LA ESCUELA Y EL PROGRESO SOCIAL


John Dewey (1899)

Traducción castellana de Domingo Barnés (1915)


Esta traducción de algunos fragmentos seleccionados de la obra de Dewey, The School and Society (Chicago, University of Chicago Press, 1899), fue publicada en 1915 en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (XXXIX, 662, pp. 129-134; 663, pp. 161-165).



Podemos considerar la escuela, desde un punto de vista individualista, como algo concerniente al maestro y al discípulo o al maestro y al padre. Lo que más nos interesa es, naturalmente, los progresos realizados por los niños individuales que conocemos, su desenvolvimiento físico normal, sus avances en la habilidad para leer, escribir y dibujar, el aumento en sus conocimientos geográficos e históricos y el mejoramiento de sus maneras, hábitos de prontitud, orden y destreza —según tales normas juzgamos habitualmente la labor de la escuela—. Y es un juicio correcto. Sin embargo, el horizonte necesita ser ampliado. Lo que los padres mejores y más discretos necesitan para sus hijos debe ser necesidad común de todos los niños. Todo otro ideal para nuestras escuelas es estrecho y poco amable; insistir en él representaría la destrucción de nuestra democracia. Todo lo que la sociedad ha realizado por sí misma se pone, merced a la actuación de la escuela, a disposición de sus miembros futuros. Los mejores pensamientos que acerca de sí misma alienta, aspira a realizar los merced a las nuevas posibilidades que se abren así a su ser futuro. Aquí están de acuerdo el socialismo y el individualismo. Sólo siendo una realidad el pleno desenvolvimiento de los individuos que la forman puede la sociedad ser verdad para sí misma. Y en la autoeducación que a sí misma se da, nada representa tanto, la escuela, porque, como dice Horacio Mann, "Donde quiera que algo está creciendo, un formador vale por un millar de reformadores".

Siempre que enfoquemos la discusión de un nuevo movimiento educativo, es especialmente necesario tomar el punto de vista más amplio, social. En otro caso, los cambios de la institución y de la tradición escolar habrán de ser mirados como la invención arbitraria de maestros particulares; como sombras pasajeras, o, en el mejor caso, como simples mejoras de ciertos detalles —y éste es el plano según el cual se acostumbran a considerar los cambios escolares—. Tan racional sería concebir la locomotora o el telégrafo como servicios particulares. Las modificaciones que se introducen en los métodos y programas educativos son tanto el producto de los cambios de la situación social y el esfuerzo para satisfacer las necesidades de la nueva sociedad que está formando, como lo son los cambios introducidos en la industria y comercio.

Y siendo esto así, reclamo principalmente vuestra atención y vuestro esfuerzo para concebir lo que toscamente se llama "nueva educación", a la luz de los más amplios cambios sociales. ¿Podemos ligar esta "nueva educación" con la marcha general de los acontecimientos? Si lo conseguimos, perderá su carácter aislado y cesará de ser un asunto que pertenezca solamente al ultraingenioso espíritu de pedagogos que laboran con discípulos particulares. Aparecerá como una parte y parcela de toda la evolución social y, al menos en sus rasgos más generales, como inevitable. Permítasenos entonces preguntarnos por los aspectos principales del movimiento social y, después, volvamos a la escuela para observar los esfuerzos que realiza para ocupar su puesto. Y puesto que es enteramente imposible aportar el asunto, nos confinaremos a una cosa típica del moderno movimiento escolar, la cual figura con el nombre de trabajo manual, observemos si aparece su relación con los cambios de las condiciones sociales, y entonces nos veremos inclinados por la misma afirmativa, cuando se trate de otras innovaciones pedagógicas.

