino una proposición de psicología que mis principios deben prohibirme reconocer. Pero yo no lo ofrezco únicamente como un principio de psicología. Porque un principio de psicología es una verdad contingente, mientras que esto, como yo sostengo, es una verdad necesaria. A saber, si una falacia no encierra nada en su conclusión que no estuviera en sus premisas, o sea, nada que no estuviera en un conocimiento previo que ayudase a sugerirla, entonces las formas de la lógica nos permitirán de manera invariable y necesaria dar cuenta de ella lógicamente, en el sentido de que es debida a una equivocación surgida de una argumentación lógica pero débil. En la mayoría de los casos es debida a una abducción. La conclusión de una abducción es problemática o conjetural, pero no se halla en el grado más débil de presunción, y los que llamamos juicios asertóricos son, exactamente, juicios problemáticos de un alto grado de confianza. No hay, pues, dificultad alguna en mantener que las falacias se deben meramente a equivocaciones que son argumentaciones lógicamente válidas, aunque débiles. Sin embargo, si una falacia contiene algo en la conclusión que no estaba en absoluto en las premisas, esto es, que no estaba en ningún conocimiento previo o en ninguno que influyera sobre el resultado, entonces, una vez más, se ha cometido una equivocación, debida como antes a una inferencia débil; sólo que, en este caso, la equivocación consiste en tomar como inferencia lo que, con respecto a este nuevo elemento, no es en modo alguno una inferencia. Aquella parte de la conclusión que inserta este elemento completamente nuevo puede ser separada del resto con el que no tiene conexión lógica ni traza alguna de conexión lógica. La primera aparición de este nuevo elemento en la conciencia ha de considerarse como un juicio perceptivo.

Nos vemos inclinados irresistiblemente a juzgar que somos conscientes de él. Pero la conexión de esta percepción con otros elementos tiene que ser una inferencia lógica ordinaria, expuesta a error como todas las inferencias.

193. En cuanto a la segunda objeción, la de que, según mi concepción de la abducción, toda hipótesis, por fantástica que sea, ha de haberse presentado en su integridad en la percepción, sólo tengo que decir que esto únicamente podría surgir en una mente por completo inexperta en la lógica de las relaciones, y, al parecer, sin conocimiento alguno de otro modo de inferencia que la abducción. La deducción, por lo pronto, efectúa la simple coligación de diferentes juicios perceptivos en un todo copulativo, y además, con o sin ayuda de otros modos de inferencia, es muy capaz de transformar esta proposición copulativa de tal manera que se produzca una conexión más íntima entre ciertas de sus partes.

194. Pero la tercera objeción es la realmente grave. En ella descansa todo el nudo de la cuestión; y su plena refutación constituiría un verdadero tratado. Si el antecedente no es dado en un juicio perceptivo, entonces deberá aparecer por primera vez en la conclusión de una inferencia. En este punto nos vemos obligados a establecer la distinción entre la materia y la forma lógica. Con ayuda de la lógica de las relaciones, sería fácil mostrar que toda la materia lógica de una conclusión, en cualquier modo de inferencia, ha de estar contenida, pieza a pieza, en las premisas. Deberá por tanto, en última instancia, provenir de la parte incontrolada de la mente, porque una serie de actos controlados ha de tener un primer miembro. Mas en lo que atañe a la forma lógica, sería desde luego extremadamente difícil desembarazarse de ella de la misma manera. Una inducción, verbigracia, llega como conclusión a una razón de frecuencia; pero no hay nada de tal razón en los ejemplos singulares sobre los que se basa. ¿De dónde proceden las concepciones de la necesidad deductiva, de la probabilidad inductiva, de la expectabilidad abductiva? ¿De dónde procede la concepción de la inferencia misma? Esa es la única dificultad. Pero el autocontrol es el carácter que distingue los razonamientos de los procesos por los que se forman los juicios perceptuales; y el autocontrol de cualquier tipo es puramente inhibitorio. No origina nada. Por ende, es imposible que las concepciones formales en cuestión aparezcan por primera vez en el acto de adopción de una inferencia, en la declaración de que es razonable. Deben aparecer en el primer percibir de que uno podría así concebiblemente razonar. ¿Y cuál es la naturaleza de esto? Advierto que, instintivamente, he descrito el fenómeno como un "percibir". No deseo argumentar sobre palabras; pero una palabra puede proporcionar una valiosa sugerencia. ¿Qué puede ser nuestro primer contacto con una inferencia, cuando todavía no es adoptada, sino una percepción del mundo de las ideas? En el primer atisbo de ella, la inferencia ha de ser pensada como una inferencia, porque cuando es adoptada existe siempre el pensamiento de que a uno le sería factible así razonar en una clase entera de casos. Mas el mero acto de inhibición no puede introducir esta concepción. La inferencia debe, pues, ser pensada como inferencia en la primera captación de ella. Ahora bien, cuando una inferencia es pensada como una inferencia, la concepción de la inferencia se convierte en una parte de la materia del pensamiento. Por tanto, el mismo argumento que usamos respecto a la materia en general se aplica a la concepción de la inferencia. Pero estoy dispuesto a mostrar en detalle, y en rigor ya lo he mostrado virtualmente, que todas las formas de la lógica pueden reducirse a combinaciones de la concepción de la inferencia, la concepción de alteridad y la concepción de carácter. Es obvio que éstas son sencillamente formas de la Terceridad, la Segundidad y la Primeridad, las dos últimas de las cuales se dan incuestionablemente en la percepción. En consecuencia, toda la forma lógica del pensamiento es dada así en sus elementos.


