EL FILÓSOFO MORAL Y LA VIDA MORAL1


William James (1897)

Traducción castellana de Oihana Robador (2004)


Este ensayo, "El filósofo moral y la vida moral" forma parte de la obra de William James La voluntad de creer que fue publicada por William James en 1897 con el título original de The Will to Believe and other Essays in Popular Philosophy (Nueva York, Longmans, Green, 1897). Esta obra está constituida por artículos y conferencias que fueron escritos a intervalos desde 1879 hasta 1896. La voluntad de creer surge de la propia necesidad de James de justificar la creencia -el derecho a creer, la libertad de creer-, idea que había aprendido de Charles Renouvier, en oposición al escepticismo y la duda. El mismo James al comienzo del libro lo califica diciendo que es "un sermón sobre la justificación por la fe: la defensa de nuestro derecho a adoptar una actitud creyente en materias religiosas, sin que por ello salga condenada a coacción alguna la lógica de nuestro intelecto"

Este capítulo de La voluntad de creer fue traducido en 1922 por Santos Rubiano quien le dio el título de "Los moralistas y la vida moral" (La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular. Traducción de Santos Rubiano. Madrid, Daniel Jorro, 1922). Este ensayo también está recogido en sus obras completas: William James. "The Moral Philosopher and The Moral Life" (1897),The Will to Believe en F. Burkhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.),The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1979, VI, pp. 141-162.





El propósito principal de este artículo es mostrar la imposibilidad de algo así como una filosofía ética construida a priori de manera dogmática. Todos colaboramos en la determinación del contenido de la filosofía ética en la medida en que todos contribuimos a la vida moral de la raza. En otras palabras, no puede haber una verdad definitiva en ética, o al menos no más que en física, hasta que el último hombre no haya tenido su experiencia y manifestado su opinión. Sin embargo, en un caso como en el otro, las hipótesis que formulamos mientras esperamos y los actos a los que nos instan, se encuentran entre las condiciones indispensables que determinan lo que esa "opinión" será.

En primer lugar, ¿cuál es la postura de quien busca una filosofía ética? Para empezar debe distinguirse de todos aquellos que se conforman con ser escépticos éticos. No será un escéptico; por lo tanto, lejos de ser el escepticismo ético un posible fruto del filosofar ético, solo puede ser considerado como esa alternativa residual a toda filosofía, una alternativa que desde el punto de partida amenaza a cada pretendido filósofo, que puede abandonar la búsqueda descorazonado, y renunciar a su aspiracion original. Esa aspiración es encontrar una explicación para las relaciones morales que surgen entre las cosas, aquello que las ligue en la unidad de un sistema estable y haga del mundo lo que podría llamarse un universo genuino desde el punto de vista ético. En cuanto que el mundo se resiste a la reducción a la unidad, en tanto que las proposiciones éticas parecen inestables, el filósofo fracasa en su ideal. El objeto de su estudio son los ideales que encuentra existentes en el mundo; el propósito que le guía es su propio ideal de darles una determinada forma. Así, ese ideal es un factor en la filosofía ética cuya legítima presencia nunca debe pasarse por alto; es una contribución positiva que el propio filósofo hace necesariamente al problema. Sin embargo ésta es su única contribución positiva. Desde el comienzo de su indagación no debe haber otros ideales. Si estuviera interesado particularmente en el triunfo de cualquier tipo de bien, debería dejar de ser un investigador judicial y convertirse en defensor de algún elemento determinado del caso.

Existen tres cuestiones en ética que deben considerarse separadamente. Llamémoslas respectivamente la cuestión psicológica, la cuestión metafísica y la cuestión casuística. La cuestión psicológica se pregunta por el origen histórico de nuestros juicios e ideas morales; la cuestión metafísica se pregunta cuál es el verdadero significado de las palabras “bien”, “mal” y “obligación”; la cuestión casuística por cuál es la medida de los diversos bienes y males que el hombre reconoce, de manera que el filósofo pueda establecer el verdadero orden de las obligaciones humanas.

I

La cuestión psicológica es para la mayoría de los contendientes la única cuestión. Cuando el doctor en teología ha comprobado para su propia satisfacción que debe postularse una facultad del todo única llamada “conciencia” para decirnos lo que está bien y lo que está mal; o cuando el entusiasta de la ciencia popular ha proclamado que el “apriorismo” es una superstición refutada y que nuestros juicios morales han surgido gradualmente de nuestro aprendizaje del entorno, cada una de esas personas piensa que la ética ya está establecida y que no pueda decirse nada más. Los conocidos pares de nombres, Intuicionistas y Evolucionistas, tan usados comúnmente hoy en día para subrayar todas las diferencias posibles en la opinión ética, solo se refieren en realidad a la cuestión psicológica. La discusión de esta cuestión gira tanto en torno a detalles particulares, que es imposible adentrarse en ella dentro de los límites de este artículo. Por lo tanto, únicamente expresaré dogmáticamente mi propia creencia que es la siguiente –que los Benthams, los Mills y los Bains han hecho un mal servicio tomando tantos de nuestros ideales humanos y mostrando cómo deben haber surgido de la asociación con actos de simple satisfaccion corporal y alivio del dolor. La asociación con muchas satisfacciones remotas sería incuestionablemente una prueba de bondad en nuestras mentes; y cuanto más vagamente esté concebida la bondad, más misteriosa parecerá ser su fuente. Pero es seguramente imposible explicar todos nuestros sentimientos e inclinaciones de esta manera simple. Cuanto más minuciosamente estudia la psicología la naturaleza humana, más claramente encuentra trazos de afectos secundarios, relacionando las impresiones del entorno unas con otras, y con nuestros impulsos, en maneras muy diferentes a las meras asociaciones de coexistencia y sucesión, que son prácticamente todo lo que el empirismo puro puede admitir. Consideremos la pasión por la bebida; la timidez, el pánico a las alturas, la tendencia al mareo, el desmayarse ante la presencia de sangre, la susceptibilidad a los sonidos musicales; tomemos la emoción ante lo cómico, la pasión por la poesía, por las matemáticas o por la metafísica –ninguna de estas cosas puede ser explicada en su totalidad mediante asociación o utilidad. Se acompañan de otras cosas que sin duda pueden ser explicadas así; y algunas de ellas son proféticas de futuras utilidades, ya que no existe nada en nosotros para lo que no pueda encontrarse uso. Pero su origen está en complicaciones que inciden en nuestra estructura cerebral, una estructura cuyas características originales surgen sin referencia a la percepción de discordancias y armonías tales como éstas.