El cambio que primero se nos ocurre, el que se destaca y aún domina a los demás, es el industrial —la aplicación de la ciencia que resulta en los grandes inventos que han utilizado las fuerzas de la naturaleza en una vasta e inagotable escala—, el desenvolvimiento de un mercado mundial como objetivo de la producción, de vastos centros manufactureros para proveer este mercado y de medios rápidos y baratos de comunicación y distribución entre todas sus partes. Aún incluyendo sus más débiles comienzos, este cambio no cuenta con más de un siglo —en muchos de sus aspectos más importantes cae dentro del breve espacio de nuestra vida—. Difícilmente habrá habido en la historia una revolución tan rápida, tan extensa, tan completa. Merced a ella, se ha transformado la faz de la tierra, incluso en cuanto a sus formas físicas; los límites políticos y se han ensanchado o modificado como si fuesen simples líneas trazadas en un mapa; se cobijan en las ciudades hombres que proceden de los confines de la tierra; se alteran los hábitos de vida entre convulsiones y afirmaciones de perfección; la invención de las verdades de la naturaleza es infinitamente estimulada y facilitada, y sus aplicaciones a la vida se hacen no solamente practicables, sino comercialmente necesarias. Aún nuestras ideas e intereses morales y religiosos, los más conservadores, porque son las cosas que reposan en lo más profundo de nuestra naturaleza, serenamente afectados. Es inconcebible que esta resolución puedan afectar a la educación más que de un modo formalista y superficial.

Detrás del sistema comercial está el sistema del hogar y de la vecindad. Algunos de nosotros podemos retroceder una, dos, o lo sumo tres generaciones, para encontrar un tiempo en que el hogar fue prácticamente centro en el cual se desarrollaba o en el cual estaban enclaustradas todas las formas típicas de la ocupación industrial. Las telas de los vestidos no solamente se hacen en su mayor parte en la casa, sino que los miembros todos del hogar estaban familiarizados por las operaciones de cardar la lana y trabajar el algodón. En vez de oprimir el botón e iluminar eléctricamente la casa, el proceso de la iluminación era pesado y fatigoso, comenzando por la matanza del animal y la extracción de la grasa. La provisión de harinas, de muebles, de alimentos, de materiales de construcción, de utensilios para el hogar, y aún de las herramientas de metal, clavos, bisagras, martillos, etc., estaba en la inmediata vecindad, en tiendas siempre abiertas a la inspección y que eran con frecuencia punto de reunión de la vecindad. Todo el producto industrial era casero, desde la producción en la misma granja, de los materiales en bruto, hasta el artículo terminado en condiciones de utilización. No sólo esto, sino que, prácticamente, todo miembro del hogar tenía su peculiar participación en el trabajo. Los niños conforme progresaban en fuerza y capacidad, eran gradualmente iniciados en los secretos de los diversos procesos. Hasta la participación actual en el trabajo quedaba a elección inmediata de la persona.

No podemos olvidar el factor de la disciplina y de formación del carácter, que iba implicado en esto: el adiestramiento en los hábitos de orden y de industria y en la idea de responsabilidad, de obligación de hacer algo, de producir algo en el mundo. Había, pues, siempre algo que tenía realmente que hacerse, y una necesidad imperiosa de que todo miembro de la familia desempeñase su parte peculiar en cooperación con los demás. Las personalidades que alcanzaban eficacia para la acción eran lanzadas y comprobadas en medio de la acción misma. Además, no podemos prescindir de la importancia que tiene para los fines educativos la relación estrecha, intima y directa, de primera mano, con la naturaleza, con las cosas reales y materiales, con los procesos actuales de sus manipulaciones, y el conocimiento de sus necesidades y usos sociales. En todo esto había adiestramiento continuo de la observación, de la ingeniosidad, de la imaginación contributiva, del pensamiento lógico y del sentimiento de la realidad adquirido en el contacto de primera mano con las cosas actuales. La fuerza educadora del hilado y el tejido domésticos, operaba continuamente.

Ningún número de lecciones de cosas dadas como lecciones de cosas para proporcionar informaciones, pueden constituir ni la sombra de la sustitución de la familiaridad con las plantas y los animales de granjas y jardines, adquirida en la convivencia con ellos tiene su cuidado. Ningún adiestramiento de los órganos sensibles en la escuela, introducido con el fin mismo del adiestramiento, puede competir con la alerta plenitud de la vida sensible que proceden de la intimidad diaria y del interés por las ocupaciones familiares. La memoria verbal puede ser adiestrada acometiendo tareas, cierta disciplina de la facultad razonadora puede adquirirse mediante lecciones de ciencias y de matemáticas; pero, después de todo, esto es algo remoto y dudoso, comparado con el adiestramiento de la atención y del juicio que se adquiere teniendo que hacer las cosas con un motivo real detrás y una aspiración efectiva delante. Al presente, la concentración de la industria y la división del trabajo han eliminado de hecho las ocupaciones de la casa y la vecindad —al menos para el propósito educativo—. Pero es inútil alimentarse del alejamiento de los buenos tiempos de la modestia de los niños, de la reverencia y de la obediencia implícita, si esperamos volver a ellos simplemente por los lamentos y las exhortaciones. Es la condición radical la que ha cambiado, y sólo bastaría otro cambio igualmente radical en la educación. Debemos reconocer nuestras compensaciones —el aumento de la tolerancia, amplitud del juicio social, la seguridad para leer los signos del carácter e interpretar las situaciones sociales, la mayor agudeza para adaptarse a diferentes personalidades, el contacto con actividades comerciales más amplio—. Estas consideraciones significan mucho para la educación ciudadana del niño actual. Sin embargo, hay un problema real, el de cómo conservaremos estas ventajas, introduciendo, sin embargo, en la escuela algo que represente el otro aspecto de la vida: ocupaciones con responsabilidades personales bien determinadas y que pongan al niño en relación con las realidades físicas de la vida.

