CIENCIA ANTIGUA: ASTRONOMÍA CALDEA Y GRIEGA

Charles S. Peirce (1892)

Traducción castellana de Roberto Narváez (2007)



Este texto corresponde al MS 1277, redactado por Peirce en 1892. Fue publicado en Carolyn Eisele (ed.), Historical Perspectives on Peirce’s Logic of Science. A History of Science, Berlín, Mouton, 1985, 2 vols; vol. 1, pp. 201-215. Corresponde a la quinta conferencia de las Lowell Lectures sobre “The History of Science”, impartidas del 28 de noviembre de 1892 al 5 de enero de 1893.

Acabamos de echar un vistazo a los logros científicos de los caldeos. Los hemos visto perseguir con paciencia infatigable, durante un periodo de dos mil años, el firme propósito de desenredar los movimientos de las estrellas, y hemos encontrado que obtuvieron un grado de éxito que, en ausencia de instrumentos ópticos y de cualquier teoría física, buena o mala, sorprende realmente. Este lento desarrollo de la mente bajo un propósito persistente es una evolución del tipo que he llamado lamarckiano, esto es, un desarrollo no por acontecimientos fortuitos ni por la influencia de fuerzas mecánicas o cuasimecánicas, sino por los poderes interiores y la ley física1. En breve, se trata de una forma de crecimiento igual a la forma en la que actualmente crece la ciencia. Las diferencias entre los dos casos son, primero, que la ciencia moderna había tenido tan sólo un poco más de tres siglos de crecimiento, de modo que no podía aparecer ni de lejos tan firmemente arraigada y estable como la ciencia babilonia debía parecer al cabo de veinte siglos, y segundo, que la ciencia moderna es mucho más rica, variada y compleja, y ha recibido más ayuda de la filosofía y las matemáticas que del procedimiento más puramente observacional de los caldeos.

Hay muchos libros bellamente ilustrados y excesivamente popularizados sobre diferentes ramas de la historia de la ciencia que narran esta historia como si sus autores estuvieran seguros de que el público la escucharía como si se tratara de un cuento de hadas, o una historia de maravillas y cosas extrañas. Es curioso que aquellos cuyo negocio es atender a los gustos del público —políticos, publicistas, administradores de teatros y gente así— estén profundamente impresionados con la necesidad de hacer una estimación muy baja de la inteligencia de aquellos a quienes se dirigen, especialmente si ocurre que ellos mismos son hombres que procuran cuidadosamente no ejercitar sus cerebros en exceso. Pero a veces cometen pifias enormes al confiar exageradamente en que el público no pensará.

Por mi parte, estoy plenamente seguro de que, a pesar de lo que pueda suceder con la masa de lectores en general, quienes están aquí se interesarán en la historia de la ciencia no como un mero Libro de Maravillas, sino como un caso, un espécimen de cómo las leyes del crecimiento se aplican a la mente humana. Mientras este siglo se acerca a su final, es interesante hacer una pausa, mirar alrededor y preguntarnos en qué grandes preguntas se interesa principalmente la ciencia ahora. La respuesta debe ser que la pregunta que se formula hoy todo el mundo —en metafísica, en la teoría del razonamiento, en psicología, en historia general, en filología, en sociología, en astronomía, quizá incluso en física molecular— es ¿cómo crecen las cosas?, y con mucho el aspecto más interesante de la historia de la ciencia es que muestra cómo una importante división del pensamiento humano se ha desarrollado de generación en generación, con la perspectiva de comparar este crecimiento con el desarrollo histórico del arte, la religión, la política y, en general, de las instituciones, y no sólo con el desarrollo histórico, sino también con el crecimiento de la mente individual, y no sólo de la mente sino asimismo de la sucesión geológica y el desarrollo individual de los organismos, así como la formación de mundos e, incluso, el advenimiento gradual al ser y la cristalización de las leyes fundamentales de la materia y la mente —hechos de los que, tomados en conjunto, aguardamos en el futuro una gran cosmogonía o filosofía de la creación.

Una circunstancia aparece muy claramente, y es que los caldeos jamás hubieran logrado el progreso científico que alcanzaron si no hubieran estado animados, desde el inicio, por ciertas ideas preconcebidas, ciertos instintos. Ante todo comenzaron con una disposición natural a efectuar grandes acumulaciones de hechos. Incluso en los días primigenios, cuando su única ciencia era la magia y su única filosofía la creencia en espíritus malignos, parece que comenzaron a anotar secuencias de eventos humanos en los fenómenos celestes. Esta tendencia innata los condujo directamente al camino de la ciencia; y mientras más surcaron ese camino, más fuerte se volvió aquella inclinación. Otra idea que introdujeron al asunto, y en la que persistieron sin desanimarse jamás, fue que los cursos de las estrellas y los sucesos naturales eran generalmente inteligibles y regulares, una vez que su secreto se descubría. De no haberlos animado tal esperanza, es claro que hubieran abandonado la investigación. Tal es el postulado, la esperanza de toda ciencia. No es un requisito que los hombres crean que hay una regularidad perfecta y sin errores en la naturaleza, excluyente de todo azar y toda libertad, pero es un requisito que debe haber, si no creencia, cuando menos esperanza en que la investigación particular que en cada momento los ocupa se refiera a una materia lo suficientemente regular para admitir alguna generalización exacta o aproximada.