Ahora bien, un vasto número de nuestras percepciones morales también son ciertamente de ese segundo tipo que tiene su origen en el cerebro. Se ocupan de los estados directamente experimentados ante las cosas y a menudo, se dan de bruces con todas las prevenciones del hábito y las presunciones de utilidad. En el momento en el que remontas las máximas morales más burdas y más de sentido común, los Decálogos y El Almanaque del Pobre Richard, caes en esquemas y posiciones que desde el punto de vista del sentido común son fantasiosas y demasiado forzadas. El sentido de la justicia abstracta que algunas personas poseen es una variación tan excéntrica desde el punto de vista de la historia natural, como lo es la pasión por la música o por las elevadas consistencias filosóficas que consumen el alma de otros. El sentimiento de dignidad interior de ciertas actitudes espirituales como la paz, la serenidad, la simplicidad, la veracidad; y de la esencial vulgaridad de otras como la lamentación, la ansiedad, la existencia egoísta, etc. –son del todo inexplicables salvo por una preferencia innata de la actitud más ideal por su propio beneficio. Las cosas más nobles saben mejor, y esto es todo lo que podemos decir. La “Experiencia” de las consecuencias puede enseñarnos verdaderamente qué cosas son perversas pero ¿qué tienen que ver las consecuencias con lo mezquino y vulgar? Si un hombre ha disparado al amante de su mujer ¿en razón de qué sutil repugnancia nos sentimos tan disgustados cuando escuchamos que la mujer y el marido han hecho las paces y viven de nuevo cómodamente juntos? O si se nos ofreciese la hipótesis de un mundo en el que las utopías de los Srs. Fourier, Bellamy y Morris estuvieran superadas y millones de personas fueran permanentemente felices con la simple condición de que cierta alma perdida más allá del límite de las cosas llevase una vida de solitaria tortura, ¿qué puede ser, excepto una específica e independiente emoción, lo que nos haga sentir inmediatamente, incluso aunque surja un impulso en nuestro interior que nos lleve a aferrarnos a la felicidad así ofrecida, lo espantoso que puede ser su disfrute cuando se acepta deliberadamente como el fruto de tal ocasión? ¿A qué, una vez más, sino a sutiles sentimientos de discordia nacidos en el cerebro pueden deberse todas esas recientes protestas en contra de la entera tradición de la justicia retributiva? –Me refiero a Tolstoi con sus ideas sobre la no resistencia, al Sr. Bellamy con su sustitución del olvido por arrepentimiento (en su novela El proceso del Dr. Heidenhaim), a M. Guyau con su radical condena del ideal punitivo. Todas estas sutilezas de la sensibilidad moral van mucho más allá de lo que puede ser cifrado a partir de las “leyes de asociación”, así como las delicadezas del sentimiento posibles entre una pareja de jóvenes amantes, van más allá de preceptos como los de la “etiqueta que debe ser observada durante el noviazgo” tal y como se encuentran en los manuales de buenas maneras.

¡No! Ciertamente aquí están actuando fuerzas puramente interiores. Todo, los ideales más elevados y trascendentes son revolucionarios. Lejos de presentarse con la apariencia de efectos de la experiencia pasada lo hacen como probables causas de la experiencia futura, factores ante los que el entorno y las lecciones que nos ha enseñado hasta ahora deben enseñarnos a inclinarnos.

Esto es todo lo que puedo decir sobre la cuestion psicológica por el momento. En el último capítulo de un trabajo reciente2 he tratado de probar de forma general la existencia, en nuestro pensamiento, de relaciones que no repitan meramente las asociaciones de la experiencia. Nuestras ideas tienen ciertamente, muchas fuentes. No son totalmente explicables como placeres corporales significantes que ganar y dolores de los que escapar. Y por haber percibido así constantemente este hecho psicológico, debemos aplaudir a la escuela intuicionista. Si este aplauso debe o no extenderse al resto de características de esta escuela es algo que se verá a medida que continuemos con las siguientes cuestiones.

La siguiente en orden es la cuestión metafísica, de lo que entendemos con las palabras "obligación", "bien" y "mal".

II

En primer lugar, parece que palabras como éstas no pueden tener aplicación o relevancia en un mundo en el que no existe vida consciente. Imaginemos un mundo absolutamente material, que contuviese solo hechos físicos y químicos y que existiese desde la eternidad sin un Dios, sin ni siquiera un espectador interesado: ¿tendría algún sentido decir de ese mundo que uno de sus estados es mejor que otro? O si fuera posible la existencia de dos mundos tales ¿tendría algún sentido decir que uno es bueno y el otro malo –bueno y malo positivamente, quiero decir, aparte del hecho de que uno podría relacionarse mejor que el otro con los intereses particulares del filósofo? Pero debemos dejar a un lado esos intereses particulares, pues el filósofo es un hecho mental, y estamos preguntando por los bienes, males y obligaciones existen en los hechos físicos per se. Seguramente no hay status en el que bien y mal existan, en un mundo puramente inconsciente. ¿Cómo puede un hecho físico, considerado simplemente como tal, ser “mejor” que otro? Ser mejor no es una relacion física. En su mera capacidad material, una cosa no puede ser más buena o mala de lo que puede ser agradable o dolorosa. ¿Buena para qué? ¿Quiere decir buena para la produccion de otro hecho físico? ¿Pero qué es lo que en un universo puramente físico exige la producción de ese otro hecho? Los hechos físicos simplemente son o no son; y se supone que ni presentes ni ausentes, pueden hacer exigencias. Si lo hacen, solo pueden hacerlo teniendo deseos; y entonces han dejado de ser hechos puramente físicos y se han convertido en hechos de la sensibilidad consciente. Bondad, maldad y obligación deben realizarse en algún lugar realmente, en orden a existir; y el primer paso en filosofía ética es ver que ninguna “naturaleza de las cosas” meramente inorgánica puede realizarlos. Ni relaciones morales ni la ley moral puede moverse in vacuo. Su único hábitat puede ser una mente que los sienta; y ningún mundo compuesto meramente de hechos físicos puede posiblemente ser un mundo al que se apliquen las proposiciones éticas.

Sin embargo, en el momento en el que un ser consciente, es hecho parte del universo, hay una oportunidad de existir realmente para bienes y males. Las relaciones morales tienen entonces su status, en la conciencia de ese ser. En la medida en que siente que algo es bueno, o lo hace bueno. Es bueno, para él; y siendo bueno para él, es absolutamente bueno, pues él es el único creador de valores en ese universo, y al margen de su opinión las cosas no tienen ningún carácter moral.

En un universo como ese, sería absurdo evidentemente elevar la cuestión de si los juicios sobre el bien y el mal del pensador solitario son verdaderos o no. La verdad supone un modelo fuera del pensador al que éste se debe plegar; pero aquí el pensador es una especie de divinidad, que no está sujeta a ningún juicio más elevado. Llamemos a este supuesto universo en el que habita una soledad moral. En esta soledad moral está claro que no puede haber ninguna obligación externa, y el único problema que el pensador pseudo-dios podría tener giraría en torno a la consistencia de sus diversos ideales unos con otros. Algunos de éstos serán sin duda más agudos y conmovedores que el resto, su bondad tendrá un profundo y más penetrante sabor; si son infringidos, volverán a obsesionarle con mayor número de obstinados remordimientos. Por lo tanto el pensador tendrá que ordenar su vida con dichos ideales como sus principales determinantes, o de otro modo permanecer discordante e infeliz. En cualquier equilibrio que establezca sin embargo, y de cualquier modo que pueda enderezar su sistema será un sistema correcto; no hay nada moral en el mundo pues, más allá de los hechos de su propia subjetividad.

