Los grandes hombres del siglo en la ciencia


Charles S. Peirce (1901)


Traducción castellana de Roberto Narváez (2011)


En una carta fechada el 1 de abril de 1901, Peirce mencionó a Samuel P. Langley, el entonces secretario del Smithsonian Institute, la petición que había recibido de The New York Evenig Post para escribir sobre los grandes hombres del siglo XIX “en tres columnas”; viendo lo insuficiente de este espacio, Peirce, en la misma carta, explica que decidió limitarse a los grandes hombres de ciencia, “y aun así [el asunto]” dice “resultó tan inmanejable como ninguno que haya enfrentado”. Versión final de un borrador intitulado “Grandes hombres del siglo XIX”, el ensayo que presentamos a continuación apareció en The New York Evening Post el 12 de enero de 1901, siendo reimpreso después por Langley en el Reporte Anual del Smithsonian correspondiente a 1900. El texto es importante, principalmente, por cuanto manifiesta la firmeza con que Peirce creía en el “poder observacional puro” —inspirado en gran medida por Lavater— como el medio fundamental para estimar la grandeza de los individuos. Hemos traducido la versión editada por Carolyn Eisele en Historical Perspective’s on Peirce’s Logic of Science. A History of Science, Mouton Publishers, Berlin/New York/Amsterdam, 1985, Vol. 1, pp. 489-496.


¿Cómo habremos de determinar que los hombres son grandes? ¿Quiénes, por ejemplo, habremos de decir que son los grandes hombres de la ciencia? ¿Los hombres que han hecho los descubrimientos grandes y fructíferos? En su mayoría, tales descubrimientos, en el siglo diecinueve, han sido realizados independientemente por dos o más personas. Darwin y Wallace1 propusieron simultáneamente la hipótesis de la selección natural. Clausius,2 Rankine3 y Sadi Carnot,4 y acaso Kelvin,5 elaboraron la teoría mecánica del calor. Krönig,6 Clausius, Joule7, Herapath8, Waterston9 y Daniel Bernouilli10 (sic) sugirieron independientemente la teoría cinética de los gases. No sé cuántas mentes aparte de las de Robert Mayer11, Colding,12 Joule y Helmholtz13 dieron con la doctrina de la conservación de la energía. Faraday14 y Joseph Henry15 trajeron a la luz el electromagnetismo. El conjunto de escritores que seguían el cálido aroma de la ley periódica de los elementos químicos se aproximó a los doscientos cuando el descubrimiento mismo, una inferencia muy difícil, fue parcialmente logrado por Lothar Meyer16 y completamente por Mendeleiev17. Cuando grandes descubrimientos se encontraban así en el aire, ¿será estimado necesariamente como grande aquel cerebro en el cual comenzaron a condensarse más temprano, o el hombre supereminente que, por la insensata regla de la prioridad de publicación, obtiene el crédito en breves enunciados? No, este método de estimación, siendo como es natural para hacer del éxito el estándar de medida, no servirá.

¿Deberemos, entonces, por un análisis lógico, idear una definición abstracta de grandeza y llamar grandes a aquellos hombres que se conforman a la misma? Si no hubiera disputas en torno a la naturaleza de la grandeza, éste podría mostrarse probablemente como el plan más conveniente. Sería como una regla de gramática que se aduce para decidir si una frase está en buen inglés o no. Y la circunstancia de que la definición no podría ser tan explícita y determinada como una regla de gramática no constituiría una dificultad seria. Desafortunadamente, sin embargo, entre los pocos escritores que han estudiado seriamente la cuestión prevalecen las diferencias más extremas en cuanto a la naturaleza de los grandes hombres. Algunos mantienen que son modelados con la arcilla más ordinaria y que solamente sus antecedentes y el ambiente, en conjunción con oportunidades afortunadas, hacen que sean lo que son. El peso más pesado, en términos intelectuales, entre tales escritores sostiene, por otra parte, que las circunstancias son tan incapaces de suprimir al gran hombre como lo serían para convertir a un ser humano en súbdito de una nación de perros. Pero fue solamente el desmañado Malvolio quien acertó en la noción de que algunos hombres nacen grandes: la oración de la astuta María fue: "Algunos nacen grandes, otros logran la grandeza, y otros la tienen impuesta sobre ellos"18. En medio de esta diferencia de opinión, cualquier definición de grandeza sería como una regla gramatical bajo disputa. Así como una regla gramatical no hace de una expresión una muestra de mal inglés, sino que sólo generaliza el hecho de que los buenos escritores no la usan, así, a fin de establecer una definición de grandeza, sería necesario empezar por averiguar cuáles hombres fueron grandes y cuáles no lo fueron; una vez hecho esto, se podría igualmente prescindir de esta regla. Temo que mi opinión será tomada por algunos hombres intelectuales como necia, si bien no ha sido formada a la ligera, sin largos años de previa experimentación  — [y es] que la manera de juzgar si un hombre fue grande o no consiste en apartar todo análisis, en contemplar con atención su vida y obras, y después mirar en el propio corazón y estimar la impresión que uno se ha hecho. Es la misma forma en que uno decidiría si una montaña es sublime o no. El gran hombre es la personalidad impresionante; y la cuestión de si es grande es una cuestión de impresión.