Cuando volvemos a la escuela, encontramos que una de las más sorprendentes tendencias actuales es la introducción del llamado trabajo manual y artes domésticas —costura y cocina—.

Esto no se ha hecho "de propósito", con una plena conciencia de que la escuela debe cumplir ahora aquel factor del adiestramiento, que se cuidaba antes en el hogar, sino que se ha hecho por instinto, y luego, porque la experiencia ha demostrado que tales ocupaciones recogen un aspecto vital del niño les proporciona algo que no podrían obtener por ningún otro camino. La conciencia de su importancia real es todavía tan débil, estos trabajos son todavía hechos, en un modo casi espontáneo, confuso e inorgánico. Las razones dadas para justificar lo son todavía, desdichadamente, inadecuadas y, algunas veces, positivamente erróneas.

Si fuéramos a interrogar estrechamente a los que están más favorablemente dispuestos a la introducción de estos trabajos en nuestro sistema escolar, encontraríamos en la primera razón que alegan es el pleno interés espontáneo y la atención de los niños. Les hace permanecer alerta y activos, en vez de pasivos y receptivos; les hace más útiles, más capaces y, por tanto, más inclinados a ser útiles en la casa; los prepara, en cierta medida, para los deberes prácticos de la vida posterior —las niñas, para ser más eficaces menagères, si es que ya no son, de niñas, buenas cocineras y costureras; los niños (a los que nuestro sistema educativo sólo prepara eficazmente en las escuelas de artes y oficios), para sus vocaciones futuras—. No desconocemos el valor de estas razones. De las relativas al cambio de actitud de los niños tendré, sin embargo, algo que decir en mi próxima conferencia, cuando hable directamente de las relaciones entre la escuela y el niño. Pero el punto de vista es, en su conjunto, necesariamente estrecho. Debemos concebir el trabajo en metal o madera, y el tejido y la costura o la cocina, no como estudios especiales, sino como métodos de vida.

Debemos concebir lo que su significación mental, como tiempos de los procesos por los cuales la sociedad se conserva, como agentes para traer al niño algunas de las primeras necesidades de la vida comunal, y como modos según los cuales han sido satisfechas esas necesidades por la inteligencia e ingeniosidad crecientes en el hombre; en una palabra, con instrumentos mediante los cuales la escuela misma aspira a ser una forma genuina de la vida atractiva comunal, en vez de constituir un sitio donde se aprenden lecciones.

Una sociedad es un grupo de personas que se mantienen unidas porque trabajan en direcciones comunes, en un espíritu común, con referencia a comunes aspiraciones. Las necesidades y aspiraciones comunes exigen un creciente cambio pensamiento y una progresiva unidad del sentimiento de simpatía. La razón fundamental por la que la escuela presente no puede organizarse como una sociedad natural unida, es la de que falta precisamente ese elemento de actividad común y productiva. En el campo de juego de los deportes tienen lugar espontánea e inevitablemente las organizaciones sociales. Hay que hacer algo, tiene que desenvolverse alguna actividad, es preciso la división del trabajo, la selección de los jefes y los secuaces, la mutua cooperación y emulación. En la escuela faltan juntamente el motivo y el cemento de la organización social. Del lado ético, la trágica debilidad de la escuela presente obedece a que entiende a preparar los miembros futuros del orden social en un medio en el cual las condiciones del espíritu social faltan de un modo lamentable.