Hemos visto qué eran los egipcios: unos ingenieros maravillosamente listos, pero siempre trabajando conforme a la regla del tanteo (rule of thumb). El aritmético Aahmes nunca establece una regla en términos generales, y por supuesto nunca prueba nada en términos generales. De hecho, los egipcios jamás generalizaron, y la sabiduría y la tradición por las que eran tan célebres estaban, consideradas como ciencia, en el mismo nivel de las recetas caseras que llenan las esquinas de los periódicos nacionales. Apenas había rastro de generalización en ellas.

Los caldeos, por otro lado, eran genuinos científicos. Introdujeron a la geometría una de sus ideas más grandes y universales: la medición angular —junto con el sistema especial por medio de 360º, que se usa hoy. En aritmética, en lugar de servirse, a la cruda manera egipcia, tan sólo de fracciones con numerador 1 —sistema al que los egipcios se adhirieron durante siglos después de recibir las influencias babilónicas—, los caldeos inventaron fracciones sexagesimales, un sistema de notable conveniencia al cual todavía nos adherimos para expresar divisiones de grados y horas. Sentaron los fundamentos de la astronomía e hicieron observaciones que actualmente yacen, sin leer, en el Museo Británico, pero que aún sirven para mejorar la teoría moderna del movimiento lunar. De hecho, un culto jesuita llamado Epping publicó, hace tres años, un libro dedicado a la elucidación de parte de estas observaciones y predicciones2.

En breve, puedo decir que un caldeo antiguo se sentiría como en casa en una academia de astrónomos modernos. Estaría marcado por todas las características principales del científico profesional. Esto es mucho más verdadero del caldeo que del griego.

Aunque de relevancia escasa para el tema de mis conferencias, puedo agregar que en el Arte y la Poesía los caldeos, en efecto, deben ser situados en lo más alto. La vida y energía de sus esculturas simplemente no tienen parangón en tiempos antiguos o modernos. El juicio del mundo sobre su elocuencia ha sido ya pronunciado inconscientemente. Pues mientras las partes de la Biblia donde puede sospecharse la influencia egipcia, como en la ley Mosaica, no excitan un entusiasmo especial, las partes donde simplemente y sin gran pericia se resume el contenido de textos babilonios —caso de los primeros capítulos del Génesis—, o que incluso están escritas parcialmente en el lenguaje asirio —como el Libro de Daniel—, siempre han sido consideradas como las más impresionantes de toda la colección. Puedo mencionar que aquellas palabras "Mene, Mene, Tekel, Uphinsin" que Belsasar, de acuerdo con el Libro de Daniel, vio escritas en el muro, son simplemente nombres de unidades de peso3. Mene o Mina, Mνά, es una libra; Tekel es la forma asiria de Shekel y corresponde toscamente a una onza, y Uphinsin significa "fracciones". Así, lo que Belsasar vio fue el comienzo, o la sugerencia de una especie de hoja de balance a ser trazada entre él y Dios.

La mente griega no era distintivamente científica. Podría ser llamada una mente astuta; y la astucia es el reverso preciso de la sinceridad franca que debe animar al científico. Los griegos tenían una arraigada desconfianza en la inducción, lo que se revela con máxima claridad en una obra hallada en Herculano. Es el tratado de un filósofo epicúreo "Acerca de las indicaciones y las cosas indicadas" (περί σημει καί σημεωσειωυ), pero en realidad es una defensa de la inducción, que los epicúreos, los únicos entre todas las escuelas de la filosofía ateniense, trataron seriamente de utilizar. Los estoicos, que en el mundo antiguo correspondían a la escuela escocesa de hoy —por cuanto su filosofía del sentido común atraía fuertemente a la inteligencia promedio y mediocre—, repudiaban completamente la inducción. Aristóteles creía en ella teóricamente, al menos como un buen argumento retórico; mas prácticamente hizo cuanto pudo para evitarla. Platón, siguiendo a Sócrates, alabó la inducción, pero al final sólo pretende apelar a ejemplos para establecer lo que pueden ser nuestras opiniones y sentimientos, con el fin de instaurar definiciones de acuerdo con ellos. Ahora, esto se halla muy lejos de ser la inducción objetiva o la generalización de hechos naturales sobre la que se yergue la ciencia natural. Seguramente, un pueblo que no confiaba, ni siquiera en un grado limitado, en las inducciones bien conducidas a partir de hechos observados, estaba en efecto muy lejos de ser una nación de mentes científicas. No podemos negar que los griegos tenían un poder de generalización bastante considerable, aunque era bastante débil en comparación con el de pensadores modernos. Pero su pasión intelectual dominante era la pasión por la unidad. Todo griego parecía haber nacido filósofo; su arquitectura, su decoración, su escultura, la construcción de sus dramas y de sus textos en prosa traicionan igualmente su pasión por la unidad.