Si ahora introducimos un segundo pensador en el universo con sus preferencias y aversiones, la situacion ética se vuelve mucho más compleja, e inmediatamente se contemplan diversas posibilidades.

Una de ellas es que los pensadores pueden ignorar completamente la actitud del otro sobre el bien y el mal, y continuar entregándose cada uno a sus propias preferencias, indiferentes ante lo que el otro pueda sentir o hacer. En tal caso, tenemos un mundo con el doble de calidad ética que en la soledad moral, pero sin unidad ética. El mismo objeto es aquí bueno o malo, en relación a si lo mides desde el punto de vista que éste o aquel pensador adopta. Tampoco podrás encontrar ningún fundamento posible en tal mundo para decir que la opinión de un pensador sea más correcta que la del otro, o que alguno tenga el verdadero sentido moral. Este mundo en resumen, no es un universo moral sino un dualismo moral. No sólo no existe en él ningún punto de vista en su interior desde el que los valores de las cosas puedan juzgarse inequívocamente, sino que ni siquiera existe la exigencia de tal punto de vista, ya que se impone que los dos pensadores son indiferentes respecto a los pensamientos y actos del otro. Multipliquemos los pensadores en un pluralismo, y encontraremos realizado en la esfera ética algo así como el mundo que los antiguos escépticos concibieron –en el que mentes individuales son la medida de todas las cosas, y en el que no puede encontrarse ninguna verdad “objetiva” sino solamente una multitud de opiniones “subjetivas”.

Este es el tipo de mundo al que el filósofo, desde el momento en que sostiene la esperanza de una filosofía, no se opondrá. Entre los diferentes ideales representados debe haber, piensa, algunos que tengan mayor verdad o autoridad; y a éstos deberían rendirse los otros, de manera que el sistema y la subordinación puedan reinar. Aquí en la palabra “debería”, surge de manera empática la noción de obligación, y el siguiente paso debe ser poner en claro su significado.

Puesto que el resultado de la discusión hasta ahora ha sido mostrarnos que nada puede ser bueno o correcto salvo en la medida en que alguna consciencia lo sienta como bueno o piense que es correcto, percibimos en el principio que la verdadera superioridad y autoridad que el filósofo postula reside en algunas opiniones, y el carácter verdaderamente inferior que supone que debe pertenecer a otras, no puede explicarse por ninguna “naturaleza de las cosas” moral abstracta que exista con anterioridad a esos pensadores mismos y sus ideales. Al igual que los atributos bien y mal, sus comparativos mejor y peor deben realizarse para ser reales. Si un juicio ideal es objetivamente mejor que otro, esa cualidad de ser “mejor” debe encarnarse alojándose de forma concreta en la percepción actual de alguien. No puede flotar en la atmosfera, ya que no es una especie de fenómeno metereológico como la aurora boreal o la luz zodiacal. Su esse est percipi, como el esse de los ideales mismos de entre los que se obtiene. Por lo tanto, el filósofo que busca saber qué ideal debería tener un peso supremo y cuál debería ser subordinado, tiene que remontar el mismo debería hasta la constitución de facto de una conciencia existente, más allá de la que, como uno de los datos del universo, él como filósofo puramente ético sea incapaz de ir. Esta consciencia debe hacer a un ideal correcto sintiéndolo correcto, y al otro equivocado sintiendo que está equivocado. Pero ahora bien, ¿qué consciencia particular en el universo puede disfrutar de la prerrogativa de obligar a las otras a someterse a una regla que ella establece?

Si uno de los pensadores fuera obviamente divino, mientras que el resto fueran humanos, probablemente no habría ninguna discusion práctica sobre el asunto. El pensamiento divino sería el modelo al que los otros se conformarían. Sin embargo todavía quedaría la cuestión teórica ¿cuál es el fundamento de la obligacion, incluso aquí?

En nuestros primeros intentos por responder a esta cuestion, existe una inevitable tendencia a deslizarse en una asunción que los hombres siguen habitualmente cuando discuten sobre cuestiones en relación con el bien y el mal. Imaginan un orden moral abstracto en el que reside la verdad objetiva, y cada uno trata de probar que ese orden preexistente está reflejado más exactamente en sus propias ideas que en las de su adversario. Debido a que uno de los contendientes se encuentra respaldado por la protección de ese orden abstracto pensamos que el otro tendría que someterse a él. Sin embargo, cuando no se trata tan solo de dos pensadores finitos, sino de Dios y nosotros, seguimos nuestra costumbre habitual, e imaginamos una especie de relación de jure, que precede y sobrepasa los simples hechos, y haríamos bien si conformásemos nuestros pensamientos a los de Dios, aunque él no exigiera nada al respecto, y aunque nosotros prefiriésemos de facto continuar pensando por nuestra cuenta.

Pero en el momento en el que observamos atentamente la cuestión, no sólo vemos que sin una exigencia por parte de una persona concreta no puede haber obligación, sino que existe alguna obligación allí donde hay una exigencia. Exigencia y obligación son, de hecho, términos coextensivos; se abarcan uno a otro exactamente. Nuestra actitud habitual de considerarnos a nosotros mismos como sujetos a un sistema de relaciones morales, verdaderas “en sí mismas”, por lo tanto, o es una redomada superstición, o de otra forma debe ser tratada simplemente como una abstracción provisional de ese verdadero Pensador en cuya exigencia actual de que pensemos como él lo hace tiene que basarse en última instancia nuestra obligación. En una filosofía ético-teística ese pensador en cuestión es, evidentemente, la Divinidad a la que es debida la existencia del universo.

Sé muy bien lo duro que es para aquellos acostumbrados a lo que he denominado la opinión supersticiosa darse cuenta de que cada exigencia de facto crea de ahora en adelante una obligación. Pensamos interesadamente que aquello que llamamos “validez” de la exigencia es lo que le da su carácter obligatorio y que esa validez es algo al margen de la mera existencia de la exigencia como algo que de hecho, cae sobre la exigencia, pensamos, desde alguna sublime dimensión del ser que la ley moral habita, al igual que la influencia del Polo sobre el acero de la aguja de la brújula cae de los cielos estrellados. Pero una vez más ¿cómo puede un carácter imperativo inorgánico y abstracto, adicional al imperativo que está en la misma exigencia concreta, existir? Tomemos cualquier peticion, por insignificante que sea, que cualquier criatura por débil que sea, pueda hacer. ¿Debería o no satisfacerse en su único beneficio? Si es que no, pruebe por qué no. La única clase de prueba posible que se puede aducir sería la exhibición de otra criatura que hiciera otra petición en sentido contrario. La única razón posible por la que un fenómeno debería existir es que tal fenómeno sea realmente deseado. Cualquier deseo es imperativo hasta donde alcanza; se hace a sí mismo válido simplemente por el hecho de existir. Algunos deseos, suficientemente verdaderos, son deseos pequeños; son expuestos por personas insignificantes, y acostumbramos a quitar importancia a las obligaciones que conllevan. Pero el hecho de que tales demandas personales impongan pequeñas obligaciones, no impiden que las obligaciones mayores sean también demandas personales.

