Utopía y Praxis Latinoamericana
40 (2008), pp. 67-82


El acto creativo: Continuidad, innovación y creación de hábitos

Wenceslao Castañares
wcast@ccinf.ucm.es



RESUMEN: En este artículo se aborda la creatividad como una cuestión metafísica que tiene un fundamento matemático en la noción de continuo. De la mano de C. S. Peirce, e incluso trascendiendo sus propias afirmaciones, el autor examina primero los fundamentos metafísicos de la creatividad y se centra a continuación en los aspectos lógicos y semióticos.

Palabras clave: ciencias normativas, continuidad, metafísica, semiosis.
ABSTRACT: In this paper creativity is considered as a metaphysical question, with a mathematical ground on the notion of continuity. Of Peirce's hand, and going beyond his claims, the author examines first the metaphysical grounds of creativity and then the aspects related with logic and semiotics.
Key words: continuity, metaphysics, normative sciences, semiosis.

Si hubiera alguien que, sin conocer profundamente la obra de Peirce, se acercara a ella para saber lo que dijo acerca de lo que hoy llamamos "creatividad", es muy probable que quedara bastante sorprendido. Y es que, para Peirce, no es éste un problema estrictamente psicológico. O al menos, no de forma esencial. Pero eso no será una gran sorpresa para aquellos que ya lo conocen. Quedan ya algo lejanos aquellos momentos en que Peirce era considerado un autor poco sistemático. Pero si a alguien le quedara alguna duda, no tendría más que explorar sus ideas acerca de este problema para que tales dudas se disiparan. El tratamiento psicológico de la creatividad humana —que suele ser el más frecuente en la aproximación que hoy se hace a dicha cuestión— debe tener para Peirce un fundamento filosófico y matemático. De ahí que, siguiendo el orden jerárquico de las ciencias que él mismo estableciera1, la cuestión de la creatividad es abordada como una cuestión metafísica que tiene un fundamento matemático en la noción de continuo, que, ya dentro de la filosofía, encuentra en la fenomenología las categorías que permiten desenmarañar y ordenar el problema, y en la ciencias normativas una explicación más concreta de cómo la creatividad cósmica se encarna en el pensamiento humano. En el intento de aclarar, incluso de ir más allá de lo que Peirce dijo en torno a esta apasionante cuestión, nosotros nos referiremos aquí a sus fundamentos metafísicos para centrarnos después en los aspectos lógico-semióticos, que son los más generales de los normativos. Sin duda tendremos en cuenta algunas de las aportaciones que desde la psicología han hechos autores posteriores, pero sólo como contrapunto de las ideas más sobresalientes del pensamiento peirceano. Realizaremos así un recorrido que en cierta manera invierte el orden jerárquico de las ciencias tal como las entendiera Peirce.

CONTINUIDAD E INNOVACIÓN CÓSMICA

Desde un punto de vista teórico, para Peirce, la metafísica debe pretende dar cuenta de la realidad de los fenómenos que encontramos en el universo, sean mentales o materiales (CP 1.186, 1903). La metafísica fue para Peirce algo muy similar a la física de los primeros filósofos griegos: una "filosofía cosmogónica" que, más allá del problema del origen, trata de explicar el funcionamiento del universo o, lo que es lo mismo, de las leyes que lo rigen. Ahora bien, estas cuestiones adquieren un enfoque típicamente peirceano: los principios alrededor de los que se construye su teoría metafísica tienen muchas veces un enfoque lógico. Abordar el problema de la creatividad desde el punto de vista lógico, es como veremos, una perspectiva bastante distinta de hacerlo desde el punto de vista psicológico2.

Peirce dedicó a desarrollar sus ideas cosmológicas una serie de artículos escritos entre finales de 1883 (momento en que hay que situar sus apuntes sobre "Design and Chance") y 1993, pero que tienen sus exposiciones más detalladas en "A guess at the riddle" (1887) y en los cinco artículos que publicaría en The Monist entre 1891 y 1893. Estas ideas podrían sintetizarse en estas palabras que podemos encontrar en uno de esos artículos emblemáticos:

En el principio -infinitamente lejano- había un caos de sentimiento no personalizado, que al estar sin conexión ni regularidad, se encontraría propiamente sin existencia. Este sentimiento, mutando [sporting] aquí y allá en pura arbitrariedad habría originado el germen de una tendencia generalizante. Sus otras manifestaciones [sportings] serían evanescentes, pero ésta tendría la virtud del crecimiento. Así pues, se habría iniciado la tendencia al hábito, y a partir de esto, junto con los otros principios de la evolución, se habrían desarrollado todas las regularidades del universo (CP 6.33, 1891).

Como a Peirce le resultaba absolutamente imposible aclarar un problema si no era considerado desde las perspectivas de las categorías fenomenológicas de la primeridad, la segundidad y la terceridad, debajo de esa explicación sintética se encuentran los conceptos cósmicos de azar, ley y tendencia a adquirir hábitos, que se corresponden con dichas categorías. Pero dado que esa formulación cósmica debe tener su correspondiente aplicación biológica y psicológica, tales categorías aparecen, en el nivel biológico, bajo la forma de mutación arbitraria, herencia y fijación de caracteres y, en el psicológico, como sentimiento, reacción y concepción general o mediación. El despliegue de estos conceptos le lleva a Peirce a inventar tres nuevos términos que califiquen al tiempo que sinteticen sus teorías cosmológicas. Estos tres términos son: tijismo, sinejismo y agapismo.

