ADIVINAR


Charles S. Peirce (1907)

Traducción castellana de Sara Barrena (2012)



Este texto fue publicado originalmente en The Hound & Horn. A Harvard Miscellany, vol. II, nº 3, abril-junio 1929, pp. 267-282. La fuente del texto es el MS 687, que incluye un borrador anterior y tres páginas de variantes. Resulta una muestra significativa del estilo literario de Peirce, pues para ilustrar la actividad abductiva, de generación de hipótesis, emplea con gran extensión un acontecimiento detectivesco de su vida que puede leerse como un relato corto.



Nuestro conocimiento de cualquier cuestión nunca va más allá de reunir informaciones y formar algunas expectativas medio conscientes hasta que nos vemos enfrentados a alguna experiencia contraria a esas expectativas. Esto nos despierta de inmediato a la consciencia. Volvemos sobre lo que hemos reunido y observamos los hechos; nos esforzamos por ordenarlos, por verlos desde una nueva perspectiva tal que la experiencia inesperada ya no parezca sorprendente. A esto es a lo que llamamos explicar, que siempre consiste en suponer que los hechos sorprendentes que hemos observado son solo una parte de un sistema de hechos mayor, cuya otra parte no ha entrado dentro del campo de nuestra experiencia. Ese sistema mayor, tomado entero, presentaría un cierto carácter de razonabilidad que nos inclina a aceptar la conjetura como verdadera, o probable. Por ejemplo, supongamos que una persona que entra en una habitación grande por primera vez ve que sobre una pared asoman detrás de un mapa grande que ha sido colocado allí tres cuartos de un fresco admirablemente copiado de una de las obras más conocidas de Rafael. En este caso la explicación deslumbra de forma tan natural a la mente y se acepta de forma tan completa que el espectador casi olvida lo sorprendentes que son esos hechos que se presentan ante su vista; a saber, que una reproducción tan admirable de una de las más grandes composiciones de Rafael omita un cuarto de ella. Conjetura que ese cuarto está ahí, aunque escondido por el mapa; y seis meses más tarde está listo, quizá, para jurar que la vio entera. Este será un caso bajo una ley lógico-psíquica de gran importancia, a la que podemos encontrar ocasión de volver pronto, de que una inferencia simple, interesante y del todo aceptada tiende a borrar todo reconocimiento de las premisas complejas y poco interesantes de las que se derivaba. Cuanto más brillante sea la inteligencia del observador (a menos que alguna circunstancia haya hecho surgir una duda), más seguro estará pronto de que vio toda la composición. De hecho, sin embargo, la idea de que el todo está sobre la pared será meramente desarrollada a partir de su Ichheit: será una premisa, conjetura o suposición.

El conocimiento previo puede ayudarnos al formar nuestras hipótesis. En ese caso no serán puras conjeturas, sino que estarán compuestas de deducciones a partir de reglas generales que ya conocemos aplicadas a los hechos bajo observación, como un ingrediente, y de puras conjeturas como otro ingrediente. Así, supongamos que los hechos sorprendentes que nos extrañan son las acciones de cierto hombre en cierta ocasión, y que nuestra conjetura está relacionada con el estado de creencia que causó tal conducta. Si no tenemos conocimiento previo del hombre, cualquier estado de creencia que explicara su conducta podría ser una suposición tan buena como cualquier otra; pero aunque sepamos que está particularmente inclinado, o particularmente no inclinado, a creencias extravagantes, o a cualquier otra clase especial de creencias, tenemos todavía que adivinar, solo que seleccionaremos nuestra suposición de entre un número más pequeño de hipótesis posibles.