§ 3. PRAGMATISMO: LA LÓGICA DE LA ABDUCCIÓN

195. Me parece, pues, que mis tres proposiciones cotarias están satisfactoriamente fundadas. No obstante, puesto que quizás otros no las estimen tan ciertas como yo, me propongo, en primer lugar, prescindir de ellas y probar que, aun dejándolas de lado como dudosas, debe ser aceptada y seguida una máxima, prácticamente muy poco diferente de la del pragmatismo en la mayoría de sus aplicaciones; y una vez hecho esto, mostraré cómo afectará al asunto el reconocimiento de las proposiciones cotarias...

196. Si consideran ustedes cuidadosamente la cuestión del pragmatismo, verán que no es otra cosa que la cuestión de la lógica de la abducción. O sea, el pragmatismo propone cierta máxima que, de ser sólida, debe hacer superflua cualquier otra regla respecto a la admisibilidad de contar las hipótesis en el rango de las hipótesis, es decir, como explicaciones de los fenómenos, en tanto que sugerencias esperanzadoras; y, además, eso es todo lo que la máxima del pragmatismo pretende realmente hacer, al menos hasta el punto en que es limitada a la lógica, y no se entiende como una proposición de psicología. Porque la máxima del pragmatismo consiste en que una concepción no puede tener ningún efecto o alcance lógico diferente del de una segunda concepción, excepto en la medida en que, tomada en conexión con otras concepciones e intenciones, pudiera modificar concebiblemente nuestra conducta práctica de manera distinta que la segunda concepción. Ahora bien, es indisputable que ningún filósofo admitiría una regla de abducción que prohibiera, sobre bases formalistas, una indagación acerca de cómo debemos moldear congruentemente nuestra conducta práctica. Así, pues, una máxima que sólo atiende a las consideraciones posiblemente prácticas no necesitará ningún suplemento para excluir como inadmisibles ciertas hipótesis. Todos los filósofos estarían de acuerdo en que deben admitirse las hipótesis que ella admite. Por otro lado, si es verdad que nada, salvo tales consideraciones, tiene efecto o alcance lógico, es claro que la máxima del pragmatismo no puede suprimir ninguna clase de hipótesis que deba ser admitida. Así, la máxima del pragmatismo, si es verdadera, abarca la lógica entera de la abducción. Queda por inquirir si esta máxima no puede tener algún efecto lógico ulterior. Si es así, ha de afectar de alguna manera a la inferencia inductiva o a la deductiva. Pero es evidente que el pragmatismo no puede interferir en la inducción; porque la inducción nos enseña simplemente qué tenemos que esperar como resultado de la experimentación, y es palmario que una expectación semejante puede concebiblemente concernir a la conducta práctica. En cierto sentido, sí debe afectar a la deducción. Algo que da una regla a la abducción y pone así un límite a las hipótesis admisibles, restringirá las premisas de la deducción, y con ello hará posibles la reductio ad absurdum y otras formas equivalentes de deducción que, de lo contrario, no habrían sido posibles. Pero aquí cabe hacer tres observaciones. En primer lugar, afectar a las premisas de la deducción no es afectar a la lógica de la deducción. Porque en el proceso mismo de la deducción, no se introduce ninguna concepción a la que pudiera pensarse que se opone el pragmatismo, excepto los actos de abstracción. Respecto a ésta, sólo tengo tiempo de decir que el pragmatismo no debe oponerse a ella. En segundo lugar, ningún efecto del pragmatismo que sea consecuente a su efecto sobre la abducción puede llegar a mostrar que el pragmatismo sea algo más que una doctrina concerniente a la lógica de la abducción. En tercer término, si el pragmatismo es la doctrina de que cualquier concepción es una concepción de los efectos prácticos concebibles, entonces hace que la concepción se extienda mucho más allá de lo práctico. Permite cualquier vuelo de la imaginación, con tal de que, a la postre, esta imaginación descienda sobre un posible efecto práctico; y así, a primera vista, puede parecer que la máxima pragmática excluye muchas hipótesis que realmente no son excluidas.