La gloria del siglo diecinueve ha sido su ciencia; y son sus grandes hombres de ciencia los que planeo considerar aquí. Su característica distintiva a lo largo del siglo ha sido, y así cada vez más generación tras generación, su devoción a perseguir la verdad por la verdad misma. En este siglo no hemos escuchado a un Franklin preguntar: "¿Qué significa una filosofía que no es aplicable a algún uso?" —comentario que podría hallar su paralelo en aseveraciones de Laplace19, Rumford20, Buffon21 y muchos otros portavoces bien calificados de la ciencia del siglo dieciocho. Sucedió en el alba del diecinueve que Gauss22 (¿o fue Dirichlet?)23 mencionó como la razón de su pasión por la Teoría de los Números que "es una virgen pura que jamás ha sido, y jamás podrá ser, prostituida por ninguna aplicación práctica" Fue mi privilegio inestimable el haber sentido de niño el calor del entusiasmo en constante ardor de la generación científica de Darwin, la mayoría de cuyos líderes en este país conocí íntimamente, y muy bien a otros en casi todo país de Europa. Cito en particular a esa generación sin tener razón alguna para sospechar que desde entonces esa llama haya disminuido en brillo o pureza, sino, simplemente, porque si una palabra perteneció a la lengua nativa de uno, se supondrá que uno conoce infaliblemente el significado que le asociaron sus maestros en la niñez.


La palabra ciencia estaba a menudo en las bocas de aquellos hombres, y estoy muy seguro de que con ella no querían decir "conocimiento sistematizado", como edades pasadas la habían definido, o alguna cosa impresa en un libro, sino, al contrario, un modo de vida; no conocimiento, sino la persecución vital, devota y bien considerada del conocimiento; devoción a la Verdad —no "devoción a la verdad como uno la ve", pues eso no es en absoluto devoción a la verdad sino partidismo—, no, lejos de ello, devoción a la verdad que el hombre todavía no es capaz de ver pero se esfuerza en obtener. Así, la palabra era ya, desde un punto de vista etimológico, un término equivocado. Y sigue siéndolo entre los científicos de hoy. Lo que ellos querían, y aún quieren, decir con "ciencia" debería ser llamado, etimológicamente, filosofía. Mas durante el siglo diecinueve sólo un profesor de metafísica de un tipo ahora obsoleto, según lo espero, podía sentarse en su sillón académico, engreído con su "conocimiento sistematizado" — no un verdadero filósofo, sino un mero filodoxo (philodoxer). Para tener una instantánea del hombre de ciencia del siglo diecinueve, uno puede referirse a Sir Humphrey (sic) Davy24 en su deseo, en año tan temprano como 1818, de investigar seriamente la licuefacción de la sangre de San Gennaro; o a John Tyndall,25 proponiendo con ingenio científico aquella prueba de la plegaria (prayer-test) a la cual no se ha encontrado todavía ningún Elías clerical que haya tenido la fe, y la buena fe, de responder; o a William Crookes,26 dedicando años de sus magníficos poderes a examinar las supuestas evidencias de la acción directa de la mente sobre la materia, ante la desdeñosa mirada del mundo. Contrasten estos casos con la negativa de Laplace y Biot27 en las postrimerías del siglo pasado a aceptar la evidencia de que caen piedras del cielo (evidencia probatoria de que lo hacen a diario), simplemente porque sus presuposiciones (prepossessions) apuntaban en dirección opuesta. Uno de los hermanos geólogos De Luc28 declaró que él no creería tal cosa ni aunque la viera con sus propios ojos; y un eclesiástico inglés dado a la ciencia, que por casualidad residía temporalmente en Siena cuando una lluvia de aerolitos cayó a plena luz del día en una plaza abierta de dicha ciudad, escribió a casa que, habiendo visto las piedras había encontrado el testimonio de testigos presenciales tan irrecusable y digno de confianza, en lugar de aceptar el hecho también él mismo ¡no sabía qué pensar! Tal era el bon sens que guiaba al siglo dieciocho —una bonita frase para un prejuicio inerradicable.