Entre todas las obras griegas que pueden clasificarse como científicas, en lugar de filosóficas, los Elementos de Euclides es la más característica; y el rasgo más distintivo de dicha obra es, como veremos, su formalismo excesivo y su unidad artificial.

El científico más antiguo de Grecia fue Tales el Sabio, nacido el 640 a. C. y muerto el 548 a. C., casi a la edad de 92 años. Se dice que fue un mercader de ascendencia fenicia y que conversó con sacerdotes egipcios. En aquella época, Egipto empezaba a ser un lugar de reunión para los mercaderes griegos. Se dice, y la historia se puede leer en Heródoto, que Tales predijo un eclipse total de sol que ocurrió en el 585 a. C. En mi opinión, una aplicación cuidadosa de la lógica científica debe conducir al rechazo de tal historia. El mismo Heródoto no la enuncia con plena confianza. Es muy creíble, como afirman otros autores, que Tales explicara los eclipses como resultados de la interposición lunar. Esta explicación era perfectamente conocida por los babilonios, y los egipcios con los que conversó Tales naturalmente también la conocerían. Es fácil creer que Tales explicara esto mismo a sus compañeros mercaderes en el mercado de Mileto, y es razonablemente creíble que ellos, ocupados en sus propios asuntos, apenas lo escucharan. Si el gran eclipse de 585 a. C., que fue total y de una duración relativamente larga —5 minutos o más— sobre una larga extensión de Asia Menor e, incluso, motivó la interrupción de una batalla; si este eclipse, digo, ocurrió pocos meses después de que Tales hubiese estado hablando sobre eclipses con los distraídos mercaderes de Mileto, sería del todo natural que, cuando ocurriese, todos exclamaran "¡Pero esto es lo mismo de lo que habló Tales!", y así pudo haber obtenido la reputación de predecir aun sin haber dicho una cosa similar. Me parece difícilmente probable que estuviera suficientemente versado en la ciencia caldea para ser capaz de elaborar por sí solo la predicción de un eclipse. Se ignora incluso si los propios caldeos eran en aquellas fechas capaces de predecir que un eclipse solar sería total, y carecemos de una razón para pensar que alguna vez pudieran identificar en qué parte del mundo sería total. Anticipar la localidad precisa debía de estar más allá de sus poderes.Mas es posible que Tales oyera en Egipto que habría un eclipse en la fecha mencionada, incluso que sería total —ya que fue inusualmente largo y central4. Me parece demasiado para creer, y suponer que hizo una predicción independiente estaría más allá de toda conjetura razonable, más lejos aún de lo que sugiere Heródoto.

Ignoramos si Tales escribió algo o no. Vivió durante los días iniciales de la escritura alfabética. Si entonces existían algunos libros griegos, es seguro declarar que no había publicistas regulares y emprendedores; y su poema —pues era anterior a la invención de la prosa— había sido ya olvidado para la época de Aristóteles. Sin embargo, encontramos unas pocas frases que nos tientan a suponerlas como extraídas de un poema cierto compuesto por Tales.

Ciertamente, ningún griego cuyos escritos nos hayan llegado tenía una idea definida de qué había logrado Tales; pero desde entonces y hasta el presente los griegos jamás han visto ninguna objeción al acto de colmar las lagunas de la historia con conjeturas juiciosas. Para fortuna nuestra, ellos siempre han tenido un sentido tan pequeño de la perspectiva histórica que sus conjeturas se distinguen fácilmente de sus tradiciones. Se afirma, por ejemplo, que Tales fue un estudioso de geometría; debemos aceptar esto, pues negarlo constituiría una muestra de hipercrítica. Los egipcios eran geómetras a su manera; tenían, cuando menos, reglas de medida de precisión tolerable, y quizá en aquella época tardía [esto es, en la que vivió Tales] podrían haber tenido un poco más. Y de todo esto Tales, al conversar con los sabios egipcios, pudo naturalmente aprender algo. No obstante, cuando la cuestión era determinar cuáles habían sido los descubrimientos geométricos de Tales, el método que los griegos aplicaron a su solución es muy obvio: simplemente manifestaron que Tales fue el geómetra más antiguo; por tanto, cualquier proposición demasiado simple para suponer que un geómetra posterior la hubiese descubierto primero, debía haber sido un descubrimiento de Tales. Pero en nuestro tiempo hemos aprendido suficiente de las leyes de la evolución de la ciencia para saber que la atención de los estudiosos, en los primeros tiempos, de ninguna manera se dirige a las proposiciones más simples y fundamentales.