Peirce fue un entusiasta seguidor de las teorías evolucionistas de Darwin. Tanto es así que no duda en afirmar que su teoría acerca de la realidad "es solamente darwinismo analizado, generalizado y situado dentro de la ontología" (W 4.552, 1884). La evolución es, desde luego, un postulado de la lógica porque es necesario explicar la complejidad (W 4.547, 1884); pero es, además, una constatación empírica: las leyes de la naturaleza no son absolutas, la regularidad es aproximada y todo lo que ocurre es influido por esta falta de precisión en la regularidad. El determinismo tiene un grave problema: no puede explicar la complejidad, la heterogeneidad, la variedad que se aprecia en el universo y, de forma específica, la existencia de la vida, la sensibilidad y la conciencia. La única forma de explicar estos fenómenos es la existencia de un azar-espontaneidad que haga posible la aparición de fenómenos nuevos y, en definitiva, que lo existente "crezca" y se desarrolle. Por defender este principio, su ontología puede denominarse "tijismo" (del griego tijé, azar). Ahora bien, la existencia del azar no sólo no niega la regularidad ("la existencia de las cosas consiste en su comportamiento regular" (CP 1.411 c. 1890)) sino que la tendencia del azar es la generalización o la tendencia a crear hábitos, que es lo que ha dado lugar a la regularidades ("el azar engendra orden", CP 6.297, 1893), de tal manera que esa espontaneidad que garantiza el azar no sólo "es en alguna medida regularidad" sino que tiende a crear regularidades (CP 6.63, 1891). Para Peirce hay pues "tres elementos activos en el mundo: primero, azar; segundo, ley; tercero, formación de hábitos" (CP 1.409). Desde estos principios es posible articular una conjetura que podría dar respuesta "al secreto de la esfinge" (CP 1.410 ss., 1890). Para Peirce el universo pudo surgir de un caos inicial en el que no había regularidad alguna, en la que nada existía o sucedía realmente pero en el que tuvo que haber un primer destello (flash) que daría lugar, por el principio de un hábito, a un segundo, hasta que los procesos fueran vinculados juntos "dentro de algo así como un flujo continuo" que daría lugar posteriormente a una complejidad y diversificación progresiva que incluye el comportamiento regular que da lugar a la ley y al hábito.

Con su teoría del azar Peirce no sólo explica la complejidad y la diversidad de un universo que crece y se desarrolla, sino que hace posible la libertad y la creatividad humana, que no es más que una de sus manifestaciones. Pero el tijismo no es suficiente para explicar ese crecimiento diversificado del universo. Necesita ser complementado con sus teorías sinejistas y agapásticas. "Sinejismo" es el término, derivado del griego sinejés, que Peirce elije para calificar una teoría que se opone a otras como el "materialismo", el "idealismo" o el "dualismo". Tal teoría proclama que todo lo que existe es un continuo3. El sinejismo niega tajantemente la afirmación de Parménides "el ser es y el no-ser no es" porque la cuestión de el ser es "un asunto de más o de menos hasta fundirse insensiblemente en la nada". El argumento de Peirce es que "decir que una cosa es, es decir que, al fin y al cabo, el progreso intelectual alcanzará una posición permanente en el reino de las ideas. Ahora bien, así como ninguna cuestión experiencial puede ser respondida con absoluta certeza, nunca podremos tampoco, tener razón para pensar que cualquier idea dada será establecida inquebrantablemente o refutada para siempre" (CP 7.569, c.1892). El sinejista nunca aceptará, por tanto, que los fenómenos físicos sean completamente distintos de los psíquicos. Al contrario, defenderá que todos los fenómenos son de un carácter, aunque algunos sean más mentales y espontáneos y otros más materiales y regulares. Dicho de otra manera, se opone tanto al materialismo como al idealismo. Al materialismo porque "lo que llamamos materia no es algo completamente muerto, sino que meramente es mente envuelta en hábitos" (CP 6.158, 1892). Al idealismo porque la mente participa en mayor o menor medida de la naturaleza de la materia. "Observando una cosa desde fuera, considerando sus relaciones de acción y reacción con otras cosas, aparece como materia. Viéndola desde el interior, mirando su carácter inmediato como el sentimiento, aparece como consciente". Había que añadir, además, que "la conciencia carnal no es más que una pequeña parte del hombre. En segundo lugar, está la conciencia social, por la que el espíritu del hombre se incorpora a los otros" (CP 7.575, 1892). De ahí que Peirce no dude en afirmar que su teoría podría llamarse también "realismo lógico" o, por oposición a Hegel (que si bien acertó en no pocas cosas, ignoró tanto la noción matemática de continuo como la existencia del azar (CP 6.305, 1893)), "idealismo objetivo" (CP 6.163, 1892).

El desarrollo de las teorías tijistas y sinejistas (CP 6.289), exigen para Peirce plantear y contestar adecuadamente la pregunta acerca de la dirección o meta de ese crecimiento evolutivo. Y eso es lo que trata de hacer con su agapismo, teoría que mantiene que la evolución se produce gracias a un "amor (ágape) creativo". Se puede ser evolucionista y sin embargo no explicar el desarrollo de lo real. Hay un evolucionismo que todo lo fía al azar (tijasticismo), que no contempla ningún propósito o constricción; como hay otro que presupone un fin al que todo está encaminado, un fin al que se llegará de forma necesaria (anancasticismo) y que no deja lugar a la libertad. Peirce mantiene claramente una teoría teleológica: la evolución persigue un fin, pero este fin no está determinado rígidamente como supone el anacasticismo hegeliano, sino que tiene que integrar en su seno la espontaneidad y la libertad. La evolución es crecimiento y avance en la consecución de la generalidad de la ley y del hábito, como hemos dicho. Para asegurar el avance en una dirección definida, dice Peirce, "el azar tiene que ser secundado por alguna acción que impida la propagación de algunas variedades o que estimule la de otras. En la selección natural, así llamada estrictamente, es la exclusión del débil. En la selección sexual, es la atracción de lo bello, principalmente" (CP 6. 296, 1893).

El ágape es una especie de amor cósmico, semejante en algún sentido al amor del que hablan los primeros filósofos griegos, como Empédocles. Este amor cósmico encuentra en el Evangelio de San Juan la formulación de "una filosofía evolutiva que enseña que el crecimiento viene sólo del amor, no diré del auto-sacrificio, sino del impulso ardiente de llenar el impulso más alto de otro" (CP 6.289, 1893). Sin duda alguna, este principio lleva necesariamente a plantearse la existencia de Dios y el papel que puede jugar en el universo. Peirce cree en la realidad de un Dios creador y "animador" de este proceso evolutivo, problema con el que se enfrenta en varias ocasiones4. Y aunque fuera algo remiso a hacer descripciones precisas, no duda en declarar que la creencia en Dios es perfectamente compatible con una mente científica. Puesto que no podemos entrar aquí en detalles, para nuestro propósito resulta sin duda elocuente lo que dice en 1906: "'¿Cree usted que este Ser Supremo ha sido el creador del universo?' No tanto que haya sido como que esté creando ahora el universo" (CP 6.505, 1906). Para Peirce, Dios está presente en las diferentes etapas del proceso evolutivo por más que esto no deje de plantear ciertas paradojas. Lo está, como acabamos de ver, en cada momento del proceso evolutivo mientras el universo se desarrolla y crece. Pero lo está también en el punto de partida —el Dios creador es la primeridad absoluta— y en su término: como una realidad absolutamente revelada (lo absolutamente segundo5 (CP 1.362, 1890)), en la que ya no cabe el azar porque todo queda reducido a hecho. Desde este punto de vista, el estado final es visto como "un sistema absolutamente perfecto, racional y simétrico en el que la mente sea por fin cristalizada en un futuro infinitamente distante" (CP 6.33, 1891). Veremos cómo este estado final actúa como sistema ideal regulativo que encontrará en las ciencias normativas, en especial en la estética, su articulación más definida.