A este borrarse uno mismo ante la grandeza de la razón y la verdad se puede retrotraer la grandeza de la ciencia decimonónica, y de manera más obvia en las matemáticas. En las mentes de los matemáticos del dieciocho, su ciencia existía por sus aplicaciones. Olvidar esto era a sus ojos reprensible, inmoral. La pregunta era: ¿qué haría una pieza dada de matemáticas? Les gustaba la maquinaria elegante y de suave mecanismo — había economía en eso; pero no eran diligentes en cuanto a que debiera tener simetría; difícilmente aprobaban la admiración ociosa de su belleza. Si era excesivamente complicada e intrincada, ello era tenido más como un rasgo del que enorgullecerse que como una imperfección menor. Si no fuera notoria la revolución completa que el siglo diecinueve llevó a cabo sobre el ideal de las matemáticas, uno pronto se convencería de ella al sondear casi cualquier tratado moderno —digamos, el de Salmon sobre Curvas de plano superior29. Ese volumen, por ejemplo, se hallaría repleto de teoremas de los cuales apenas alguno se sostendría para cualesquiera curvas que pudieran existir realmente. Las curvas realizables han sido rara vez estudiadas en absoluto, por la razón de que no brindan una teoría bella tal y como ahora se exige. Las matemáticas modernas son artísticas en alto grado. Se elige un tema simple, alguna concepción bonita y encantadora en sí misma. Entonces se muestra que por mantener simplemente esta idea ante los ojos y mirar a través de ella, todo un bosque que antes parecía una tupida y enmarañada jungla de matorrales y zarzas aparece en realidad como un jardín ordenado. La palabra generalización realmente no puede ser entendida plenamente sin estudiar las matemáticas modernas; tampoco la belleza de la generalización puede ser bien apreciada de cualquier otra manera. Aquí no hay necesidad de echar fuera "casos extremos". Lejos de ello, es precisamente en los casos extremos en los que el poder y la belleza del monóculo mágico es más obvia y maravillosa. Permítanme retirar la palabra "mágico", sin embargo; porque su razonabilidad [i. e., de la generalización] es justamente su encanto supremo. No debo alejarme de mi punto para escribir largamente sobre la relajación inducida por las nuevas matemáticas, sobre cómo nos libera de ese demonio agotador, el Hombre, y de lo más inoportuno e insatisfactorio de su raza, el ser de uno mismo. Baste decir que son tan razonables, simples, fáciles de leer, cuando se ha conseguido el ángulo adecuado para hacerlo, que el estudiante puede olvidar fácilmente las arduas labores que fueron consumidas en construir la primera ruta conveniente hacia esa majestuosa cima, el dominio de sus complejidades, mucho más lejos del que consiguiera el siglo dieciocho. "No debe suponerse", dijo C. G. J. Jacobi30, uno de los pioneros de la simplificación, "que debo los poderes matemáticos que poseo a un don de la naturaleza. No, han venido a mí mediante trabajo duro, trabajo duro. No mera diligencia sino pensamiento que rompe el cerebro – trabajo duro; trabajo duro que a menudo ha puesto en peligro mi salud". Tales reflexiones nos facultan para percibir que si las matemáticas modernas son grandes, también lo fueron los hombres que las hicieron grandes.