La diferencia que aparece cuando se hace de las ocupaciones los centros articuladores de la vida escolar, no es fácil descubrir las palabras; es una diferencia en motivos, en espíritu y en atmósfera. Al entrar, una cocina en la cual un grupo de niños se ocupa activamente en preparar la comida: la diferencia psicológica, el cambio en una energía más o menos pasiva en inertemente receptora, a otra bulliciosamente desplegada, es tan patente que llega a sorprendernos. Verdaderamente, para los que imaginan que la escuela es una cosa rígidamente puesta, el cambio constituirá una gran sorpresa. Pero el cambio en la actitud social no es menos marcado. La mera absorción de hechos y verdades es un asunto tan completamente individual, que entiende, naturalmente, a degenerar en egoísmo. No hay ningún motivo social obvio para la adquisición de la simple cultura, y una ganancia social en el éxito que se obtenga. Realmente, casi la única medida del éxito es la de la competencia, en el peor sentido de la palabra, una comparación de los resultados en la recitación o en el examen para ver cómo un niño ha conseguido vencer a otro en la acumulación y almacenaje del máximum de información posible. Hasta tal punto es ésta la atmósfera prevalente, que, para un niño, el ayudar a otro en su tarea es un crimen escolar. Cuando la labor escolar consiste simplemente en aprenden lecciones, la asistencia mutua, en vez de ser la forma de cooperación y de asociación más natural, se convierte en un esfuerzo clandestino para relevar al vecino del cumplimiento de sus deberes. Cuando se trata de una labor realmente activa, todo esto cambia. Ayudar a los demás, en vez de ser una forma de calidad que humilla al que la recibe, simplemente un auxilio que libera energías y fomenta los impulsos del auxiliado. Un espíritu de libre comunicación, de intercambio de ideas, sugestiones, resultados y el éxito o fracaso de experiencias previas, alegan hacer una nota dominante de la licitación. Cuando la emulación entra en ello, es en la comparación de los individuos, no en relación con la cantidad de información personalmente absorbida, sino con referencia a la cualidad del trabajo realizado, el genuino ideal comunal de valor. Dicho de un modo general, pero penetrante, la vida escolar se organizaría sobre una base social.

Dentro de esta organización se encuentra el principio de la disciplina y el orden escolar. Desde luego el orden es una cosa relativa su fin. Si el fin que nos proponemos es el de que 40 o 50 niños aprendan un conjunto de lecciones que han de ser citadas por el maestro, la disciplina debe consagrarse a asegurar ese resultado. Pero si el fin propuesto es el desenvolvimiento de un espíritu de cooperación social y de comunidad de vida, la disciplina debe desenvolverse y entender a esto. Hay poco orden, de esta suerte, cuando las cosas están en proceso de construcción; en todo taller en plena actividad hay cierto desorden; allí no reina el silencio; nadie se preocupa de que se mantengan ciertas posturas físicas fijadas; los brazos no están cruzados. No sostienen los libros de esta o de la otra manera. Se está haciendo una variedad de cosas y reina la confusión y la animación, es el natural resultado. Pero de la misma ocupación, de la misma ejecución de las cosas que han de producir ciertos resultados y de su realización de un modo social y cooperativo, nace un germen de disciplina, de su propio género y tipo. Toda nuestra concepción de la disciplina escolar cambia cuando adoptamos este punto de vista. En los momentos críticos, todos realizamos la misma disciplina que nos rige, el único adiestramiento que se nos hace intuitivo, porque marchamos a través de la vida. Lo que aprendemos de la experiencia, y de lo que dicen los demás, sólo lo que con la experiencia está ligado, no son meras frases. Pero la escuela ha sido puesta aparte, tan aislada de las condiciones y motivos ordinarios de la vida, que el lugar en que son colocados los niños por disciplina es el mismo lugar en el mundo en el que es más difícil obtener la experiencia —la madre de toda disciplina digna de éste nombre—. Solamente cuando la imagen estrecha y fina de la disciplina escolar tradicional predomina, es cuando se correrá el peligro de olvidar aquella disciplina, más profunda e infinitamente más amplia, que procede de tomar parte en un trabajo constructivo, de contribuir a un resultado que, social en espíritu, es, sin embargo, el menos obvio y tangible en la forma. Y de aquí que la responsabilidad relativa a esta forma pueda ser exactamente juzgada y exigida.