Indudablemente cuando las explicaciones de Peirce resultan más elocuentes es cuando este amor evolutivo es descrito en el desarrollo del pensamiento humano o, como ha hecho Anderson6 ampliando las metáforas peirceanas, cuando se ve el proceso evolutivo del universo como si se tratara del proceso creativo humano y al universo mismo como una obra de arte. Y es que, como el mismo Peirce explicita (CP 6.103, 1891), el siguiente paso en el estudio de la cosmología tiene que ser examinar "la ley general de la acción mental", aplicando a la mente los principios generales de la naturaleza. Como fácilmente puede advertirse, los principios del tijismo suponen, desde luego, una justificación de la libertad pero también una explicación de la creatividad humana. Libertad y creatividad no son más que manifestaciones de un principio único, activo en todo el universo. Hay que decir no obstante que, la espontaneidad, la incertidumbre, la libertad, la no sujeción determinista a la ley, pertenece a la esencia misma de la mente. La mente no está sujeta a la ley de la forma en que lo está la materia. "Experimenta sólo suaves fuerzas, que hacen meramente que lo más probable es que actúe en una dirección dada, distinta de la que de otro modo adoptaría. Queda siempre una cierta cantidad de espontaneidad arbitraria en su acción, sin la cual estaría muerta (CP 6.148, 191). Y si el tijismo niega el determinismo, el sinejismo se opone a todo dualismo, en especial a su formulación cartesiana. Como hemos dicho la materia es mente constreñida por los hábitos. Con mayor razón defenderá que todo fenómeno mental -los sentimientos y las sensaciones, las percepciones, los razonamientos y lo hábitos-, obedecen a la lógica de la continuidad. Las ideas no pueden ponerse en conexión sino por continuidad, lo que en último término significa decir que todo pensamiento es inferencial y que se desarrolla bajo las formas lógicas de la abducción, la inducción y la deducción. Las ideas no aparecen en la mente de forma súbita y como surgiendo de la nada (tal como lo explican los defensores de la intuición o insight): una idea siempre procede de otra idea. Y esta continuidad vale tanto para explicar cómo una idea surge en una mente como para hacer comprensibles los procesos de innovación creadora. Cómo unas ideas surgen de o se asocian con otras se explica por el amor: "El desarrollo agapástico del pensamiento –dice Peirce- es la adopción de ciertas tendencias mentales, no del todo descuidadamente, como en el tijasmo, no del todo ciegamente por la mera fuerza de las circunstancias o de la lógica, como en el anancasmo, sino por la atracción inmediata hacia la idea en sí, cuya naturaleza se adivina antes de que la mente la posea, por el poder de la sim-patía, esto es, en virtud de la continuidad de la mente" (CP 6.307, 1891). La existencia de este sentimiento, será desde luego algo fundamental en la explicación de la creatividad humana. Pero más allá de este hecho, se presenta como argumento de peso a favor de la teoría agapástica de la evolución (CP 6.295, 1891). Peirce no duda en confesarse "sentimentalista" y deplorar la postergación del sentimentalismo que supusieron las teorías egoístas del liberalismo económico (el evangelio de la avaricia).

Las ciencias normativas: el comportamiento autocontrolado

Como es bien sabido, Peirce denomina "ciencias normativas" a la estética, la ética y la lógica. Todas ellas se ocupan de la relación de los fenómenos con los fines. De ahí que en su contexto encontremos la respuesta más cabal al problema de la finalidad que planteaba el agapismo. Estos fines son ("quizás") la belleza, la rectitud y la verdad (CP 5.121, 1903). Las ciencias normativas son teóricas, no prácticas como tiende a pensarse. Tampoco son "ciencias humanas" como parecería desde el momento en que hablamos de finalidad. Son ciencias de la mente, pero sólo una concepción estrecha de la mente y de los fines (que no se corresponde con la que hemos visto más arriba) puede hacer tal identificación (CP 5.128, 1903).

Según él mismo confiesa, Peirce sólo se ocupó tardíamente tanto de la ética como de la estética. De ahí que considere que sus opiniones respecto a sus problemas sean mucho "menos maduras" que las de la lógica. De hecho, todavía en 1903 tiene dudas de que la estética pueda ser considerada una "ciencia normativa" (CP 5.129). Fue precisamente la aplicación de su teoría de las categorías lo que le ayudó a aclarar el problema. Las ciencias normativas ocupan el segundo lugar dentro de la filosofía, puesto que estudian una cuestión de hecho: la conformidad de los hechos con los fines. Por otra parte, las relaciones que entre sí mantienen las tres ciencias se corresponden también con las que cabe establecer entre las tres categorías. La estética, que se ocupa de aquellas cosas cuyos fines encarnan cualidades de sentimiento, es primera. La ética, que se ocupa de aquellas cuyos fines radican en la acción, es segunda. La lógica, que se ocupa de aquellas cosas cuyo fin es representar algo, es tercera (CP 5.129). Hay por tanto, entre ellas, una relación de dependencia: la ética depende de la estética, y la lógica, de la estética y la ética. Son estas relaciones las que con el tiempo permiten a Peirce ir aclarando sus dudas. Así, ya en 1906, parece tener claro que si la lógica ha de ser entendida como la ciencia del pensar deliberado, todo pensamiento deliberado implica que debe ser controlado en el sentido de conformado a un fin (CP 1.573, 1906). En este sentido las tres ciencias coinciden en ocuparse del control de la conducta. Ese objetivo es especialmente claro en la ética, la ciencia más claramente normativa, pero lo es también como veremos, en la estética, la que, en principio le suscitaba más dudas, y, desde luego, en la lógica.