Después de las matemáticas, la siguiente ciencia en nivel de abstracción es la lógica. Las contribuciones del dieciocho a esta materia fueron enormes. En la lógica pura, la doctrina de las probabilidades, que ha sido la guía lógica de las ciencias exactas y actualmente ilumina la senda de la teoría de la evolución, y está destinada a usos todavía más elevados, recibió de manos de Jacob Bernouilli31 (sic) y de Laplace desarrollos de primera importancia. En la teoría de la cognición, Berkeley32 y Kant33 establecieron sólidos fundamentos; la personal grandeza de ambos es incontestable. Esto difícilmente es verdadero de Hume.34 En el siglo diecinueve, Boole35 creó un método de fecundidad milagrosa, el cual ayudó en el desarrollo de la lógica de relativos y arrojó vasta luz sobre la doctrina de la probabilidad y, por consiguiente, sobre la teoría y las reglas del razonamiento inductivo. De Morgan36 agregó una clase enteramente nueva de silogismo, y trajo a la existencia la lógica de relativos, que ha revolucionado las concepciones generales del razonamiento. Las obras de Comte37, Whewell38, J. S. Mill,39 Jevons40 y otros acerca de la filosofía de la ciencia inductiva, fueron menos exitosas o fructíferas. En la parte más metafísica de la lógica, la filosofía de Hegel, si bien no puede ser totalmente aceptada, fue la obra de un gran hombre. En metafísica y cosmología general, la actitud del siglo ha sido de expectación. Herbert Spencer ha sido proclamado como una especie de mesías científico por un grupo de seguidores más ardientes que filosóficos, y que no parece estar reuniendo fuerzas.


A la cabeza de las ciencias físicas se yergue la física nomológica. El Dr. Thomas Young41 fue en este campo el primer gran hombre del siglo, cuyo intelecto iluminó todo rincón al que se dirigió, dando los primeros difíciles pasos hacia el descifrado de los jeroglíficos, originando la doctrina de la mezcla de los colores, proponiendo la correcta teoría de la luz; fue, en fin, iluminador por todas partes. Ofrece un sentido de reconocimiento del progreso del siglo el que este gran hombre, en sus años tempranos, opinara que la experimentación en general había sido para entonces impulsada suficientemente lejos. En aquella ocasión no hablaba con su lógica usual; su guía, en cambio, era el santo y seña dieciochesco "le bon sens", con el tipo de resultado que aparece continuamente cuando se usa más allá de su esfera propia, la de los asuntos prácticos cotidianos. La experiencia de años ha llevado a los físicos a gastar más, mucho más esfuerzo en pos de la extrema precisión, contrariando toda protesta del buen sentido. ¿Qué ha sido de ello? La telegrafía inalámbrica de Marconi42, y por una cosa: porque fue la precisión con la cual se determinaron la velocidad de la luz, por un lado, y la proporción de constantes estáticas y dinámicas de la electricidad, por el otro, lo que probó para Maxwell43 que el medio vibrante de la luz era la sustancia de la electricidad, una teoría que su gran seguidor Hertz44 aplicó para hacer gigantes ondas de luz menos afectadas por obstrucciones que incluso las del sonido. Me atrevo a decir que el sabihondo "buen sentido" desdeña aquellas sustancias maravillosas, el helio y las demás, que parecen ser el vínculo de conexión entre la materia ordinaria y el éter. Así, sería inútil apuntar que su descubrimiento [de Maxwell y Hertz] se debió enteramente a la meticulosidad de Lord Rayleigh45 en la determinación de la densidad del nitrógeno46. Pero debe ser notada, como una característica de los grandes físicos del diecinueve, que su reverencia por todo aspecto del fenómeno, sin importar cuán mínimo sea, ha estado en franco desacuerdo con el viejo "buen sentido". Los grandes avances en la física durante el siglo fueron hechos por muchos hombres al mismo tiempo. Ciertas ideas llegarían a estar de algún modo en el aire; y para cuando hubieran llegado a cristalizar para un estudioso aquí y allá, éste dudaría en anunciar como concepciones originales aquellas que tenía razones para suponer compartidas por muchos individuos, mientras sabía que el cuerpo más amplio [de los investigadores] no estaría listo aún para aceptarlas. En tales circunstancias, la prioridad de publicación no puede significar otra cosa excepto precipitación.