En la evolución de la ciencia, el adivinar juega el mismo papel que las variaciones en la reproducción juegan en la evolución de las formas biológicas, según la teoría de Darwin. Pues así como, según esa teoría, todo el enorme golfo, o más bien océano, entre la mónera1 y el hombre está compuesto por una sucesión de variaciones fortuitas infinitesimales en su origen, así el noble organismo de la ciencia se ha construido a partir de proposiciones que fueron originalmente simples suposiciones. Por mi parte, renuncio a creer que lo uno y lo otro sean fortuitos; y, en efecto, dudo seriamente de que llamarles así tenga algún significado que pueda sostenerse. En cuanto a las variaciones biológicas, ahorraré al lector mis razones para no creer que sean fortuitas, pues solo nos llevarían lejos de nuestro tema. Pero respecto a las primeras suposiciones a partir de las que la ciencia se ha desarrollado, diré una palabra o dos. Está bien dentro de los límites reconocer que hay un billón (esto es, un millón de millones) de hipótesis que un ser fantástico podría suponer que explicarían cualquier fenómeno dado (pues él no se restringiría a eventos contemporáneos), y podría suponerse que la determinación especial de cada una estaría conectada con las determinaciones especiales de cada una de las otras para producir el fenómeno observado. No desarrollaré más esta idea: basta mostrar que, de acuerdo a la doctrina de las probabilidades, sería prácticamente imposible para cualquier ser adivinar, por puro azar, la causa de cualquier fenómeno.

Hay, en efecto, enigmas, y uno bien podría decir misterios, conectados con la operación mental de adivinar; sí, más de uno. Pienso que no puede haber duda razonable de que la mente del hombre, habiéndose desarrollado bajo la influencia de las leyes de la naturaleza, piensa naturalmente por esa razón de forma algo parecida al modelo de la naturaleza. Esta vaga explicación no es más que una premisa, pero no hay espacio para creer que fuera meramente cuestión de suerte que Galileo y los otros maestros de la ciencia alcanzaran como lo hicieron las teorías verdaderas después de tan pocas suposiciones erróneas. Este poder de adivinar las verdades de la física —pues eso es, aunque sea algo imperfecto— es ciertamente una ayuda para el instinto a la hora de obtener alimento, un instinto cuyas maravillas a lo largo del reino animal son superadas solo por la de producir y criar descendencia.

Esta última función requiere que todos los animales superiores tengan alguna intuición de lo que está pasando por las mentes de sus compañeros. El hombre muestra una notable facultad de adivinar esto. Todos sus poderes se desarrollan solo bajo circunstancias críticas. Las ilustraré con una anécdota cuyo único mérito para reclamar la atención del lector reside en su verdad exacta. Afirmo y prometo de la manera más solemne que en la siguiente narración de estos hechos ningún punto ni circunstancia ha sido exagerado o decorado de ninguna manera.