Lo que importa, pues, guardar, sobre todo, en el espíritu, referente a la introducción en la escuela de las diversas formas de ocupación nativa, es que mediante ellas se renueva el espíritu entero de la escuela. Tiene ésta una oportunidad para afiliarse a la vida, para llegar a ser el ambiente natural del niño, donde éste aprenda a vivir directamente, en vez de ser un lugar donde se aprendan simplemente lecciones que tengan una abstracta y remota referencia a alguna vida posible que haya de realizarse en el porvenir. Tiene, así, la escuela una probabilidad de ser una Comunidad en miniatura, una Sociedad embrionaria. Este es el hecho fundamental, y de éste mana una fuente de enseñanza continua y ordenada. Bajo el régimen social descrito, el niño, después de todo, participa del trabajo, no por participar simplemente, sino en vista del producto. Aún cuando el resultado educativo fuera real, sería, no obstante, incidental y subalterno. Pero en la escuela, las ocupaciones típicas, cultivadas, están libres de toda aleación económica. La aspiración no es el valor económico del producto, sino el desenvolvimiento del poder y la inteligencia social. Esta liberación de estrechas utilidades, estos horizontes abiertos a las posibilidades del espíritu humano, son los que convierten las actividades prácticas en aliadas escolares del arte y en centros de la ciencia y de la historia.

La unidad de todas las ciencias se encuentra en la Geografía. La significación de la geografía es la de presentar la tierra como el lugar de las ocupaciones del hombre. El mundo sin las relaciones con la actividad humana, no es mundo. La industria y la eficacia humana, aparte de sus raíces en la tierra, no es ni siquiera un sentimiento; gracias que sea una palabra. La tierra es una fuente final de toda nutrición del hombre. En su continuo abrigo y amparo, la materia prima de todas sus actividades y el hogar a cuya humanización en idealización afluyen todas sus conquistas. Es el gran campo, la gran mina, la gran fuente de las energías de la luz, del calor y de la electricidad; el gran escenario del océano, el río, la montaña, la llanura, del cual son sólo los elementos y factores parciales, toda nuestra agricultura, nuestra minería, nuestro comercio y nuestras agencias de transporte. Mediante las ocupaciones determinadas por este ambiente, ha hecho la humanidad sus progresos históricos y políticos. Mediante estas ocupaciones se ha desenvuelto la interpretación intelectual y emotiva de la naturaleza. Mediante lo que hacemos en el mundo, podemos comprender su significación de medir su valor.

En términos pedagógicos, esto significa que estas ocupaciones en la escuela no deben ser expedientes prácticos o modos rutinarios de empleo, ni representado la adquisición de una mayor habilidad técnica como cocineros, costureras o carpinteros, sino centros activos de manejo científico de los materiales y procesos naturales, puntos de partida desde los que el niño será llevado a la realización del desenvolvimiento histórico del hombre. La significación actual de esto puede quedar mejor indicada mediante un ejemplo tomado del trabajo escolar actual, que mediante el discurso general. Nada más extraño y sorprendente para el promedio de los visitantes inteligentes, que el ver a los niños de 10, 12 y 13 años entregados, lo mismo que las niñas, a las ocupaciones del hilado y la costura. Si consideramos esto desde el punto de vista de la preparación de los niños para coserse un botón o pegarse un remiendo, claro es que obtendremos una concepción estrecha y utilitaria, una base que difícilmente justificará el que se dé importancia a este ejercicio en la escuela. Pero si lo miramos desde otro punto de vista, encontraremos que este trabajo sirve el punto de partida para que el niño pueda trazar y seguir el progreso de la humanidad a través de la historia, teniendo también conocimiento de los materiales utilizados y los principios mecánicos que se aplican. En conexión con estas ocupaciones, se recapitula el desenvolvimiento histórico del hombre. Por ejemplo, se da al niño, primero, el material en bruto, la planta de algodón, la lana tal como viene del lomo de la oveja (si se está en el mismo sitio donde se hace el esquileo, tanto mejor). Después se hace un estudio de esos materiales desde el punto de vista de su adaptación a los usos a que se destinan. Por ejemplo, ser una comparación de la fibra del algodón con la fibra de la lana. Yo debo ignorar, hasta que el niño me lo diga, que la razón por la cual la intensidad del algodón ha tardado en desenvolverse mucho más que la de la lana, es la mayor dificultad en desprender con la mano la fibra del algodón de la semilla. Un grupo trabaja 30 minutos separando las fibras de las semillas o cápsulas, sin conseguir preparar más que una libra. Pueden creer fácilmente que una persona sólo puede obtener una libra por día, y comprenderán fácilmente por qué nuestros antepasados iban vestidos de lana mejor que de algodón. Entre otras cosas descubiertas, ligadas con sus utilidades relativas, hasta la menor longitud de la fibra del algodón, comparada con la de la lana, pues la primera no tiene más de la décima parte de una pulgada, mientras que la segunda alcanza la pulgada; también que las fibras de algodón son más lisas y no se adhieren entre sí, mientras que las de la lana tienen una cierta rugosidad que la hace juntarse, favoreciendo el hilado. Los niños trabajan por sí mismos con el material actual ayudado por las preguntas y las indicaciones del maestro.