197. Admitiendo, pues, que la cuestión del Pragmatismo es la cuestión de la Abducción, considerémosla bajo esa forma. ¿Qué es una buena abducción? ¿Qué debe ser una hipótesis explicatoria para merecer el título de hipótesis? Desde luego, ha de explicar los hechos. ¿Pero qué otras condiciones ha de satisfacer para ser buena? La cuestión de la bondad de una cosa estriba en saber si esa cosa cumple su fin. ¿Cuál es, pues, el fin de una hipótesis explicatoria? Su fin es, mediante su sometimiento a la prueba del experimento, conducir a la evitación de toda sorpresa y al establecimiento de un hábito de expectación positiva que no quede frustrado. Cualquier hipótesis, por tanto, puede ser admisible, en ausencia de razones especiales para lo contrario, siempre que sea susceptible de verificación experimental, y sólo en la medida en que sea susceptible de tal verificación. Esta es aproximadamente la doctrina del pragmatismo. Pero justo aquí se abre ante nosotros un somero interrogante. ¿Qué hemos de entender por verificación experimental? En la respuesta a esto entra en juego toda la lógica de la inducción.

198. Permítanme indicarles las diferentes opiniones que, en la actualidad, sostienen efectivamente los hombres -quizás no de modo consecuente, aunque creyéndolo así los que las sostienen- sobre este tema. En primer lugar, hay quienes declaran que ninguna hipótesis debe ser admitida, ni siquiera como hipótesis, más allá de donde su verdad o su falsedad sean susceptibles de ser directamente percibidas. Esto, a lo que se me alcanza, es lo que pensaba Auguste Comte, al que generalmente se supone que fue el primero en formular esta máxima. Claro está que esta máxima de la abducción da por sentado que, como dice la gente, "sólo hemos de creer lo que realmente vemos"; y hay escritores renombrados, y escritores de no poca fuerza intelectual, que mantienen que es acientífico hacer predicciones, y acientífico, por ende, esperar nada. Uno debe restringir sus opiniones a lo que de hecho percibe. Ni qué decir tiene que esta posición no es posible mantenerla de manera consistente. Se refuta a sí misma, porque ella misma es una opinión que hace referencia a mucho más de lo que se da efectivamente en el campo de la percepción momentánea.

199. En segundo lugar, están quienes afirman que cabe muy bien esperar que una teoría que ha soportado numerosas pruebas experimentales soporte otras numerosas pruebas similares, y posea una verdad general aproximada, siendo la justificación de esto el que esa clase de inferencia debe resultar correcta a la larga, según expliqué en una lección anterior. Pero estos lógicos se niegan a admitir que podamos tener jamás derecho a concluir de modo decisivo que una hipótesis es exactamente verdadera, o sea, que es susceptible de soportar pruebas experimentales en una serie interminable; pues alegan que ninguna hipótesis puede ser sometida a una serie infinita de pruebas. Están dispuestos a aceptar que digamos que una teoría es verdadera, porque, siendo todas nuestras ideas más o menos vagas y aproximadas, lo que queremos expresar al decir que una teoría es verdadera sólo puede ser que está muy cerca de ser verdadera. Pero no nos permitirán decir que algo propuesto como una anticipación de la experiencia pretenda la exactitud, porque la exactitud en la experiencia implicaría experiencias en una serie infinita, lo cual es imposible.