 

De todos los hombres del siglo Faraday tuvo el poder más grande para extraer ideas directamente de sus experimentos y hacer que sus aparatos físicos realizaran su pensamiento, de modo que la experimentación y la inferencia no fueran dos procedimientos, sino uno. Para entender lo que esto significa, lean su "Investigaciones sobre electricidad" [Researches on Electricity]47. Su genio era, así, mayor que el de Helmholtz, quien hacía casar un fenómeno con una concepción apropiada salida de su almacén, tal y como uno podría hacer encajar un tapón en una botella. La capacidad más maravillosa de "seguir el hilo" a las ideas de la naturaleza cuando éstas eran de tipo complicado fue mostrada por Mendeleiev al confeccionar la tabla periódica de los elementos químicos —justo como uno podría entender el significado de una pantomima— a partir de datos tan fragmentarios, y en algunos casos erróneos, que la interpretación implicaría la corrección de hechos diversos, corrección confirmada desde entonces, tanto como la predicción de las muy peculiares propiedades de los desconocidos galio, escandio y germanio, los cuales fueron poco después efectivamente hallados. El examen minucioso de todas las aseveraciones de Mendeleiev convence de que sus procesos mentales en esta inducción sin paralelo fueron en gran medida subconscientes y, como tales, indican una absorción del ser completo del hombre en su devoción a la razón en los hechos.

 

Un gran naturalista, tanto como puedo entenderlo, es un hombre cuyo amplio cráneo permite a su ser estar alerta a cientos de cosas diferentes a la vez, estando esta misma condición de alerta conectada con un poder para ver las relaciones entre diferentes conjuntos complicados de fenómenos cuando se presentan íntegramente. El siglo dieciocho tuvo su Linneo, cuya grandeza incluso yo puedo detectar mientras ojeo sus páginas; a su Huber48,descubriendo a través de ojos ajenos lo que otros no pudieron discernir con los suyos; a su Goethe, su Haller,49 su Hunter,50 y, mezclando una grandeza práctica, su Pinel51 y su Jenner52. Después vino Lavater,53 quien mostró como la pura estimación estética podría emplearse para descubrir la verdad —un hombre despreciado porque los lógicos y los filodoxos (philodoxers) pueden detectar mucho más fácilmente sus debilidades que discernir su fuerza. El siglo diecinueve, con su gran pensador Darwin, su Pasteur54 (grande en química como en biología, un hombre que me impresionó personalmente, y me impresiona en sus obras tanto como ninguno salvo dos o tres del siglo),55 su Lamaroll, Weissmann,56 Cuvier,57 Agassiz,58 von Baer,59 Bichat,60 Johannes Müller,61 Robert Brown,62 y no sé quiénes más, ciertamente ha recogido una magnífica cosecha de grandes hombres en este campo.

Aquellas ciencias que estudian objetos individuales y buscan explicarlos sobre principios físicos, la astronomía, la geología, etc. (que corresponden a la historia y la biografía en el lado psíquico), demandan el mayor ensamblaje de poderes diferentes. Aquellos que las cultivan tienen primero que ser matemáticos, físicos, químicos y naturalistas al mismo tiempo, y después astrónomos o geólogos, además. Esto casi está más allá del poder humano. En el dieciocho, A. G. Werner63 abrió senda en geología. William Herschel64,Kant y Laplace hicieron grandes cosas en astronomía. En el diecinueve, la geología fue la primera en ser convertida realmente en ciencia, y entre sus grandes hombres uno recuerda de inmediato a Lyell65,Agassiz, Kelvin. Este país se ha vuelto su hogar. En astronomía, también, este país ha sido eminente, especialmente en la nueva astronomía que ha proporcionado el ámbito necesario para la grandeza, en lugar del surco estrecho que Bessel66 y Argelander67 habían dejado tras de ellos. Así, resulta que tenemos un magnífico grupo de grandes astrónomos viviendo entre nosotros hoy. Nos hallamos demasiado cerca de ellos como para registrar sus verdaderas proporciones. Pero es verdad que los nombres de Chandler,68Langley,69 Newcomb70, Pickering71 y muchos otros están inscritos indeleblemente en los cielos. En Inglaterra ha sido este mismo año cuando Sir Norman Lockyer72 ha completado la investigación extraordinaria a la que ha dedicado su vida, hasta donde puede decirse que tal trabajo puede ser completado. Es un atributo de su grandeza el que sea inacabable.