Sigue luego el proceso necesario para tejer las fibras. Vuelven a inventar por sí mismos el primitivo sistema de cardar la lana: una pareja de tablas con clavos agudos para cruzarse con otros. Se les ocurre, también, el procedimiento más sencillo del hilar. Después se introduce a los niños en la invención más próxima dentro del orden histórico, tratándola experimentalmente, viendo así su necesidad y trazando sus efectos, no solamente sobre aquella industria en particular, sino sobre modos de vida social; pasando revista de esta manera al proceso entero hasta el moderno telar completo y todo lo que acompaña a la aplicación de las ciencias en el uso de nuestro poder eficiente actual. No necesito hablar de la ciencia envuelta en esto —el estudio de las fibras, de los rasgos geográficos, las condiciones en que se desenvuelve la materia prima, los grandes centros de manufactura y distribución, la física envuelta en la maquinaria de producción; ni tampoco el aspecto histórico— los influjos que estos inventos han ejercido en la humanidad. Podríamos concentrar la historia de toda la humanidad en la evolución del lino, el algodón y la lana en el vestido del hombre. Esto no significa que sea el único centro, ni siquiera mejor. Pero es indudable que abre ciertas perspectivas muy reales e importantes a la historia de la raza —y que el espíritu se introduce en influjos más importantes y dominantes de los que aparecen usualmente en las noticias políticas y cronológicas que pasan por ser la verdadera historia.

Ahora bien, lo que hemos dicho de las fibras usadas en la fabricación (y, desde luego, he hablado solamente de unas de las dos fases elementales) puede aplicarse en la misma medida a todos los materiales usados en cualquier ocupación, y a los procesos empleados. Las ocupaciones proporcionan al niño motivos genuinos; le dan experiencias de primera mano, y le ponen en contacto con las realidades. Además de todo eso lo ilustra traduciéndole los valores históricos y las equivalencias científicas. En el desenvolvimiento del espíritu del niño en cuanto a su poder y conocimiento, cesa de ser una simple ocupación placentera y se convierte cada vez más en un medio, en un instrumento y en un órgano y de este modo es transformado.

Esto tiene, a su vez, su significación en la ciencia de la enseñanza. Bajo las condiciones actuales, toda actividad, para lograr éxito, necesita ser dirigida siempre y en todas partes por el aspecto científico —es un caso de ciencia aplicada—. Esta conexión debe determinar su lugar en la educación. No solamente de las ocupaciones, el llamado trabajo manual o industrial en la escuela, ofrezca oportunidades para la introducción de la ciencia que nos ilumina y que valora el material mediante su significación, en vez de tratarse de una mera habilidad de la mano y del ojo; sino que la concepción científica así obtenida se convierte en un instrumento indispensable de libre y activa participación en la vida social moderna. Platón habla en alguna parte del esclavo como aquel en cuyas acciones no se expresan sus propias ideas, sino las de otro hombre. Nuestro problema social es ahora, con más urgencia que a los tiempos de Platón, el de que el método, el propósito y la inteligencia existan en la conciencia de que trabaja; que su actividad tenga significado para el mismo.