Si tenemos que hablar de forma impersonal, con seguridad podemos decir que “el universo” requiere, precisa o hace obligatoria tal o cual acción, allí donde se exprese a sí mismo a través de los deseos de tal o cual criatura. Pero es mejor no hablar del universo de esta manera personificada, a menos que creamos en una consciencia universal o divina que exista realmente. Si hubiera tal conciencia, entonces sus peticiones acarrearían la mayor obligación simplemente porque éstas son las mayores en cantidad. Pero incluso aunque no fueran abstractamente correctas habría que respetarlas. En realidad, solo son hechas concretamente correctas, –o correctas según el hecho y por virtud del hecho. Supongamos que no las respetamos, como parece suceder con frecuencia en este extraño mundo. Esto no debería ser así, decimos, esto está mal. ¿Pero en qué medida se hace más aceptable o inteligible este hecho de incorrección cuando imaginamos que consiste más en la laceración de un orden ideal a priori que en la decepción de un Dios personal vivo? ¿Pensamos quizá que cubrimos y protegemos a Dios y que hacemos su impotencia sobre nosotros menos fundamental, cuando lo tapamos con esa manta de apriorismo de la que puede extraer el calor de alguna nueva solicitud? Sin embargo la única fuerza de solicitud para nosotros, que tanto un Dios vivo como un orden ideal abstracto pueden manejar, se encuentra en las “eternas bovedas de rubí” de nuestros propios corazones humanos, en la medida en que éstos palpitan sensible o insensiblemente ante la exigencia. En la medida en que la sienten cuando ésta proviene de una conciencia viva, se trata de vida respondiendo a vida. Una exigencia reconocida así vivamente es reconocida con una solidez y plenitud que ningún pensamiento de un “ideal” de soporte puede hacer más completa, mientras que por otra parte, si la respuesta del corazón se oculta, el difícil fenómeno es aquí de tal impotencia sobre la exigencia que el universo acarrea que ninguna disertación sobre una naturaleza eterna de las cosas podría borrar o disipar. Un orden a priori inefectivo es algo tan impotente como un Dios inefectivo; y bajo la perspectiva de la filosofía, es igualmente complejo de explicar.

Podemos considerar ahora que lo que hemos distinguido como la cuestión metafísica en la filosofía ética está suficientemente contestado, y que hemos aprendido lo que significan las palabras “bueno”, “malo” y “obligación”. No suponen ninguna naturaleza absoluta, independiente de un respaldo personal. Son objetos del sentimiento y del deseo, que no tienen ningún asidero o anclaje en el Ser, aparte de la existencia de mentes realmente vivas.

Allí donde existan tales mentes, con juicios de bueno y malo, y demandas sobre uno y otro, existe un mundo ético en sus características esenciales. Si todas las demás cosas, dioses, hombres y cielos estrellados, se borran de este universo, y no quedase sino una sola roca con dos almas amantes sobre ella, esa roca tendría una constitución moral tan completa como la de cualquier mundo posible que las eternidades e inmensidades pudieran albergar. Sería una constitución trágica, porque los habitantes de la roca morirían. Pero mientras vivieran, habría cosas reales buenas y malas en el universo; habría obligación, exigencias y esperanzas; obediencias, rechazos y decepciones; escrúpulos y ansias de recuperar la armonía, y paz interior de conciencia cuando fuera restaurada; habría en definitiva, una vida moral, cuya energía activa no tendría límite salvo la intensidad del interés por el otro con el que el héroe y la heroína estarían dotados.

Nosotros, en este globo terrestre somos, hasta donde llegan los hechos visibles, como los habitantes de esa roca. Tanto si existe o no un Dios, más allá del cielo azul que se extiende sobre nosotros, constituimos de todas formas una república ética aquí abajo y la primera reflexión a la que esto nos conduce es que la ética tiene una base genuina y real en un universo en el que la consciencia más elevada es la humana, igual que también en un universo donde existe un Dios. “La religión de la humanidad” proporciona una base para la ética igual que lo hace el teísmo. Si el sistema puramente humano puede satisfacer la demanda del filósofo tanto como el otro es una cuestión distinta, que nosotros mismos debemos responder, antes de terminar.

III

La última cuestión fundamental en ética era, como se recordará, la cuestion casuística. Aquí estamos, en un mundo en el que la existencia de un pensador divino ha sido y quizá siempre será puesta en duda por algunos de los espectadores, y en el que, en lugar de la presencia de un gran número de ideales con los que los seres humanos están de acuerdo, lo que hay son muchos otros sobre los que no se obtiene un consenso general. Apenas es necesario presentar un retrato literario sobre ellos, ya que los hechos son de sobra conocidos. Las luchas entre la carne y el espíritu en cada hombre, las concupiscencias de los diferentes individuos que persiguen las mismas recompensas materiales o sociales incompartibles, los ideales que tanto así en relación con las razas, las circunstancias, los temperamentos, las creencias filosóficas, etc., todo ello forma un laberinto de confusión aparentemente inextricable, sin ningún hilo de Ariadna claro que nos ayude a salir. Sin embargo, el filósofo, precisamente porque es un filósofo, añade su propio ideal peculiar a la confusión (con la que si fuera un escéptico estaría aceptablemente satisfecho), e insiste en que sobre todas estas opciones individuales existe un sistema de verdad que él puede descubrir con tan solo esforzarse lo suficiente.

Nos situamos ahora en el lugar de ese filósofo y no debemos dejar de darnos cuenta de todos los elementos que esta situación comporta. En primer lugar no seremos escépticos; sostenemos que existe una verdad que averiguar. Pero en segundo lugar hemos obtenido la intuición de que esa verdad no puede ser una serie de leyes autoproclamadas, o una “razón moral” abstracta, sino que solo puede existir en acto o en la forma de una opinión sostenida por algún pensador como auténticamente fundada. Sin embargo no existe ningún pensador visible investido de tal autoridad. ¿Debemos entonces simplemente proclamar nuestros propios ideales como los que proclaman las leyes? No; pues si somos verdaderos filósofos debemos, de forma imparcial, arrojar nuestros propios ideales espontáneos, incluso los más queridos, junto con esa masa total de ideales que han de ser juzgados justamente. Pero entonces, ¿cómo podemos como filósofos encontrar una prueba alguna vez? ¿Cómo evitar el completo escepticismo moral por un lado, y por el otro llevar con nosotros un caprichoso modelo personal propio, en el que simplemente clavamos nuestra fe?