A la primera de las ciencias normativas, la estética, le está encomendado el establecimiento de forma deliberada del fin último de la acción. Este fin debe ser un estado de cosas que sea "razonablemente recomendable en sí mismo", sin cualquier consideración ulterior (CP 5.130, 1903). Concretar ese ideal no le resultaba fácil, aunque "pese a su incompetencia", desde la teoría de las categorías, cabría decir que para ser estéticamente bueno un objeto "debe tener una multitud de partes relacionadas entre sí de tal modo que impriman a su totalidad una cualidad positiva simple e inmediata" (CP 5.132, 1903). El objeto que tenga esa cualidad no ha de producir necesariamente goce estético; puede producirnos asco, asustarnos o perturbarnos de alguna manera. Pero aún así puede seguir siendo estéticamente bueno. El efecto producido dependerá de nuestra competencia para captarlo. Pero la estética y en definitiva, lo bello, no es una cuestión de gusto. Para Peirce no hay grados puramente estéticos de excelencia, sino innumerables variedades de cualidades estéticas. Pero en esta forma de exponerlo aún no se ve por qué la estética debiera ser una ciencia normativa. Al fin y al cabo, como dice en otro momento, el bien en sí mismo considerado (que es como lo considera la estética), es algo admirable por sí mismo, no por una razón particular. Es este sentido es algo pre-normativo. Y esta es una cuestión que afecta incluso a la ética (CP 1.577, 1902-1903) en cuanto que no es esta ciencia la que establece el fin. Sin embargo en el texto de 1906 al que antes nos referíamos dice Peirce: "Si la conducta ha de ser totalmente deliberada, el ideal tiene que ser un hábito del sentir, desarrollado bajo la influencia de una serie de autocriticismos y de heterocriticismos; y la teoría de la formación deliberada de tales hábitos del sentir es lo que debe significarse por estética" (CP 1.574, 1906).

Como acabamos de decir, la ética hereda de la estética el fin al que debe aspirar, el summum bonum que, desde el punto de vista estético, aparece como lo admirable. Por consiguiente, lo que verdaderamente compete a la ética es determinar de qué modo la acción puede ajustarse a ese fin que, en cuanto establecido por una conducta deliberada, ha de ser voluntaria, crítica y, en definitiva, controlada. El summum bonum, en cuanto es propuesto por la ética puede ser concebido como un imperativo categórico. ¿Significa esto que ha de seguirse ciegamente? El problema estriba en saber si en cuanto tal está fuera de control o no. Y lo que Peirce mantiene es que tiene que tener ulteriores razones. Ese es el objetivo de la ética: averiguar qué fin es posible y cómo puede conseguirse (CP 5.134, 1903). La clave está en comprender que no debe confundirse ideal de conducta y motivo para la acción (CP 1.574, 1906). Toda acción tiene un motivo, pero un ideal sólo pertenece a un tipo de conducta que es deliberada, lo que es tanto como decir que ha de ser revisada y sometida a crítica, de tal manera que dé lugar a hábitos que puedan modificar las acciones futuras. Habría que advertir aquí, como hace Sara Barrena7, que este tipo de acciones, más aún que las leyes de la naturaleza, son libres y permiten el crecimiento y la creatividad en el ámbito de la ética.

Desde el punto de vista de las ciencias normativas, la lógica es paralela a la ética. El razonar es, esencialmente, pensamiento autocontrolado y como tal participa necesariamente de los rasgos esenciales de la conducta controlada (CP 1.606, 1903). Cuando una persona saca una conclusión racional no sólo piensa que es verdad, sino también que lo justo será razonar así en otro momento análogo. Sacar una conclusión es ya aprobar el razonamiento por el que se ha llegado a ella. Esta aprobación es una aprobación moral (CP 5.130, 1903). Lo lógicamente bueno es sólo una especie de lo moralmente bueno. Las tres formas de la inferencia lógica – abducción, inducción y deducción - no son sino "las tres clases de consideraciones que pasan a sustentar los ideales de conducta" (CP 1.608, c.1903). La primera mantiene que ciertas conjeturas parecen verosímiles; la segunda que son consistentes; la tercera, considera cuál sería el efecto general de realizar sistemáticamente nuestros ideales.

Pero no es la ética la que proporciona el fin a la lógica, porque, como hemos visto, ella tampoco puede ofrecérselo a sí misma. El moralista sólo puede probar que tenemos capacidad de autocontrol. Proporcionarnos el fin último, "el estado de cosas más admirable", es la función de la estética. Desde este punto de vista, ¿en qué consiste el recto razonar? En alcanzar nuestro objetivo último. Ahora bien, ¿en qué consiste ese objetivo último que hemos considerado admirable en sí mismo? Para Peirce, el único resultado que satisface el requisito de una cualidad del sentimiento sin ninguna razón ulterior es la razón misma "que siempre mira adelante, hacia un futuro sin fin, esperando indefinidamente mejorar sus resultados" (CP 1.614, 1903). Naturalmente esta razón no es la facultad humana, encarnada en un hombre. Entre otras cosas, porque la razón no ha podido encarnarse nunca definitivamente. Pero además, porque la razón nunca puede perfeccionarse por completo, "siempre tiene que estar en estado de incipiencia, de crecimiento" (CP 1.615, 1903). El desarrollo de la razón consiste en encarnación (embodiment), en manifestación. Esta manifestación encarnada es el universo cuyo crecimiento y desarrollo nunca se terminará de realizar. Este es el auténtico desarrollo de la razón. Este es el ideal más admirable, cuya admirabilidad no se debe a una razón ulterior. Y concluye Peirce: "Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nuestra humilde función en la operación de la creación, echando una mano para hacer más razonable el mundo, siempre que, como afirma el dicho, ‘esté en nuestras manos el hacerlo'" (CP 1.615).

Las consecuencias derivadas de esta concepción de las ciencias normativas son múltiples, pero para nuestro propósito hay dos especialmente importantes. Una tiene que ver con la última de las afirmaciones que hemos citado: el ideal de conducta humano es, en definitiva, una conducta más que creativa, creadora. La segunda es que desde una perspectiva exterior al acto mismo de la creación, se ofrece una especie de justificación a una conducta que, desde la psicología, es sorprendente: la elección en el acto creativo de aquellas ideas que aparecen como más deseables por ser precisamente las que se consideran más "bellas", un fenómeno que encontramos tanto en el acto creador del artista como del científico8.

Por último hay otro aspecto de la concepción peirceana del bien que no podemos dejar pasar. El bien se manifiesta de manera distinta en cada una de las tres ciencias normativas. La bondad estética reside en la expresividad; la ética en la veracidad y la lógica en la verdad (CP 5.137 ss., 1903). Comprender esta afirmación en toda su complejidad es una tarea para la lógica-semiótica, la disciplina a la que Peirce dedicaría sus mayores desvelos.