Por ejemplo, Proclo, de cuyo comentario a Euclides deriva la mayor parte de nuestro conocimiento sobre la geometría temprana —y quien tomó la mayoría de sus afirmaciones de Gemino, autor del siglo I antes de Cristo—, nos dice que Tales descubrió que un círculo es bisecado por su diámetro. Ahora, esta es una proposición que incluso Euclides, con su manía de demostrar cuanto pudiera, sin importar lo evidente que fuese, deja pasar sin probarla, hilvanándola como un comentario a su definición de diámetro. Proclo nos informa también de que Tales descubrió que dos rectas que se intersectan vuelven iguales a los ángulos opuestos o verticales. Pero es claro que este par de enunciados se basan meramente en asumir que lo que es más elemental en geometría debe haber sido averiguado por Tales. Fueron los antiguos babilonios quienes primero dividieron al círculo en grados, y para la época de Tales el asunto era perfectamente familiar en Egipto. Ahora, no creo que alguien familiarizado con esa división pudiese dejar de notar que dos puntos de un círculo no pueden diferir por más de 180º, ni tampoco que una línea a través de dos puntos que distan 180º uno de otro pasaría justo por el centro. Sin embargo, tal línea tendría evidentemente 180º del círculo en cada uno de sus lados, y así bisecaría la circunferencia. Si atraviesa el centro y biseca la circunferencia, evidentemente biseca al círculo. Luego, el hecho de que un círculo es bisecado por su diámetro debía haber sido evidente para un babilonio tan pronto lo abordara, incluso aunque escapara al desventurado intelecto del egipcio con quien Tales conversó.

De modo que si dos líneas rectas se cortan mutuamente, describamos un círculo en torno al punto de intersección como centro [FIGURA 1]5. Digamos que una de esas líneas corta a la circunferencia en 0º y 180º, la otra en X grados y X + 180º. Entonces el ángulo entre 0º y X es X, y el ángulo vertical de 180º a 180º + X también es X. Así, son simplemente iguales. Podemos estar seguros de que esto no escapó a ningún matemático babilonio.



FIGURA 1

Algunos autores modernos, partiendo de varias afirmaciones que nos han llegado acerca de Tales, infieren que fue el primero en hacer demostraciones formales de proposiciones geométricas. Aunque no puedo admitir que haya prueba suficiente de esto, no me parece improbable. Sabemos algo de matemáticas egipcias, y no encontramos en ellas nada parecido a una demostración. Escasamente conocemos algo de los matemáticos babilonios, mas, considerando lo que sabemos de sus mentes en otras direcciones, no nos inclinamos a creer que alcanzaran esta clase abstracta de pensamiento. La verdad es [que] la demostración geométrica es algo que, para usar la expresión francesa, huele fuertemente a griego. Y es difícil imaginar a un griego estudiando geometría sin intentar hallar demostraciones abstractas de algunas de las proposiciones. Así, uno podría caer embaucado rápidamente con la idea de que Tales inventó este método de pensamiento, si al menos la apoyara un poco de evidencia positiva.

Pero si Tales efectivamente dio esas demostraciones, no es entre las pruebas elementales y muy simples donde deberíamos buscar sus primero intentos, sino más bien entre las demostraciones más pesadas y difíciles, y las que introducen complicaciones innecesarias. Así, Proclo nos dice que la proposición de que los ángulos en la base de un triángulo isósceles son iguales fue "avanzada y dicha" primero por Tales. Esas palabras, "avanzada y dicha", son aparentemente poéticas en dicción y prosodia, y podrían atribuirse al mismo Tales u otro escritor antiguo. No podemos, sin embargo, creer que los caldeos no vieran que los ángulos en la base de un triángulo isósceles son iguales; porque esto lo evidencia perfectamente la simetría misma de la figura. Incluso si uno no lo nota de golpe al mirar el propio triángulo, basta con imaginar un círculo alrededor del vértice como un centro que atraviesa las extremidades de la base y la proposición parece totalmente indudable. Pero aún siendo evidente la proposición, los griegos, con su locura por la demostración, tenían que probarla. Ahora, si hiciera falta una prueba, es fácil proporcionarla como sigue: sea ABC el triángulo y considerémoslo bajo dos aspectos, como ABC y como ACB, esto es, primero teniendo a B por su segundo ángulo y a C por su tercer ángulo, y después teniendo a C por su segundo ángulo y a B por su tercer ángulo [FIGURA 2].