Hace muchos años, estando al servicio de la U. S. Coast Survey, y a cargo de una misión que hacía deseable que dispusiera casi diariamente de la hora exacta, sin la incomodidad de tener que llevar a todas partes un cronómetro marino, recibí instrucciones de conseguir y llevar constantemente el reloj más fiable que pudiese encontrar. Conseguí en Tiffany's los dos mejores relojes con palanca separada2 que tenían y, después de un mes o seis semanas de prueba rigurosa, seleccioné el que resultó mejor y lo llevaba constantemente, siendo eso esencial, por supuesto, para el funcionamiento adecuado del buen reloj. Le costó al Gobierno 350 dólares. Algunos años después tenía que ir de Boston a Nueva York y tomé el barco del Fall River. El aire de mi camarote era malo, pues daba a sotavento, y cuando me levanté por la mañana tenía una extraña sensación de confusión en mi cabeza —una niebla mental, por así decir— y sentí que debía salir a tomar el aire lo antes posible. Me vestí deprisa, desembarqué y tomé un coche a Brevoort House, donde tenía que asistir esa mañana a una conferencia. En cuanto llegué allí fui al lavabo, y entonces me di cuenta de que debía haberme dejado en el camarote del barco el reloj del gobierno, con mi propia cadena y la pequeña bitácora de oro (que contenía un compás) que estaba unida a ella, y también mi abrigo ligero. Salí de prisa, encontré el mismo coche y me llevó de vuelta hasta el barco, muy nervioso. Los 350 dólares eran lo de menos. El reloj no podía ser equiparado fácilmente a ningún precio, y lo sentiría como una desgracia profesional de por vida si no lo devolviese en perfectas condiciones, tal y como lo había recibido. Cuando llegué al barco corrí hacia mi camarote y encontré que no había nada. Entonces hice que todos los camareros de color, sin importar a qué cubierta pertenecieran, viniesen y se pusiesen en fila. Había más o menos una veintena de ellos. Fui de un extremo de la fila al otro y hablé un poco con cada uno, de una manera tan dégagé como pude, sobre cualquier tema del que pudieran hablar con interés pero que no esperasen que yo pudiese tocar, con la esperanza de llegar a parecer tan tonto que pudiese detectar algún síntoma de quién era el ladrón. Cuando hube recorrido toda la fila me di la vuelta y caminé en dirección contraria, aunque no me alejé, y me dije a mí mismo, "no tengo la menor chispa de luz para continuar". Pero entonces mi otro yo (pues nuestras propias conversaciones íntimas son siempre en forma de diálogo), me dijo, "pero simplemente debes poner tu dedo sobre el hombre. No importa si no tienes razón, debes decírselo a quien tú pienses que es el ladrón”. Di un pequeño rodeo en mi paseo que no me tomó ni un minuto, y cuando me volví hacia ellos toda sombra de duda se había desvanecido. No había auto-crítica. Todo estaba fuera de lugar. Fui hacia el muchacho en quien me había fijado como el ladrón y le dije que entrara en el camarote conmigo. Sucedió que tenía un billete de cincuenta dólares en el bolsillo de mi chaleco. Lo saqué y lo extendí delante de él. "Bien", dije, "este billete es tuyo si te lo ganas. No quiero averiguar quién robó mi reloj si puedo evitarlo. Pues si lo hiciera estaría obligado a enviarle a Sing Sing, lo que me costaría más de cincuenta dólares. Y además lo sentiría de verdad por el pobre tonto que se creyó mucho más brillante que los hombres honestos. Vete y tráeme mi reloj, mi cadena y mi abrigo, y estaré muy contento de pagarte estos cincuenta dólares y marcharme; y puedes estar seguro de que yo soy la clase de hombre que piensa que es mucho más inteligente mantener su promesa que romperla y arruinar su carácter por unos míseros cincuenta dólares. Ahora confía en mí. ¿No sabes que algunos hombres son así y que yo soy uno de ellos? Mírame y compruébalo. Entonces, ¿quieres ganarte los cincuenta dólares?". "Bien", dijo él, "me gustaría muchísimo ganarme los cincuenta dólares, pero como usted ve realmente no sé nada sobre sus cosas. De modo que no puedo". "Entonces", dije yo haciendo mi tono más bajo, más profundo y más intenso, "desearía poder cerrar mis ojos al ladrón, pues todo ladrón es un tonto y siento lástima por él. Además, el costo de procesarte será bastante más de cincuenta dólares. ¿No sabes que ningún prestamista en Nueva York te dará más de cincuenta dólares por mis cosas, y que tan pronto como dejes su tienda la mano de la policía estará sobre tu espalda? ¿Tienes esposa? Piensa en ella. El hombre que va a Sing Sing arruina su vida y va de ordinario al Infierno. Simplemente párate a pensar qué significa eso, incluso a este lado de la tumba. Tú ya me has confesado que eres el ladrón, ¿no lo sabías? Lo has hecho de manera muy evidente, pues has dicho que no podías ganarte esos cincuenta dólares porque en este momento no sabías qué ha pasado con las cosas. Pero cincuenta dólares harían que un muchacho espabilado como tú, que no sospecha que yo le estoy utilizando, averiguase todo acerca del robo. La dificultad es principalmente que tú no puedes declarar culpable a ningún otro hombre porque tú mismo eres el ladrón. Yo sé eso y lo siento por ti. Pero puedes escapar de Sing Sing y ganar este billete trayéndome las cosas. Tú confías en tu astucia, pero te darás cuenta de que en la cabeza de un hombre honesto hay algo más fuerte que toda la astucia del mundo. No te digo más que la verdad; no diría más por el reloj cincuenta veces, pero tan seguro como que has nacido que si no haces lo que digo te verás en un ferrocarril a Sing Sing tan pronto como el barco vuelva de Fall River". (No puedo responder por todos los detalles de esta conversación, pero fue sustancialmente así). Él dijo, "Siento no saber nada en absoluto acerca del robo, si es que ha habido alguno", y yo me marché. Bajé al muelle y fui llevado tan rápido como el cochero pudo a Pinkerton3. Allí, conducido ante la presencia del Sr. Bangs, el jefe de la rama de Nueva York de esta formidable organización, dije, "Sr. Bangs, un negro en el barco de Fall River, cuyo nombre es tal y tal (se lo di) ha robado mi reloj, mi cadena y mi abrigo ligero. El reloj es un Charles Frodsham y aquí está su número. Él saldrá del barco a la una, e irá inmediatamente a empeñar el reloj, por el que conseguirá cincuenta dólares. Quiero que le haga seguir y que tan pronto como tenga el resguardo del empeño le haga arrestar". Dijo Mr. Bangs, "¿qué le hace pensar que él ha robado su reloj?". "Bien", dije