EL TRATAMIENTO LÓGICO-SEMIÓTICO DE LA CREATIVIDAD

El problema de la "creatividad" tal como lo entendemos hoy es bastante reciente, como lo es el término mismo9. Difícilmente, pues, Peirce podría abordarlo de la forma en que lo hacemos hoy. Pero creo que, si lo hubiera hecho, lo habría contextualizado en el terreno de las ciencias normativas y, en especial, en el de la lógica. Es posible que al hacer esta afirmación esté demasiado influenciado por la forma en que personalmente me he acercado a la obra de Peirce, pero creo que hay, además, varias razones de peso que permiten hacer esta afirmación. Está desde luego el hecho de que su pragmatismo no pueda ser entendido sino como una "filosofía semiótica". Pero más allá de este argumento de carácter general, está el hecho de que, como hemos dicho, ha de ser la lógica-semiótica la ciencia que tiene como objetivo específico explicar cómo se desarrolla y crece el pensamiento.

Aunque no fuera ni mucho menos la única, poca duda cabe que una de las aportaciones fundamentales de Peirce fue su consideración de la lógica como semiótica. La lógica no dejó de ser para él lo que había sido en la tradición: la ciencia que se ocupa de las condiciones necesarias para la consecución de la verdad. Ahora, bien, puesto que el pensamiento tiene lugar por medio de signos, la lógica es una semiótica, es decir, la ciencia que se ocupa de cómo un signo da lugar a otro signo. De esta manera la lógica no trata ya sólo de las leyes para la consecución de la verdad sino de cómo algo llega a ser un signo y de cómo gracias a los signos evoluciona el pensamiento, tanto en el sentido social de la comunicación como en el sentido individual de las ideas que dan lugar a otras ideas (CP 1.444, c.1896). De lo que suponía esta ampliación de la lógica y de los detalles de la semiótica de Peirce ya hemos hablado en otros lugares10. Resultaría por otra parte absolutamente imposible abordarlos en detalle. Suponiendo ya conocidas algunas de las cuestiones más básicas de la semiótica peirceana queremos acercarnos a ellas desde el punto de vista de cómo se desarrollan las nociones de continuidad, innovación y formación de hábitos que hemos visto ya en la metafísica y en las otras ciencias normativas.

Aunque el mismo Peirce definiera la semiótica como la doctrina formal de los signos (CP 2.227, c.1897), si nos atenemos a la teoría misma, resulta mucho más rigurosa considerarla como "la doctrina de la naturaleza esencial y las variedades fundamentales de la semiosis" (CP 5.488, c. 1907), la relación necesariamente triádica que implica el uso de los signos. Que el verdadero objeto de la semiótica sea la semiosis no es un detalle insignificante para la semiótica en general y para la cuestión que ahora nos ocupa en particular. Si la concepción peirceana de los signos entrañaba una tremenda revolución se debió en gran parte a que lo que hasta entonces se había entendido como "significado" Peirce empezó a entenderlo como "interpretante". No es éste un cambio meramente terminológico. El interpretante es el "efecto creado" por un signo en la mente de alguien, y aunque no siempre sea así, generalmente, es también un signo equivalente o tal vez más desarrollado" (CP 2.228, c.1897). Aparte de que Peirce utilice expresamente el verbo "crear", esta forma de entender el significado pone de manifiesto que la semiosis no es un acto aislado, sino que es un proceso "ad infinitum": el interpretante es a su vez un signo que produce un interpretante que puede ser signo, y así sucesivamente. Se trata, pues, de un proceso que, aunque puede ser considerado como producido en un determinado momento, nos remite, hacia atrás, a un principio que no cabe vislumbrar y se abre, hacia adelante, a un desarrollo cuyo término tampoco es posible anticipar. La esencia de la semiosis es la continuidad, de tal manera que si el proceso se detuviera en algún momento, ya no sólo no habría signo, sino que ni siquiera habría mente. Pero en su definición de signo, aparece también otra de las características fundamentales de la semiosis: la de proceso creativo. El interpretante no es la reduplicación del signo anterior, sino "posiblemente un signo más desarrollado". Al considerarlo de esta manera Peirce está explicando de forma magistral que los procesos de semiosis son procesos que, tanto desde el punto de vista individual como desde el punto de vista colectivo -es decir, de la comunicación-, son procesos innovadores, creativos. La cultura no es más que la encarnación del principio de que lo propio de los símbolos, los signos humanos, es crecer.

Cuando se explica de forma detallada cómo tiene lugar la semiosis, la tendencia más inmediata es considerarla desde el punto de vista lingüístico: nada más natural que acudir a ejemplos de cómo interpretamos las palabras de otro. Esta explicación, que sin duda es correcta, puede sin embargo ocultar fenómenos que aparecen más claramente cuando recurrimos a otro tipo de signos. El primero de ellos es, desde luego, que el pensamiento no es siempre lingüístico, polémica a veces acalorada pero bastante inane. No hay más que prestar atención a testimonios cualificados como los que da Hadamard (1947) en su libro sobre la invención matemática para comprender que el pensamiento en general y el creativo en particular, no siempre es lingüístico11. Pero lo que ahora queremos subrayar es que cuando nos distanciamos del ámbito lingüístico y nos ocupamos de otras manifestaciones semióticas, es precisamente cuando puede apreciarse más nítidamente el carácter innovador de la semiosis. El mundo del arte resulta entonces muy revelador. Basten dos ejemplos. Uno de ellos es el de las variaciones musicales. Los ejemplos son innumerables, pero basten algunos tan conocidos como las Variaciones Goldberg de Bach, las Variaciones Diabelli de Beethoven, o el cuarto movimiento del Quinteto para piano y cuerdas op.114, La trucha, de Schubert. Escúchense con atención y se comprenderá en qué consiste la creatividad semiósica de los interpretantes en sus formas más elementales. Otro tanto podría decirse del modo de trabajar de un pintor creativo. El film de de H. G. Clouzot El misterio Picasso (1956), no es un experimento científico o de laboratorio, pero no creo que pueda descalificarse como muestra de lo que ocurre en los procesos de creación artística. Se ha aludido también a los trabajos preparatorios de una obra como el Guernica12. Sin embargo pueden resultar también muy elocuentes respecto a lo que tratamos de explicar sus conocidas "variaciones" sobre las Meninas de Velázquez o el ejemplo, incluso más significativo, de las once litografías sobre el toro (1945) que se encuentran en el MOMA de Nueva York13. Este último ejemplo es posiblemente el más elocuente respecto a cómo puede entenderse el hecho de que el interpretante pueda ser un signo "equivalente o quizás más desarrollado".