El dilema es complejo, y tampoco se hace un poco más fácil a medida que le damos vueltas en nuestra mente. Toda la tarea del filósofo lo obliga a buscar una prueba imparcial. Esa prueba sin embargo, debe ser encarnada en la pregunta de una persona realmente existente; ¿y cómo puede elegir a una persona excepto por un acto en el que están implicados sus propias simpatías y prejuicios?

Un método se presenta en efecto a sí mismo y ha sido considerado como algo histórico por las más serias escuelas éticas. Si la serie de cuestiones exigidas se probasen al analizarlas menos caóticas de lo que lo parecían en un principio, si constituyeran su propia prueba relativa y su medida, entonces el problema casuístico estaría resuelto. Si se encontrase que todos lo bienes qua bienes contuvieran una esencia común, entonces la cantidad de esa esencia involucrada en cualquier bien mostraría su rango en la escala de bondad, podría establecerse rápidamente en un orden pues esa esencia sería el bien sobre el que todos los pensadores estarían de acuerdo, el bien relativamente objetivo y universal que el filósofo busca. Incluso sus propios ideales privados serían medidos por su participacion de éste, y se encontraría su lugar correcto entre el resto.

De esta manera, se han encontrado y propuesto varias esencias de bien como base de un sistema ético. Así, ser el punto medio entre dos extremos, ser reconocido por una facultad intuitiva especial, hacer al agente feliz por el momento, hacer tanto a él como a otros felices a largo plazo, aumentar su perfeccion o dignidad, no dañar a nadie, seguirse de la razón o fluir de la ley universal, estar de acuerdo con la voluntad de Dios, promover la supervivencia de la especie humana en este planeta, son muchas pruebas cada una de las cuales ha sido sostenida por alguien como constitutiva de la esencia de todas las cosas o acciones buenas en la medida en que son buenas.

Sin embargo, ninguna de las medidas que se ha propuesto hasta ahora han proporcionado una satisfacción general. Algunas no se encuentran obviamente universalmente presentes en todos los casos, por ejemplo la característica de no dañar a nadie, o la de seguir la ley universal, el mejor camino es a menudo cruel, y muchos actos son considerados buenos con la única condición de que sean excepciones, y que no sirvan como ejemplos de una ley universal. Otras características, como la de seguir la voluntad de Dios, son vagas e imposibles de averiguar. Otras, como la supervivencia, son bastante indeterminados en sus consecuencias, y nos dejan en la estacada cuando más necesitamos su ayuda: un filósofo de la tribu de los Sioux por ejemplo, es seguro que empleará seguro el criterio de la supervivencia de manera muy distinta de la que lo haríamos nosotros. Lo mejor, en definitiva, de todas estas señales y medidas de bondad parece ser la capacidad para proporcionar felicidad. Pero para no fracasar estrepitosamente, esta prueba debe tomarse como abarcando innumerables actos e impulsos que nunca aspiran a la felicidad; por lo tanto, después de todo, al buscar un principio universal nos dejamos inevitablemente llevar de forma progresiva hacia el más universal de los principios –que la esencia del bien es sencillamente satisfacer una demanda. La demanda puede ser de cualquier cosa bajo el sol. No existe en realidad mayor fundamento para suponer que todas nuestras demandas pueden ser respondidas por un tipo de motivo universal subyacente, que para creer que todos lo fenómenos físicos son casos de una única ley. Las fuerzas elementales en ética son probablemente tan plurales como las de la física. Los diferentes ideales no tienen un carácter común aparte del hecho de que son ideales. Ningún único principio abstracto puede utilizarse así para entregar al filósofo algo parecido a una escala casuística científicamente exacta y auténticamente útil.

Una mirada sobre otra de las peculiaridades del universo ético, tal y como lo encontramos, nos mostrará a continuacion las perplejidades del filósofo. Como problema puramente teórico concretamente, la cuestión casuística difícilmente surgiría en absoluto. Si el filósofo ético estuviera solo preguntando por el mejor sistema de bienes imaginable tendría en realidad una fácil tarea, porque todas las demandas como tales son prima facie respetables, y el mejor mundo simplemente imaginario sería uno en el que cada exigencia fuera satisfecha tan pronto como fuera formulada. Un mundo así tendría que tener, sin embargo, una constitución física completamente diferente de aquel en que habitamos. Sería necesario no solo un espacio, sino un tiempo, “de n dimensiones”, para incluir todos los actos y experiencias incompatibles unas con otras aquí abajo, que irían entonces en conjunción –tal como gastar nuestro dinero, pero hacernos ricos; tomar vacaciones, pero avanzar en nuestro trabajo; cazar y pescar, pero no hacer daño a los animales; adquirir un sinfín de experiencia, pero mantener nuestra frescura juvenil de espíritu, y otras por el estilo. No puede haber ninguna duda de que un sistema de cosas así, como quiera que se produzca, sería el sistema absolutamente ideal; y que si un filósofo pudiera crear universos a priori, y proveerlos de todas las condiciones mecánicas, ese es el tipo de universo que debería indudablemente crear.

Pero este mundo nuestro está hecho según un modelo completamente distinto, y la cuestión casuística es aquí mucho más trágicamente práctica. Lo realmente posible en este mundo es mucho más angosto que todo lo demandado; y existe siempre una pizca entre lo ideal y lo real que solo puede superarse dejando parte del ideal atrás. Difícilmente existe un bien que podamos imaginar si no es en lucha por la posesión del mismo fragmento de espacio y tiempo con algún otro bien imaginado. Cada finalidad de un deseo que se presenta a sí misma, aparece como excluyente de otra. ¿Debería un hombre beber y fumar, o mantener sus nervios en condiciones? –no puede hacer las dos cosas a la vez. ¿Debe inclinarse por Amelia o por Henrietta? –su corazón no puede elegir a ambas. ¿Debe mantenerse fiel a su querido y viejo Partido Republicano o conducirse con un espíritu de sencillez en lo que respecta a los asuntos públicos? –no puede tener las dos cosas. Así, la exigencia ética del filósofo sobre la escala correcta de subordinación de los ideales es fruto de una total necesidad práctica. Una parte del ideal debe ser aniquilada y necesita saber qué parte. Se trata de una trágica situación, y no una mera adivinanza especulativa, con la que se tiene que manejar.