200. En tercer lugar, la inmensa mayoría de los científicos sostienen que es demasiado decir que la inducción debe restringirse a aquello para lo que pueda haber evidencia experimental positiva. Aducen que la razón de ser de la inducción, según la entienden los propios lógicos del segundo grupo, nos autoriza a sustentar una teoría, siempre que sea tal que si entraña cualquier falsedad, la experimentación ha de detectar algún día esa falsedad. Tenemos, pues, derecho -dirán- a inferir que algo nunca sucederá, siempre que sea de tal naturaleza que no podría ocurrir sin ser detectado.

201. Deseo evitar en la presente conferencia discutir cualquiera de estos puntos, porque el meollo de toda argumentación sólida en torno al pragmatismo, según yo lo concibo, ha sido ya dado en lecciones precedentes, y son incontables las formas en que cabría exponerla. Sin embargo, he de exceptuar de esta exposición los principios lógicos que pretendo enunciar en la conferencia de mañana por la tarde sobre la multitud y la continuidad; y con vistas a dejar clara la relación entre esta tercera posición y la cuarta y la quinta, debo anticipar un poco de lo que explicaré con más amplitud mañana.

202. ¿Qué habrían de decir acerca del sofisma de Aquiles las personas que sostienen esta tercera posición? O mejor... ¿qué estarían obligadas a decir respecto a que Aquiles alcanzara a la tortuga (siendo Aquiles y la tortuga puntos geométricos), suponiendo que nuestro único conocimiento de derivase inductivamente de la observación de las posiciones relativas de Aquiles y la tortuga en aquellas etapas de la carrera que el sofisma supone, y suponiendo que Aquiles se mueve realmente dos veces más deprisa que la tortuga? Deberían decir que si no pudiera suceder que Aquiles, en una de esas etapas, de su avance, llegase finalmente a cierta distancia finita detrás de la tortuga que fuese incapaz de reducir a la mitad, sin enterarnos nosotros de ese hecho, entonces tendríamos derecho a concluir que podía acortar en la mitad cualquier distancia y, en consecuencia, que podía hacer que su distancia detrás de la tortuga fuese menor que todas las fracciones que tengan una potencia de 2 en el denominador. Por tanto, a no ser que estos lógicos supusieran una distancia menor que cualquier distancia mensurable, lo cual sería contrario a sus principios, se verían obligados a decir que Aquiles podía reducir su distancia detrás de la tortuga a cero.

203. La razón de por qué sería contrario a sus principios admitir una distancia menor que cualquier distancia mensurable estriba en que su manera de defender la inducción significa que difieren de los lógicos de la segunda clase en el sentido de que los lógicos de esta tercera clase admiten que podemos inferir una proposición que implique una multitud infinita y que, por tanto, implique la realidad de la multitud infinita misma, mientras que su modo de justificar la inducción excluiría toda la multitud infinita excepto el grado más bajo, el de la multitud de todos los números enteros. Porque con referencia a una multitud mayor que ésa, no sería verdad que lo que no ocurrió en un lugar ordinal finito de una serie, no podría ocurrir en ninguna parte dentro de la serie infinita (lo cual es la única razón que admiten en apoyo de la conclusión inductiva).

Pero examinemos ahora otra cosa que estos lógicos se verían obligados a admitir. A saber, imaginemos un polígono regular que tenga todos sus vértices unidos por radios rectos a su centro. Entonces, si hubiera un número finito particular de lados en un polígono regular con los radios así trazados, que tuviera la singular propiedad de que fuese imposible biseccionar todos los ángulos por nuevos radios iguales a los otros y, uniendo los extremos de cada nuevo radio a los de los dos antiguos radios adyacentes, construir un nuevo polígono de doble número de ángulos -quiero decir, si hubiera un número finito de lados para los que no pudiera hacerse esto-, es lícito admitir que seríamos capaces de averiguarlo.