Pero el interpretante posee otra propiedad de enorme interés para mostrar de forma concreta los procesos de continuidad, innovación y formación de hábitos. El interpretante encarna la categoría de la terceridad en los procesos de semiosis. En cuanto tercero es, por tanto, mediador entre el signo y el objeto y, además, puede tener el carácter de regla de interpretación que pone en evidencia la tendencia a la formación de hábitos interpretativos. Que el interpretante puede ser –aunque no siempre lo sea, como en los casos de los sentimientos o la acciones que son también efectos de los signos- regla de interpretación es visible en los ejemplos lingüísticos que el mismo Peirce utiliza: para un inglés que consulta en un diccionario la palabra homme, el término inglés man es un interpretante (CP 1.553, 1867). Se podría objetar que este carácter no aparece de forma tan clara en los ejemplos artísticos que hemos utilizado antes. Pero si el lector reflexiona sobre la cuestión, sobre todo después de haber visto un documento tan extraordinario como el film de Clouzot, comprenderá cómo los actos creativos engendran hábitos. Sólo así puede entenderse la fertilidad de artistas como Picasso.

Esta explicación de cómo es posible la semiosis y, en definitiva, los actos creativos, aporta luz sobre otra cuestión debatida. El planteamiento psicológico que se ha hecho de la creatividad ha contribuido en ocasiones a fortalecer una creencia más bien ingenua, respaldada sin embargo por determinadas teorías filosóficas y psicológicas. Los experimentos de laboratorio han tendido a ver el acto creativo como "solución de problemas" y en ese contexto aparece fácilmente como insight14, como aparición súbita y absolutamente novedosa de una idea en una mente15. Es este un problema que requiere un examen detallado que aquí no podemos hacer. Sin duda los actos creativos adoptan formas muy variadas. Así por ejemplo deberíamos distinguir, como hace Hadamard16, entre invención y descubrimiento. De esta y otras cuestiones tienen que dar cuenta la lógica y la psicología. Pero parece bastante claro que explicado el acto de creación como si surgiera ex nihilo, el problema resulta prácticamente irresoluble. A Peirce le asistían poderosas razones lógicas para negar tajantemente esa discontinuidad del pensamiento. Pero además, cuando se analizan los aspectos psicológicos de los actos creativos, no tanto como problemas de laboratorio como desde una perspectiva más integradora, aparece fundamentalmente como un proceso "autocontrolado", como diría Peirce. Y esta afirmación vale tanto para los artistas como para los científicos. Se trata de un proceso a veces muy largo, repleto de situaciones en las que se duda y se busca a tientas una solución y en el que es necesario elegir entre distintas soluciones posibles. Es verdad que, en ocasiones, las ideas aparecen en la mente como si de una inspiración divina se tratara. Pero examinadas de cerca, incluso en esos casos se encontrará que las ideas innovadoras sólo son posibles gracias a los conocimientos que ya se poseen. Es verdad que no siempre podemos explicar bien la conexión de unas ideas con otras. Pero el que no podamos describir de forma pormenorizada cómo se realizan esos procesos no implica necesariamente que tengamos que admitir como única alternativa la discontinuidad. Tampoco son conscientes los procesos perceptivos y no por ello los entendemos como acontecimientos discontinuos. Algo semejante puede decirse, en mi opinión, de los llamados, desde Wallas17, periodos de incubación. Pero el que no tengamos todas las respuestas no significa que tengamos que admitir cualquier hipótesis. Frente a los testimonios en los que el acto de invención aparece como resultado de una idea súbita pueden aportarse centenares, tanto de científicos como de artistas, en los que los hallazgos se producen después de un largo proceso tentativo en el que una idea lleva a otra, en el que aparecen no pocas bifurcaciones que obligan a elegir unas opciones y descartar otras. El acto creativo aparece entonces nítidamente como un acto de libertad18. Hay además otra razón para preferir la teoría de la continuidad: resulta mucho más simple y elegante.

Por lo demás, la teoría semiótica peirceana se pone de parte de quienes consideran que el acto creativo, en sí mismo considerado, no es algo excepcional, propio del genio. La creatividad es algo connatural al comportamiento humano, por más que haya individuos especialmente fértiles e innovadores. Esta fertilidad puede explicarse tanto por las características personales que poseen algunos individuos –entre otras sin duda por la pasión motivadora y la dedicación a lo que hacen, aparte, naturalmente, de las habilidades que puedan poseer- como por cuestiones históricas y culturales . El acto creativo no es puramente individual. La semiosis, en el ámbito de lo humano, es comunicación y nada más que comunicación; y la lógica, dice Peirce, no puede entenderse sino desde lo social (CP 2.654, 1878). El acto creativo no es meramente individual porque nace a partir de lo que se sabe y se comparte con otros. Muestra de hasta dónde está dispuesto a llegar Peirce en esta cuestión es su análisis del esprit de corps, el sentimiento nacional o la simpatía (empatía) que, para él, no son meras metáforas (CP 6.271, 1892). No es imprescindible compartir en todos los detalles la explicación de Peirce, pero ejemplos como los de la Florencia del siglo XV o la Viena de 1900 requieren una explicación y, desde luego, parece que la naturaleza social de la creatividad, que no se opone al reconocimiento del genio individual, es una hipótesis verosímil.

La semiosis tal como la hemos visto hasta ahora explica sobre todo la continuidad. Ahora bien, ¿cómo tiene lugar la innovación? La respuesta de Peirce es clara: desde el punto de vista semiótico gracias a los iconos; desde el punto de vista más estrictamente lógico, por la inferencia abductiva. Explicaremos ambas cuestiones empezando por la más estudiada: la abducción.

La razón fundamental para considerar a la lógica como semiótica es que el pensamiento sólo puede tener lugar por medio de signos. Pero a la inversa, que la semiótica sea lógica, se debe a que la semiosis es inferencial. Un signo nace de otro signo y las leyes del pensamiento son las leyes de los signos. Estas leyes son las leyes de los tres grandes tipos de inferencia, la abducción, la inducción y la deducción, que, como no podía ser de otra manera, se corresponden con las tres categorías faneroscópicas.