Ahora, nosotros somos ciegos para la verdadera dificultad de la tarea del filósofo por el hecho de haber nacido en una sociedad cuyos ideales se encuentran ya ordenados en su mayor parte. Si seguimos el ideal convencionalmente más elevado, los que aniquilemos o bien morirán y no volverán a obsesionarnos, o si vuelven y nos acusan de asesinato, todo el mundo nos aplaudirá por hacerles oídos sordos. En otras palabras, nuestro entorno nos anima a no ser filósofos sino partidistas. El filósofo, en todo caso, en la medida en que se aferra a su propio ideal de objetividad, no puede excluir ningún ideal de ser escuchado. Está seguro, y correctamente seguro, de que el simple hecho de seguir el consejo de sus preferencias intuitivas sería ciertamente acabar en una mutilación de la totalidad de la verdad. Se dice que el poeta Heine escribio “Bunsen” en lugar de “Gott” en su transcripción del trabajo de este autor titulado “Dios en la historia”, para que dijera “Bunsen in der Geschichte”. Ahora bien, sin ser irrespetuoso con el buen y sabio Barón, ¿no puede decirse con seguridad que cada filósofo, por amplias que sean sus simpatías, debe ser únicamente un Bunsen en der Geschichte del mundo moral, desde el momento en el que trata de introducir sus propias ideas de orden dentro del rugido de la multitud de deseos, luchando por hacerse con un poco de espacio para el ideal al que se aferran? El mejor de los hombres no sólo debe ser insensible, sino absurda y particularmente insensible, a muchos bienes. Como un militante, luchando a brazo partido para que los bienes a los que es sensible no sean sumergidos y apartados de la vida, el filósofo, como cualquier otro ser humano, se encuentra en una posicion natural. Pero pensemos en Zenón y en Epicúreo, pensemos en Calvino y en Paley, pensemos en Kant y en Schopenhauer, en Herbert Spencer y John Henry Newman, no ya como triunfadores unilaterales de unos ideales concretos, sino como maestros de una escuela decidiendo lo que todos debemos pensar –¿y qué tópico más grotesco que éste podría desear un escritor satírico para ejercitar su pluma? El débil intento de la Sra. Partington de detener la marea del Atlántico norte con su escoba era un espectáculo razonable en comparación con sus esfuerzo de sustituir el contenido de sus sistemas barbilampiños por esa exuberante masa de bienes con que la naturaleza humana trabaja, gimiendo por sacarlos a la luz del día. Piensen, además, en semejantes individuos moralistas, no ya como simples maestros de una escuela sino como pontífices armados del poder temporal, y con autoridad en cada conflicto concreto para ordenar qué bien debe ser aniquilado y cuál debe dejarse que sobreviva –y la idea le deja a uno verdaderamente pálido. Todos los instintos revolucionarios latentes en uno se despiertan ante la idea de un solo moralista empuñando tales poderes sobre la vida y la muerte. Mejor el caos para siempre que un orden basado en la norma de cualquier filósofo encubierto, aunque fuera el miembro más iluminado de su tribu. ¡No! Si el filósofo está para mantener su posición de juez, nunca debe convertirse en parte del litigio.

¿Qué podemos hacer entonces, cabría preguntarse, salvo volver a caer en el escepticismo y abandonar por completo la idea de ser filósofo? Sin embargo ¿no hemos visto ya que un camino perfectamente definido para escapar se abre ante él justamente porque es filósofo, y no el triunfador de un ideal particular? Desde el momento en el que todo lo que se exige es por ese mismo hecho un bien, ¿no debe ser el principio que guíe la filosofía ética (ya que todas las exigencias no pueden satisfacerse conjuntamente en este pobre mundo) solamente el satisfacer en todo momento tantas exigencias como podamos? Ese acto debe ser el mejor, por tanto, el que actúa contribuye al mejor todo, en el sentido de despertar la menor suma de insatisfacciones. En la escala casuística, por lo tanto, deben inscribirse los más altos aquellos ideales que prevalecen con el menor coste, o por cuya realizacion se destruyen el menor número posible de otros ideales. Ya que victoria y fracaso tienen que existir, la victoria que ha desearse filosóficamente es aquella del bando más inclusivo –la del bando que incluso en la hora del triunfo hará hasta cierto punto justicia con los ideales en los que reside el interés de la facción vencida. El curso de la historia no es sino la narracion de las luchas de los hombres generación tras generación por encontrar un orden más y más inclusivo. Inventar alguna forma de llevar a cabo los propios ideales que satisfaga también las exigencias ajenas –¡ese y solo ese es el camino de la paz! Siguiendo este camino, la sociedad se ha agitado en una especie de relativo equilibrio tras otro mediante una serie de descubrimientos sociales bastante parecidos a los de la ciencia. La poliandria, la poligamia y la esclavitud, la lucha y la libertad privada para matar, la tortura legal y la arbitrariedad del poder real han sucumbido lentamente ante las protestas surgidas en la realidad, aunque los ideales particulares son incuestionablemente lo peor para cada progreso, sin embargo un gran número de ellos encuentran más abrigo en nuestra sociedad civilizada que en las viejas costumbres. Hasta aquí entonces y por el momento, la escala casuística está ya elaborada mucho mejor para el filósofo de lo que nunca podría hacer él mismo. Un experimento de la clase más inquisitiva ha probado que las leyes y usos de la tierra son las que proporcionan la mayor satisfacción al conjunto de pensadores. La presunción en caso de conflicto tiene que estar siempre a favor del bien convencionalmente reconocido. El filósofo tiene que ser conservador e introducir en la construcción de su escala casuística los elementos más acordes con las costumbres de la comunidad en alza.

Y además si es un verdadero filósofo tiene que ver que no hay nada definitivo en ningún equilibrio actualmente dado de los ideales humanos, sino que, al igual que nuestras leyes y costumbres presentes han combatido y conquistado otras pasadas, estos serán a su vez derrocados por algún orden recientemente descubierto que acallará las quejas que todavía originen sin producir otras aún más fuertes. “Las normas están hechas para los hombres, no los hombres para las normas” –esta única frase es suficiente para inmortalizar el Prolegomena to Ethics de Green. Y a pesar de que un hombre siempre arriesga mucho cuando rompe con las normas establecidas y se esfuerza en realizar un ideal más amplio y completo de lo que éstas permiten, el filósofo debe admitir todavía que siempre está abierta la posibilidad de que cualquiera haga el experimento, a condición de que no tema jugarse la vida y la personalidad en el intento. El riesgo está siempre ahí. Bajo cada sistema de normas morales hay innumerables personas reprimidas a las que les pesa y bienes que reprime y éstos siempre permanecen como ruido de fondo, listos para cualquier cosa que les permita liberarse. No hay más que ver los abusos que la institución de la propiedad privada cubre, de manera que incluso hoy en día está descaradamente impuesto entre nosotros que una de las primeras funciones del gobierno es ayudar a los ciudadanos más hábiles a hacerse ricos. No hay más que ver las anónimas e innumerables penas que la tiranía, en conjunto tan beneficiosa, de la institución del matrimonio acarrea a muchos, tanto a los casados como a los solteros. No hay más que ver la pérdida total de oportunidades bajo nuestro régimen de la así llamada igualdad e industrialismo, con el tambor y el counter-jumper en la silla, a favor de tantas facultades y gracias que podrían florecer en el mundo feudal. Veamos cómo nuestra benevolencia para con los humildes y los parias lucha con ese severo eliminar que hasta ahora ha sido la condición de cada perfeccionamiento de la estirpe. Véase en todas partes la lucha y la opresión; siempre permaneciendo el problema de cómo reducirlas. Los anarquistas, nihilistas y defensores del amor libre; los socialistas y partidarios de un único impuesto; los librecambistas y reformadores de los servicios civiles; los prohibicionistas y anti-viviseccionistas; los darwinianos radicales con su idea de la supresión del débil –éstos y todos los sentimientos conservadores de la sociedad alineados contra ellos deciden sencillamente, a través del experimento actual, mediante qué forma de conducta puede ganarse y conservarse en este mundo la mayor cantidad de bien. Estos experimentos son para ser juzgados, no a priori, sino mediante una verdadera averiguación, según el hecho de su constitución, de cuánta protesta o cuánto apaciguamiento tiene lugar. ¿Qué tipo de soluciones encubiertas pueden posiblemente anticipar el resultado de los juicios hechos según tal escala? ¿O qué valor puede tener el juicio superficial de un teórico especial en un mundo en el que cada uno de los cientos de ideales tiene su triunfador ya adjudicado en forma de algún genio expresamente nacido para sentirlo, y para luchar hasta la muerte en su nombre? El filósofo puro tan solo puede seguir los devaneos del espectáculo, confiado en que la línea de la menor resistencia siempre será la que se incline hacia el orden más rico e inclusivo, y que un movimiento tras otro el acercamiento al reino de los cielos es incesante.