La cuestión que estoy planteando presupone arbitrariamente que ellos admitirían esto. Por tanto, estos lógicos de la tercera clase tendrían que admitir que todos los tales polígonos podrían duplicar así sus lados y que, por consiguiente, habría un polígono de una multitud infinita de lados que, según sus principios, no podría ser nada más que el círculo. Pero es fácil demostrar que el perímetro de ese polígono, o sea, la circunferencia del círculo, sería inconmensurable, de suerte que una medida inconmensurable es real, y de aquí se sigue fácilmente que todas las longitudes tales son reales o posibles. Pero éstas superan en multitud a la única multitud que esos lógicos admiten. Sin recurrir a la geometría, se podría llegar al mismo resultado con solo suponer que tenemos una cantidad indefinidamente biseccionable.

204. Nos encontramos así abocados a una cuarta opinión, muy corriente entre los matemáticos, quienes sostienen generalmente que una cantidad real irracional (digamos de longitud, por ejemplo), ya sea algebraica o trascendental en su expresión general, es tan posible y admisible como cualquier cantidad racional, pero los cuales razonan generalmente que si la distancia entre dos puntos es menor que cualquier cantidad asignable, esto es, menor que cualquier cantidad finita, entonces no es nada en absoluto. Si éste es el caso, nos es posible concebir, con precisión matemática, un estado de cosas en favor de cuya realidad efectiva no parecería ser posible ningún argumento sólido, por débil que fuese. Por ejemplo, podemos concebir que la diagonal de un cuadrado sea inconmensurable con su lado. Es decir, si indicamos previamente cualquier longitud conmensurable con el lado, la diagonal diferirá de ella en una cantidad finita (y conmensurable), pero por muy exactamente que midamos la diagonal de un cuadrado aparente, siempre habrá un límite a nuestra exactitud, y la medida siempre será conmensurable. Así, pues, nunca podríamos tener razones para pensar lo contrario. Además, si, como parecen sostener estos matemáticos, no hay otros puntos en una línea que los que están a distancias asignables con una aproximación indefinida, se seguirá que si una línea tiene una extremidad, es lícito concebir que se quite ese punto extremo, de modo que la línea quede sin extremidad, aun dejando todos los otros puntos tal como estaban. En ese caso, todos los puntos permanecen discretos y separados; y la línea podría partirse por cualquier número de sitios sin perturbar las relaciones de los puntos entre sí. Cada punto tiene, según esta doctrina, su propia existencia independiente, y no puede haber fusión de uno con otro. No hay continuidad de puntos, en el sentido en que la continuidad implica generalidad.

205. En quinto lugar, cabe sostener que podemos estar justificados para inferir la verdadera generalidad, la verdadera continuidad. Pero no veo de qué manera podemos estar jamás justificados para hacer esto, a menos que admitamos las proposiciones cotarias, y en particular la de que tal continuidad es dada en la percepción; es decir, que cualquiera que sea el proceso psíquico subyacente, nos parece percibir un genuino flujo del tiempo, de suerte que los instantes se amalgaman unos en otros sin individualidad separada.

No me sería necesario negar una teoría psíquica que mostrara que esto es ilusorio, en el sentido en que [uno podría decir que] es ilusorio algo situado más allá de toda crítica lógica, pero confieso que abrigaría la firme sospecha de que semejante teoría psicológica encerraba una inconsistencia lógica, y que, en el mejor de los casos, no aportaría nada en absoluto a la solución del problema lógico.


§ 4. LAS DOS FUNCIONES DEL PRAGMATISMO

206. Hay dos funciones que podemos exigir con propiedad que ejecute el Pragmatismo; o si no el pragmatismo, cualquiera que sea la verdadera doctrina de la Lógica de la Abducción, deberá prestar estos dos servicios.

A saber, en primer lugar, deberá desembarazarnos de manera expeditiva de todas las ideas esencialmente oscuras. En segundo lugar, deberá brindarnos apoyo y ayudarnos a hacer distintas las ideas esencialmente claras, pero más o menos difíciles de aprehender; y, en particular, deberá adoptar una actitud satisfactoria hacia el elemento de terceridad1.