FIGURA 2

De hecho, podemos tratar ABC y ACB como dos triángulos diferentes. Ahora, en esos dos triángulos el primer ángulo es uno y el mismo. El primer ángulo ∟ BAC del primer triángulo es igual al primer ángulo ∟ CAB del otro triángulo. El primer lado AB del uno es igual al primer lado AC del otro, y el segundo lado AC del uno es igual al segundo lado AB del otro. Así, en esos dos triángulos el primer y segundo lados, y el ángulo incluido del primero, son todos iguales respectivamente al primer y segundo lados y al ángulo incluido del otro, de manera que si se sitúan uno sobre otro encajan con precisión y todos los ángulos y lados coinciden y son iguales respectivamente. En consecuencia, el segundo ángulo del triángulo ABC es igual al segundo ángulo del triángulo ACB. Ahora, no diré que esta demostración hace más evidente el hecho de lo que ya era; apenas pienso que lo haga. Pero estoy seguro de que es preferible a la prueba singularmente incordiante que Euclides ofrece en sus Elementos. Tal prueba es llamada Pons Asinorum o "El Puente del Asno" (Asses’ Bridge), ya que muchos escolares encuentran dificultades en ella. Pero la falta no es atribuible tanto a los muchachos como a la prueba misma, ya que hace a la proposición menos evidente de lo que era al inicio. Un chico ingenioso, afligido con la enfermedad lógica de los griegos, naturalmente no ve sentido en una prueba que, lejos de aclarar la conclusión, sirve tan sólo para confundir a la mente. Yo me alegraría de encontrar a un pupilo mío topándose con una dificultad de esta clase; ello mostraría que su mente es buena y que posee alguna capacidad para la geometría. John Stuart Mill selecciona esta prueba de Euclides como la que mejor ilustra, por encima de cualquier otra, su teoría del razonamiento matemático; y lo hace, pero no en el sentido que él pretende. Ilustra lo mala que es su teoría. No los molestaré con esta prueba, diré solamente que Euclides dibuja esta complicada figura [FIGURA 3].

FIGURA 3

Ahora, en cuanto a la proposición en sí misma, Tales no pudo haber sido su primer descubridor. Pero es justo una prueba tan difícil como la que da Euclides —cuya obra es, sin duda y como lo son todas las de su clase, principalmente una compilación— la que deberíamos suponer que daría el demostrador geométrico.

Pero no debo demorarme en Tales, aún siendo una figura tan interesante. En años recientes ha habido algunas discusiones de las que emerge como hecho probable —aunque no ha sido enunciado por ninguna autoridad antigua— que Tales sabía que la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos. Cuando digo "sabía" quiero decir que lo sabía tan bien como se sabe hoy, pues no hay razón para suponer que la proposición es absolutamente exacta.

Diógenes Laercio, en su Vidas de los filósofos, reporta que Pánfila, una dama que durante 13 años jamás abandonó a su marido ni una sola hora, enuncia en la voluminosa historia que escribió durante ese periodo que Tales descubrió que un ángulo inscrito en un semicírculo es un ángulo recto, y sacrificó un buey para la ocasión. Si, en efecto, descubrió esa proposición, fue sin duda su obra maestra en geometría. Otras ideas atribuidas a Tales se refieren a la aplicación del principio de los triángulos similares a la agrimensura. Así, dicen que enseñó a los egipcios a medir la altura de sus pirámides midiendo la sombra y, al mismo tiempo, la sombra de una vara vertical de longitud conocida. Pero aunque ustedes conocen que mi opinión de los egipcios no es extravagantemente elevada, creo mucho más probable que fueran más bien los egipcios quienes enseñaron eso a Tales y no a la inversa.

Tales tenía una teoría del universo cuya proposición central era que el mundo está hecho de agua.

Pasaré por alto a hombres como Anaximadro y Anaxímenes, cuya doctrina no carece de interés, con el fin de darme más tiempo para hablar sobre Pitágoras, uno de los más grandes nombres en la historia de la ciencia. Una cosa que me interesa particularmente a propósito de Pitágoras es que poseemos una gran masa de testimonio concerniente a él, que es extremadamente conflictiva y decididamente poco fiable, de modo que se convierte en una cuestión interesante para el lógico científico descubrir qué se puede concluir de semejante evidencia.

Mantengo que los cánones de la crítica aplicada usualmente en tales casos son perfectamente indefendibles ante la corte de la lógica científica, ya que se trata de reglas artificiales y arbitrarias cuyo efecto es eliminar de la historia sucesos, que, de hecho, son suficientemente probables como para ser admitidos en la narrativa.

[Eduard] Zeller6 es el más escéptico de los historiadores de la filosofía, y lo que admite como establecido a propósito de Pitágoras puede aceptarse con leves enmiendas, como el minimum credibile. Empezaré, por tanto, por decir qué admite Zeller como cierto.

Zeller dice que el padre de Pitágoras se llamaba Mnesarco. No niega que nació en la isla de Samos. Puedo subrayar que la expresión de Zeller es que él [Pitágoras] indudablemente nació en Samos; pero cuando Zeller usa la palabra indudable en sus escritos quiere decir meramente que la proposición es creída generalmente, y que no la refutará aunque, en su opinión, falte toda evidencia positiva de alguna explicación para apoyarla. Sigamos. Zeller no negará que [Pitágoras] nació dentro de los 5 o 10 años previos al 582 a. C., ni que murió dentro de los 5 o 10 años anteriores al 502 a. C. Probablemente tuvo a Ferécides como maestro, quien vivió en Siros —isla bien conocida hoy por todos los viajeros del Egeo— y fue contemporáneo de Anaximandro — nacido el 611 a. C. Ferécides, según Zeller, escribió un libro de cosmogonía mitológica en donde asevera que el Creador (al que identifica con los cielos más altos), junto con el cielo bajo y la Tierra son las únicas tres cosas eternas, y todavía más: que el creador, con el fin de formar el universo, se vio obligado primero a transformarse en Eros, el Dios del Amor, y otras enseñanzas de este tipo.