Cuando se conciben las ocupaciones en la escuela de este modo amplio y generoso, no puedo por menos de quedar confuso y sorprendido al oír que tales ocupaciones están fuera del lugar en la escuela, porque son materialistas, utilitarias y aún serviles en su tendencia. Me da algunas veces la impresión de que los que hacen estas objeciones deben vivir en otro mundo. El mundo en el cual vivimos la mayor parte, es un mundo en el que todos tenemos una vocación y una profesión, algo que hacer. Unos, directores, y otros, subordinados. Pero lo principal para unos y para otros es que reciban la educación para ver todo lo que hay en su labor diaria, de amplia y humana significación. ¡Cuántos empleados son hoy malos aprendices de las máquinas con que operan! Esto puede ser debido en parte a la máquina misma, como al régimen, que da sucesivo valor al producto de la máquina; pero, desde luego, es también debido en gran parte al hecho de que el obrero no tienen ninguna oportunidad para desenvolver su imaginación y su visión simpática del valor social y científico de su trabajo. Al presente, los impulsos que están en la base del sistema industrial son, o prácticamente olvidados o positivamente desviados. Si los instintos de construcción y producción no son sistemáticamente cimentados en los años de la infancia y la juventud, sino son adiestrados en direcciones sociales, enriquecidos por interpretaciones históricas, regidos e iluminados, por métodos científicos, no estaremos en posición de llegar a la fuente de nuestros males económicos, mucho menos para tratarlos eficazmente.

Si retrocedemos unos cuantos siglos, encontraremos un monopolio práctico de la cultura. El término posesión de la cultura, fue realmente feliz. La cultura fue cuestión de clase. Este fue un resultado necesario de las condiciones sociales. No había en la vida ningún recurso por el cual pudiera la multitud tener acceso a las riquezas intelectuales. Éstas estaban almacenadas y recluidas en los manuscritos. Sólo unos cuantos de estos eran verdaderamente utilizables y aún era preciso para utilizarlos una larga y pesada preparación. Un alto sacerdocio de la cultura, que guardaba el tesoro de la verdad y lo repartía parcamente a las masas con severas restricciones, fue la expresión inevitable de esta situación. Pero esto ha cambiado como resultado directo de la revolución industrial que hemos indicado. La imprenta fue inventada; se hizo comercial. Los libros, las revistas y los escritos fueron multiplicados y abaratados. Como resultado de la locomotora y del telégrafo, surgieron las comunicaciones frecuentes, rápidas y baratas por correo y la electricidad. Los viajes se han facilitado, y, por tanto, la libertad de los movimientos, con el cambio de ideas que les acompaña. El resultado ha sido una revolución intelectual. La cultura ha sido puesta en circulación. Mientras haya, y probablemente habrá, siempre una clase particular con la investigación en sus manos, subsistirá también una clase característicamente culta. Esto es un anacronismo. El conocimiento no es ya un bien inmueble: se ha movilizado. Se mueve activamente en todas las corrientes de la vida social.

Es fácil ver que esta revolución, en lo que respecta a los materiales del conocimiento, lleva consigo un cambio muy marcado en la actitud de los individuos. Los estímulos de índole intelectual actúan sobre nosotros de infinitos modos. La vida puramente intelectual, la vida académica y cultural, quiere así un valor muy distinto. Académico y escolástico, en vez de ser títulos de honor, han llegado a ser términos de reproche.

Pero con todo esto significa un cambio necesario en la actitud de la escuela, cuya plena fuerza se está muy lejos de haber realizado. Nuestros métodos escolares, y en gran parte nuestros programas, son una herencia del periodo en el cual la cultura y el dominio de ciertos símbolos que constituían el único acceso a la cultura, eran lo principal. Los ideales de este periodo dominan mucho todavía, aun cuando los métodos exteriores y los estudios hayan cambiado. Algunas veces oímos todavía censurar la introducción del trabajo manual, del arte y de la ciencia en las escuelas elementales, y aún en las secundarias, porque tienden a la producción de especialistas, y apartan de nuestro esquema actual de una cultura liberal y generosa. El punto de vista de que parte esta objeción sería ridículo, si no alcanzara a veces una eficacia trágica. Nuestra educación presente es la que peca de excesivamente especializada, unilateral y estrecha. Es una concepción casi enteramente dominada por la concepción medieval de la cultura. Apela casi exclusivamente al aspecto intelectual de nuestra naturaleza, a nuestro deseo de aprender, de acumular información, de alcanzar del dominio de los símbolos de la cultura, no a nuestros impulsos y tendencias a hacer, a crear, a producir, sea en forma útil o artística. El hecho de que el adiestramiento manual, el arte y la ciencia sean rechazados bajo la objeción de que son técnicos y tienden a la mera especialización, es en sí mismo un buen testimonio que puede ofrecerse a la aspiración especializada, que suele dominar la educación corriente. A menos que la educación haya sido virtualmente identificada con las adquisiciones puramente intelectuales, con la cultura como tal, todos esos materiales y métodos serían bien recibidos y aceptados por la más franca hospitalidad.