Las fluctuaciones del pensamiento de Peirce en torno a la abducción fueron reconocidas por él mismo (CP 5.146, 1903). La abducción, en cuanto que es una inferencia lógica, tiene una forma definida; pero su verdadero alcance sólo lo vio Peirce cuando pudo distanciarse del planteamiento estrictamente lógico. De todos modos, aunque la idea sólo se iría aclarando con el tiempo, ya desde los inicios Peirce mantiene que la fortaleza de un argumento no era una cuestión meramente formal sino que tenía que ver con sus efectos prácticos a la hora de explicar los hechos. "Un argumento es válido si posee la clase de fuerza que proclama tener y tiende hacia el establecimiento de la conclusión del modo en que pretende hacerlo" (CP 5.192, 1903). La fuerza de un argumento se mide en términos prácticos. Precisamente por eso, como señala en las conferencias de 1903, la abducción se convierte en principio básico de su pragmatismo (CP 5.196). La abducción adquiere entonces un sentido mucho más amplio. Sirve para explicar los fenómenos perceptivos, en todo similares a la abducción excepto en el hecho de que no constituyen actos controlados (CP 5.181). Explica cómo se producen los actos interpretativos en la vida cotidiana, lo que es tanto como decir que explica el movimiento de crecimiento de los símbolos. Pero donde parece que la abducción encuentra su verdadero alcance es en el proceso de investigación científica: la abducción es el punto de partida que proporciona una explicación provisional de la que la deducción sacará las consecuencias que necesariamente se derivan de ellas y que sólo la inducción podrá verificar o falsar.

Vista desde la perspectiva de la lógica de la investigación científica, la abducción aparece como la inferencia que permite explicar hechos que nos sorprenden. Esta forma de entenderla sería adecuada para la creatividad científica, pero no parece que este sea el caso de creatividad artística: una obra de arte no trata de explicar nada. A esta objeción cabría responder diciendo que la situación inicial del artista y el científico es en gran medida similar: los dos parten del estado de insatisfacción que, en el caso del científico es una pregunta o duda que entraña una respuesta de carácter lógico, mientras que en el caso del artista es más bien una insatisfacción del sentimiento que todavía no ha encontrado la forma de expresarse como debiera20. Estoy básicamente de acuerdo con esta propuesta. Pero la cuestión puede ser mejor clarificada si, dado que el problema de la obra de arte es, como el mismo Peirce señalaba (CP 5.137), una cuestión de expresividad, de la encarnación de un sentimiento en un signo o representamen, lo planteamos desde el punto de vista de la semiótica21.

Una explicación del papel que la iconicidad juega en los procesos creativos en general requiere un desarrollo que excede nuestras posibilidades actuales y que en parte –solo en parte- hemos realizado en otro lugar22. Señalaré no obstante algunas cuestiones que me parecen fundamentales. La primera de ellas es el carácter un tanto paradójico de los iconos: en cuanto primeridades sólo tienen una existencia posible y, por tanto, cualquier análisis ha de basarse ya en "hipoiconos", signos que, aunque son iconos implican ya algún grado de convencionalidad (CP 2.277, 1903). A pesar de todo, los iconos son los únicos signos que nos permiten transmitir directamente una idea (CP 2.278, c.1895); es más, su observación directa –y en este sentido los diagramas matemáticos son especialmente elocuentes-, permite descubrir propiedades de su objeto diferentes de las estrictamente necesarias para la construcción del icono (CP 2.279, c.1895). De las propiedades heurísticas de las metáforas y los modelos no podemos tampoco hablar aquí, pero son proverbiales. Sin embargo, como ocurre en la abducción, la capacidad heurística de los iconos contrasta con su debilidad declarativa. Como el mismo Peirce dice, un icono no afirma nada. Si pudiera ser interpretado por una oración, debería estar en potencial23. Es decir, la interpretación de un icono, más que la de otros signos, sólo es posible gracias a una abducción.

Como hemos mostrado en otro lugar24, la verdadera naturaleza de los signos icónicos aparece cuando tenemos en cuenta su vinculación con la primeridad y la abducción. Su carácter hipotético pertenece a su esencia misma. El icono significa porque mantiene con su objeto alguna semejanza. Ahora bien esta semejanza ha de ser entendida de modo amplísimo. La semejanza es primeridad, pura posibilidad. Cualquier cosa puede ser semejante a cualquier otra. En ese espacio se mueve la infinita capacidad que tiene el hombre para establecer relaciones entre fenómenos. Siempre es posible ver algún tipo de semejanza —o de diferencia, que no es sino su negación—. Por eso mismo las posibilidades de la abducción son también infinitas. En consecuencia, el reino de la iconicidad es el de la más pura ambigüedad. De ahí que los iconos necesiten de los índices y de los símbolos para significar. Una fotografía (índice que contiene un icono) que no se presenta junto a su objeto, pierde su carácter indicial y entonces necesita de índices y símbolos para significar algo, como ocurre, por ejemplo, en las fotografías de prensa, que deben llevar un pie que guíe la interpretación. Los iconos propiamente no se rigen por códigos, de alguna manera tienen que instituirlos25.

El carácter hipotético de la interpretación de los iconos pone de manifiesto su importancia en los procesos creativos. Aunque haya que reconocer que sería necesaria una investigación más amplia, como hemos mostrado en otro lugar26, tenemos razones teóricas y prácticas para creer que los iconos están en la base misma de la creatividad científica y artística. Los argumentos principales para mantener esta opinión los encontramos en Peirce. Algunos de ellos los acabamos de exponer. Pero hay otros. Por lo demás, los argumentos expuestos hasta aquí han tratado de poner de manifiesto qué procedimientos utilizamos para introducir ideas nuevas en el pensamiento. Pero los procedimientos no contestan a la pregunta misma del origen de estas ideas. En palabras de Peirce hay que plantearse la pregunta: ¿por qué acertamos con nuestras abducciones si por el cálculo de probabilidades no debiéramos hacerlo? (CP 5.172, 1903) ¿por qué asociamos unas ideas a otras? La respuesta de Peirce está basada en sus teorías agapistas y estéticas. La asociación de ideas la realizamos o bien por contigüidad o por bien por semejanza. La contigüidad nos viene impuesta por el poder externo de una realidad que nos determina a ello; la semejanza nos viene dada por un poder interno, "un poder oculto procedente de las profundidades del alma nos fuerza a relacionarlas en nuestros pensamientos" (CP 6.105, 1892). Esa fuerza interna, como il lume naturale de Galileo, es una especie de instinto que nos lleva a adherirnos a unas ideas y no a otras. Sin esta inclinación nuestra posibilidad de encontrar, por ejemplo, una ley de la naturaleza, sería de uno al infinito. La hipótesis de una atracción instintiva, explicable para Peirce en los términos evolutivos del ágape y en el carácter amable del bien estético, admirable en sí mismo, es digna de ser considerada.