Era una creencia general de los antiguos que Pitágoras pasó un largo tiempo en Egipto. Citaré las propias palabras de Zeller sobre este punto como ilustración de lo que me parecen los resultados absurdos de los cánones generalmente aceptados de la crítica histórica. Zeller dice: "No podemos afirmar que sea imposible que Pitágoras hubiese ido a Egipto, Fenicia, o incluso a Babilonia; pero es por esa misma causa tanto más indemostrable". ¿No es esto enfático? "Es más indemostrable, entonces, que si fuera imposible". Eso es ser sumamente indemostrable, en efecto, ¿no es verdad? Y ¿por qué es más indemostrable de lo que sería si fuera imposible? Pues, "por esa misma causa", esto es, porque es posible. Todos hemos oído hablar del credo quia impossibile de Anselmo, que significa "creo porque la cosa es imposible"; seguramente, la credibilidad no puede ser más extravagante, pero aquel dictamen seguramente está equilibrado por este Non credo quia possibile de Zeller, esto es, rechazo la cosa porque es plausible, que, sostengo, es la última Thule7 del escepticismo arriesgado.

Zeller admite como cosa probada que Pitágoras abandonó Samos y fue a vivir al sur de Italia, y no niega que esto sucediera de 10 a 15 años antes del 540 a. C. Zeller dice que, al parecer, ya gozaba en ese tiempo de una alta reputación como sabio. Pero el razonamiento con el que trata de establecer esto no podría ser más trivial. Es una mera invención destinada a crear una dificultad para una visión de la vida de Pitágoras a la que Zeller se opone.

Zeller, además, admite como probado que Pitágoras fundó una escuela en Crotona, una gran ciudad comercial en el punto más sureño del Golfo de Tarento. Puedo señalar, sin embargo, que tal pueblo, en aquella época y dadas las condiciones de conocimiento mutuo entre sus ciudadanos, parecería más bien una villa aislada que una ciudad moderna, por pequeña que fuera. Zeller no niega que Pitágoras procurara que su escuela enseñara piedad, temperancia, valor y obediencia, pero la religión, dice, parece haber estado en el fondo de la doctrina, y Pitágoras era un profeta. Al mismo tiempo, Zeller considera más allá de toda duda que la sociedad pitagórica tenía un carácter político, estando aliada con la aristocracia dórica, y señala que la escuela también cultivaba la ciencia y prescribía música y gimnasia. Sin embargo, la única doctrina de Pitágoras que conocemos como tal, dice Zeller, es la de la transfiguración de las almas, esto es, que la misma alma que pertenecía a una persona o un animal aparecería, después de la muerte, en otra persona o animal joven. Zeller considera más probable que los eruditos ocasionalmente comieran juntos a que no lo hicieran; dice que tenían unas pocas peculiaridades insignificantes en cuanto al vestido y la comida; dice que es cierto que no tenían propiedades en común. Yo podría argüir que no creo haber encontrado jamás una perversión más extravagante de la historia que ese último comentario.

Zeller prosigue diciendo que una revolución democrática disolvió las casas de reunión pitagóricas, probablemente después de la muerte de Pitágoras. Pero admite que si Pitágoras se mudó de Crotona a Metaponto, es posible que lo hiciera como consecuencia de alguna oposición política. Mantiene asimismo que sólo tras la disolución de la escuela la filosofía pitagórica se volvió conocida en Grecia, o se escuchó hablar ampliamente de ella, aunque los misterios pitagóricos eran celebrados ahí por unas pocas personas. En mi opinión, sin embargo, existen pruebas amplias de que la fama de Pitágoras se esparció durante su vida desde Crotona a través de Italia y a todo el mundo griego.

Las opiniones de Zeller representan el extremo del escepticismo acerca de Pitágoras, mientras que las de Röth8 podrían quizá considerarse como su opuesto extremo. Trataré de mostrarles algunas razones para creer algunas afirmaciones que Zeller considera indignas de atención. A propósito de la credulidad e incredulidad históricas, el péndulo de la opinión se balancea de un lado a otro. Durante nuestro tiempo, hasta recientemente, se ha inclinado bastante del lado de la incredulidad, muy lejos del punto de equilibrio. Hemos estado creyendo menos, y no más, de lo que nos autorizaban los datos. Pero se ha puesto en marcha una era de rehabilitación. Manetón, e incluso Beroso, Herodoto, Marco Polo y muchos otros historiadores, considerados previamente como grandes mentirosos y tontos, actualmente son valorados como testigos de la más alta integridad y del conocimiento más completo.