yo, "no tengo ninguna razón para pensar eso, pero tengo toda la confianza en que es así. Ahora bien, si él no fuera a una tienda de empeños a librarse del reloj, como estoy seguro de que hará, eso terminaría con el asunto y usted no necesitaría dar ningún paso. Pero sé que lo hará. Le he dado el número del reloj y aquí está mi tarjeta. Estará del todo seguro al arrestarlo". El Sr. Bangs no dudó más de cinco segundos y dijo, “me gustaría hacer una sugerencia, si me lo permite. Estoy seguro de que usted no está familiarizado con los ladrones y que ignora completamente su especie. Pero nosotros los conocemos. Es tarea nuestra estar familiarizados con ellos. Conocemos los modos de cada clase y de cada banda, y conocemos a los hombres mismos, a la mayoría de ellos. Permítame que sugiera lo siguiente: enviaré a nuestro mejor hombre. Él tendrá en mente y dará todo el peso a su impresión. Dejemos solo que no sea obstaculizado con órdenes positivas. Dejemos que actúe según sus propias inferencias, cuando él haya examinado todas las indicaciones". Yo confesé, "eso, debo decir, parece razonable. ¿qué derecho tengo yo, después de todo, a afirmar que soy infalible? Que sea como usted dice". El detective fue al barco y descubrió que "mi hombre", como llamaré al hombre del que yo estaba tan seguro de que era el ladrón, había sido durante muchos años el ayudante del propio capitán y que no podía haber estado en la cubierta donde estaba mi camarote, mientras que había un conocido sinvergüenza entre aquellos camareros que podrían posiblemente haber estado allí. Como consecuencia el sinvergüenza fue seguido, mientras que "mi hombre" no lo fue, y no se informó del empeño de ningún reloj. A la mañana siguiente yo estaba preparado para abordar al Sr. Bangs. "De modo que parece que el reloj se ha perdido", dije yo. "¿Qué es lo que hay que hacer a continuación?". "Bien", dijo él, "solo queda enviar tarjetas a todos los prestamistas de Fall River, Nueva York y Boston ofreciendo una recompensa por la devolución del reloj". " ¡Una recompensa!", exclamé yo. "Me atrevo a decir que está pensando en algo que se aproxime a los cien dólares". "¡Oh!", respondió él, "eso sería del todo insuficiente. Debe ofrecer por lo menos ciento cincuenta". "Ciento cincuenta entonces, de acuerdo", dije yo. Supongo que las tarjetas fueron enviadas. En todo caso al día siguiente o al otro recibí una petición de un abogado de Broadway, frente al Parque, para que fuera a su oficina. Lo hice y encontré que ya había preparado para que yo lo firmara un papel larguísimo4 indemnizando a su cliente. Lo firmé y pagué mis ciento cincuenta dólares, una suma bastante importante para un hombre joven en aquellos días, pero pequeña en comparación con el honor profesional. "Entonces", pregunté, "¿quién, si me hace el favor, es ese cliente suyo? Me atrevo a decir que podría haberlo adivinado por el papel que acababa de firmar, pero de hecho no lo hice. Me dio el nombre y me informó de que era un prestamista en tal número de la Calle 15 (o alrededores; he olvidado el nombre y la localización exacta). Me fui una vez más a la oficina de Pinkerton, y llevando a mi detective conmigo continué hasta donde el prestamista. Este caballero describió a la persona que empeñó el reloj de una manera tan gráfica que no quedaba ninguna duda de que había sido "mi hombre". El barco para entonces había ido de nuevo a Fall River, pero debía regresar por la mañana. Insistí en que el detective me acompañara al alojamiento de "mi hombre", esto es, a su apartamento, en un lugar muy respetable de la Sexta Avenida. Cuando llegamos ante la casa le pedí al detective que simplemente subiera las escaleras y bajara mi cadena (con la bitácora) y mi abrigo ligero. " ¡Oh!", dijo él, "ni pensarlo. No tengo orden de registro, y ¡seguro que llamarían a la policía!". Yo estaba un poco molesto. "Muy bien", dije, "¿tendrá por lo menos la amabilidad de esperar en la acera durante diez minutos, o de estar aquí, pongamos que doce minutos, y yo bajaré con las cosas?". Acto seguido subí los tres pisos y llamé a la puerta del apartamento. Vino una mujer amarilla, pero otra de aproximadamente la misma complexión estaba justo detrás de ella, sin sombrero. Yo entré y dije, “su marido está ahora camino a Sing Sing por robar mi reloj. Me he enterado de que la cadena y el abrigo que también robó están aquí y voy a llevármelos. Entonces las dos mujeres armaron un gran alboroto y amenazaron con enviar inmediatamente a por la policía. No recuerdo exactamente qué dije yo. Solo sé que estaba totalmente tranquilo y que les dije que estaban del todo equivocadas al pensar que iban a buscar a la policía, ya que eso solo haría las cosas peores para el hombre, puesto que ya que yo sabía exactamente dónde estaban mi reloj y mi abrigo, los tomaría antes de que llegara la policía. He olvidado si insinué o no que la mujer se convertiría en encubridora si viniera la policía y encontrara que yo había descubierto ya la cadena y el abrigo. En todo caso no vi ningún lugar en esa habitación donde fuera probable que estuviese la cadena, y caminé hasta otra habitación. Había pocos muebles más allá de una cama doble y un baúl de madera en el lado más alejado de la cama. Dije, "mi cadena está en el fondo de ese baúl debajo de las ropas, y voy a tomarla. Tiene una bitácora de oro con una brújula unida a ella. Y puede ver que tomo eso, que sé que está ahí, y nada más. Me arrodillé y afortunadamente encontré que el baúl no estaba cerrado con llave. Después de sacar las ropas —muy buenas ropas— encontré toda una capa de baratijas de evidente procedencia, entre las cuales estaba mi cadena. La uní de inmediato a mi reloj, y al hacerlo me di cuenta de que la segunda mujer (que no llevaba sombrero) había desaparecido, a pesar del gran interés que había mostrado en mis primeros procedimientos. "Ahora", dije yo, "solo falta encontrar mi abrigo ligero". Tal vez usé otras palabras, pero no hay ninguna diferencia. La mujer extendió sus brazos a derecha y a izquierda y dijo "está invitado a revisar todo el lugar". Yo dije, "le estoy muy agradecido, señora, pues esta misma alteración extraordinaria de su tono respecto al que empleó cuando empecé con el baúl me asegura que el abrigo no está aquí. Le doy las gracias amablemente, pero pienso que muy probablemente lo encontraré igual". De modo que dejé el apartamento y observé entonces que había otro apartamento en el mismo rellano.