Mientras que el adiestramiento para la profesión intelectual es considerado como el tipo de cultural, como una profesión liberal, la del mecánico, el músico, el jurista, el agricultor o el comerciante, a la de un ferroviario, se consideran como puramente técnicas y profesionales. El resultado es el que vemos por todas partes, la división en gentes "cultas" y "trabajadoras", la separación de la teoría y de la práctica. Apenas 1% de toda la población escolar participará de la educación superior; solamente 5%, de la superior, y más de la mitad abandonarán la escuela antes del quinto año estudios elementales. El hecho más simple es que, en la gran mayoría de los seres humanos, el interés determinante intelectual no es el dominante. Predomina el llamado impulso y tendencia práctica. En muchos de aquellos en quienes, por naturaleza, el interés intelectual es muy enérgico, las condiciones sociales impiden su realización adecuada. En consecuencia, la mayor parte de los alumnos dejan la escuela tan pronto como han adquirido los rudimentos del conocimiento, tan pronto como dominan los símbolos o instrumentos de leer, escribir y contar, de un modo suficiente para el uso práctico que han de hacer luego en la vida. Mientras nuestros directores de la política pedagógica hablan de la cultura, del desenvolvimiento de la personalidad, etc., como los fines y aspiraciones de la educación, la gran mayoría de los que pasan bajo la tutela de la escuela, la consideran simplemente como un estrecho instrumento práctico para satisfacer las exigencias de una vida restringida. Si concebimos nuestros fines y aspiraciones educativas de un modo menos exclusivo, si introducimos en el proceso educativo las actividades que interesan a aquellos cuyo interés predominante es hacer y obrar, veremos que el arraigo de la escuela entre sus miembros es más vital, más prolongado y, en el fondo, más cultural.

Pero ¿por qué me esfuerzo yo en poneros esto de relieve, siendo tan obvio el hecho de que nuestra vida social ha sufrido un cambio radical? Porque si nuestro educación ha de tener alguna significación para la vida, debe pasar por otra igual transformación. Esta transformación no es algo que ha de aparecer repentinamente, que ha de realizarse en un día y con un plan consciente. Es algo que ya está en marcha. Esas modificaciones de nuestro sistema escolar, que aparecen con frecuencia (no ya los simples espectadores, sino los mismos interesados directamente en ellas), como meros cambios de detalle, simples mejoras dentro del mecanismo escolar, son, en realidad, signos y pruebas de evolución. La introducción de las ocupaciones activas, del estudio de la naturaleza, de la ciencia elemental, del arte y de la historia; la relajación de lo meramente simbólico y formal a una posición secundaria; el cambio en la atmósfera moral de la escuela, en la relación de los discípulos y los maestros —de la disciplina, la introducción de factores más activos, expresivos y autodirectivos—, todos estos no son meros accidentes sino imposiciones de una mas amplia evolución social. Es necesario todavía organizar todos estos factores, apreciándose en su plenitud de significación y poner las ideas y los ideales en posesión segura de nuestro sistema escolar. Hacer esto, significa convertir cada una de nuestras escuelas en una comunidad de vida embrionaria, llenas de actividad de diversos tipos ocupaciones que reflejan la vida de la sociedad más amplia que las envuelve, y penetradas del espíritu del arte, de la historia y de la ciencia. Cuando la escuela convierte y adiestra a cada niño de la sociedad como miembro de una pequeña comunidad, saturándole con espíritu de cooperación y proporcionándole el instrumento para su autonomía efectiva, entonces tendremos la garantía mejor y más profunda de una sociedad más amplia, que sería también más noble, más amable y más armoniosa.


Fin de "La escuela y el progreso social", John Dewey (1915) en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (XXXIX, 662, pp. 129-134; 663, pp. 161-165) .

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Fecha del documento: 8 marzo 2006
Ultima actualización: 8 marzo 2006

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