Noten, en primer lugar, la extravagancia de Zeller cuando niega que los pitagóricos tuviesen más secretos que los misterios religiosos. Es una negativa en conflicto con la voz concurrente de la antigüedad. Es notorio que los pitagóricos tenían secretos, y el hecho ha sido tantas veces mencionado que nos impresiona como una de las características principales de esa escuela. Entre quienes han aludido a él están Alejandro Polyhistor y Demetrio de Bizancio en el siglo I a. C.; Filón y Plutarco en el siglo I d. C., y Calvius Taunes, Aulo Gelio, Apuleyo, Luciano, Aristocles e Hippobatus en el siglo II d. C.

Mas, pregunta Zeller, ¿por qué Platón y Aristóteles no dicen algo al respecto? Parece pensar que su silencio prueba que no había secretos. He aquí una extraña controversia. Si Platón y Aristóteles revelan un supuesto secreto, entonces puede tomarse eso como prueba de que no había secreto; pero no veo cómo el mero silencio puede probar esto mismo.

No sé si en las obras genuinas de Platón hay más de una mención a los pitagóricos, pero en el Epinomis, considerado usualmente como la obra de un discípulo inmediato de Platón, se alaba la fidelidad de los pitagóricos al guardar secretos.

En cuanto a Aristóteles, aunque nada dice de los secretos de los pitagóricos en ninguna de las obras que nos han llegado, sí alude a tales secretos en dos fragmentos, uno de los cuales es citado por Porfirio y por Elio.

El que otros autores antiguos no hayan hecho citas de Aristóteles a este respecto admite una explicación fácil: siendo perfectamente notorio el hecho de que los pitagóricos guardaban sus doctrinas en secreto, no valía la pena acudir a ninguna autoridad para apoyarlo.

Pero Aristoxeno, un discípulo directo de Aristóteles, cita la autoridad de los pitagóricos para apoyar a su maestro en la idea de que se debe usar cierta reticencia (Diog. Laer. VIII. 15). También menciona los modos crípticos de expresión de los pitagóricos.

Timeo de Taormina, miembro de una generación posterior a la de Aristóteles, declara que a Empédocles y Platón se les negó la admisión en la escuela pitagórica porque eran dados a parlotear.

En vista de todos estos testimonios, me parece que pocos hechos tan distantes en el tiempo están mejor establecidos que este de que los Pitagóricos mantenían secreta una parte de su conocimiento. Yo estaría en posición, si fuera necesario, de fortificar todo este testimonio directo con una gran masa de evidencia circunstancial; pero me parece innecesario.

Considero probado que los pitagóricos formaron una sociedad secreta; y este hecho debe ser tomado en cuenta al estimar el valor de la evidencia referente a los pitagóricos. Por ejemplo, se sigue de este secretismo que la repentina aparición de información adicional sobre la hermandad en el siglo II después de Cristo no indica necesariamente que tal información sea falsa, siendo posible que, por alguna causa, una buena cantidad de los secretos fueran entonces revelados.

Había en el mundo antiguo dos clases de doctrinas secretas de naturaleza ampliamente dispar. En primer lugar estaban los misterios religiosos. Los más antiguos y principales, incluyendo los grandes ritos eleusinos, eran de origen pelasgo, es decir, derivaban de gente a la que los griegos hallaron en Grecia en la época de su llegada. En esas representaciones se cantaban letanías con un ceremonial solemne e impresionante, se representaba un mito, y el fin llegaba cuando todos los presentes tocaban y besaban ciertas reliquias. La idea era que así se purificaban moralmente. Se consideraba muy irreverente hablar directamente de esas acciones, y no sólo ante los no iniciados sino también entre quienes sabían todo sobre ellas.

Los misterios eran un asunto sobre el que debía observarse un silencio reverencial, pero no eran exclusivos en absoluto. Cualquiera, excepto los asesinos, tenía permitida la admisión, bastando la presentación simple de un iniciado; y aunque se consideraba apropiado pasar algunos días en preparación seria para la iniciación, se insistía poco en ello. Los misterios eran, así, no tanto secretos que no se debían divulgar sino cosas demasiado sagradas para referirse a ellas.

Casi todos estaban iniciados en esos misterios, excepto quienes por su pobreza no podían viajar a Eleusis; por tanto no eran, hablando propiamente, secretos. Sin embargo, aunque datan de tiempos prehistóricos, nada leemos acerca de ellos en ningún libro anterior al siglo III después de Cristo.

Los secretos relacionados con las artes útiles son de un carácter muy diferente. Todavía hoy todo comercio está lleno de tales secretos. Quizá ustedes saben que hay dos palabras radicalmente diferentes en el idioma inglés que se pronuncian mistery. Una es la palabra de origen griego que he venido usando; significa algo sobre lo cual es apropiado preservar el silencio. El otro mistery es de origen latino, debería ser deletreado con una "i" y equivale, fundamentalmente, al vocablo mastery. Magisterium se contrae a mistery. Significa artesanía o profesión, como cuando hablamos de un hombre practicando el misterio de los orfebres y cosas semejantes. Cada misterio tal tiene sus secretos y, en tanto se mantenía el aprendizaje, tales secretos eran tan buenos como nunca divulgados. Tales secretos existen entre todos los pueblos y en todas las épocas. Hemos visto que entre los egipcios las matemáticas y la química eran de esta naturaleza.