Cuando comparamos a todos los hombres que he revisado, con la mira puesta en obtener un rasgo común que de algún modo sea distintivo del siglo diecinueve, no podemos sino ver que la ciencia ha estado animada por un nuevo espíritu, hasta que la palabra misma se ha vuelto un término equivocado. Es el hombre de ciencia, deseoso de tener todas sus opiniones regeneradas, todas sus ideas racionalizadas, bebiendo de la fuente del hecho y consagrando todas las energías de su vida al culto de la Verdad, no como él la entiende sino como él todavía no la entiende, el que debería propiamente ser llamado filósofo. Para una época más antigua el conocimiento era poder, meramente eso, y nada más; para nosotros es la vida y el summum bonum. La emancipación de los lazos del propio ser, de las presuposiciones (preposessions) propias, buscada porfiadamente a manos de ese poder racional ante el cual todos debemos inclinarnos finalmente — tal es la característica que distingue a todas las grandes figuras de la ciencia del siglo diecinueve de las de periodos anteriores. 

 




Notas

1. Alfred Russel Wallace (1823-1913), biólogo, explorador, geógrafo y antropólogo galés. Peirce publicó en el periódico The Nation (22 de febrero de 1906) una reseña de la autobiografía de Wallace (1905), comentando admirativamente la fortaleza de los argumentos en algunas de sus obras, al punto de indicar que deberían servir de base a un curso de lecciones sobre lógica.

2. Rudolf Julius Emanuel Clausius (1822-1888), físico y matemático alemán.

3. William John Macquorn Rankine (1820-1872), ingeniero civil, matemático y físico escocés.

4. Nicolas Léonard Sadi Carnot (1796-1832), ingeniero militar francés; estableció los fundamentos de la segunda ley de la termodinámica.

5. Sir William Thompson, 1er barón Kelvin (1824-1907), físico matemático e ingeniero irlandés. Peirce escribió su necrológica para The Nation (19 de diciembre de 1907), comenzando así: "Fue el más grande razonador de su época sobre física, y al momento de su muerte era, sin disputa, el genio científico más grande…".

6. August Karl Krönig (1822-1879), químico y físico alemán.

7. James Prescott Joule (1818-1889), físico y cervecero inglés; contribuyó al establecimiento de la primera ley de la termodinámica.

8. John Herapath (1790-1868), físico ingles.

9. John James Waterston (1811-1883), físico escocés.

10. Daniel Bernoulli (1700-1782), matemático suizo.

11. Julius Robert von Mayer (1814-1878), físico y médico alemán.

12. Ludwig August Colding (1815-1888), ingeniero civil y físico danés.

13. Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz (1821-1894), fisiólogo, físico y filósofo alemán. Peirce publicó en The Nation una necrológica de este científico el 13 de septiembre de 1894, que termina con las palabras: “El mundo debe mucho a la claridad intelectual y la integridad de Hermann Helmholtz, M. D.”.

14. Michael Faraday (1791-1867), químico, físico y filósofo inglés.

15. Joseph Henry (1797-1878), científico estadounidense.

16. Julius Lothar von Meyer (1830-1895), químico alemán.

17. Dmitri Ivanovich Mendeleiev (1834-1907), químico ruso. Peirce siempre declaró su admiración por este científico. En noviembre de 1897 publicó en The Nation una reseña de los Principios de Química de Mendeleiev, en donde lo sitúa como el autor de la segunda inferencia inductiva más notable de la historia de las ciencias, después de la de Kepler a propósito de los movimientos de Marte.

18. Shakespeare, Twelfth Night, II, v. 156-159. En la edición de Eisele se lee "Some are become great" como la primera frase de la cita, obvia incorrección gramatical; o bien fue una confusión de Peirce —lo cual sería extraordinario, pues conocía muy bien la obra de Shakespeare— o bien una errata de imprenta; la frase original reza "Some are born great".

19. Pierre-Simon, marqués de Laplace (1749-1827), matemático y astrónomo francés.

20. Sir Benjamin Thompson, conde de Rumford (1753-1814), físico e inventor británico nacido en Estados Unidos (nombrado caballero por el rey Jorge III). El título de "Conde del Sacro Imperio Romano" lo recibió del elector de Bavaria en 1792 por sus contribuciones a las reformas sociales en ese ducado.

21. George-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), matemático, naturalista, cosmólogo y enciclopedista francés.