Aunque no lo recuerdo de forma positiva, pienso que es probable que yo estuviera convencido de que la desaparición de la otra mujer estaba conectada con el marcado deseo de que yo debía buscar mi abrigo por el apartamento del que había salido. Yo tenía ciertamente la idea de que la otra mujer no vivía lejos de allí. De modo que para empezar llamé a la puerta del otro apartamento. Abrieron dos niñas amarillas. Miré por encima de ellas y vi una sala de aspecto bastante respetable con un bonito piano. Pero sobre el piano había un cuidadoso fardo de exactamente el tamaño y la forma adecuada para contener mi abrigo. Dije, "he llamado porque hay un paquete aquí que me pertenece; oh sí, ya lo veo y voy a cogerlo". Las empujé suavemente, tomé el paquete, lo abrí y encontré mi abrigo, que me puse. Bajé a la calle y llegué a donde mi detective antes de que mis doce minutos hubieran transcurrido.

Debe entenderse que todo lo anterior es la pura verdad, cuidadosamente separada de toda exageración y color. Si algún lector se inclinara a considerar el relato como fabuloso, no sería ciertamente un psicólogo [psycholist], igualmente versado en la teoría de su ciencia y habilidoso en su aplicación, pues para él los incidentes no presentarían características extraordinarias. Supongo que casi todo el mundo ha tenido experiencias similares. Pero independientemente de la frecuencia con la que se encuentren tales hechos, hay ciertamente algo un poco misterioso en ellos; exigen explicación. Esa explicación debe ser en sí misma conjetural y debe permanecer así hasta que la investigación exacta haya comprobado su suficiencia; y a menos que alguna nueva escuela de psicología haga su aparición, no creo que sea probable que la prueba científica de la teoría sea desarrollada en nuestro tiempo.