207. De estas dos misiones del Pragmatismo, no hay en el momento presente una necesidad tan acuciante de la primera como la había hace un cuarto de siglo, cuando enuncié la máxima. La situación del pensamiento lógico ha mejorado muchísimo. Hace treinta años, cuando, a consecuencia de mi estudio sobre la lógica de las relaciones, indiqué a los filósofos que todas las concepciones debían ser definidas, con la única excepción de las concepciones concretas familiares de la vida cotidiana, mi opinión fue considerada completamente incomprensible. La doctrina vigente entonces, que continúa siéndolo en diecinueve de cada veinte tratados lógicos que aparecen en estos tiempos, consistía en decir que no hay otro modo de definir un término que enumerando todos sus predicados universales, cada uno de los cuales es más abstracto y general que el término definido. Así, a menos que este proceso pueda proseguir indefinidamente, doctrina, ésta, que fue poco aceptada, la explicitación de un concepto ha de detenerse ante ideas tales como Ser Puro, Acción, Sustancia y otras por el estilo, las cuales, según se afirmaba, eran tan perfectamente simples que ninguna explicación podía darse de ellas. Esta grotesca doctrina fue destruida por la lógica de las relaciones, que mostraba que las concepciones más simples, como Cualidad, Relación, Conciencia, podían ser definidas y que dichas definiciones serían de la mayor utilidad para enfrentarse con ellas.

En la actualidad, aunque son escasos los que estudian realmente la lógica de las relaciones, es raro toparse con un filósofo que continúe pensando que las relaciones más generales sean particularmente simples en ningún sentido salvo en el técnico; y, desde luego, la única alternativa es estimar como las más simples las nociones prácticamente aplicadas de la vida corriente. Sería difícil encontrar hoy día un hombre del rango científico de Kirchhoff que dijera que sabemos exactamente lo que la energía hace pero que ignoramos por completo lo que la energía es. Pues la respuesta sería que, siendo la energía un término de una ecuación dinámica, si sabemos cómo aplicar esa ecuación, sabremos por ende qué es la energía, aunque acaso sospechamos que hay alguna ley más fundamental que subyace bajo las leyes del movimiento.

208. En la presente situación de la filosofía, es mucho más importante el que la terceridad sea adecuadamente tratada por nuestra máxima lógica de la abducción. La urgente pertinencia de la cuestión de la terceridad, en este momento de disipación de la calma agnóstica, cuando vemos que la principal diferencia entre los filósofos se refiere al grado en que permiten a los elementos de terceridad un lugar en sus teorías, es demasiado palmaria para insistir sobre ella.

209. Daré por sentado que, por lo que atañe al pensamiento, he demostrado suficientemente que la terceridad es un elemento no reductible a la segundidad ni a la primeridad. Pero aun concedido esto, cabe tomar tres actitudes:

1) Que la terceridad, aunque sea un elemento del fenómeno mental, no debe admitirse en una teoría de lo real, porque no es experimentalmente verificable;

2) Que la terceridad es experimentalmente verificable, es decir, que es inferible por inducción [¿abducción?], aunque no pueda ser directamente percibida;

3) Que es directamente percibida, afirmación, ésta, de la que difícilmente pueden separarse las otras proposiciones cotarias.

210. El hombre que adopte la primera posición no debe admitir ninguna ley general como realmente operativa. Sobre todo, por tanto, no debe admitir la ley de las leyes, la ley de la uniformidad de la naturaleza. Ha de abstenerse de toda predicción, por mucho que la restrinja con una confesión de falibilidad. Pero esta posición es prácticamente imposible de mantener.

211. El que adopte la segunda posición sostendrá que la terceridad es un aditamento que la operación de abducción introduce aparte de lo que contiene sus premisas y, además, que este elemento, aunque no percibido en la experimentación, es justificado por la experimentación.

Así, pues, su concepción de la realidad ha de ser tal que desgaje completamente lo real de la percepción; y el enigma será para él por qué ha de permitirse a la percepción semejante autoridad con respecto a lo que es real.

No creo que el hombre pueda sostener de modo coherente que hay cabida en el tiempo para un acontecimiento entre dos acontecimientos cualesquiera separados por el tiempo. Pero aun si pudiera, se vería forzado (si pudiera captar las razones) a reconocer que los contenidos del tiempo consisten en estados separados, independientes e inmutables, y nada más. Ni siquiera habría un orden determinado de sucesión entre esos estados. Podría insistir en que un orden de sucesión era captado más fácilmente por nosotros; pero nada más. Todo hombre está plenamente convencido de que hay una cosa tal como la verdad; de lo contrario, no haría ninguna pregunta. Esa verdad consiste en la conformidad con algo independiente de que él piense que sea así, o de la opinión de cualquier hombre acerca del tema. Mas para el hombre que sostiene esta segunda opinión, la única realidad que podría haber sería la conformidad con el resultado último de la indagación. Pero no habría ningún curso de indagación posible, salvo en el sentido de que sería más fácil para él interpretar el fenómeno; y, en definitiva, se vería obligado a decir que no había en absoluto otra realidad sino la de que él ahora, en este instante, encuentra cierta manera de pensar más fácil que cualquier otra. Pero eso viola la idea misma de realidad y de verdad.