22. Johann Carl Friedrich Gauss (1777-1855), matemático y físico alemán.

23. Johann Peter Gustav Lejeune Dirichlet (1805-1859), matemático alemán.

24. Sir Humphry Davy, 1er baronet (1778-1829), inventor y químico británico.

25. John Tyndall (1820-1893), físico irlandés.

26. Sir William Crookes (1832-1919), químico y físico inglés.

27. Jean-Baptiste Biot (1774-1862), matemático, físico y astrónomo francés. Si en efecto Peirce alude a este científico, su apunte resulta extraño, ya que Biot trabajó para establecer el origen extraterrestre de los meteoritos.

28. Los hemanos DeLuc, o de Luc, nacidos en Suiza, son Jean-André (1727-1817), geólogo y meteorólogo, y Guillaume Antoine (1729-1812). A éste último se refiere Peirce. Véase G. J. H. McCall, A. J. Bowden y R. J. Howarth (eds.), The History of Meteoritics and Key Meteorite Collections: Fireballs, Falls and Finds, The Geological Society of London (Special Publication 256), 2006, p. 40.

29. George Salmon (1819-1904), matemático irlandés. La obra citada por Peirce se publicó en 1852.

30. Carl Gustav Jacob Jacobi (1804-1851), matemático alemán. Quizá fue de este ensayo de Peirce que Sir Richard Gregory (editor de la famosa revista Nature de 1919 a 1939) tomó la misma cita de Jacobi, reproducida en su libro Discovery or the Spirit and Service of Science (Kessinger Publishing, 1998; primera edición en Londres por McMIllan, 1923), p. 5. No hay duda de que lo leyó, como lo delata la cita de un fragmento del último párrafo —que empieza "Es el hombre de ciencia…" y termina en "summum bonum"— en la p. 24.

31. Jacob Bernoulli (1654-1705), matemático suizo

32. George Berkeley, obispo de Cloyne (1685-1753), filósofo irlandés.

33. Immanuel Kant (1724-1804), filósofo alemán.

34. David Hume (1711-1776), filósofo, historiador y economista escocés.

35. George Boole (1815-1864), matemático y lógico inglés.

36. Augustus De Morgan (1806-1871), lógico y matemático inglés. De Morgan y Boole tuvieron una influencia central en el desarrollo de la lógica de relativos peirceana.

37. Isidore Auguste Marie Franςois Xavier Comte (1798-1857), filósofo francés.  Peirce siempre fue muy crítico hacia varias posturas de este pensador, y se opuso a su método para determinar la grandeza de los hombres; véase su reseña a la edición inglesa del Nuevo calendario de los grandes hombres…(ed. Frederic Harrison, 1892), en The Nation (21 de enero de 1892).

38. William Whewell (1794-1866), polígrafo, científico, teólogo e historiador de las ciencias inglés. Peirce le rinde admiración en varios lugares de su obra.

39. John Stuart Mill (1806-1873), filósofo y economista político inglés. Peirce atacó sus doctrinas de lógica en varias ocasiones.

40. William Stanley Jevons (1835-1882), lógico y economista inglés. Probablemente Peirce piensa aquí en su obra Los principios de la ciencia. Tratado sobre la lógica y el método científico, 1874 (1ª edición).

41. Thomas Young (1773-1829), polígrafo inglés.

42. Guglielmo Marconi (1874-1937), inventor italiano.

43. James Clerk Maxwell (1831-1879), físico y matemático escocés.

44. Heinrich Rudolph Hertz (1857-1894), físico alemán.

45. John William Strutt, 3er barón Rayleigh (1842-1919), físico ingles.

46. En la versión de Eisele se lee "the destiny of nitrogen", lo cual suena extraño; sin duda Peirce escribió "the density of nitrogen", pues John William Strutt invirtió mucho esfuerzo en determinar pesos atómicos más confiables realizando medidas muy precisas de la densidad de los gases, entre cuyos resultados contó el descubrimiento del primer gas inerte, bautizado "argón" por Strutt y William Ramsey en una comunicación publicada en 1895 (ambos merecieron el premio Nobel por esta labor en 1904).