 


Notas

1. Véase, por ejemplo MS 427, CP 1.203-283, EP 2.115-132.

2. PEIRCE, C. S (2007). La lógica considerada como semiótica. Introducción, traducción y notas de S. Barrena. Biblioteca Nueva, Madrid, p. 78.

3. Peirce aborda el problema de la continuidad en varios momentos pero su desarrollo más amplio lo encontramos en "La ley de la mente" (1892), el tercero de los artículos de la serie de The Monist, que, a pesar de todo y como se apunta en el título, se centra en la cuestión de cómo hay que aplicarlo al funcionamiento de la mente. La noción de continuo es propiamente matemática pero tiene también una importancia de primer orden para la filosofía (CP 6.103, 1892).

4. Para una visión de esta cuestión, tanto desde un punto de vista general como desde el de uno de los ensayos más explícitos de Peirce sobre el tema, "Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios", véase BARRENA, S. (1996). "Introducción" en C. S. Peirce. Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios, Cuadernos de Anuario Filosófico, 34, 15 y ss. Allí se pueden encontrar también las referencias a otros intérpretes de Peirce. No puede dejarse de señalar que en "Un argumento olvidado..." podemos encontrar algunas de las más interesantes reflexiones de Peirce sobre el problema de la creatividad.

5. En cambio, no puede ser concebido como absoluto tercero porque el absoluto tercero, por su propia naturaleza, es relativo: lo que estamos siempre pensando cuando apuntamos a lo primero y a lo segundo.

6. ANDERSON, D. R (1987). Creativity and the philosophy of C.S. Peirce. Martinus Nijhoff, Dordrecht, 97 y passim.

7. BARRENA, S (2007). La razón creativa. Rialp, Madrid, pp. 186-7.

8. Véase a este respecto los comentarios de Hadamard (1947:209 ss.) referidos a las matemáticas.

9. El término creatividad (creativity) empezó a usarse en la década de los 50 y al parecer fue G. P. Guilford, en un discurso a la asamblea de la APA (1950) uno de los primeros en utilizarlo. Hasta entonces el problema había recabado poca atención por parte de los psicólogos. Véase WEISBERG, R. W (1987). Creatividad. El genio y otros mitos. Labor, Barcelona p. 74; BARRENA, S, (2007). La razón creativa, p. 19 n.

10. CASTAÑARES, W (1994). De la interpretación a la lectura. Iberediciones, Madrid; CASTAÑARES, W (2000). "La semiótica de C. S. Peirce y la tradición lógica". Seminario del Grupo de Estudios Peirceanos; CASTAÑARES, W (2006). "La semiótica de Peirce". Anthropos 212, pp. 132-139.

11. Quizás convenga recordar la insistencia de Peirce en la naturaleza diagramática del pensamiento matemático.

12. WEISBERG, R. W (1987). Creatividad. El genio y otros mitos, pp. 160 y ss.

13. Pueden verse, por ejemplo, en Internet.

14. Peirce también utiliza el término pero con un sentido distinto como puede verse por ejemplo en CP 5.173 y 5.181 (1903). Peirce admite la celeridad y el carácter súbito del fenómeno (un relámpago), pero "los diversos elementos de la hipótesis estaban con anterioridad en nuestra mente".

15. No ignoramos casos como el tantas veces citado de los hallazgos de Poincaré o de Kekulé, que suelen aportarse como prueba de la teoría del insight. Pero estamos con aquellos que piensan que incluso esos casos pueden interpretarse de una manera distinta y, sobre todo, mucho más razonable, como producto de conocimientos anteriores. Otra cuestión distinta es la del estado de ensoñación o musement en el que aparecen ideas creativas y al que Peirce también se refiere en "Un argumento olvidado a favor de la realidad de Dios" (1908).

16. HADAMARD, J (1947). Psicología de la invención en el campo matemático. Espasa-Calpe, Buenos Aires, p. 13.

17. La teoría de G. Wallas (1926) es que en todo acto creativo se produce un proceso de cuatro etapas: preparación, incubación, iluminación y verificación.

18. PARDO, J. L (2006). "Crear de la nada. Ensayo sobre la falta de oficio", Los rascacielos de marfil, G. Abril et al, Lengua de Trapo, Madrid, pp. 8-9.

19. Si bien puede estarse de acuerdo —y creo que Peirce lo estaría, al menos en parte— con Csikszentmihalyi en que la creatividad humana es el resultado de la interacción entre un sistema de tres elementos, cultura, individuo y comunidad de expertos, no es necesario hacerla depender de forma tan determinante de las "fluctuaciones" del reconocimiento. CSIKSZENTMIHALYI, M (1998). Creatividad. El fluir y la psicología del descubrimiento y la invención. Paidós, Barcelona, pp. 48 y ss. Que un artista sea creativo o no, no puede depender de un reconocimiento que fluctúa según los momentos históricos.

20. ANDERSON, D. R (1987). Creativity and the Philosophy of C. S. Peirce. Martinus Nijhoff, Dordrecht, p. 63.

21. Anderson (1987) también lo hace; al menos en parte. Pero su explicación se basa fundamentalmente en la tipología de los signos, y al descuidar los aspectos procesuales e interpretativo de la semiosis, resulta a mi juicio excesivamente rígida.

22. ABRIL, G y CASTAÑARES, W (2006). "La imagen y su poder creativo", Los rascacielos de marfil, G. Abril et al. Lengua de Trapo, Madrid, pp. 179-223.

23. Y Peirce pone el siguiente ejemplo: "Suponga que una figura tiene tres lados", etc. En cambio el modo de los índices debería ser el imperativo o el vocativo: "¡Vea eso!" o "¡Cuidado!" (CP 2.291, c. 1893).

24. CASTAÑARES, W (1994). De la Interpretación a la lectura. Iberediciones, Madrid, p. 152.

25. ECO, U (1977). Tratado de semiótica general. Lumen, Barcelona, p. 358.

26. ABRIL, G y CASTAÑARES, W (2006). "La imagen y su poder creativo", Los rascacielos de marfil, G. Abril et al. Lengua de Trapo, Madrid, pp. 179-223.


Bibliografía



Fecha de la página: 23 de junio 2008
Última actualización: 17 de diciembre 2018

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