Voy a señalar una vera causa —una agencia conocida que tiende a producir efectos como los hechos que han de explicarse. Pero no me atreveré a opinar si es suficiente, bajo las circunstancias descritas, para producir los hechos bastante sorprendentes, o si fue ayudada por alguna otra agencia que no ha sido sugerida a mi mente.

Mi suposición es que en el fondo del pequeño misterio hay enterrado un principio a menudo suficientemente afirmado, pero nunca, creo, apoyado por observación científica hasta que el Profesor Joseph Jastrow y yo desarrollamos en la Johns Hopkins University una determinada serie de experimentos. Estos experimentos fueron diseñados en su mayor parte para otro propósito distinto, a saber, para probar la hipótesis de Fechner de la "Differenzschwelle", que de ninguna manera nos concierne ahora. Procedo a describir esquemáticamente lo esencial de los experimentos. De las dos personas que intervenían en ellos, una actuaba como experimentador y registrador, mientras que la otra, que no podía ni ver ni oír al primero, era el "sujeto" o víctima del experimento. El último decía, "listo". Acto seguido, un arreglo automático, a saber, exponer una carta de un paquete bien barajado, indicaba al experimentador qué presión debía hacer que soportara el dedo del sujeto que observaba cuidadosamente el grado de su sensación de presión. Cuando estaba satisfecho, quizá después de cinco a veinte segundos, decía "cambio". Acto seguido, mediante un artilugio sumamente delicado (para evitar cualquier cambio o sacudida repentina) el experimentador, de acuerdo con una operación automática al azar, bien aumentaba o disminuía la presión en menos de un uno por ciento en sí mismo. El sujeto observaba la nueva sensación de presión y de nuevo decía "cambio", con lo cual se volvía a la primera presión. Estos experimentos eran intercalados (mediante el arreglo automático al azar con el que se pretendía excluir tanto como fuera posible la acción mental por parte del experimentador), con otros en los que los cambios de presión eran algo más considerables. Habiendo observado el sujeto los tres estados de la sensación de presión (de los que el primero y el último era iguales), pronunciaba primero uno u otro de los cuatro numerales, Cero, Uno, Dos, Tres. "Tres" significaba que estaba seguro o casi seguro de ser capaz de decir si la presión media era mayor o menor que las otras dos. "Dos" significaba que no estaba en absoluto seguro, aunque se inclinaba a pensar que podría decirlo. "Uno" significaba que no pensaba que había percibido realmente alguna diferencia, pero que pensaba que quizás podría. "Cero" significaba que estaba seguro de que no podría percibir la menor variación de presión. Habiendo indicado de esa manera el grado de su confianza, estaba obligado a decir si la presión media era mayor o menor que las otras. En caso de que su confianza fuera cero su afirmación sería (para su propia consciencia) puramente al azar, aunque evitaría cualquier regularidad particular en sus afirmaciones o cualquier preponderancia grande de "mayor" o "menor". Por supuesto nunca recibía la menor indicación de si tenía razón o no.