IV

Todo esto equivale a decir que, hasta donde la cuestion casuística alcanza, la ciencia ética es exactamente como la ciencia física, y en lugar de ser deducible todo de una sola vez de principios abstractos, tiene simplemente que esperar su tiempo, y estar lista para revisar sus conclusiones día a día. La presunción evidentemente, en ambas ciencias, es siempre la de que las opiniones vulgarmente aceptadas son verdaderas, y el orden casuístico correcto es aquel en el que la opinión pública cree; y seguramente sería un disparate bastante grande, en muchos de nosotros, conducirse independientemente y pretender la originalidad en ética al igual que en física. De vez en cuando, sin embargo, nace alguien con el derecho de ser original, y su pensamiento o acción revolucionaria puede dar sus frutos prosperos. Puede reemplazar las viejas “leyes de la naturaleza” por otras mejores; puede, rompiendo viejas normas morales en determinados lugares, aportar un estado de cosas más ideal del que se hubiera definido si se hubiera mantenido la regla.

En conjunto entonces, tenemos que concluir que ninguna filosofía ética es posible en el antiguo sentido absoluto del término. En todas partes el filósofo de la ética debe atender a los hechos. No sabe de dónde provienen los ideales que crean los pensadores ni sabe cómo se desarrollan sus sensibilidades; y solo puede contestar a la cuestión sobre cuál de dos ideales en conflicto producirá en la actualidad el mejor universo, con la ayuda de la experiencia de otros hombres. Hace un momento decía, hablando sobre la “primera” cuestión, que los moralistas intuicionistas merecen crédito por mantenerse fieles a los hechos psicológicos. Sin embargo, hacen mucho por arruinar completamente este mérito al mezclarlo con ese temperamento dogmático que, por distinciones absolutas e incondicionales “no debería”, transforma una vida creciente, elástica y continua en un sistema supersticioso de reliquias y huesos muertos. En realidad, no hay males absolutos y no hay bienes no-morales; y la vida ética más elevada –aunque solo unos pocos estén llamados a soportar sus cargas– consiste siempre en la ruptura de normas que se han hecho demasiado estrechas para la situación actual. Existe un único mandamiento incondicional, que es que deberíamos buscar incesantemente, con miedo y temblor, elegir y actuar de modo que se produzca el mayor universo total de bien que podamos ver. Las normas abstractas pueden ayudar en efecto, pero ayudan menos a medida que nuestras intuiciones son más penetrantes, y nuestra vocación para la vida moral más fuerte. Pues cada dilema real es, estrictamente hablando, una situacion única, y la combinación exacta de ideales realizados e ideales defraudados que cada decisión crea es siempre un universo sin precedentes, para el que no existe ninguna norma previa adecuada. El filósofo, entonces, qua filósofo, no es más capaz que otros hombres de determinar el mejor universo en un estado concreto. En efecto, comprende mejor que la mayoría de los hombres cuál es siempre la cuestión –no una cuestión de este o aquel bien tomados simplemente, sino de los dos universos totales a los que estos bienes pertenecen respectivamente. Sabe que tiene que votar siempre a favor del universo más rico, del bien que parece más organizable, más adecuado para encajar en combinaciones complejas, más apto para pertenecer a un todo más inclusivo. Pero no puede conocer de manera cierta con antelación qué universo particular es ese; solo sabe que si comete un error los gritos de los heridos pronto le informarán de ello. En todo este asunto el filósofo es exactamente como el resto de nosotros no-filósofos, en la medida en que somos justos y comprensivos instintivamente, y en la medida en que estamos abiertos a la voz de la protesta. Su función es de hecho indistinguible de la mejor clase de político actual. Sus libros sobre ética, por lo tanto, en tanto que conciernen verdaderamente a la vida moral, tienen que aliarse cada vez más con una literatura que es declaradamente provisoria y sugestiva, más que dogmática –me refiero a novelas y dramas de la clase más profunda, con sermones, con libros sobre política y filantropía, y sobre reforma social y económica. Considerados de esta manera los tratados de ética pueden ser voluminosos e iluminadores al mismo tiempo, pero nunca pueden ser conclusivos, salvo en sus aspectos más abstractos y vagos, y tienen que abandonar progresivamente la forma anticuada y presuntamente “científica”.

V

La principal razón por la que una ética concreta no puede ser conclusiva es que tiene que atender a los conocimientos metafísicos y teológicos. Hace un momento decía que las verdaderas relaciones éticas existían en un mundo puramente humano. Existirían incluso en lo que llamamos una soledad moral si el pensador tuviera varios ideales que lo sostuvieran por turno. Su yo de un día tendría exigencias sobre su yo de otro día, y algunas de las exigencias podrían ser urgentes y tiránicas, mientras que otras serían amables y fácilmente rechazadas. Llamamos a las exigencias tiránicas imperativas. Si las ignoramos no será esto lo último que escuchemos de ellas. El bien que hemos lastimado vuelve para atormentarnos con series interminables de consiguientes daños, aflicciones y remordimientos. La obligación puede entonces existir en la conciencia de un único pensador consciente, y la paz perfecta puede acompañarle solo en la medida en que viva de acuerdo con una especie de escala casuística que mantiene sus bienes más imperativos en lo más alto. En la naturaleza de estos bienes está el ser crueles con sus rivales. Nada obtendremos cuando los midamos contra ellos en la balanza. Ellos apelan a una disposición despiadada, y no nos perdonarán fácilmente si somos tan blandos de corazón como para retroceder ante el sacrificio en su nombre.