Uno de los principales argumentos de Zeller para probar que los pitagóricos no tenían secretos excepto los misterios religiosos, es que si admitimos el testimonio de que los tenían, entonces ese mismo testimonio nos forzará a concluir que si algo deseaban conservar especialmente secreto eran las proposiciones matemáticas. Ahora, él afirma que esto es demasiado improbable para ser aceptado.

Por mi parte, no puedo ver de dónde surge esta improbabilidad. Concedamos que los pitagóricos formaban una sociedad secreta; concedamos, como debemos hacerlo, que llevaban un modo de vida peculiar. ¿Qué podrían hacer, entonces, para ganarse la vida? Los filósofos tienen que comer y vestirse, como cualquier otro mortal. Deben haber tenido algún modo de ganar el pan. Incluso Zeller admite como probado que eran matemáticos devotos. Ahora, las artes matemáticas, la agrimensura y la medición, la contabilidad y otras afines han garantizado a muchas personas un modo de vida desde que aparecieron las primeras ciudades y hasta el presente. Siempre hay un motivo poderoso para mantener tal conocimiento secreto. ¿Por qué no habrían continuado los pitagóricos la práctica de los egipcios a este respecto? Algunos hechos tienden a mostrar que lo hicieron así. Los que llamamos números arábigos fueron manejados en primer lugar por Boecio alrededor del 500 d. C. El cero no está incluido, pero no era necesario debido a que se usaba un ábaco, o una tabla rayada con columnas para las unidades, las decenas, centenas, etc. Ahora, Boecio, al explicar esas figuras y el ábaco, declara que ya los pitagóricos las empleaban, esto es, el círculo más secreto de los pitagóricos.

Conocemos lo que pretende ser el Juramento de los Pitagóricos. Su genuinidad es en extremo cuestionable, sin embargo, es posible que realmente lo usara una sociedad secreta, si en verdad la hubo. Ahora, este juramento enfatiza la tetractys secreta con la que, sin lugar apenas para la duda, se significaba el 10, ya que diez es (FIGURA 4):



FIGURA 4

El juramento habla de Pitágoras como el revelador de este número, y lo llama el "soporte de la vida". Y ciertamente lo era para los pitagóricos, suponiendo que se ganaran la vida con la práctica de las matemáticas.


Notas

 

1. Peirce ofrece una interesante interpretación de la teoría evolucionista de Lamarck en los términos de su propia cosmología evolucionista en su ensayo de 1891 "The Architecture of Theories" [N. del T.].

2. Joseph Epping (1835-1894) fundó el estudio de los textos astronómicos y matemáticos cuneiformes. Enseñó en Holanda desde 1876 y a partir de 1878 trabajó en colaboración con el jesuita alemán Johann Strassmaier (1846-1920) para descifrar una serie de materiales cuneiformes en el Museo Británico. El libro al que alude Peirce se titula Astronomisches aus Babylon (1889) [N. del T.].

3. En la antigua versión castellana de la Biblia de Casiodoro de Reina (1569), revisada más tarde por Cipriano de Valera (1602), se lee que las palabras en el muro fueron "Mene, Mene, Tekel, Uparsin". El texto aludido se encuentra en Daniel 5, 24-27 [N. del T.].

4. Ocurre un eclipse central cuando el eje de la sombra de la Luna intersecta la superficie de la Tierra; puede ser total, anular o híbrido (combinación de eclipse total y anular) [N. del T.].

5. Estos llamados entre corchetes a ver la figura correspondiente son implementados para esta versión castellana, Eisele no consideró necesario utilizarlos en su edición original del texto [N. del T.].

6. Eduard Zeller (1814-1908) fue profesor de teología y filosofía en varias universidades alemanas. La impronta del formalismo hegeliano es notable en sus interpretaciones del pensamiento griego. Como historiador de la filosofía, su obra capital es Philosophie der Griechen (1844-1852; la última edición vio la luz en 1902). Esta contribución fue traducida a la mayoría de los idiomas europeos y se convirtió en el libro de texto sobre la materia. Peirce sometió a crítica su manera de concebir y tratar a la evidencia y los testimonios históricos en múltiples ocasiones [N. del T.].

7. Término usado en las fuentes clásicas para referirse a un lugar lejano. Puede denotar cualquier lugar situado más allá de las fronteras del mundo conocido [N. del T.].

8. Se refiere a Eduard Röth, autor, entre otras obras, de Geschichte der griechischen Philosophie. Die ältesten ionischen Duriker und Pythagoras, Mannheim, 1862, 2 vols. [N. del T.].


Fin de: "Ciencia antigua-Astronomía caldea y griega", Charles S. Peirce (1892). Fuente textual en MS 1277.

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Fecha del documento: 3 de septiembre 2007
Ultima actualización: 31 de enero 2011

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