Cuando nuestro curso de experimentos se había desarrollado durante dos horas diarias (con tales precauciones contra la fatiga como la imperfecta psicología de hace veinticinco años prescribía) y durante aproximadamente un mes, se encontró que de las respuestas que se suponía que se daban al azar, que eran una buena mitad del número total y debían, pienso (no tengo aquí el registro, que está en el Vol. III de las Memorias de la U. S. National Academy of Sciences), aproximarse a un millar en número, tres de cada cinco aproximadamente eran correctas. Es decir, de todos aquellos casos en los que el sujeto, después de revisar cuidadosamente su consciencia se sentía bastante seguro de que no había experimentado variación en la sensación de presión, aunque en realidad se habían hecho un cambio y un cambio inverso, y conforme a eso había dicho, bastante al azar, como pensaba, que la presión media era mayor o menor que la primera y última, lo que él decía de esa manera estaba de acuerdo con el hecho real con la mitad de frecuencia con que estaba en desacuerdo. Un lector inexperto en tratar con probabilidades puede pensar que una preponderancia tan pequeña de respuestas verdaderas podría producirse por azar. Pero en realidad está entre las cosas más ciertas que sabemos que eso no es así. Tanto que es una verdad demostrada, del todo incuestionable. Pero si continúan preguntándome sobre qué principio explicaría el hecho de que una persona que, después del más estrecho escrutinio de su consciencia, había afirmado que no había ni rastro de diferencia perceptible entre dos sensaciones de presión, había dicho correctamente a renglón seguido cuál de ellas era la mayor en tres casos de cada cinco, mi confianza se evapora en su mayor parte. Puedo en efecto mencionar una causa que sin duda existe y que debe haber actuado en la producción de ese hecho indudable, pero no puedo decir si esa causa habría sido suficiente por sí misma o no para ese resultado.

Todo el mundo sabe cómo la auto-consciencia le incomoda a uno y puede incluso paralizar del todo la mente. Nadie puede haber dejado de notar que las funciones mentales que se llevan a cabo a la ligera son más propensas a realizarse diestramente que aquellas en las que se estudia cada pequeño detalle mientras que la acción está teniendo lugar; ni tampoco puede haber dejado de notar cómo un gran esfuerzo —digamos escribir una carta particularmente ingeniosa, o incluso recordar una palabra o un nombre que se nos ha escapado de la memoria— puede estropear el propio éxito. Quizá es porque al intentarlo mucho estamos pensando en nuestro esfuerzo en lugar de en el problema que tenemos entre manos. En todo caso mi propia experiencia es que la auto-consciencia, y especialmente el esfuerzo consciente, son capaces de llevarme hasta el límite de la idiotez y que aquellas cosas que he hecho espontáneamente fueron las mejor hechas. Ahora bien, en los experimentos que he descrito el así llamado "sujeto", la víctima de la experimentación, rara vez se sentaría en una habitación silenciosa y oscura, tratando con toda su capacidad durante dos o tres minutos de detectar la diferencia más pequeña entre dos presiones. Al encontrarse incapaz de hacerlo pronunciaría su "cero" de modo que su incapacidad pudiera registrarse. Entonces cesaría toda tensión, pues todo lo que le quedaba entonces por hacer era mencionar al azar cuál de las presiones señalaría como la más fuerte, y aquí su perfecta inconsciencia incrementaría enormemente su poder de discriminación: una discriminación por debajo de la superficie de la consciencia y no reconocida como un juicio real, y sin embargo muy verdaderamente una discriminación genuina, tal y como mostraron los resultados estadísticos. Las circunstancias de mi charla con los camareros en el barco eran casi idénticas. Mientras recorría la fila, charlando un poco con cada uno, me mantenía en un estado tan pasivo y receptivo como podía. Cuando hube recorrido toda la fila hice un gran esfuerzo para detectar en mi consciencia algunas señales del ladrón y este esfuerzo, supongo, impidió mi éxito. Pero entonces, al darme cuenta de que no podía detectar nada, me dije a mí mismo, "bien, de todas maneras debo echarle la culpa a alguien, aunque sea una elección al azar", e instantáneamente supe cuál de los hombres era. En cuanto a mi forma de proceder en el apartamento no se elevaba por encima de un nivel bajo de lo corriente. Disgustado (muy injustamente, me atrevo a decir) por la renuencia del detective, subí, convencido de que sería la cosa más fácil del mundo poner mis manos sobre mi propiedad, y por lo tanto no había tensión ni esfuerzo. Al no ver ningún lugar de escondite probable en la primera habitación caminé hasta la otra; y había tenido la suficiente experiencia de robos domésticos para saber que el fondo de un baúl, debajo de las ropas, era casi con certeza el lugar de escondite de la cadena. Cuando encontré eso el súbito cambio en el comportamiento de la esposa, de amenazar con la policía a una invitación cordial para buscar por todo el lugar, me demostró que el abrigo había sido cambiado de lugar; y la desaparición de la mujer sin sombrero, que no había esperado el desenlace, me mostró que estaba en algún otro lugar del edificio. Empecé por tanto tocando la puerta del otro apartamento del mismo piso, donde el bulto sobre el piano era francamente revelador.