Prácticamente, la diferencia más profunda en la vida moral del hombre es la diferencia entre el temperamento conformista y el enérgico. Mientras que en el temperamento conformista el retroceso ante el mal actual es nuestra principal consideración, el temperamento impulsivo, por el contrario, nos hace indiferentes al mal actual, solo con que se alcance el gran ideal. La capacidad para el temperamento impulsivo probablemente se encuentre subyacente en cada hombre, pero encuentra dificultad para despertarse en algunos que en otros. Son necesarias las pasiones más violentas para despertarlo, los mayores miedos, amores e indignaciones; o incluso la más profunda y penetrante llamada de algunas de las más altas fidelidades, como la justicia, la verdad o la libertad. Su visión necesita de un relieve abrupto, y no puede habitar en un mundo en el que todas las montañas están derribadas y todos los valles exaltados. Esta es la razón por la que en un pensador solitario este temperamento podría dormir para siempre sin despertarse. Sus diversos ideales, considerados por él como meras preferencias suyas, se encuentran demasiado próximos al mismo valor denominativo: puede jugar con ellos a voluntad. Esta es la razón también por la que, en un mundo meramente humano sin Dios, el llamamiento a nuestra energía moral no llega a su poder máximo de estimulación. La vida, en realidad, es una sinfonía genuinamente ética incluso en un mundo tal, pero es interpretada al compás de un par de pobres octavas, y la infinita escala de valores falla al abrirse. Muchos de nosotros de hecho, –como Sir James Stephen en esos elocuentes Essays by a Barrister– se mofaría abiertamente ante la idea misma de que un temperamento enérgico se despierta en nosotros por esas peticiones de remota posteridad que constituyen el último llamamiento de la religión de la humanidad. No amamos a esos hombres del futuro con suficiente intensidad; y quizá los amamos menos cuanto más oímos acerca de su evolucionada perfección, de su elevado promedio de longevidad y educación, de su libertad para la guerra y el crimen, de su relativa inmunidad hacia el dolor y la enfermedad cimótica y todas sus otras superioridades negativas. Todo esto es demasiado finito, decimos, vemos demasiado bien el vacío que existe más allá. Falta el matiz de infinitud y misterio y puede que todo tenga que ver con el temperamento conformista. No existe en la actualidad, la necesidad de que agonicemos o de que hagamos a otros agonizar por estas buenas criaturas.

Sin embargo, cuando creemos que existe un Dios, y que es uno de los demandantes, la perspectiva infinita se abre. La escala de la sinfonía se prolonga de manera incalculable. Los ideales más imperativos comienzan ahora a hablar con una objetividad y significado completamente nuevos, y comienzan a pronunciar una nota de llamada penetrante, aplastante, trágicamente desafiante. Resuenan como el grito del águila alpina de Víctor Hugo, “qui parle au précipice et que le gouffre entend”3, y con cuyo sonido el temperamento impulsivo se despierta. Se levanta entre las trompetas, huele la batalla desde lejos, el estruendo de los capitanes y el griterío. Le hierve la sangre; y la crueldad ante las menores súplicas, lejos de ser un elemento disuasorio, no hace sino sumarse a la alegría severa con la que salta para responder a lo más grande. A través de la historia, en los conflictos periódicos del puritanismo con el temperamento conformista, vemos el antagonismo entre los temperamentos impulsivos y geniales, y el contraste entre la ética de la infinita y misteriosa obligación que emana de lo alto, y la ética de la prudencia y la satisfacción de la necesidad meramente finita.

La capacidad para el temperamento enérgico se encuentra tan profundamente arraigada entre nuestras posibilidades humanas naturales que incluso si no existieran fundamentos metafísicos o tradicionales para creer en Dios, los hombres postularían uno simplemente como pretexto para una vida más dura, dejando fuera del juego de la existencia sus más intensas posibilidades de entusiasmo. Nuestra actitud hacia males concretos es completamente distinta en un mundo en el que creemos que no existen mas que demandantes finitos, de lo que lo es en uno donde felizmente afrontamos la tragedia por causa de un demandante infinito. Cada tipo de energía y de resistencia, de valor y capacidad para afrontar los males de la vida, se encuentra libre en aquellos que tienen fe religiosa. Por esta razón el temperamento enérgico siempre sobrepasará al temperamento conformista en la batalla de la historia humana, y la religión pondrá a la irreligión contra la pared.

Puede parecer también –y esta es mi conclusión final– que el universo moral estable y sistemático que el filósofo ético busca solo es totalmente posible en un mundo en el que existe un pensador divino con exigencias que lo envuelven todo. Si tal pensador existiera su forma de subordinar unas exigencias a otras sería la escala casuística válida definitiva; sus reivindicaciones serían las más conmovedoras; su universo ideal sería el todo realizable más inclusivo. Si existe ahora debe estar actualizado en un pensamiento, esa filosofía ética que buscamos como patrón, al que cada uno debe a su vez aproximarse cada vez más4 . Por lo tanto, en interés de nuestro propio ideal de una verdad moral sistemáticamente unificada, nosotros, como pretendidos filósofos, debemos postular la existencia de un pensador divino, y rogar por la victoria de la causa religiosa. Mientras tanto, lo que el pensamiento del ser infinito pueda ser exactamente se encuentra oculto para nosotros, incluso aunque estemos seguros de su existencia; por lo que nuestro suponerlo sirve únicamente después de todo para desatar nuestro temperamento enérgico. Eso es lo que hace sin embargo en todos los hombres, incluso en aquellos que no sienten interés por la filosofía. El filósofo ético, por lo tanto, cuando se aventura a decir qué línea de acción es la mejor, no se encuentra en un nivel esencialmente distinto del común de los hombres. "Mira, he puesto ante ti esta vida y el bien, y la muerte y el mal; por lo tanto, elige la vida para que tú y tu descendencia podáis vivir" –cuando nos llega este desafío, son simplemente nuestro carácter y nuestro talento personal los que están a prueba; y si invocamos a cualquier tipo de filosofía, nuestra elección y uso de ella no será sino una revelación de nuestra aptitud o incapacidad personal para la vida moral. De esta despiadada prueba práctica no puede salvarnos ni las conferencias de un profesor ni ninguna serie de. La palabra clave, lo mismo para los eruditos que para los incultos, reside en última instancia en la voluntad boba o en la falta de disposición de sus temperamentos interiores, y en ningún otro lugar. No está en el cielo, ni tampoco bajo el mar; la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que puedas realizarla.


Traducción de Oihana Robador (2004)



Notas

1. Dirigido al Club Filosófico de Yale, publicado en el International Journal of Ethics, Abril de 1891.

2. The Principles of Psychology, New York, H. Holt & Co., 1890.

3. "Que habla al precipicio y que el abismo escucha" [Nota de la T.]

4. Todo esto ha sido expuesto con gran lucidez y fuerza en el trabajo de mi colega el Profesor Josiah Royce, El aspecto religioso de la Filosofía, Boston, 1885.



Fin de "El filósofo moral y la vida moral" (1897). Traducción castellana de Oihana Robador. Fuente textual en F. Burkhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.), The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1979, VI, pp. 141-162.

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Fecha del documento: 18 de octubre de 2004
Ultima actualización: 28 de marzo 2022

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