212. Quien adopte la tercera posición y acepte las proposiciones cotarias se atendrá, con la más firme de las adhesiones, al reconocimiento de que la crítica lógica se restringe a lo que podemos controlar. En el futuro, quizás seamos capaces de controlar más cosas, pero hemos de considerar lo que podemos controlar ahora. Algunos elementos podemos controlarlos en una medida limitada. Pero el contenido del juicio perceptual no puede ser controlado ahora de manera apreciable, ni hay ninguna esperanza racional de que algún día pueda serlo. Respecto a esa porción completamente incontrolada de la mente, las máximas lógicas tienen tan poco que hacer como con el crecimiento del pelo y de las uñas. Acaso nos sea dable ver confusamente que, en parte, depende de los accidentes del momento, en parte de lo que es personal o racial, en parte es común a todos los organismos exactamente ajustados cuyo equilibrio tiene estrictos márgenes de estabilidad, en parte depende de cuanto está compuesto de grandes colecciones de elementos independientemente variables, en parte de cuanto reacciona y en parte de cuanto tiene algún modo de ser. Pero la suma de todo ello es que nuestros pensamientos lógicamente controlados componen una pequeña fracción de la mente, la mera floración de un vasto complexo, al que podemos denominar la mente instintiva, en la cual este hombre no dirá que tiene fe, porque eso implica la concebibilidad de la desconfianza, pero sobre la cual construye, como el hecho mismo sobre el que incumbe a su lógica el ser verdadera.

Resulta bastante claro que él no tendrá dificultad con la Terceridad, porque sostendrá que la conformidad de la acción con las intenciones generales es dada en la percepción al igual que en el elemento mismo de la acción, la cual en realidad no puede ser mentalmente separada de dicha intencionalidad general. No cabe duda de que permitirá a las hipótesis todo el alcance que deba permitírseles.

La única cuestión será la de si logrará excluir de las hipótesis todo lo confuso y sin sentido. Se preguntará si no tendrá él una excesiva proclividad hacia las concepciones antropomórficas. Temo que he de confesar que se sentirá inclinado a ver un elemento antropomórfico, o incluso zoomórfico, si no fisiomórfico, en todas nuestras concepciones. Pero contra las hipótesis oscuras y absurdas, cualquiera que sea su égida, [estará protegido]. El pragmatismo será más esencialmente significativo para él que para cualquier otro lógico, por la razón de que es en la acción donde la energía lógica retorna a las partes incontroladas e incriticables de la mente. Su máxima será ésta:

Los elementos de todo concepto entran en el pensamiento lógico por la puerta de la percepción y salen por la puerta de la acción deliberada; y todo lo que no pueda mostrar su pasaporte en ambas puertas ha de ser detenido como no autorizado por la razón.

La digestión de estos pensamientos es lenta, señoras y caballeros; pero cuando lleguen en el futuro a reflexionar sobre todo lo que he dicho, confío en que las siete horas que han pasado escuchando estas ideas no les parezcan totalmente malgastadas.



NOTAS

* Vid. De anima, III, cap. 8. [Nota de CP]

1. El pragmatismo quiere responder también a la cuestión de cómo es posible el progreso científico. "El pragmatismo da una respuesta a esa pregunta, con la que legitima el valor de las formas de conclusión sintética derivadas de la conexión trascendental de la acción instrumental". J. Habermas, op. cit., 6, p. 155. [Nota del T.]






Fin de "Pragmatismo y abducción" (Lecciones de Harvard sobre el pragmatismo, Lección VII), C. S. Peirce (1903). Traducción castellana de Dalmacio Negro Pavón (1978), publicada en: Negro Pavón, Dalmacio (trad., intr. y notas), Peirce. Lecciones sobre el pragmatismo, Aguilar, Buenos Aires 1978, pp. 217-248. Original en CP 5.180-212.

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Fecha del documento: 2 junio 2004
Ultima actualización: 21 de febrero 2011

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