47. El título completo es Experimental Researches in Electricity, 3 vols. (1839, 1844, 1855).

48. François Huber (1750-1831), naturalista suizo.

49. Victor Albrecht von Haller (1708-1777), médico, naturalista, poeta, botánico y anatomista suizo.

50. Acaso se refiere a John Hunter (1728-1793), cirujano y anatomista escocés, hermano menor del anatomista y médico William Hunter (1718-1783).

51. Philippe Pinel (1745-1826), pionero de la clínica médica.

52. Edward Jenner (1749-1823), médico y poeta inglés, descubridor de la vacuna antivariólica.

53. Johann Kaspar Lavater (1741-1801), teólogo y escritor suizo en lengua alemana. Peirce manifestó en varios escritos su admiración por los métodos de este autor, al punto de afirmar que Lavater llevó a la perfección "el arte de mirar a un hombre y leer su corazón", cf. Charles S. Peirce, Reasoning and the Logic of Things; the Cambridge Conference Lectures of 1898 (ed. Kenneth L. Ketner), Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1992, pp. 184-185.

54. Louis Pasteur (1822-1895), químico y microbiólogo francés.

55. Sobre esto Peirce pudo explayarse al reseñar para The Nation, en 1902, la biografía de Pasteur escrita por Rene Vallery-Radot. Véase particularmente, en ese lugar, sus comentarios al manejo de las hipótesis que hacía Pasteur.

56. Friedrich Leopold August Weismann (1834-1914), biólogo alemán.

57. Georges Cuvier (1769-1832), naturalista y zoólogo francés.

58. Louis Agassiz (1807-1873), paleontólogo y geólogo suizo. Peirce estudió la clasificación de fósiles bajo su tutoría en Cambridge al promediar 1860. Véase Joseph Brent, Charles S. Peirce. A Life, Bloomington and Indianapolis, Indiana University Press, 1993, pp. 59-60.

59. Karl Reinhold Ernst von Baer (1792-1876), científico ruso, fundador de la embriología.

60. Xavier Bichat (1771-1802), biólogo y fisiólogo francés. Propiamente se debe ubicar a este científico entre los del XVIII a los que pasa revista Peirce líneas arriba.

61. Johannes Peter Müller (1801-1858), anatomista y fisiólogo alemán.

62. Robert Brown (1773-1858), botánico escocés.

63. Abraham Gottlob Werner (1749-1817), geólogo alemán.

64. Sir Frederick William Herschel (1738-1822), astrónomo y compositor alemán.

65. Sir Charles Lyell, 1er baronet (1797-1875), abogado y geólogo escocés, gran amigo de Charles Darwin.

66. Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846), astrónomo y matemático alemán.

67. Friedrich Wilhelm August Argelander 1799-1875), astrónomo alemán.

68. Seth Carlo Chandler, Jr. (1846-1913), astrónomo estadounidense. En su época de estudiante llegó a colaborar con Benjamin Peirce, padre de C. S. Peirce, en el observatorio de Harvard.

69. Samuel Pierpont Langley (1834-1906), físico, astrónomo e inventor estadounidense. Fue un pionero de la aviación. Langley encargó diversos trabajos de traducción y artículos a Peirce mientras tuvo a su cargo la secretaría del Instituto Smithsoniano. Véase Carolyn Eisele, "The Scientist-Philosopher C. S. Peirce at the Smithsonian", Journal of the History of Ideas, 18 (4), 1957:537-547.

70. Simon Newcomb (1835-1909), astrónomo y matemático canadiense. Su carrera científica en los Estados Unidos avanzó en paralelo a la de Peirce durante muchos años, aunque al final resultó más exitosa desde el punto de vista institucional. Una porción muy interesante de su correspondencia se pude ver en Carolyn Eisele, "The Charles S. Peirce-Simon Newcomb correspondence", Proceedings of the American Philosophical Society, 101 (5), 1957: 409-433.

71. William Henry Pickering (1858-1938), astrónomo estadounidense.

72. Sir J. Norman Lockyer (1836-1920), científico y astrónomo inglés.

 

 


Fin de: "Los grandes hombres del siglo en la ciencia". Traducción castellana de Roberto Narváez, 2012. Original en: Carolyn Eisele en Historical Perspective’s on Peirce’s Logic of Science. A History of Science, Mouton Publishers, Berlin/New York/Amsterdam, 1985, Vol. 1, pp. 489-496.

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Fecha del documento: 7 de junio 2012
Última actualización: 1 de septiembre 2014


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