Podría contar muchas otras historias verdaderas de conjeturas exitosas, pero he mencionado aquí dos principios que me han llevado a que la conjetura proporcione al menos una explicación parcial del misterio que destaca en este singular instinto de adivinar. Infiero en primer lugar que el hombre adivina algo de los principios secretos del universo porque su mente se ha desarrollado como una parte del universo y bajo la influencia de esos mismos principios secretos; y en segundo lugar, que a menudo derivamos de la observación fuertes indicaciones de la verdad sin ser capaces de especificar cuáles eran las circunstancias que habíamos observado que proporcionaban esas indicaciones.

Es un capítulo del arte de la investigación.

Nuestra facultad de adivinar corresponde a los poderes musicales y aeronáuticos de un pájaro; es decir, es para nosotros como aquellos para ellos, el más elevado de nuestros poderes meramente instintivos. Supongo que si uno estuviera seguro de ser capaz de discriminar entre las indicaciones de este instinto y los auto-halagos del deseo personal, uno confiaría siempre en lo primero. Pues no valoraría mucho la sabiduría o el coraje de un polluelo si, cuando llegara el momento oportuno, el pequeño agnóstico dudara mucho en saltar del nido por causa de las dudas acerca de la teoría de la aerodinámica.



Notas

1. Según la biología de su época, mónera es el "nombre con que se designó un microorganismo que fue considerado, erróneamente, como carente de núcleo" (Fuente: DRAE). [Nota de la T.]

2."detached-lever": se trata de un mecanismo para relojes inventado por Thomas Mudge alrededor de 1775. [Nota de la T.]

3. Agencia privada de detectives americana fundada en 1850 por Allan Pikerton.

4. Peirce emplea la metáfora náutica de los barcos de vela "main-to-bowline", que no tiene equivalente en la actualidad. [Nota de la T.]



Fin de "Adivinar" (1907). Fuente textual en The Hound & Horn. A Harvard Miscellany, vol. II, nº 3, abril-junio 1929, pp. 267-282. MS 687


Una de las ventajas de los textos en formato electrónico respecto de los textos impresos es que pueden corregirse con gran facilidad mediante la colaboración activa de los lectores que adviertan erratas, errores o simplemente mejores traducciones. En este sentido agradeceríamos que se enviaran todas las sugerencias y correcciones a sbarrena@unav.es.



Fecha del documento: 8 de marzo 2012
Ultima actualización: 27 de abril 2012

[Página Principal] [Sugerencias]